Jake

Sean detiene lentamente el Passat sobre tres plazas del aparcamiento exterior de Textos y posa su cálida, firme y levemente rechoncha mano en la rodilla de Jake.

– Sé bueno hasta la noche -susurra sin que su voz se eleve por encima del murmullo del motor.

– ¿Y qué pasa con ellos, Sean?

Le dedica a Jake una sonrisa que se desafía a sí misma para resultar perceptible.

– Sé tan malo como quieras.

Jake piensa que momentos como este son la razón por la que siguen juntos. Se siente feliz de regodearse en esta sensación mientras el gas que escapa del tubo de escape juguetea con la niebla que danza alrededor del coche, sin embargo, Sean aparta la mano y la coloca en el volante.

– Te recogeré a las siete, entonces. Mejor entra ya antes de que el tío del uniforme se ponga a gritar.

El nuevo guardia está de pie en la entrada como un gorila de disco, exhalando vapor por la boca como un dragón. Jake espera que Sean solo se sienta culpable por haber aparcado mal. Le planta la mano en la mejilla, áspera por el obstinado rastro de barba, y lo acomoda para darle un beso lleno del dulce sabor a tabaco de pipa. Tras él, Jake observa al guardia, sacando hacia fuera su labio superior, que intenta encontrar un bigote inexistente que se una a su gesto desaprobatorio. Este es una de las razones por las que atrae más hacia sí a su compañero, pero Sean se separa antes de que Jake haya tenido bastante.

– ¿Harías algo por mí?

– Lo que sea -dice Jake, deseando que el guardia lo escuche.

– Mira si tenéis algún libro que pueda usar para el próximo curso y cómpramelo si es así.

– No estaría seguro de cuál comprar.

– Bueno, Jake, creí que me estabas escuchando en la cena -le riñe; se ha convertido de repente en el profesor juguetonamente severo del que se enamoró en la clase nocturna que Sean daba sobre los gays en Hollywood, y Jake se siente la mitad de joven que él, aunque ambos tienen treinta años-. Te dije que impartiría clases sobre los melodramas de los cincuenta -le recuerda.

– En serio, preferiría que miraras tú mismo. No tienes clase hasta dentro de una hora.

– Me gustaría ver dónde trabajas -admite Sean, dando marcha atrás con el coche.

Jake adora sus arrebatos impulsivos, pero esta maniobra podría ser peligrosa por culpa de la niebla, que es más densa en Fenny Meadows a cada corto día que pasa de este invierno. La niebla los sigue a duras penas cuando Sean aparca con un simple movimiento del volante. Los dos salen del vehículo al mismo tiempo, y van de camino a Textos cuando Jake se agarra las caderas como queriendo destacar lo rápido que se ha detenido.

– ¿Qué ven mis ojos?

Tres caras con tan poco color en ellas como la niebla miran desde el escaparate, con la misma expresión engreída una tras otras, como haciendo cola para conseguir una peluca. Cada una de ellas está sobre un montón de copias de Vestir bien, vestir mal, de Brodie Oates. A su lado, un cartel pone: «¿Qué quiere decir? Averígüenlo el próximo viernes».

– ¿Vamos? -dice Sean.

Le está proponiendo que entren en la tienda. Cuando llegan a la entrada, el guardia se interpone en su camino.

– Espero que os comportéis como es debido aquí dentro -dice en un tono tan bajo que podría parecer que no ha dicho nada.

Jake se ha encontrado con gorilas peores que este.

– ¿Cómo nos íbamos a comportar si no? -dice dulcemente, tomando a Sean de la mano.

Sean no se aparta, pero tampoco aprieta la mano de Jake. A veces es tímido fuera del ambiente gay de Manchester. Jake siente como le sube la temperatura, quizá por vergüenza o por furia hacia lo que el guardia dice a sus espaldas.

– A eso me refería. No necesitamos de eso aquí.

– ¿Necesitamos? ¿Quiénes? -pregunta Jake incluso más dulcemente.

– Es uno de «vosotros» -le dice Sean al guardia, apretando la mano de Jake.

La cara del guardia se pone tan roja que a Jake le recuerda a un semáforo cambiándose repentinamente.

– Joder, no lo es. No me lo trago.

– Tú no -dice Sean, decidido a pasarlo bien-, yo sí.

Jake se está preguntando por cuánto tiempo van a poner a prueba el grado de rubor en la cara del hombre cuando pasa Lorraine, ataviada con unos anchos pantalones de pana. Su cola de caballo se menea y luego se alza cuando se gira en el felpudo de «¡A leer!».

– Trabaja aquí -dice.

El guardia hace una mueca cuando el pelo de ella le roza la mejilla.

– ¿Quién?

– No me importaría que fuera cualquiera de ellos, pero me refería a él. ¿Vienes arriba, Jake?

– Debo hacerlo -dice Jake sin separar su mano de la de Sean hasta que no pasan el felpudo-. ¿Estarás aquí cuando baje? -desea en voz alta.

Un resto de niebla líquida destaca en las pestañas de Sean, hasta que se lo quita con la yema de un dedo.

– Me aseguraré de estar.

Angus está en pie detrás del mostrador sin prestarles mucha atención, una queda vergüenza parece ser su estado natural. Mad seguramente estaba arreglando la sección infantil, y cuando vuelve a su tarea después de mostrarle a un cliente un manual de reparación de coches, les dedica una fugaz sonrisa a Jake y Sean. Aparte de eso, las únicas personas a la vista son dos hombres en los sillones de Erotismo, con las cabezas tan calvas que podrían ser monjes meditando sobre su escaso tiempo vital. Lorraine pasa la tarjeta por el lector junto a la puerta de la sala de empleados y luego se demora lo suficiente en las escaleras para que Jake sienta el frío conservado por las desnudas paredes. Se oyen voces tras la puerta de arriba, y Ray preside la mesa de la sala de empleados.

– Buenos días a los dos -dice cuando Lorraine abre la puerta-. Ahora mi equipo está al completo.

Ese comentario viene junto a una sonrisa tan sucia como su rojiza cabellera rizada, pero a Lorraine no le afecta.

– Nos faltan dos minutos para entrar.

– No pasa nada por empezar lo antes posible, ¿verdad?

Cuando Lorraine retira su tarjeta del montón de «salidas», Ray tuerce la boca y levanta y baja las cejas antes de que la expresión vagamente amistosa regrese a su rostro mofletudo.

– Espero que todos viéramos el partido este fin de semana -dice.

– ¿Cuál era? -se interesa Wilf.

– Solo podía ser uno, ¿no? -prácticamente grita Ray, quizá sin darse cuenta de que el interés era más por cortesía que por otra cosa-. Manchester United metiéndole un dos a cero al Liverpool.

Wilf, Jill y Agnes profieren un quedo y obligado viva, y Ross contraataca con un abucheo lo bastante leve para resultar cómico.

– Venga, venga, seamos deportivos -exclama Nigel desde su mesa en la oficina, mientras Greg se conforma con dedicarle un reprobatorio guiño a Gavin por su último bostezo-. ¿Vosotros dos no tomáis partido? -pregunta Ray a los recién llegados.

– No en ese tema de hombres -dice Lorraine, pasando la tarjeta por debajo del reloj-. No noto la diferencia, me temo.

– ¿Por qué iba a querer ver a un montón de tíos con los muslos al aire persiguiéndose los unos a los otros? -dice Jake pasando la suya.

Casi todos ríen, aunque no está seguro de cuántos de ellos se han sentido forzados a hacerlo. Lorraine se sienta en el sitio que Ross le había guardado, y Greg arrastra su silla hacia atrás, alejándose un poco de Jake, que está sentado entre él y Wilf, mientras Ray pasa las hojas de las «artimañas» de Woody.

– Parece que el jefe ha puesto en marcha la maquinaria de su cabeza -comenta Ray.

– Para eso está -dice Woody saliendo de su despacho-. Bien, dejadme hablar, así será más rápido.

– ¿Quieres mi asiento?

– Me quedaré de pie. ¿Queréis las malas noticias primero?

– Tú mandas -dice Ray.

– No hay buenas noticias. Las ventas del primer mes son las peores de todas las tiendas Textos.

– Eso será porque la gente todavía no sabe que estamos aquí, ¿no crees?

– Mal tiro, Ray. Las peores ventas de cualquier primer mes.

– Las Navidades ayudarán, ¿no?

– El grado de crecimiento de las ventas prenavideñas es el peor de todas las tiendas. Las cifras del último fin de semana, ¿lo suponéis?, las peores -anuncia, y la estrechez del surco de sus ojos parece estar buscando culpables, hasta que añade-: Bueno, esto es lo que tenemos que solucionar. ¿Ideas?

Ray ya ha tenido bastante de su papel de hombre recto, y nadie más quiere ocupar su puesto. Woody alza la vista, como buscando ideas en su aplastado pelo al cepillo y se frota la cara, casi ausente de expresión.

– Alguien. Algo -exige-. Hacedme sentir parte de un equipo.

A Jake esto le recuerda a los tiempos de la escuela; se les ha hecho una pregunta que nadie quiere ser el primero en responder, especialmente ya que Ray parece pensar que también debe esperar una respuesta de los demás.

– ¿Podría ser el sitio donde estamos? -se atreve al fin Lorraine.

– Necesito algo más que eso.

– Fenny Meadows. ¿Quién iba a querer venir aquí a no ser que trabaje aquí?

Algunas bocas hacen ademán de abrirse.

– Dime tú por qué no -dice Woody.

– Quizá no lo ven hasta que es demasiado tarde.

– Me estás obligando a trabajar mucho. ¿Demasiado tarde el qué?

– Me refiero a que no ven las señales. Cuando conducía hacia aquí esta mañana casi me pasé del desvío por culpa de la niebla.

– Por eso llegaste tarde entonces -dice Ray.

– Es solo que si trabajas aquí, sabes que estás cerca cuando ves la niebla.

– No tendría mucho sentido para nadie construir aquí si siempre fuera así, ¿no? -protesta Woody-. Hablé con la oficina central, y no había niebla cuando examinaron el lugar el invierno pasado. Sí, entrad, participad.

Tiene la mirada clavada en la puerta del almacén, detrás de Jake, que siente un escalofrío similar a una respiración en la nuca y se vuelve para encontrar la puerta abierta justo lo suficiente para que alguien mire por el hueco. Greg se levanta responsablemente de su silla mientras Woody se acerca rápido para meter la cabeza en el almacén.

– Debe de haber sido un golpe de aire -murmura, frotándose los brazos una vez ha cerrado la puerta. Parece sentirse como si hubiera despertado a todo el mundo cuando dice:

– Bueno, ¿alguien piensa que Lorraine ha identificado uno de los problemas?

– No la bastante gente es consciente de que estamos aquí.

– Eso es, Ray. ¿Se lo habéis dicho a todos los que conocéis?

El murmullo consecuente es por encima de todo el de unas cuantas personas intentando no ser las únicas en quedarse calladas.

– Vamos, equipo -urge Woody-. Me estáis haciendo pensar que no queréis ganar. ¿Quién nos va a animar?

Está haciendo tal parodia de un americano que por un momento Jake no sabe dónde mirar.

– Los padres que conozco y los profesores de mi hija saben dónde trabajo -acaba diciendo Jill.

– Eso es un comienzo. ¿Y tus amigos?

– Ellos son mis amigos.

– Claro, y nosotros también, ¿verdad? Quiero que todos seamos amigos. ¿Qué os parece si no solo les hablamos de la tienda a nuestros amigos, sino a todas las personas que conocemos al menos un poquito?

– A todo el mundo que conozcamos -propone Greg.

Gavin emite un sonido similar a varias eses seguidas.

– ¿Cómo quieres que hagamos eso? Hola, no me conoces y vas a creer que estoy loco o colocado, pero trabajo en Textos y soy la razón por la que deberías venir a echar un vistazo.

– No hace falta hablar. Podríamos llevar algo.

– Quieres que vaya de bares con esto en el cuello -dice Gavin, haciendo ruido con el cordón del que cuelga su tarjeta identificativa de Textos.

– ¿Alguna otra posibilidad? -dice Woody para silenciar el sonido.

– Podríamos llevar nuestras cosas en una mochila de Textos -sugiere Jake y se siente exonerado hasta el momento en el que su nombre suena por encima de su cabeza.

– Jake -dice la voz de Mad-, solo comentarte que tu amigo Sean dice que tiene que irse.

– ¿Puedo contestar? -le pregunta a Woody.

– ¿Tienes razones para hacerlo?

– Podría dejar nuestros folletos en los clubes a los que voy -propone Gavin, salvando a Jake de una reprimenda.

– ¿Por qué no pensáis cada uno en un lugar donde dejar algunos? -sugiere Woody, y luego llama a la oficina-. Connie, ¿pueden darle unas cuantas hojas de eventos a cada uno?

– Pueden, pero… -Saca una hoja de la caja que acaba de abrir-. Esto no te va a gustar -advierte.

– Oye, prefiero una desgracia a la incertidumbre.

– Se nos ha colado un endiablado apóstrofo.

Además de anunciar que Brodie Oates firmará libros, la hoja anima al público a estar atento a la prensa o a llamar para saber de futuras actividades, pero la primera palabra en la que cualquiera repararía está en la parte superior, y es un cincuenta por ciento más grande que las demás: «Texto s». Woody no aparta los ojos de las letras hasta que Connie le acerca bastante la hoja para que la coja.

– Llama a los de la imprenta y diles que deben arreglar esto de inmediato -dice-, y hazles saber que no pagaremos por ello.

– No creo que podamos hacer eso -dice mordiéndose los labios, como queriendo borrarse el color de ellos, pero luego debe añadir-: Tengo la certeza de que comprobé la copia antes de enviarla por correo electrónico, solo que el ordenador debió de pensar en corregirlo sin consultarme. Acabo de mirarlo, y el error está también en el original.

– Bien, vas a hacer esto. Corrígelo e imprime, digamos, un millar que podamos distribuir hasta que tengamos las demás. No tendrán un aspecto profesional, pero al menos saldrán de aquí.

Connie se retira a su oficina cuando Woody añade:

– Espera, veamos si podemos hacer que esto funcione. Antes de que empiece Connie, ¿alguien tiene ideas para organizar algún evento? Aparte del grupo de lectura de Lorraine.

Jake no se encoge de hombros por la pregunta, sino para deshacerse de un súbito escalofrío; una corriente de aire, por supuesto, no la respiración de alguien escondiéndose a su espalda y disfrutando de los problemas de Woody. Sin embargo, Woody clava la mirada en él.

– ¿Conocemos a algún escritor local? -pregunta Ray.

– ¿No hay un como se llame? -dice Gavin apenas ha terminado un bostezo.

– Uno debe de haber, sí -le dice Ray a Woody, como un maestro disculpando a un alumno delante del director.

– El que escribió sobre este lugar -insiste Gavin-. Nosequé Bottomley.

– Bien. Agnes, Anyes, esa es tu sección. Averigua lo que haga falta y díselo a Connie -ordena Woody-. Bueno, tenemos que poner esto en marcha. Os voy a tener alejados de la sala de ventas. Pensad en promociones y eventos y dádselos a Connie a, digamos…, a las tres. Pero todavía hay otra manera de la que espero que podáis ayudar. La jefa y su equipo vendrán dentro de dos semanas desde Nueva York para ver cómo lo llevamos. Vamos a dejar que vean todos los libros en su lugar y tan ordenados como el día previo a la apertura, y ni un solo artículo en el almacén.

– ¿Podemos hacer eso? -pregunta Jill.

– Me alegro de escucharte de nuevo, Jill, y la sencilla respuesta es que voy a pedir a todos que trabajéis la noche anterior al gran día.

– Cuenta conmigo -dice Greg.

– Tendría que ver quién se encarga de Bryony -dice Jill.

– ¿Cobraremos jornada doble? -pregunta Lorraine.

– Jornada y media -dice Woody-. Eso va para todos, incluyéndome a mí. Estaré con vosotros.

Se aclara la garganta, Jake imagina que algo herido, cuando nadie más responde.

– No hay mucha prisa -dice Woody-. Pondré una hoja para que la gente firme cuando tengan claros sus horarios. ¿Ray?

– Me encargaré de ello, no te preocupes.

– No, lo que quiero es que asignes las tareas. Recordad -añade Woody, mirándolos a todos de uno en uno-, cualquier cosa que hagáis por la tienda la hacéis por vosotros mismos. Es la clientela la que mantiene vuestro puesto de trabajo.

Cuando se retira a su oficina, Connie ocupa su lugar.

– Un escaparate provocativo, Jill -dice-. Creo que esa es la palabra.

– Así llamará la atención, ¿no crees?

– Y atraerá a los clientes al interior de la tienda. No he visto demasiados tiques todavía. Cuando haga los folletos aseguraos de darle uno a cada cliente, y no estaría mal contarles a quién van a poder conocer.

Jake observa a Greg luchando consigo mismo, por el bien de la tienda, para superar su aversión a la idea. Una risa que parece un estornudo queda atrapada en la nariz de Jake cuando Ray le manda a archivar libros. Es el primero en llegar al almacén, donde una hueca cacofonía de estuches de cintas de casete en la estantería de devoluciones le da la bienvenida; su entrada parece haberles molestado. Las sombras de los esqueletos de los pocos estantes vacíos se agitan casi imperceptiblemente sobre las luces fluorescentes, una de las cuales está suelta y zumba como un torpe insecto. Sus estantes están llenos de novelas románticas; libros con las cubiertas impresas en todos los tonos de color pastel posibles casi rebosan por el borde. Se adueña de un carro cercano al montacargas, del cual por un momento parece creer oír surgir el retumbar de una única palabra, y lo lleva a trompicones hasta sus estanterías. Coge el primer montón de novelas románticas para colocarlas horizontalmente en el carro, y al hacerlo el de detrás se derrumba, esparciéndose por todas direcciones.

– No os estropeéis -suplica, y se las apaña para no tirar ninguno más cuando alarga la mano para recogerlos. Llega con sus dedos al montón más numeroso, y sus yemas se encuentran con un objeto aplastado bajo ellos.

Es tan frío como el muro por el que está reptando. Parece huir de su roce, al tiempo que él mismo recula tan deprisa que otro montón de libros color pastel le cae en el pecho. Debe de haber sido una novela, aunque parecía algo más grande, además de demasiado pegajoso y gordo, y ni siquiera lo bastante plano. Ya no está seguro de qué parte ha imaginado o de qué sonido ha emitido para atraer a Ross al almacén.

– Eso ha sido una mariconada, Jake -bromea-. ¿Estabas pidiendo ayuda?

– ¿Tú qué crees?

– Por aquí hay algunos -le dice mientras coge algunos de los libros sobre el pecho de Jake y le pellizca el pezón, quizá para demostrar que no se siente amenazado-. ¿Cómo has acabado así?

– Se cayó algo por detrás y no pude cogerlo.

– ¿Lo intento?

– Eso sería muy amable por tu parte.

– Ross se echa sobre las estanterías y mete las manos ciegamente, tanto que Jake comienza a temer por su seguridad. Está respirando rápida y torpemente, lo cual parece desconcertar a Ross, y en ese preciso instante aparece Woody.

– ¿Quién estaba armando ese ruido?

– Nadie -objeta Ross y pone la voz una octava más masculina-. Solo hablábamos.

– Tuvimos un momento de pánico -dice Jake-. Ya pasó.

Ross suelta unos pocos libros en el carro.

– Espero que no vueltas a intentar coger tantos a la vez, Jake.

– No estoy seguro de lo que está pasando aquí -dice Woody-. Ross, debes ocuparte de tu propia sección antes de ayudar a los demás.

Observa a Ross buscando un carro y empujándolo al estante de los vídeos, con su rostro cada vez más escarlata. No regresa a su oficina hasta que tanto Ross como Jake están ocupados con su stock. Jake comienza a sentir las manos pegajosas por la aprensión mientras ahonda más en las profundidades de los estantes. Aparta los últimos libros y no ve allí detrás nada aparte de cemento, desnudo excepto por el rastro mugriento de una mancha sin forma. Cualquiera que fuera el libro que le puso nervioso antes, debe de haberlo metido en el carro sin darse cuenta.

Los cuatro estantes del carro están rebosantes de novelas románticas, y algunos más están apilados encima. Jake ha visto funerales más rápidos que el paso al que se atreve a moverlo hasta el montacargas. Introduce el carro en su interior tan pronto como la puerta se ha abierto lo bastante. Al tiempo que entra y aprieta el pegajoso botón. Ross intenta alcanzarlo. «Ascensor abriéndose», promete la voz mecánica, pero la puerta se cierra. El aparato desciende y se detiene en seco repitiendo la frase, esta vez con una voz, piensa Jake, no tan femenina. ¿Se está estropeando la grabación, o el montacargas entero?

Solo medio carro está afuera cuando las puertas se cierran sobre él. Apretar el botón de abrir no sirve de nada, y cuando lo intenta con las manos siente como si sus dedos se estuvieran hundiendo en el barro, una impresión alimentada por la tenue grisura. Por supuesto, las puertas tienen un filo de goma, y con no mucho esfuerzo finalmente consigue abrirlas. Rueda el carro tan deprisa, con la intención de sacarlo por completo, que dos libros con personal médico en la portada caen al suelo. Mientras los recoge, teme que las puertas aprovechen la oportunidad para dejarle encerrado ¿pero por qué iba eso a causarle tanta aprensión? Se yergue y sale disparado de allí para poner los dos libros en lo alto del carro, luego abre la puerta que conduce a la sala de ventas y tira de su carga justo en el último momento para que la alarma no lo delate.

Apenas ha empezado a ordenar los contenidos del carro cuando Ross emerge del corredor con otro, repleto de manuales de informática.

– Perdón porque se cerrara, no pretendía dejarte fuera -exclama Jake, lo que causa una sonrisa conciliadora de parte de Ross. Es también una sonrisa intranquila, pues el nuevo guardia los mira a ambos con desconfianza. Mientras Jake se pregunta si debe salvar a Ross de otro malentendido, Greg se acerca al guardia y le tiende la mano.

– No he tenido la oportunidad de presentarme antes, me llamo Greg.

– Frank -revela el guardia, tendiendo la suya.

– Ya ha conocido al jefe -dice Greg con su tono de segundo al mando-. ¿Conoce a los demás? Aquel es Ross, Angus, Madeleine (suele estar en la sección infantil), aquella es Lorraine, que se acaba de incorporar. -Va presentando, entonces hace una pausa para que digiera la información y añade-: Ese es Jake.

– Ya nos conocemos.

– Conectamos al instante, ¿verdad? Solo siento no haber podido darte la mano, como Greg -salta Jake ante la falta de entusiasmo de Frank.

Ambos lo miran con una repulsa similar y, piensa, tan mortecina como la niebla. Por un momento, incluso imagina que la acechante oscuridad tras la puerta a sus espaldas ha sido atraída por la promesa de una trifulca, o algo en la niebla lo ha hecho; se siente observado. Puede que sea Woody en el monitor de su oficina, o meramente el hecho de pensar en él. Es suficiente para que Jake se dé la vuelta, continúe con su trabajo y se obligue a ignorar la sensación, tanto como a Greg y Frank y a cualquiera que muestre su desaprobación. A las siete vendrá Sean, pero por ahora tiene que lidiar con los colores de los lomos de los libros, los cuales casi puede saborear mientras usa sus conocimientos del alfabeto: cereza, naranja, lima, limón… no importa que esté reduciendo los libros a poco más que a bloques de color pastel y a sí mismo al estereotipo que muchos de sus colegas asumen que es, más un decorador que un vendedor de libros. Lo único que sabe es que los colores están ayudando a aislar la grisura que ha cercado la tienda, y, si se lo permite, cercará también su mente.

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