Jake

Está tan concentrado en escudriñar entre la niebla cada vez que advierte un movimiento de algo más sólido que ésta, por si ve a Ross o algún faro de coche aproximarse, que casi deja caer un libro al oír la gigantesca voz de Woody.

– Eh, soy el único de por aquí que tiene que esperar. ¿Alguna idea de en qué puedo ayudar a vuestra labor?

La primera reacción de Jake es agacharse culpablemente, con la intención de buscar el lugar correcto para el libro, o al menos pretender que lo hace, pero no puede resistirse a observar como Connie le dedica una mirada enojada a Greg por si decide responder. El único aspecto de la presente situación que le provoca a Jake algún placer es que Greg ha empezado a resultar molesto para otras personas aparte de para él. Greg no es consciente de los sentimientos de Connie o simplemente los ignora. Levanta la cara como si exponerse a la delgada luz fuera a darle facilidades para pensar con mayor claridad, a no ser que esté simplemente haciéndose el interesante para congraciarse con Woody.

– ¿Qué es eso? -dice Mad al tiempo que Connie emite una respiración comprimida parecida a un estornudo hacia adentro.

Está mirando al fondo de su pasillo, el que lleva a la puerta de la sala de empleados.

– ¿Qué estás viendo? -pregunta Jill desde el otro lado de los estantes.

– Bajo la puerta.

Jill agacha el cuello y luego se aventura a caminar hasta el fondo del pasillo para mirar desde el otro lado de la estantería.

– No veo nada -admite.

– Lo siento -se disculpa Jill, en parte sin sentirlo, y se pone de espaldas a los estantes cercanos.

– Ahora yo tampoco -se queja Mad-. Juraría que había, no sé, una mancha en el suelo.

Jill sigue su frustrada mirada por cortesía.

– ¿Qué es lo que veo? ¿Quién ha dicho que hay descanso? -pregunta Woody.

– No es nada -le contesta Connie-. Solo un error. Todos estamos cansados. Algunos al menos -añade antes de que Greg abra la boca para lanzar la objeción que tenía preparada.

Mad se toma la crítica como algo personal, pero sin estar segura de hacia quién enfocar su resentimiento; Connie y Jill son las candidatas. Connie vuelve a sus libros y Jake a los suyos. Espera que le aíslen de las tensiones que siente congregándose como las nubes de una tormenta, pero por supuesto no suponen ningún refugio. Una vez ha encontrado espacio para otra de las novelas de Jill, tiene que retirarse a otro estante algo más apartado de la ventana, y ahora no puede leer los nombres de los lomos si no entierra el cuello entre sus hombros y se agacha como un jorobado a unos centímetros de los libros. Yergue la cabeza y se agacha más aún para coger el siguiente cargamento de cartón y papel del montón. El sudor se le acumula en la parte anterior de las rodillas, la piel pegajosa la abochorna, pero no lo aísla del frío, y ambas cosas le hacen sentir que tiene fiebre y debería estar en la cama. Desearía estar en la cama con Sean sin otra fiebre que la creada por la pasión de ambos. Ya que no hay posibilidad de ello, quiere que Sean duerma apaciblemente, en parte porque tiene que recogerlo al amanecer. El moribundo resplandor a través de la ventana torna el tiempo en algo inerte y sin vida.

– ¿Ahora qué, Mad? -dice Connie interrumpiendo lo que Jake estaba a punto de decir.

– No será nada. Le dijiste a Woody que no era nada, supongo que solo estoy loca.

– No seas así -dice Jill-, si tú…

– «No seas infantil» que es como nos juzgas a todos, ¿eso ibas a decir?

– Lo eres -dice Connie-, si no nos cuentas algo que deberías contar.

Mad mira fijamente los estantes de la pared trasera y respira alta y profundamente.

– He creído ver a alguien en la sala. Adelante, decid que soy yo imaginándome que la gente trastoca mi sección.

Jake mira donde ella, a una sección tan lóbrega como el centro de la niebla. Durante un momento cree ver una cabeza que se asoma al final del pasillo e inmediatamente mengua o se esconde, pero su dueño o bien está a cuatro patas o no es más alto que un niño pequeño. No obstante, Jake se siente tentado de acudir en ayuda de Mad, incluso antes de que Greg comente:

– O eso o Agnes ha conseguido salir.

Por increíble que Jake lo crea, Greg aparentemente considera esto una broma. Jake está seguro de que las chicas se pondrían de su lado si atacara a Greg por ello, y tiene que esforzarse por concentrarse en un hecho más importante.

– Son las tres y cuarto, no, y diecisiete. ¿Cuándo se fue Ross?

– Algunos estábamos demasiado ocupados para mirar el reloj.

– Eso no es justo, Greg -arguye Jill-. Jake no lo hizo. Por eso pregunta.

– Ha estado fuera demasiado tiempo -dice Mad-. Casi toda la noche. O más.

– No deberíamos descartar que se haya ido a casa -sugiere Greg-. Si podíamos creerlo de Nigel, de Ross con más razón.

Jake está encantado de que Greg no se haya dado cuenta de que le ha dado pie pare decir:

– Entonces tendrá que ir otro.

– Para que haya incluso más trabajo para aquellos a los que nos importa la tienda, quieres decir.

– No -dice Jill-, porque Ross podría no haber pensado en ir por un único camino.

– Sí, tan claro como el barro.

– Quizá no fue por la autopista si olvidó que los teléfonos funcionarían. Si hubiera encontrado una cabina en la otra carretera, alguien ya estaría aquí.

– Eso asumiendo que se molestara en intentarlo.

– Si no lo hizo -espeta Mad con tal furia que parece a punto de abandonar el lenguaje hablado-, razón de más para que vaya otro, ¿verdad?

La expresión estúpida en el rostro de Greg muestra que se ha dado cuenta de que se ha atrapado él solito. Coge un libro y lo mira fijamente como si no le importara otra cosa en el mundo.

– Entonces qué plan sugerís -pregunta Connie.

– Que alguien pruebe con la autopista -dice Jake-, y otro por el camino de abajo por si hay algún problema.

– No lo digas -murmura Greg apenas audiblemente-. A ti te gustaría tomar el camino de abajo.

– Me gustaría ayudar, sí. Agnes ya ha estado bastante tiempo encerrada. Pero no tengo coche.

– Preferiría no ir sola si tengo que ser yo -dice Mad.

– No veo por qué iba a tener que ser así -dice Connie, y espera que la conformidad se propague desde el rostro de Greg al resto-. Me refería a que fueras sola.

Al tiempo que Greg coloca el libro con un golpe sordo similar al de un puño golpeando una mesa, Connie regresa al mostrador.

– Déjame adivinar. La caballería ha llegado al fin.

– No exactamente. En absoluto, en realidad. Creemos que algo debe de haberle pasado a Ross, si no ya habría vuelto con la ayuda.

– ¿Todas las noticias son malas, eh? Por eso parece que estáis enterrados en barro. Bueno, veamos si puedo poneros en movimiento -clama Woody como un tío hablándole a sus sobrinitos, y comienza a cantar-: Goshwow, gee and whee, keen-o-peachy…

– Tratamos de decidir lo que vamos a hacer -Connie alza su voz para darle algo de autoridad o contraatacar-. Realmente hemos decidido ya. Hay más de un lugar desde el que podemos llamar, así que pensamos que es mejor hacer un esfuerzo concertado.

– Habla normalmente. No entiendo por qué vosotros los británicos tenéis que adornar tanto las palabras.

Jake tiene ganas de gritar que ellos inventaron el idioma, pero solo conseguiría alargar la discusión que parece acosarlos, embutiéndolos en este rancio crepúsculo. Tiene la sensación de que Connie pretende liberarse a sí misma de este cuando dice:

– Quiero enviar gente en ambas direcciones.

– ¿Y qué pasa con el motivo por el que estamos aquí?

– Preparar la tienda para mañana, bueno, para hoy ya, a eso te refieres.

– Dime otro si lo sabes.

– Ya no vamos a acabar a tiempo. Estoy seguro de que tus amigos neoyorquinos lo entenderán.

– ¿Sí? Yo no. Convénceme.

– La luz es muy mala. Mientras más te alejas de la ventana es peor. No queremos que la gente se arruine la vista para nada y tengan que irse a casa, ¿verdad? No me sorprendería tampoco que todos acabáramos en cama con un resfriado.

– Piensas que eso es mucho pedirle al equipo después de haber prometido arreglar la tienda.

– Ya hemos discutido eso. No habrá tiempo. No te preocupes, no te quedarás solo. Yo me quedo.

– No serás la única -declara Greg.

– Greg está diciendo que él también, y están Ray y Angus aunque no hayan tenido éxito con los fusibles.

– ¿Es así? ¿Estáis todavía ahí vosotros dos? Os hablo, Ray y Angus.

Gruñen tras la puerta en la esquina más oscura de la tienda, tan al unísono que podrían haber emitido una única voz amortiguada.

– Han dicho que sí -transmite Connie.

– Entonces siguen trabajando en los fusibles, ¿verdad?

– Sí -responde la doble voz.

– Dime, Connie.

– Dicen que sí.

– Entonces démosles algo más de tiempo. Puede que les quede poco.

– ¿No crees que Agnes ya ha sido lo bastante valiente? Si yo estuviera en su lugar ya estaría armando mucho jaleo a estas alturas -comenta, y con un movimiento que sugiere un intento de apartarse de la repetitiva discusión, se da la vuelta y cubre el auricular con la mano-. El que vaya a ir que vaya. Me hago responsable. La puerta no está cerrada.

Jake se demora en colocar el libro que tiene en la mano en lugar de simplemente soltarlo. Luego se reúne con Mad y Jill en el mostrador.

– No puedo creer lo que estoy viendo. Parece que los perros se escapan de sus casetas -dice Woody.

– Intentan irse todos -grita Greg-. No los necesitamos, ¿verdad que no? No creo que vuelvan.

– Inténtalo con un tono más estridente y quizá te oiga -dice Jake antes de darse cuenta de que Woody puede oírle a través del auricular que Connie hace rato que no cubre con la mano.

– Supongo que yo tampoco lo creo. Venga, todos de vuelta a las estanterías.

– He dicho que os vayáis -insiste Connie, señalando la salida con el teléfono.

– No dirías eso si no estuviera encerrado -espeta Greg.

Jake está deseoso de ver como Connie machaca a Greg, pero lo está más de marcharse. Al pasar junto al mostrador con Mad y Jill a su espalda, Woody dice con una voz similar a una enorme y falsa sonrisa:

– Eh, ¿ya no funciona esto? Yo me oigo perfectamente.

– Y aquí abajo se te oye perfectamente -grita Greg asintiendo con fuerza y mirando al techo-. Todos te oímos.

Jake cierra la mano en el picaporte metálico, que tiene un tacto tan frío y húmedo como un palo recién sacado del barro. Culpa a sus manos sudadas, que deben de ser responsables también de que el metal parezca rezumar óxido. Tira del picaporte, y la puerta de cristal vibra contra su gemela como un gong hablando en voz baja, pero eso es todo.

– Connie -dice subiendo el volumen más de lo pretendido-, no está abierta.

– Ni debería estarlo tampoco -comenta Greg.

– Lo está, Jake. Así es como la dejé. Simplemente empuja, o mejor tira.

Jake hace ambas cosas vigorosamente. El cristal crepita como si estuviera siendo azotado por una tormenta, mientras, la niebla se mueve detrás de la puerta imitando el movimiento que Jake está tan desesperado por que se produzca, o bien reuniéndose para enfrentarse a su persona.

– Si no está cerrada, no sé lo que pasa -dice con toda la calma que puede, tras zarandear la puerta hasta bordear la cacofonía.

Connie devuelve firmemente el auricular a su posición y se acerca a las puertas meneando la cabeza.

– No lo entiendo, pero vale -dice, y teclea unos cuantos números en el teclado antes de abrir triunfalmente la puerta de par en par. Al menos, esa es su intención, pero el resultado no es otro que un cristal inamovible.

– ¿Has olvidado el código de nuevo? -pregunta Woody, sonriendo audiblemente-. No me lo preguntes a mí.

– He puesto el correcto. Estoy segura -le asegura Connie a todos salvo a él, y lo teclea una segunda vez, para luego tirar de las puertas hasta que rechinan. Jake casi chilla, temeroso de que los cristales se rompan, dejándola con el picaporte en la mano e invadida de fragmentos de cristal. Al final la suelta, resollando-. Tiene que ser algo relacionado con la electricidad.

Jake está a punto de romper el silencio, parecido a una tormenta a punto de estallar, cuando Jill dice lo mismo que él está pensando.

– Tendremos que romperla para salir entonces.

– No sé si quiero ser la responsable de esa acción -dice Connie.

– Entonces simplemente sé responsable de no impedírnoslo -espeta Jake.

– Habrá que romperla tarde o temprano -dice Mad-. ¿Cómo si no van a entrar los servicios de emergencia?

Connie se pone un dedo en los labios palpando la expresión de su rostro.

– ¿Qué vais a usar? No podemos permitir que nadie salga herido.

Ninguno de ellos se da cuenta de que Greg se ha escabullido detrás del mostrador y ha cogido el teléfono hasta que Woody habla:

– ¿Hay algo que creas que debo saber, Greg?

– Dicen que van destrozar la puerta.

– No van a hacer tal cosa. Díselo para que no puedan poner la excusa de que no se han enterado.

– Woody lo prohíbe -dice Greg, y, como queriendo congraciarse en mayor medida con su jefe, no se resiste a sonreír.

– Pásame el teléfono, por favor -dice Connie, y antes de acabar de hablar ya está al otro lado del mostrador, frente a Greg, y extendiendo una mano-. Dámelo -prácticamente escupe.

– Woody, ¿quieres que…?

– Haz lo que se te dice. -Agarra el teléfono y el auricular golpea en la oreja de Greg-. Eso ha sido culpa tuya -le informa, dándole la espalda-. Si no la abrimos de alguna manera, Woody, ¿qué va a pasar con Agnes?

– Nada que no haya pasado ya. Quizá nada diferente a lo que llevo yo horas aguantando.

¿Cómo puede alguien ponerse de su parte después de decir algo así? Le parece a Jake que con eso, Woody ha conseguido que Connie no se oponga a ningún método de escape, y enseguida sabe qué hacer. Corre hacia el carro que acaba de descargar y lo pone de frente a la salida. Mad y Jill parecen anonadas al entender su plan, pero de inmediato se colocan a ambos lados del carro para ayudarle a empujar. Cuando retroceden para tomar más impulso, Greg sale disparado de detrás del mostrador, frotándose la oreja para que todo el mundo sea consciente de su dolor, y se sitúa delante de la puerta, con los brazos y las piernas extendidos.

– Se os han dado órdenes -grita.

– Eres mi hombre, Greg -exclama Woody-. ¡No pasarán!

– Será mejor que te quites de en medio -le advierte Jake, empujando el carro en su dirección-. Si te quedas ahí te va a entrar el carro por el culo.

– Sí, muévete Greg -le urge Mad.

– Vamos a hacerlo -dice Jill-. Vas a tener que moverte.

Connie cuelga el teléfono de golpe y se cruza de brazos.

– Ya has dejado clara tu postura, Greg, ahora hazte a un lado. Estoy al cargo aquí abajo, y no quiero que nadie se haga daño.

– Woody lo ve todo, así que no puedes estar al cargo.

Jake siente la frustración de las mujeres hacia Greg sumarse a su propio odio hacia él. Quizá ellas también experimentan esa sensación, porque se ha convertido en algo tan opresivo que es necesario descargarla de alguna forma, o si no caerá desmayado. Empujando con estruendo el carro, visualiza cómo se va a estampar contra la entrepierna de Greg a no ser que se aparte. Casi en el último momento, vira el carro a la derecha, pero Greg se mueve lateralmente como un cangrejo para bloquearle el paso. Jake trata de obligarse a no dudar, pero el carro tiembla y se detiene a unos centímetros de Greg.

– Muévete -casi grita Jake.

– ¿Quién me va a obligar? No veo a ningún hombre.

Jake echa el carro hacia atrás y le ataca ferozmente. Una sonrisa despectiva se dibuja en los labios de Greg antes de que advierta que Mad y Jill también caen sobre él. Le agarran por los brazos y se esfuerzan por derribarlo, mientras Jake se las arregla para contenerse y no cogerle del cuello; en vez de eso le clava las uñas en las costillas. Greg intenta reírse, pero no es la diversión lo que saca a relucir sus dientes. En unos pocos segundos, pierde el equilibrio lo suficiente para que sus atacantes lo arrojen a un lado con tal violencia que cae trastabillándose detrás del mostrador. Jake corre a por el carro y Mad y Jill se aferran a los lados. Apenas ha empezado a avanzar, Greg se interpone de nuevo en su camino. Cuando intenta frenarlo, Jake le golpea con el carro en el estómago. Resuella y se tambalea, y Jake se pregunta sin ninguna aprensión si será Greg el objeto que rompa el cristal. Pero un Greg de rostro enardecido vuelve a acercarse al carro, y Jake lo rodea para intentar deshacerse de él.

Tiene que hacerle perder el equilibrio. Se dice a sí mismo que está siendo racional, pero le resulta insanamente satisfactorio darle una patada a Greg en la espinilla con toda la fuerza que su odio puede reunir. Cuando Greg recula, luchando por contener las lágrimas de dolor, Jake lo persigue y le engancha el tobillo con el pie para hacerle caer. Un empujón en su pecho regordete finaliza el trabajo y le hace golpear el suelo de detrás del mostrador con el hombro o, a Jake no le importa lo más mínimo, la cabeza.

– ¡Hacedlo ahora! -le grita a Mad y Jill.

– Jake -exclama Connie cuando Jake avanza para ponerse de pie junto a Greg.

¿Acaso no está únicamente tratando de mantener a Greg donde está ahora? Está a punto decirlo, aunque eso acabe con todos los miedos de Greg, cuando el estruendo del carro culmina en un agudo repicar. Durante un momento, la puerta de la derecha se mantiene intacta, pero entonces se derrumba hacia fuera esparciendo por el pavimento cientos de fragmentos, como si un inmenso joyero se hubiera derramado. Mad y Jill se encogen, y Jill aparta el carro como si intentara salvarlo de un ataque repentino de la niebla. Las dos mujeres avanzan casi de la mano hacia esta cuando Woody habla, tan alto y omnipresente que su voz podría provenir igualmente de la niebla que de todos los rincones de la tienda.

– Cualquiera que deje la tienda ahora, que no se moleste en volver.

Mad y Jill dudan frente al umbral de cristales rotos. Connie se queda mirando la mano izquierda de Greg, con la que se aferra al borde del mostrador para impulsarse hacia arriba. Jake cree que Connie está a punto de aplastárselo con un puño o de reducirle por otros medios. Se siente decepcionado cuando toma como excusa la robustez de Greg para dirigirse a la salida sin hacerle nada.

– Eso me incluye a mí -dice-. He tenido bastante.

Al tiempo que Jake la sigue hasta la apertura, la alarma comienza a sonar. Greg se pone en pie como puede y le muestra sus dientes a Jake como si creyera que la tienda está acusando a los desertores. A Jake le enrabieta el hecho de haberse puesto nervioso al pensar que el ruido podría alertar a alguien, presumiblemente a un guardia, ¿a quién iba a invocar si no, en medio de esta niebla? La alarma cae en el silencio por la misma razón que la hizo comenzar a sonar, y cuando está esperando que las mujeres se abran paso entre los restos de la puerta, Greg se abalanza sobre él. Su rostro está soliviantado por la determinación de no dejar escapar a Jake. Este se da la vuelta para esperarle, pisa los cristales, se agacha para recoger unos cuantos que pueda arrojarle a Greg a los ojos.

– Hasta ahí puedes llegar, Greg. Recuerda lo que dijo Woody sobre abandonar la tienda -dice Connie.

La frustración que estrecha sus ojos y su boca es pequeña comparada con la de Jake. Es algo tan intenso que se siente su enormidad, como si una presencia del tamaño de la niebla la estuviera también experimentando. Casi se podría pensar que la enorme voz proviene de esa presencia.

– Déjalos ir, Greg. Eres todo lo que necesitamos.

Greg no parece del todo cómodo con ello, y da unos pasos reacios hacia atrás. Jake se resiste a la tentación de echarle cristales con el pie. Sigue a las mujeres, pasando el escaparate lleno de libros, exentos no solo de color sino de todo significado.

– Me oís ahí afuera, ¿verdad? Supongo que estáis esperando que cambie de idea y os deje entrar.

Connie acelera el paso, y las otras mujeres trotan para adecuarse al suyo. Antes de que Jake las alcance, giran la esquina de la tienda, dejándole solo con la voz gigantesca y amortiguada de Woody.

– Sé que estáis escuchando. Veamos vuestras caras. ¿Cuántos estáis ahí? Veámoslos a todos.

Jake tiene la poco tranquilizadora idea de que las palabras van dirigidas a la niebla. Aparte de ellas, reina el silencio salvo por el sonido de sus pasos llevados por el pánico; no llega ningún ruido desde el callejón donde han entrado las mujeres. Una sucesión de temblores no causados solamente por la fría niebla le invaden al doblar la esquina. Las mujeres están cerca del final del callejón, que parece cercado de tierra. Al acelerar para reunirse con ellas, advierte que es una mezcla de niebla y oscuridad.

– ¿Qué les ha pasado a las luces de detrás de las tiendas? -Connie cree que alguien debe saberlo.

– Será un fallo de eléctrico -sugiere Mad.

– Sea lo que sea no me gusta. ¿Puede alguna de vosotras arrancar el coche?

– ¿Qué pasa con el tuyo? -dice Jill.

– Está más lejos que los demás. Si alguien arranca el suyo podremos ver algo.

Un escalofrío trata de impulsar a Jake dentro de la oscuridad.

– Podemos ir todos juntos, ¿no crees? -dice en caso de que eso le tranquilice.

– El mío está cerca -dice Mad impaciente, y se adentra en la lobreguez.

Tras dejar atrás el último sofocado resplandor del callejón, Jake tiene tiempo de sentirse penosamente agradecido de que todas las mujeres lleven pantalones con bolsillos en los que guardan las llaves. En el lateral de Textos, distingue por poco a Mad agachándose en un bloque de oscuridad. Cuando este la encierra, oye una enorme voz murmurante, pero no dice palabras. El Mazda emite un carraspeo que se funde con la niebla, y acto seguido el motor ruge y los faros escupen un parche luminoso en el muro de cemento.

– ¿Conduzco hasta el tuyo, Connie? -dice Mad bajando la ventanilla.

– De momento no soy tan incapaz. Solo nos llevamos unos años de diferencia, ya lo sabes. Aún puedo caminar.

– Quise decir que podría darte algo de luz -dice Mad, pero solo la oye Jake. Connie ya está junto a su Rapier. Jill se apresura hacia el Nova, que no está muy seguro de su forma y su color. Mientras Jake espera que alguien se ofrezca a llevarle, siente como si la frustración que experimentó al no poder enfrentarse a Greg le hubiera acompañado agazapada entre la niebla. La manera en la que el coche de Mad arroja sus luces y ruge como una bestia enfurecida agrava esa impresión.

– Estoy comprobando si se va morir de frío o no -explica Mad, pero eso no ayuda.

El motor de Connie saluda a su llave con un simple clic. Un segundo intento recibe una respuesta menos satisfactoria si cabe, y un tercero ninguna respuesta. Connie abre la puerta y sale, empequeñecida.

– No sé de qué va esto. ¿Me ayuda alguien?

– No eres tan capaz como te creías, ¿eh? -se hace oír Mad.

La opresiva inminencia se cierne sobre ellos, y Jake teme que las cosas se tuerzan.

– A Sean no le gusta ensuciarse las manos, así que yo soy el mecánico -dice con más confianza de la que siente realmente-. ¿Puedes abrir el capó, Connie?

Lo mira fijamente como si estuviera sugiriendo que no es capaz de realizar esa tarea, y luego mete la mano bajo el salpicadero. Un tipo diferente de clic indica que ha liberado el seguro del capó, al tiempo que Jill se lo piensa dos veces antes de entrar en el Nova y en su lugar dirige la vista a algo detrás de su coche.

– ¿No es ese el coche de Ross?

Jake lo ve, pero no tiene ni idea de qué decir. Introduce los dedos bajo el borde de metal cuando Mad baja de su coche y se une a Jill tras los vehículos.

– No hay muchos caminos por los que haya podido ir -tranquiliza Mad a todos-. Uno de nosotros se lo encontrará, si mantenemos los ojos abiertos.

El capó sube y Jake se inclina sobre el motor, rozando con el hombro el muro de la librería. La iluminación es tenue, su sombra cubre las entrañas metálicas, y lo único que puede distinguir de primeras es que el motor aparece cubierto de una masa grisácea. Extiende una mano por la llanta encima del radiador y se inclina un poco más. Justo cuando empieza a saber dónde está, el motor de Mad se detiene, y sus faros se apagan.

– Lo siento -exclama corriendo de camino al Mazda. Los ojos de Jake se han acostumbrado lo suficiente para poder permitirle distinguir algunos contornos en la oscuridad, pero no está seguro de si está viendo o recordando o, como todo su ser suplica, imaginando que aunque la aplastada figura es lo bastante líquida para cubrir todo el motor, tiene algo muy parecido a un rostro.

Al menos, bajo el redondeado bulto que ya no está aplanado por el capó, un hueco parecido a una cuchillada sobre gelatina, se ensancha formando una inconfundible, si bien estúpida, sonrisa. Le sacude un escalofrío tan violento que le aterra perder el agarre del brazo y acabar con la cara sobre la alegre masa. Echándose hacia atrás, raspándose el codo con el muro de cemento, se le resbala la mano. No sabe si algo le retiene, pero siente como si hubiera aplastado una babosa. Se mantiene solo lo bastante cerca para poder cerrar de golpe el capó, al tiempo que Mad revive el motor y los faros.

Al principio piensa que todas las mujeres lo están mirando porque saben lo que ha visto, pero por supuesto es por algo peor que eso; quieren que se lo cuente. Solo puede aferrarse a su primera impresión y desear que eso sea todo.

– Está helado. El arranque, me refiero -balbucea-. Arrancó porque se heló, y ahora se ha helado otra vez.

– ¿Entonces vas a dejarlo? -dice Connie tras asegurarse de que ha acabado.

– Tengo que hacerlo. Nadie puede hacer nada.

Tanto Mad y Jill parecen inclinadas a no estar de acuerdo, y le aterra que hagan algo más que discutir. ¿Está oyendo algo arrastrándose bajo el capó, anticipándose a la insistencia de alguien en que mire?

– En serio, necesita un mecánico de verdad -se oye suplicar en lugar de afianzar-. Tendremos que ir dos en cada coche.

La idea es recibida con tan poco entusiasmo que se pregunta si es contraproducente, ¿pero qué otra alternativa hay? Tiembla y urge silenciosamente a Connie a que se separe del Rapier. Al fin emerge del interior, anunciando reacia:

– Jill, iré contigo si me lo permites. Eres la que vive más cerca de mí.

Las luces de Mad brillan de nuevo, manchando la oscuridad de rojo y animándola a aumentar su solidez.

– ¿Entonces quién coge cada camino? -pregunta.

– Tú coges la autopista -dice Connie-. No olvides que buscas un teléfono y a Ross.

Mad rechaza resentida la implicación de que necesita que le recuerden eso. Jake teme de repente que el coche de Jill no arranque, lo que es otra razón para que tiemble descontroladamente.

– ¿Y luego qué? -pregunta.

– Id a casa y esperad noticias. Llamaré a la tienda después si nadie me llama a mí. No os preocupéis, os defenderé a todos lo mejor que pueda. Incluido Greg.

Eso suena al germen de una nueva discusión que los mantendría atrapados en la niebla. Jake se ahorra el comentario mientras observa a Connie abrir la puerta del pasajero del Nova. Debe de estar regodeándose en algún tipo de instinto de protección, pues es el único que sabe lo que ha invadido el coche de Connie. El motor de Jill emite un sonido ahogado y acaba muriendo. En el momento justo en el que va a urgirles a ambas a que entren en el coche de Mad, el motor del Nova petardea y se acelera. Jake y su mal definida sombra, medio absorbida por la niebla, esprintan al encuentro del Mazda.

– Bien -resuella metiéndose en él.

– Creo que ya estamos. No hay prisas, ¿verdad? Tal como está la cosa.

– Quizá no -dice con demasiadas sílabas-. Pero ¿a qué estamos esperando?

– A que te pongas el cinturón de seguridad, espero.

Cuando Jake se coloca el cinturón, el codo le escuece como si la niebla hubiera penetrado en una herida abierta. El Mazda comienza a retirarse de la mancha de luz, que se atenúa al difuminarse. Solo está soñando que la tienda tiene la determinación de no dejarles escapar; quizá la borrosa telaraña que proyecta el faro astillado le ha inducido esa idea. ¿Se está retirando la niebla detrás del coche en menor medida que el muro? Intenta imaginar que no está colaborando a que queden atrapados al decir:

– ¿Podemos esperar un momento?

– Esa no será tu idea de ser femenino, ¿verdad? Eso de cambiar de idea a cada momento.

Tiene que recordarse que ella no es como Greg.

– Quiero ver a los otros alejarse, ¿tú no?

– Iba a hacerlo hasta que tú me distrajiste.

No tiene que discutir. Necesita concentrarse en conducir, por poco razonablemente que se esté comportando, incluso aunque la lucha por mantenerse callado a su lado le suponga el mismo esfuerzo que respirar bajo el agua. El Mazda gira marcha atrás, iluminando el coche de Connie, tan quieto que parece totalmente abandonado. Cuando una oscura y brillante figura se asoma desde su escondrijo tras el Rapier, un grito comienza a separar sus labios, y entonces descubre que es el coche de Jill al encender sus luces.

No sabe si Mad se está tomando su tiempo como venganza por su anterior sugerencia. No sigue a las luces traseras de Jill hasta que estas se han confundido con la niebla. Al pasar con el Mazda junto al coche de Connie, cree ver el capó levantándose un poco, como una trampa a punto de atrapar a su presa. Hace lo posible por mirar el espejo sin alertar a Mad, pero la niebla lo esconde antes incluso de que pasen la esquina de la tienda.

Al tiempo que los coches giran en el frontal de Textos, Jake cree oír una voz incomprensible, tan amortiguada como enorme. Ve a Greg, una silueta grisácea que se agacha y coloca libros y se vuelve a agachar, tan deprisa que parece decidido a terminar todo el trabajo extra él solo. ¿Lo está manipulando la voz como una marioneta? La silueta se gira y les envía a los coches un irónico saludo, o bien se pone la mano sobre los ojos para verlos bien, consiguiendo únicamente que la niebla le niegue ese placer, si era eso lo que buscaba. Entonces pasan los arbolillos cercanos, caídos como si los hubieran acabado de arrancar, y el Mazda gana velocidad. Se acerca tanto a las furiosas luces de Jill que Jake se pregunta si Mad quiere que se sienta amenazada, en venganza por traerla tan cerca de donde el Mazda atropelló a Lorraine. Hasta el momento que la niebla se traga el tocón roto y Mad suelta el pie del acelerador, Jake no deja de tener que contenerse para no pisar el freno.

Está cada vez menos seguro de que no oye un murmullo sin palabras bajo la niebla. La impresión se niega a irse, lo que agrava la sensación de que algo demora a los coches. El asfalto detrás del Nova se asemeja tanto a una corriente de barro que debe renovar la creencia de que los vehículos están avanzando, aunque demasiado lentamente para distanciarse del recuerdo de lo que vio en el interior del coche de Connie. Cuando las luces de frenado de Jill se encienden teme conocer la razón, hasta ver que sus faros iluminan el restaurante, cerrado y sin luz.

– Entonces Ross no puede haber llamado desde ahí -dice Mad.

Ahora mismo lo más importante para Jake es que se encuentran en la salida del complejo comercial. Las sombras, tan bajas como el mobiliario, desfilan por el restaurante mientras los faros de Jill giran hacia la salida. Con el Mazda detrás, Jill conduce por la desierta carretera hasta el carril situado entre los setos que blanden sus rezagadas espinas como si los haces de luz las hubieran erizado. Jill toca el claxon, y Connie y la propia Jill agitan la mano en el espejo retrovisor del parabrisas. Mad toca el suyo, y ambos imitan el movimiento de manos, pero no está seguro de que los vean, pues la niebla extingue las luces traseras del Nova. Con un suspiro que prefiere no interpretar, Mad gira a la izquierda tras el restaurante.

No podrá respirar con normalidad hasta no estar seguro de que la cosa que vio detrás de Textos no los está persiguiendo camuflada en la niebla. Mira nerviosamente hacia los edificios y el espacio abierto que estos oscurecen, en colaboración con la niebla. Aprieta los dientes hasta que le duelen con tal de no meterle prisa a Mad para que acelere.

El restaurante está junto a un bloque inacabado, con ventanas de polietileno, y Jake imagina que no son más que ojos, tan cargados de cataratas que se salen de sus cuencas, y junto a ese bloque, otro que no llega ni a edificio; es una jaula de metal sin tejado. Permite que algo más de la luz de los focos llegue al coche, pero ¿por qué parte de la luz se encuentra tan cerca del suelo? Porque pertenece a un vehículo que avanza entre los incompletos edificios directo al Mazda.

– ¡Cuidado! -grita Jake, ensordeciéndose a sí mismo de un grito y agarrando el volante.

El coche se encuentra casi en el seto del otro lado de la carretera antes de que Mad recobre el control.

– ¿Qué c…? -comienza a decir Mad antes de recordar que es una señorita-. ¿Qué intentas hacernos, Jake?

– ¿No lo has visto? Tienes que haberlo visto. Había un coche o algo.

– ¿Dónde? -pregunta, y para su consternación, pisa el freno-. Dime dónde.

Quiere suplicarle que se alejen de allí, pero no obstante gira la cabeza para mirar por la ventana trasera. Una esquelética esquina del edificio en construcción es visible, pero no hay ni rastro del vehículo que vio cuando agarró el volante, y tiene que admitirlo.

– Debe de haber sido la niebla -dice.

– Sí, bueno, a partir de ahora da igual lo que veas, déjame conducir a mí. Esperaría de Greg que intentara ponerse al mando, pero no de ti.

Devuelve el coche a la carretera y casi no coge velocidad. Los edificios inacabados se agazapan como si la tierra se los estuviera tragando. Las tinieblas se afianzan sobre el último de ellos justo cuando queda a la vista el túnel bajo la autopista, una cueva embadurnada de gigantescos símbolos chorreantes y habitada por una alerta niebla.

– ¿Crees que nos peleamos los unos con los otros porque estamos muy cansados? -dice Mad, al tiempo que sube la rampa que conduce a la autopista, que Jake esperaba bloqueada.

– No sabría decirte.

De hecho, cree que el cansancio es la última de las razones, pero no va a molestarse en pensar sobre ello cuando le acaba de comparar con Greg. El coche se aventura al interior de la autopista, tras vacilar en lo alto de la rampa, y Mad pone a prueba el resentimiento de Jake.

– Si por casualidad ves un teléfono o a Ross, no dudes en decirlo.

Jake siente la tentadora esperanza de pensar que Ross difícilmente se habrá puesto a vagar por la autopista, pero ¿es así? Podría haberlo hecho para ir en busca de un teléfono. Las luces de Fenny Meadows se alejan bajo el coche, y parece que estaban diluyendo la niebla, que se cierne sobre el parabrisas como si un cielo entero de lluvia contenida se hubiera concentrado en el oscuro paisaje. Los haces de los faros la atacan con una debilidad cercana al agotamiento, pero el coche no puede haber parado su progresar, pues un indicativo de algún tipo aparece a un lado de la carretera. ¿Está la niebla tras él disipándose? No, Jake está viendo otra de las luces que advirtió en el complejo comercial, y ahora sabe dónde están. Es un terreno pantanoso, y los pantanos a veces emiten fuegos fatuos. Cuando era niño leyó algo sobre ellos, y deseaba poder ver uno; el deseo se le ha concedido. Está a punto de hablarle del fenómeno a Mad, cuando esta escudriña un cartel por la ventanilla de Jake.

– ¿Era eso para el siguiente teléfono? ¿Cuánto decía que…?

La luz se aparta de la niebla y se divide al encontrarse con dos faros en el lado equivocado de la autopista; en el mismo carril del Mazda. Sobre ellos, la ventanilla delantera de un Jaguar agita sus parabrisas a modo de reproche. Tras el cristal, el conductor, un hombre con la frente encasquetada en una gorra de cuero, mira su móvil. Para demostrar que es más estúpido de lo que eso ya sugiere, quita la otra mano del volante y hace gestos de borracho. Tener tiempo para asimilar tantos detalles convence a Jake de que Mad es capaz de evitar la colisión; de hecho ya está girando el volante. Entonces la velocidad del Jaguar fulmina la distancia entre ambos coches, y se transforma en una única explosión de metal y cristales. En ese instante, Mad le agarra la mano a Jake, y él la cierra contra la suya. Durante un momento desea que fuera Sean, pero entonces se siente agradecido de su cercanía; hay una presencia que se siente encantada de que se produzca el choque y no recibe cordialmente su reconciliación. De hecho, esparce lo que queda de la inteligencia de ambos por la oscuridad.

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