Wilf

– Niebla de verano.

– ¿Disculpe?

– Niebla de verano, ¿no era? El sueño de una noche de niebla de verano, de Speakshape.

– Ah, ¿es una parodia?

– Casi tanto como tú. ¿Te estás quedando conmigo o realmente no me reconoces? Es muy triste. No deberías olvidar los viejos tiempos.

– Perdone, yo…

– Slater. Espero que pensaras que me parecía a Staler. Fred Slater, y tú eres Lowell. Wilfred Lowell, pero antes firmabas como Wildfred Wellow o alguna mierda parecida, ¿verdad?

Wilf ya lo recuerda. La cara de Slater no ha envejecido mucho en diez años, pero ahora tiene algo más de carne pálida colgando. Todavía abre tanto la boca que al hacerlo el resto de su cara se estira, mientras espera que su víctima pille la broma. Wilf se pregunta si esta vez le pinchará, le dará un manotazo o un puñetazo para conseguir la reacción deseada, como solía hacer cuando sus pupitres estaban el uno junto al otro en la escuela.

– He estado divirtiéndome.

– Nunca pareciste divertirte mucho cuando no sabías deletrear.

– Bueno, pues ahora sí.

– Todos nos hubiéramos reído mucho si nos hubiéramos enterado de que querías trabajar en una librería.

Fred nunca había leído un párrafo más de lo necesario. Era Wilf el que estaba tan hambriento de lectura que se sentía desfallecer, hasta que el tutor de dislexia le enseñó cómo saciar su hambre.

– ¿Y qué es de ti? -dice Wilf-. ¿Qué has hecho con tu vida?

– Quizá oigas algo sobre mí una noche de estas.

– ¿Y por qué iba a hacerlo?

– ¿No te gusta saber de tus viejos amigos?

¿De verdad cree que fue alguna vez su amigo? La amabilidad de Wilf es como una carga pesada sobre el fino hielo, y está a punto de romperlo.

– Si me perdonas, debo…

– Espera. Tienes que ayudarme, soy tu cliente.

Nigel mira a Wilf desde el otro extremo del mostrador, donde está la caja a la que se acaba de incorporar, y Wilf se muestra digno del lugar donde trabaja.

– ¿Cómo puedo ayudarte entonces? -se obliga a preguntar.

– Empieza por escuchar -dice Slater, provocando luego una pausa que deja patente la escasamente audible música ambiental antes de decir-: Hola señor Lowell. Me pregunto si es consciente de cómo los cambios en el clima pueden estar afectando el lugar donde vive.

– No lo sé, no creo que…

– Los inviernos son cada año más lluviosos. ¿Puedo preguntarle cuando comprobó por última vez su capa impermeabilizante?

– No tengo ninguna -dice Wilf triunfal-. Vivo en el piso de arriba.

– No se crea a salvo. Lo que está pasando puede afectarle. ¿Cómo lo estoy haciendo de momento?

– Me temo que no voy a comprar nada.

– ¿En qué parte crees que fallo? -dice Slater, su cara colgando como la de un sabueso-. ¿Cuál es tu secreto como vendedor?

– No sé si tengo uno. -Teme que Slater le delate ante Nigel; es el viejo problema de Wilf, incluso cuando hace algo bien. Siente como su yo adolescente está desesperado por esconderse en su interior-. Simplemente disfruta de ello -sugiere.

– Lo hago. ¿Entonces vas a enseñarme lo que necesito?

– ¿Y qué crees que es?

– Psicología -sugiere Slater, y Wilf hace ademán de salir de detrás del mostrador-. Psicología de televentas.

No hay nada que le guste más a Wilf que llevar a los clientes a los libros que quieren y ponérselos en las manos, pero esta vez no puede ir directamente a una sección. Podría ser Psicología o bien Ventas. Lo intenta averiguar tecleando en el motor de búsqueda de la pantalla de información. No ha terminado de hacerlo cuando Slater se aúpa sobre el mostrador y prorrumpe en una risilla sofocada idéntica a las que solía contagiar a todo el mundo alrededor de Wilf cuando este leía.

– No se escribe así -indica Slater.

– Lo sé.

Wilf borra la palabra, y se mira con cuidado los dedos al teclear. P, s, i, c, o. -Cuando la ha escrito entera levanta la vista, y encuentra en la pantalla la palabra «Piscología».

– Lo has vuelto a hacer -casi grita un contento Slater-. Suena a alguien meando.

Nigel le da su bolsa a un cliente y se acerca a ellos en el mostrador. En este momento, la divertida expresión que su rostro rubicundo tiende a mostrar, como si esperara oír una broma en cualquier momento, se parece demasiado a la de Slater.

– ¿Algún problema, Wilf?

– El ordenador está haciendo tonterías. Mira lo que pasa- dice Wilf, y repite el proceso de nuevo-. Eso hace, no hay ni siquiera el mismo número de letras.

– Déjame ver -dice Nigel, agachando su brillante calva sobre las teclas-. Mira, parece haberse arreglado solo. ¿Era psicología?

Wilf se queda mirando la palabra.

– Quería algo de televenta -dice Slater.

– Intenta en Ventas, Wilf -le aconseja Nigel, cediéndole el sitio delante del teclado.

V de vil, e de estúpido, n, t de tierra, a, s de Slater. Wilf no está seguro de cuánto le lleva pensar las palabras, pero se siente incapaz de teclear hasta el momento justo antes de hacerlo. Al fin, levanta los ojos y ve la segunda palabra en la pantalla: «Vetnas».

– Has visto lo que he tecleado -protesta.

– Ahora lo he visto claramente -dice Nigel, tomando el control del teclado. Un leve crepitar de dedos y el problema queda solucionado, «Vetnas». Baja por la lista de títulos surgidos de la búsqueda y se detiene en Llama y vende.

– ¿Tenía en mente una cosa parecida? -le pregunta a Slater.

– Puede ser.

– Por desgracia no tenemos existencias, pero estaremos encantados de pedírselo -dice Nigel, regresando a la caja para atender a otro cliente.

Al menos está demasiado ocupado para oír a Wilf murmurar:

– ¿Estás seguro de quererlo? Si lo pedimos debemos exigirte que te comprometas a comprarlo.

– Veamos cómo lo pides entonces.

Todo lo que puede hacer Wilf es seguir la rutina.

– ¿Has pedido algo antes con nosotros?

– No sabía que estabas aquí. Ahora que lo sé me verás muy a menudo.

Wilf abre la ventana de pedidos en la pantalla y observa cómo copia automáticamente los datos del libro. El ordenador parece volver a funcionar bien, hasta que escribe el nombre de Slater. Por apropiado que parezca Slyter, [2] no es correcto. Con el ratón, destaca la vocal, apretando el botón con un dedo pegajoso por el nerviosismo. La pantalla le ofrece los datos de otro Slater que ha hecho un pedido en la tienda. Los descarta pulsando la tecla efe.

– Mejor pon mi nombre completo para no mezclarlos. Pon Freddy, así me llaman mis amigos.

A Wilf se le ocurre otra cosa que le gustaría que le hicieran a Slater, también empezando por efe. Teclea con la esperanza de deshacerse pronto de semejante zángano. No puede más que mirar cómo se forma la palabra.

– Ese no soy yo -se burla Slater.

Lo mismo otra vez, «Frígido» aparece en la pantalla. Wilf siente las manos llenas de arena, además de húmedas, cuando aprieta las teclas correctas.

– Solo te falta mi dirección, ¿verdad? -dice Slater-. Es Knutsford Road en Grappenhall.

Wilf aporrea las teclas y es como si le pincharan las yemas de los dedos. Tiene la sensación de estar intentando atrapar el lenguaje, pero este se le está escapando de las manos y no puede alcanzarlo.

– Kuntsford [3] no -ríe Slater con malicia-. No es ahí donde vivo.

A Wilf le suena bien, y está a punto de decirlo. Cambia de lugar las letras y teclea Road, enfrentándose entonces al último escollo. Gusano, Rastrero, Anormal, Patán, Pendenciero, Excremento… Las palabras son tan propias para la situación que se tiene que concentrar en guardárselas para sí, pero puede que tal esfuerzo haya confundido a sus dedos. En la pantalla aparece algo demasiado primitivo para ser una palabra: «Glparenplah». Borra algunas letras y teclea otras, con la mirada de Slater clavada en él como la humedad a la tierra. Al fin, la palabra queda escrita correctamente, y Wilf está a punto de preguntarle el número de su casa.

– Quizá no es ese el libro que busco -dice Slater.

– Me dijiste que sí -protesta Wilf, recordando las palabras anteriores de Slater.

– Tu tienda va a hacerme comprarlo aunque cuando lo tenga entre las manos no me guste, así que mejor no me arriesgo. No te preocupes -dice tanto para Nigel como para Wilf-. Tendré muchas cosas que preguntarte la próxima vez.

Wilf aprieta los puños bajo el mostrador, esperando que a Slater le duela la espalda por la intensidad de su mirada. Nigel se le une cuando aún mantiene clavados los ojos en el lugar donde estaba Slater.

– ¿No hiciste la venta?

– No creo que tuviera la intención de comprar. Solo estaba divirtiéndose.

– ¿Podemos comportarnos con un poco de profesionalidad? -dice Nigel bajando la voz.

Los puños de Wilf están todavía escondidos, pero teme que su secreto no.

– ¿Qué estás…? -tartamudea-. ¿Qué he…?

– Sabes que no debemos discutir con los clientes en público.

Slater estaría encantado de saber que le ha causado incluso más problemas a su víctima. Wilf aprieta los dientes y se pasa la lengua por el paladar para impedir que salgan las palabras que le aporrean el cerebro.

– ¿Te sientes cómodo usando el ordenador? -dice Nigel.

– Estoy bien, estaré bien. Ahora estoy bien.

Cada protesta parece convencer menos a Nigel. Permanece allí junto a él hasta que Wilf está a punto de preguntarse si siente alguna aversión hacia las escaleras. Al fin, se dirige hacia la salida que conduce a la sala de empleados, dejando a Wilf solo en el mostrador. Es la oportunidad de Wilf para demostrarse que puede usar el ordenador cuando nadie lo mira. Cualquier cosa valdrá; los viejos tiempos, ya que Slater los ha sacado.

Teclea la primera letra y un extraño brillo aparece desde el fondo de la pantalla. Debe de venir de los focos, porque proyecta la silueta de alguien asomado en el escaparate. El borroso cuerpo grisáceo desaparece cuando la cabeza asoma por la parte baja de la pantalla. La forma no tiene rostro reconocible y Wilf tiene la desagradable sensación de que los rasgos han sido aplastados y borrados contra el cristal. Se gira pero no ve a nadie tras el sucio ventanal; solo un coche que se aleja, dejando un rastro rojo sangre de la luz de frenos mientras avanza por el húmedo asfalto. Quizá uno de los tres arbolillos frente a la cortina de niebla que cubre la mitad del asfalto se las arregla para proyectar su leve sombra cien metros hasta la pantalla. Esta aparece ahora vacía, excepto por la solitaria O escrita poco antes por Wilf.

Vale, intentemos, escribir, juntos, otros, sonidos… No importa que la sentencia sea ridícula; nadie le oye murmurando para sí. Lo único que le importa son las letras en la pantalla, las cuales están en el orden correcto. ¿Puede teclearla sin asignarles palabras a las letras? Puede, y de nuevo lo hace. Deja caer la cabeza hacia atrás, aliviado. Greg se acerca briosamente a él, colocándose a su lado.

Greg mira la pantalla y se atusa la barba rojiza.

– ¿Has terminado? -parece sentirse con derecho a cotillear.

– Solo probaba una cosa, es todo tuyo.

– No es para un cliente.

– No concretamente.

– Se puede hacer -dice la voz de Greg, pero antes de borrar la frase de la caja de búsqueda sus ojos indican levemente que, a pesar de la entonación, era una pregunta-. Te vas ya entonces, ¿verdad? -dice incluso con menos convencimiento-. No queremos que la siguiente persona se pierda parte de su descanso.

Lo que sí debe de querer es ser encargado, pues suena igual que uno con demasiada frecuencia.

– Voy a Frugo, por si alguien me busca -dice Wilf.

Estaba tan ansioso por terminarse la segunda novela de esta semana antes de salir de casa que olvidó coger la comida del frigorífico. Sale de Textos a paso rápido, descubriendo que la niebla se ha acercado más. Coger su abrigo solo le robaría tiempo. Se rodea el pecho con los brazos con fuerza, y camina a largas zancadas; pasa junto a Happy Holidays surcando la niebla del mediodía y dejando un rastro similar al de un caracol por la acera. Luces difuminadas se pasean por la oscuridad, las de los focos, por supuesto, pues los coches están parados. Por encima de su cabeza, los focos parecen setas alargadas deformadas por la niebla. Está vaga por el brillo de los edificios que ocupan las tiendas, y empaña los escaparates, acumulándose sobre los coches aparcados como si fuera un gigantesco suspiro. Figuras compuestas de huesos pintados destacan en la parte frontal de los bloques desocupados; grafitis rodeados de garabatos que apenas son palabras. Ese es el paisaje que rodea a Wilf justo antes de entrar en Frugo.

Los muros y el techo del supermercado están tan exentos de colorido como los focos cubiertos de niebla. Una música amortiguada vaga por el aire mientras los silenciosos empleados reponen el género en los blancos pasillos. Wilf coge un cesto verde y se dirige con él a la rudimentaria sección de delicatesen, coge un paquete de sushi y lo lleva a la caja más próxima. La cajera, que lleva una bata similar a la de un dentista y tiene los ojos caídos por el peso del maquillaje, apenas le mira cuando le entrega el sushi, metido en una bolsa tan fina como un silbido. El contenido se le clava en las costillas cuando cruza los brazos y se dirige a la puerta de cristal, que por un momento parece que no se va a abrir a tiempo.

El camino de regreso más rápido es a través del aparcamiento. La niebla retrocede a su paso mientras marcha por el asfalto. Afuera, la oscuridad parece más sólida; le recuerda a unas tripas, una espesa masa de carne blanquecina que se aparta poco a poco para exponer los huesos en su plenitud. Son solo arbolillos haciéndose compañía mutua sobre unos segmentos de césped que alivian la negrura del pavimento. Al poco, son sus únicos acompañantes, pues la niebla ha borrado las tiendas de la vista. Siente como le acaricia el rostro, simulando una tela de araña extendida desde las ramas sin hojas de los arbolillos por los que está a punto de pasar. Mientras se frota la cara con su mano libre, la bolsa se le escurre del pecho. Un pie se le resbala en el césped plagado de hojas caídas, y el otro lo sigue. En el momento que todo su peso cae fuera del asfalto, una boca se cierne sobre él.

Es como si el paisaje se hubiera plegado sobre sí mismo para atraparle. Los fríos y pegajosos labios hinchados atenazan sus tobillos y se lo van tragando lentamente. La niebla le envuelve, y amortigua sus gritos de auxilio antes incluso de que pueda proferirlos. Es entonces cuando consigue escapar de la zona embarrada, y es capaz de oír los labios relamerse mientras se tambalea por el asfalto. Era solo barro, casi se grita a sí mismo por su estupidez pero ¿por qué era tan profundo? Aparte de sus zapatos, un palmo de sus calcetines y del dobladillo del pantalón se han ennegrecido. Avanza por la niebla hasta que esta se aleja de la librería.

Cuando pisa el letrero de «¡A leer!», Greg se acerca a él desde el otro lado del mostrador.

– Por Dios santo, ¿qué demonios has estado haciendo?

– Dando un paseo por ahí detrás -responde Wilf sintiéndose atrapado por su propia estupidez antes de dar con la frase-. Buscaba comida.

– Cualquiera pensaría que has estado en el bosque. No creo que debas dar vueltas por aquí de esa guisa, ¿no crees?

La boca de Wilf se abre antes de pensar en una respuesta educada o simplemente calmada.

– No pensaba hacerlo -es lo único que se le ocurre decir.

Se limpia gran parte de la tierra de los zapatos con la bolsa del supermercado y se la da a Greg.

– ¿Puedes tirar esto a la papelera mientras intento llegar arriba sin que me despidan?

En su dificultoso caminar por la tienda, su zapato izquierdo no cesa de repetir un sonido demasiado reminiscente de la fanfarria infernal que es incapaz de contener cada vez que va a un baño público. Tiene que andar con los dedos de los pies del pie derecho hacia arriba mientras se levanta la rodilla derecha del pantalón para que el sucio dobladillo no le toque los tobillos; no es de extrañar la mirada suspicaz de Greg y la risita de dos niños pequeños a su paso. El dobladillo se le queda pegado a la pierna mientras pasa su tarjeta por el lector de la sala de empleados. Incluso después de encerrarse en el silencio de la habitación se siente observado y estúpido. Se remanga la pernera del pantalón y deja el sushi en la mesa para dirigirse entonces a lo que algunos de los empleados, incluido Woody, han empezado a llamar la sala de los hombres.

La luz se enciende con un zumbido parpadeante. ¿Quién tiene la culpa del estado de este lugar? Pedazos de papel manchados de suciedad están esparcidos por el suelo y atascan el fregadero. Tiene que usar un montón de toallas de papel para que se vayan por el retrete, luego coge un rollo de papel casi entero para frotarse el barro de la ropa. No deja de distraerle la absurda idea de que si levantara la vista y mirara al espejo comprobaría que no está solo. Por supuesto, a su espalda solo está la pared verdosa. Una vez se ha deshecho de gran parte del barro, se sienta en la sala de empleados con un viejo amigo, Guerra y paz.

Está alimentándose con el sushi y saboreando la primera frase del libro cuando oye voces en la oficina.

– Olvidé decirte algo, está dándome vueltas en la cabeza, Jill -dice Connie.

– ¿Está muy mareado?

– Eso hubiera sido más gracioso si no hubieras dicho el muy.

– Lo siento. Torpe de mí. ¿Está mareado?

– Es menos gracioso la segunda vez. Tengo las fotos del autor, si puedes colocar hoy las promociones sería genial. Pon tu imaginación a trabajar.

– Lo ha estado haciendo mucho últimamente.

– ¿Tienes algo que decirme?

– No sé qué quiero. Mejor dejémoslo.

– No, no lo dejemos. Mira, Jill, si hubiera sabido que estabas casada con Geoff…

– No tiene nada que ver conmigo, así que no te preocupes por mis pensamientos.

– Eso es muy… disculpa, ¿qué?

– Iba a decir que los sentimientos de mi hija son otro tema.

– ¿Es probable que venga mucho por la tienda?

– No mucho, no lo creo. Menos aún si la tienen vetada.

– Seguro que eso no pasará. ¿Intentamos dejar los asuntos del hogar en el hogar? Eso es lo profesional. ¿Por qué me miras así?

– Por un momento no estaba segura de a qué te referías.

– ¿Ya sí? Perfecto. Aquí tienes a Brodie Oates. Te voy a dar un escaparate. Consígueme toda la clientela que puedas.

– No sé si seré tan buena en eso como tú, Connie.

En el silencio que sigue a esa frase, Wilf se imagina a ambas mujeres haciendo como que no tienen ni idea de a qué se refiere Jill. Está a punto de hacer notar su presencia con algún ruido cuando Jill abre la puerta. Las dos lo miran como si hubiera estado escuchando a escondidas, lo cual es cierto. Se llena la boca de sushi y se refugia en el libro.

«Eh bien, mon prince.…» No puede pasar de ahí con la mirada de las mujeres clavada en él, e incluso cuando la puerta se cierra y se oye el ruido de Jill descendiendo por las escaleras, su mente sigue enganchada a esas palabras. Sabe que Tolstoi está demostrando que el francés era la segunda lengua de la aristocracia de la época napoleónica, pero ese pensamiento no le ayuda. Se recuerda el gozo que fue poder leer un libro, uno al día a veces, pero el recuerdo no llega a la altura de sus sentimientos; es como si la grisura, una combinación de telarañas y niebla, se hubiera asentado en su cerebro. Abian, mon prans… A Bi An… A Babor… A Nadar… ¿es esto culpa de Slater? Culpar al viejo enemigo solo le priva del tiempo necesario para recuperar el control sobre sí mismo. Se mete un poco de sushi en la boca seca y traga con dificultad al notar por su reloj que lleva varios minutos leyendo la misma línea. ¿Puede dejarse seducir por la historia recordando lo que pasa? ¿Los romances, el duelo, las reuniones de sociedad, la caza y las batallas, antes que a las personas? Cuando vuelve a la lista de personajes al principio del libro, los nombres no significan para él más que unas manchas de barro.

Bezuhov, Rostov, Bolkonsky, Kuragin… Suenan a consonantes raspándose las unas contra las otras, a lenguaje intentando sostenerse pero fallando en el agarre. Sabe que es su mente la que está haciendo eso mismo, y eso es aún peor. Cuando vuelve a leer el primer párrafo, los nombres comienzan a perder su forma, llenando su cabeza de pedazos de una sustancia demasiado primitiva para tener un significado. ¿Son estos la causa de que no pueda leer más de una frase a la vez y le lleve tanto tiempo entender cada una que ya se le ha olvidado el sentido cuando ha llegado al final? El párrafo tiene menos de ocho líneas, y sin embargo no lo ha podido terminar para cuando pincha el último pedazo de sushi del envase de plástico. Sus ojos se esfuerzan de nuevo con las primeras palabras y la voz de Greg aparece sobre él, queda pero aumentada.

– Wilf llama al doce, por favor. Wilf llama al doce.

No hay teléfono en la sala de empleados. Connie le hace un guiño que contiene un rastro de la mirada que le dedicó anteriormente junto a Jill. Mientras trastea torpemente el teléfono de Ray, casi despega el banderín del Manchester United del monitor del ordenador.

– ¿Qué quieres, Greg?

– ¿Estás a punto de bajar? A Angus le toca su descanso, pero ya le conoces, no quiere decírtelo él mismo.

– Mi tiempo no ha terminado aún, ¿verdad? -le pregunta a Connie.

– No puedo decírtelo sin mirar la parrilla. Es cosa tuya controlar el tiempo.

Solo estaba intentando hacer las paces con ella. Mira su reloj con la intención de decirle a Greg que está equivocado y de paso que ella lo oiga, pero resulta no ser así. Wilf se ha pasado casi una hora intentando leer un párrafo. Siente como si su cerebro se hubiera encogido hasta tener el tamaño del de un niño dentro de su inútil y enorme cráneo, y se encontrara allí desesperado, intentando esconderse para no arriesgarse a decir ni una sola palabra más.

– ¿Entonces, qué le digo a Angus? -insiste Greg.

Puedes decirle que en el futuro llame él mismo, y esto es lo que pienso de ti… es lo que no dice Wilf; en su lugar murmura:

– Bajaré enseguida.

– ¿Has tenido ocasión de ordenar tu sección, Wilf? -pregunta Connie cuando ya casi está fuera de la oficina.

– ¿Qué ordenar? Quiero decir, ¿ordenar qué?

– Estaba algo descuidada la última vez que le busqué un libro a un cliente.

No está descuidada en absoluto. La ordenó anoche y todavía tuvo tiempo para ayudar a Mad con Primera Infancia. Arroja el envase del sushi a la basura y el tenedor al fregadero y corre escaleras abajo.

– Solo un segundo -le dice a Angus desviándose para echar un vistazo a sus libros.

Si están desordenados, no ve de qué forma. Las biblias están todas juntas, y los libros sobre ella a su lado. Cualquier cosa de ocultismo está en Ocultismo, las filosofías en Filosofía, incluso aunque no pueda centrar su mente en los títulos más extensos y abstrusos. ¿Están ordenados los libros por autor dentro de sus categorías? Cuando se da cuenta de que no puede contestarse a esa pregunta, se siente abrumado por un escalofrío tan intenso que le deja helado en el sitio. Mira impotente al montón de libros, al tiempo que Greg sale de detrás del mostrador. Se dobla junto a Wilf como un atleta esperando el pistoletazo de salida mientras el odio en la mirada de Angus deja patente sus pensamientos.

– Wilf… -le urge Greg.

– Lo siento, Angus. Estaba distraído.

Aún lo está, más todavía cuando descubre que no puede leer los lomos de sus libros desde detrás del mostrador. Es por culpa de la distancia. No significa que no sea capaz de leer. No tiene problemas para atender a los clientes, usar la caja es ya tan instintivo como conducir, lo que le devuelve parte de la confianza hasta que se pregunta si eso le convierte en poco más que una extensión de la máquina, que actúa sin necesidad alguna de usar su cerebro. Ahora mismo no está ansioso por probarse a sí mismo en la terminal de información, y se alegra de que nadie le pida que la utilice. Para cuando Jill le releva en el mostrador, se siente con ganas de volver a casa con sus propios libros pero ¿le seguirán sus dudas?

Andar arriba y abajo por los pasillos no le aporta nada nuevo. El húmedo dobladillo del pantalón le planta un frío beso en el tobillo, un paso sí y otro no. ¿Se está simplemente convenciendo a sí mismo de que los libros están desordenados porque se fija en ellos con demasiada intensidad, igual que hace cuando no puede descifrar una frase al leerla? Se está empezando a sentir observado, aun sin ver al dueño de la mirada. ¿Corre peligro de traicionar su secreto a los monitores de seguridad del despacho de Woody? Puede superar de nuevo su dificultad si así debe hacerlo, ahora es mayor y más sabio. Se obliga a darle la espalda a su sección. Su turno acabó hace quince minutos, y le esperan los libros de los que está invadido su piso en Salford. Una vez allí podrá relajarse, y será capaz de leer. Será capaz de leer.

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