Cuando el Punto avanza por el lateral de Textos, una pálida masa tan ancha como largo es un ataúd parece crecer en el muro de cemento. Cuando el coche se acerca a ella y las luces de los faros alumbran la niebla, la masa encoje y se divide en dos como una ameba. Las dos mitades miran a Ray ferozmente como dos grandes y vacíos ojos planos hasta que apaga las luces. Un brillo del color rojo de la sangre diluida desaparece tras el coche como si la niebla se lo hubiera tragado mientras se alzaba. La llave sale de la ignición, y la refrigeración del motor comienza a parpadear como un reloj que está aminorando su avance por momentos. Coge del asiento del pasajero el almuerzo que Sandra insiste en que tome, y la bolsa Mothercare en la que está envuelto cruje y chirría cuando sale del coche y pisa el resbaladizo asfalto.
Ya hay cuatro coches bajo las dos últimas letras del nombre de la tienda. Mientras activa la alarma, se aparta del coche adyacente para no despertar la suya. Se cierra el abrigo contra sí, pues no es necesario que se lo abotone solo para unos cuantos cientos de metros, pero tiene que sacar una mano. Por supuesto que el agudo zumbido es solo su teléfono móvil; lo sabe antes de que acabe la primera frase del himno del Manchester United, ¿y por qué tiene la sensación de que quiere atraer su atención? Pone el almuerzo sobre el techo del coche, junto a un pedazo de pañuelo de papel que usó el otro día para limpiarle la boca a la pequeña Sheryl. El chocolate seco ha tornado el papel duro como una piedra, que rebota contra el asfalto en el momento en el que interrumpe el tono.
– ¿Eres tú? -dice Sandra.
– ¿A quién esperabas?
– Pensé por un momento que estaba oyendo a otra persona. ¿Por qué se te oye tan raro?
En el año y medio desde el nacimiento de Sheryl, se ha acostumbrado a que le digan que está haciendo cosas de las que no es consciente.
– ¿Cómo?
– Como si estuvieras en un sótano. En un sitio profundo, vamos.
– Aquí no hay sótano -dice, al tiempo que un escalofrío le obliga a abotonarse, después de todo-. Sabes que puedes venir cuando quieras a ver esto.
– Cuando el bebe deje de echar los dientes. No querrás que arme un escándalo por allí mientras la gente intenta leer.
A Ray le gustaría que dejara de avergonzarse cada vez que alguien escucha a Sheryl llorar, como si creyera que de alguna manera ha fallado como madre.
– Aún no me has dicho dónde estás -le recuerda.
– Fuera de la tienda, en la parte de atrás.
– ¿Donde estaba esa pobre chica?
La oscuridad se cierne sobre él, al igual que la voz de Sandra, y se pregunta si está sobre el punto donde estaba Lorraine cuando quien fuera que robó el coche de Mad comenzó a perseguirla. El pensamiento le hace sentir la niebla dentro del estómago.
– Todo va bien -se dice a sí mismo tanto como a Sandra-. Voy a entrar.
– ¿Tienes tiempo para pasarte por Frugo?
– En este momento no mucho. ¿Qué necesitas?
– Más medias elásticas. He metido el dedo gordo en las que compre el fin de semana. Si mi aspecto no te importa, no te molestes. No quiero que mis piernas acaben como las de mi madre cuando me tuvo a mí, eso es todo.
– Sabes que me importa, y nunca has tenido mejor aspecto.
– Me encantaría haber visto tu cara mientras decías eso, Ray.
¿Qué tiene de malo un poco más de la mujer de la que se enamoró? Ha perdido la cuenta de las veces que se ha callado ese comentario por miedo a que ella pensara que era un sustitutivo de un cumplido. Lo único importante es que sigue siendo Sandra, bajo el relleno del que ella misma se ha servido y bajo todos esos cambios de humor que seguro no son más que una fase tras el nacimiento de Sheryl.
– La verás la próxima vez -dice-. Iré en mi descanso para el almuerzo. Ya casi es hora de trabajar.
– No me gusta pensar que comes a toda prisa solo por eso.
– No me has encargado nada que lleve más de una hora, ni mucho menos. -Cuando se da cuenta de que eso puede ser tomado como una queja, aunque inapropiada, oye a Sheryl comenzando a berrear-. Escucha, de verdad, debo irme, y parece que tú también -dice-. Dale un beso de mi parte, y otro para ti.
¿Cómo va a darse un beso a sí misma? Su última frase le hace sentir estúpido. Se mete el teléfono en el bolsillo y recoge la bolsa del almuerzo, que está más fría y húmeda de lo que le ha dado tiempo a ponerse. En su rápido caminar dando la vuelta a la tienda, el incansable aletear de un insecto le acompaña por el callejón; las paredes vacías han atrapado el chirrido de la bolsa con su almuerzo, repartiendo el sonido por todo el aparcamiento. Woody le está esperando en la entrada de la tienda, y levanta un pulgar a modo de saludo. Cuando Ray consulta su reloj se da cuenta de que llega unos minutos más tarde de lo que pensaba, aunque al menos no llega oficialmente tarde.
– Llamó mi mujer -se siente obligado a explicar.
– Bien, bueno, vale -dice Woody, y añade-: ¿Seguro que era tu mujer?
– Tan seguro como que el sol está ahí arriba, en alguna parte.
– Sí, en alguna parte. Bueno, supongo que conoces a tu propia esposa.
Ray está a punto de preguntar, posiblemente con amabilidad, qué quiere decir con eso, pero Woody se adelanta:
– Yo recibo llamadas de personas que ni siquiera están al teléfono.
– Supongo que todo el mundo está algo tocado.
– Eso fue ayer, antes de la tragedia -dice Woody, y mira fijamente al interior de la niebla, como si viera allí a Lorraine, y añade-: Ross me convenció de que una mujer que conozco me estaba llamando.
– Apuesto a que no te llamó.
– Se empeñó ferozmente en dejarme eso claro cuando se lo pregunté anoche. No volveremos a hablarnos después de alguna de las cosas que ambos dijimos. No puedo evitar sentirme engañado en todo esto.
– No crees que Ross lo hiciera, ¿verdad?
– Dice que no, y debo creerle. Tampoco llamaron desde Nueva York, y no nos hice ningún favor telefoneando para averiguar si habían sido ellos. Supongo que ahora piensan que estoy preocupado por su visita.
Mientras Ray entra en el edificio, su estomago se tensa ante la amenaza de la alarma. Cuando no suena, mira por encima de su hombro y descubre que Woody no lo está siguiendo.
– ¿Buscas a alguien? -pregunta Ray.
– Mejor me aseguro de que la gente llega a tiempo, ya que no estoy en mi despacho para controlar el monitor.
– Los jefes nunca han hecho eso, ¿no? -dice Ray, recuperando el tema de la visita.
– Correcto, no lo han hecho -dice Woody, dándole la espalda a la niebla-. ¿Estás pensando que deberían hacerlo porque no hago lo suficiente?
– Ni por asomo. Si algo creo es que lo intentas, y haces demasiado.
– ¿Cómo qué, Ray?
– Trato de decir que espero que sepas que yo, Connie y Nigel no te decepcionaremos. Estamos a tope con nuestro trabajo.
– Estás diciéndome que todos tenéis vuestros territorios marcados y no os gusta que los invada -opina Woody; sus ojos parecen pedir a gritos un poco de sueño, y están posados sobre Ray-. Algo sobre lo que se asientan los trabajos es el ahorro de tiempo.
– Eso lo entiendo. Lo practiqué bastante cuando trabajaba en la imprenta, antes de venir a Textos.
– Vale, bien. Entonces comprenderás por qué lo necesitamos, tal como están saliendo las cosas. Dos de nosotros dirigiendo la reunión nos hubiera llevado el doble de tiempo -dice Woody levantando la voz-. Wilf.
A Ray le alegra la interrupción. No estaba cómodo discutiendo tan cerca del lugar donde le ocurrió aquello a Lorraine. Cuando Wilf se vuelve, después de entrar a todo correr en la tienda, Woody dice:
– ¿Puedo pedirte que te encargues de algo, Wilf?
– Eso creo.
– Sé que eres el hombre adecuado. Quizá ya te has dado cuenta de que necesitamos a alguien para llevar el grupo de lectura de Lorraine.
Wilf se aprieta un dedo contra sus labios con tal fuerza que se le quedan pálidos cuando lo aparta.
– ¿No se suponía que eso era mañana?
– Lo es. Demasiado tarde para decirle a las personas que fueran a venir que se ha cancelado, incluso si supiéramos quiénes eran. Trabajas hasta tarde de todas formas, y recuerdo que en tu entrevista mencionaste cuánto amabas la lectura.
– No sé qué libro eligió. Puede que no lo haya leído.
– ¿Tienes algún plan para esta noche? -pregunta Woody, y Wilf solo levanta una mano ahuecada, como si estuviera intentando atrapar las palabras y metérselas en la boca-. Mira, sé que he escogido al tío correcto. Recuerdo que me dijiste que podías leerte un libro en una noche. Lorraine eligió la novela de Brodie Oates. Es una muestra de que hacía todo lo posible por formar parte del equipo. No deberías de tener problemas con un libro de ese tamaño.
Ray ve como Wilf decide no responder, y Woody se lo toma como una señal de beneplácito.
– Gracias, Wilf -dice, y añade incluso con más vigor-: ¿Algo más que añadir, Ray?
Es más una despedida que una pregunta.
– ¿Nos dejas entrar, Wilf? -dice Ray, pare sentirse con un poco de poder y destacar que Wilf está mostrando al lector el lado equivocado de su tarjeta. Al llegar a la sala de empleados, Nigel levanta la vista de la última hoja de «artimañas» de Woody. Parece no poder decidir cuánto brillo dejar transmitir a sus ojos.
– Ray -dice, más una expresión de simpatía que un saludo-. Wilf -añade en el mismo tono.
– Nigel -se siente Ray obligado a responder, de una manera tan similar como es capaz de lograr, aunque cree que Nigel puede estar fingiendo un poco. Pasa su tarjeta por debajo del reloj y mete el ruidoso paquete en su taquilla antes de dirigirse a su mesa. No ha encendido su ordenador aún cuando Mad emerge de la oficina de Woody, seguida de dos policías, un hombre y una mujer, que portan unas expresiones tan sombrías como sus uniformes.
– Gracias -dice la mujer sin darse cuenta de que Mad está a punto de rendirse a las lágrimas. La pareja abandona la sala de empleados.
– ¿Puedo quedarme aquí unos minutos? -murmura Mad a la espalda de Ray.
– Coge tu descanso, si quieres.
Aparentemente no es así. Se sienta tras él, en el asiento de Nigel, encarando la pared y el ordenador apagado de Nigel. Ray se siente encerrado, como si la emoción que ella trata de contener se hubiera fundido con las paredes de cemento sin ventanas.
Un ahogado suspiro escapa de Mad, y Ray asume que va dirigido a él.
– ¿Te ayudaría hablar?
– Dicen que no pude haber cerrado mi coche.
– Crees que lo hiciste.
– No solo lo creo. -Se gira, pero no especialmente para mirarlo, y muestra una fiereza que casi seca sus ojos-. Dicen que no había señales de que hubiera sido forzado, pero eso significa que quien lo hizo sabía hacer su trabajo, ¿no?
– ¿Crees que un niño sería capaz de hacerlo?
– Solo Ross dice que fue un niño, y no vio cómo era. Yo ni siquiera vi a nadie dentro del coche. -Posa su mirada en Ray, sin bajar su intensidad demasiado-. Además, apuesto a que muchos niños saben hacer cosas como esa, o incluso peores.
– Supongo que eso es posible.
– Decir que es mi culpa que el coche fuera robado es como decir que yo quería… que yo quería que Lorraine muriera.
– Por todos los santos, yo no lo vería así. Estoy seguro de que…
– Alguien quería -dice Mad, y contempla con odio el monitor de seguridad, a través de la puerta de Woody, donde figuras empequeñecidas hasta el enanismo vagan por el laberinto que es la pantalla-. Quizá cuando la policía haya terminado con mi coche puedan cogerlos.
– Eso esperamos. ¿Cómo has venido hoy?
– Mi padre cambió sus horas para traerme. Mis padres querían que me tomara un par de días de descanso, pero no creo que tenga derecho. Es como decir que a mí también me han hecho daño.
Ray pretendía apartarla de su dolor, pero parece incapaz de renunciar a él.
– Creo que eso es muy… -se siente obligado a comenzar a decir, pero no sabe cómo continuar. Se alegra de que Woody le dé una excusa para detenerse.
– Oh, aún estás aquí -le dice Woody a Mad, entrando en su oficina-. ¿Algún problema?
Se frota los ojos con el dorso de la mano, tan ligeramente que podría haber estado echando solo una mirada a su reloj.
– Solo me estaba reponiendo del interrogatorio.
– ¿Va a llevar eso mucho más tiempo?
– Ray dijo que podía coger mi descanso.
– ¿Eso te ha dicho? Entonces mejor que lo cojas. -Como si no pudiera o debiera oírlo, Woody se dirige ahora a Ray-: Al menos ha venido a trabajar.
– ¿Quién no ha venido?
– Ross ha llamado diciendo que está enfermo. La policía va a tener que ir a su casa.
– Espero que no sean demasiado duros con él -dice Ray, deseando que Mad no le oyera preguntar-: ¿Saben que él y, bueno, que él y Lorraine habían empezado a salir juntos?
– No por mí. ¿Me he perdido algo? ¿Lo sabías, Madeleine?
– Sí -se limita a admitir.
– ¿En serio? Una pena. Más o menos prueba lo que había pensado.
– ¿El qué? -se interesa Ray, ya que ella no responde.
– Según mi experiencia, no es bueno para la tienda que los empleados se acerquen demasiado entre sí.
– Oh -dice Mad.
– Según mi experiencia -repite Woody, como si no captara o no le importara el hecho de que ella podría haber pasado sin ese comentario-. La chica a la que te dije que telefoneé, Ray, no creo que tenerla aquí me hubiera ayudado a estar concentrado en mi trabajo.
Para guardar la dignidad de la persona referida y la suya propia, Mad se pone en pie y sale de la sala de empleados, donde Nigel sigue entonando sus saludos.
– Gavin. Greg. Jake. Agnes. Jill.
– No pongas ese tono o me harás llorar -suplica Jake.
– A mí también -le advierte Agnes a uno o al otro.
– La parte más dura fue contarle anoche a Bryony por qué estaba llorando -dice Jill-. Y podéis pensar que es una estupidez, pero me sentí culpable cuando me dijo que no recordaba quién era Lorraine.
– Me gustaría ver a alguien llamarte estúpida por eso -desafía Agnes.
Cuando Greg se aclara la garganta, Ray piensa que va a responderle, hasta que, presumiblemente para Nigel, dice:
– No queremos que los clientes vean a nadie alterado, ¿verdad? Podría espantarlos.
– No nos podemos permitir eso -dice Woody, que había estado observando cómo dos policías enanos dejaban la tienda, pero ahora entra en la sala-. Déjame hablar un momento, Nigel.
– Todos los que quieras. Es tu tiempo, después de todo.
– No, es el de la tienda -corrige Woody dejando suspender sus palabras en el aire un momento antes de continuar-: Vale, sé que todos estáis conmovidos y apenados por nuestra perdida. No seríamos humanos si no lo estuviéramos. ¿Quiere alguien decir algo?
– Deberíamos enviar flores -dice Jill.
– Ya están pedidas, en camino.
– ¿Cuándo es…? -comienza Agnes, y tiene que volver a intentarlo-. ¿Cuándo es el funeral?
– Creo que la próxima semana.
– Quizás alguno de nosotros debería ir -dice Gavin, sin rastro alguno de un bostezo.
– Claro, si es vuestro día libre o podéis cambiaros con alguien, pero he pensado otra manera de recordarla. Cada uno de vosotros y de los que no están aquí ahora os ocuparéis de medio pasillo de Lorraine. De esa manera no tendremos que contratar a nadie y es como decir que es imposible reemplazarla, lo que es cierto, ¿tengo razón? Y supongo que todos sabéis qué otra cosa significa eso.
– ¿Lo sabemos? -pregunta Greg, como si el resto de sus colegas no lo hubieran pillado.
– Todos tendremos que trabajar el turno de noche -dice Woody a un silencio que Ray imagina lleno de encogimientos de hombros y otras expresiones de incomprensión-. ¿Por qué no pensamos en ello como un tributo a Lorraine?
Greg muestra su entusiasmo emitiendo un sonido, Nigel emite algo que no llega a tal, hasta que se esfuerza un poco para alcanzar a su colega, al tiempo que Ray se acuerda de prestar atención y es consciente de que Woody puede haber acabado su discurso. El riesgo de ser sorprendido en las nubes le da un vuelco a su estomago. Enciende su ordenador, deseando que la pantalla gris muestre algo de vida. Los iconos van apareciendo de manera gradual, y se van rodeando poco a poco de colorido. ¿Qué significa el icono fino y rectangular bajo la columna de en medio? No recuerda haberlo visto antes, y no lleva ninguna palabra para su identificación. Está tentado de abrir el programa para ver qué es, pero en su lugar hace clic en «empleados».
El reloj de fichar pasa sus datos al ordenador, que los revisa antes de mandarlos a la oficina central. Abre el informe de empleados de noviembre y busca el nombre de Lorraine. Está copiando los detalles de cada uno de sus últimos días en un archivo distinto, cuando nota la presencia de un extraño en la pantalla. No es un nombre. Se le podría considerar una versión más pequeña del icono desconocido de antes, tan borroso que es difícil distinguir dónde acaba su contorno y dónde empieza el ligeramente más claro fondo. Al acercar la vista, pierde la perspectiva. Aparece en todas las entradas de los días que ha examinado hasta ahora; el uno de noviembre aparece en el primer minuto después de medianoche, al siguiente mediodía ocupa tres minutos, y el día siguiente cinco. Debe de estar mostrando las horas en las que un error afectó al sistema. Mientras va desplazando los datos de arriba abajo, está alerta para encontrar el símbolo. Siete minutos al mediodía del día cuatro, once la noche siguiente, trece en el sexto… Oye pasos a su espalda y se gira.
– Cálmate, Ray -dice Woody, abriendo las palmas-. Soy yo.
– ¿Te importaría echarle un vistazo a esto? Hay algo que no entiendo.
– Déjame ver.
Ahora suena más irritado de lo que antes estaba Ray, cuando le acusó de eso mismo. Ray le da la espalda y desplaza el contenido del documento de la pantalla hacia arriba, viendo en la parte inferior de la pantalla lo que parece el movimiento de un gusano escondiéndose en la tierra. La línea que indicaba la jornada laboral del manchurrón, de treinta minutos, ha desaparecido, sin dejar rastro. Cuando comprueba los días que ha tratado, y luego baja incluso hasta el último tumo, no encuentra rastro del intruso.
– ¿Estoy viendo algo? -dice Woody.
– No está, pero te enseñare la que creo que es la fuente.
Esto le parece a Ray tan urgente que cierra el programa sin salvar los cambios. Se queda desorientado al hacerlo, como si no hubiera hecho ninguno, y se altera más aún al ver cómo ha desaparecido el extraño icono del escritorio.
– Se ha enterrado -protesta.
– ¿Era algo vital?
– No lo sé, espero que no -desea. Al reabrir el programa de los horarios, teme que las entradas puedan estar corrompidas, pero parecen correctas-. Debe de haber sido una de esas cosas que los ordenadores hacen sin motivo -piensa en voz alta.
– Bueno, cosas que pasan, te dejo con lo tuyo entonces.
La reunión de empleados se ha silenciado. Incluso el sonido de pasos dispersándose es apagado y sin palabras. El pálido y achatado reflejo de Woody se empequeñece en la pantalla, para ser luego tragado en sus profundidades. Su silla de oficina gime por su eje y libera un crujido, pero Ray se sigue sintiendo observado; casi se puede imaginar siendo espiado desde el escondite donde se han ocultado el desconocido icono y su versión más diminuta. Se obliga a concentrarse en su tarea, y ya va por el día doce del mes sin encontrar a ningún intruso cuando la pantalla comienza a vibrar. Solo sus tímpanos y quizá la imagen en la pantalla lo están haciendo, en el momento que alguien golpea la puerta trasera de la tienda.
– Siempre hay más stock. Para eso estamos aquí -exclama Woody, pasando como una exhalación por la oficina en dirección al almacén.
Pronto, Ray oye el familiar sonido del pestillo de la puerta de Pedidos, y piensa que el rodar del palé es también audible, un ruido similar a una inquietud subterránea. Parece descender y finalmente volver a ascender, seguido de un segundo chasquido. Quizá suena tan rotundo porque está copiando los detalles del último día de Lorraine, que parece no haber acabado nunca, pues no llegó a fichar la salida. Esa idea se le queda cruzada en la garganta, tiene que ahogar un largo y no muy tranquilizador jadeo, y luego tragar saliva.
– Encargado al mostrador, por favor. Encargado al mostrador -dice Jill por megafonía mientras Ray cierra el programa.
Su voz suena visiblemente controlada. Ray mira el monitor de seguridad y la ve entre dos cajas, con un dedo en sus labios, como evitando que salga de allí su melancolía. No lo baja hasta casi llegar al mostrador.
– ¿Qué pasa, Jill? -le queda aliento para preguntar.
– Es el padre de Lorraine. Quiere saber dónde…
– ¿Dónde está?
– Dijo que esperaría afuera. ¿Llamo a Woody?
– Está ocupado, como siempre. Yo me encargo -dice Ray, pero al descender no encuentra a nadie en el exterior de la tienda.
La niebla se está acumulando a menos de cien metros. Una única fuente de luz es visible; un sol alzado como un trofeo clavado en una pica. El sol de finales de noviembre ha sido reducido a un fulgor grisáceo sin ninguna identidad dentro de la penumbra reinante. El rumiante sonido de la autopista parece un elemento más de la niebla; el constante murmullo sofocado parece indicar un esfuerzo del oscurecido paisaje por respirar. Al poner Ray los pies en el asfalto resplandeciente, recuerda la llegada de la ambulancia, su aproximación con las luces parpadeantes a modo de heraldo de su venida; un espectáculo demasiado festivo. Cuando abre la boca, el frío de la niebla le hace temblar. No puede apenas gritar o siquiera hablar con normalidad y pronunciar el nombre del señor Carey. En su lugar, fuerza una tos.
Se está preguntando si la tiniebla se ha tragado el sonido, cuando oye unos pasos vacilantes, seguidos de otros cuantos más seguros, o al menos más rápidos, y una figura aparece torpemente frente a la agencia de viajes de al lado de Textos. Ray se traga un suspiro que le sabe a lástima, porque el rostro empequeñecido por una capucha gris, sobre los zapatos embarrados, los pantalones grises y el abrigo gris, es igual al de Lorraine. Por supuesto es solamente una versión distinta, una que luce un bigote similar a una brocha amarillenta. Su piel es tan pálida, caída y arrugada que Ray tiene la sensación de que el hombre ha perdido una gran cantidad de sus fuerzas, pero mientras avanza hacia Ray, sus ojos cansados intentan mostrar algo de brillo.
– ¿Es usted de la tienda?
– Soy uno de los encargados, Ray -se presenta, alargando una mano mientras avanza a su encuentro.
– ¿Uno de ellos? -Cuando Ray usa sus dos manos para apretar la derecha del señor Carey, la cual le ha ofrecido instintivamente, este examina el rostro de Ray antes de dedicarle la más débil de las sonrisas-. Solo uno de los encargados -repite. Ray no sabe si la sonrisa es una disculpa o una muestra de su derecho a hacer una pequeña broma. A la vez que Ray está moviendo los labios para devolverla, el señor Carey pierde la suya-. ¿Dónde sucedió?
Ray retira la gélida mano. No debe señalar; extiende la mano con los dedos ahuecados para indicar la masa de niebla más allá del arbolillo roto.
– Por allí -murmura con todo el pesar y amabilidad que las palabras permiten.
– ¿No recuerda dónde exactamente?
– Podría intentarlo. -Si Ray preferiría no hacerlo es otra historia, pero la melancolía del señor Carey parece una queda acusación. Mientras Ray mira atrás en su camino hacia la esquelética arboleda, ve cómo la niebla se espesa y se acerca con un hambre ansiosa sobre el frontal de la tienda. La librería ha desaparecido para cuando ha pasado el árbol más alejado del que el coche de Mad derribó; incluso el brillo de los escaparates es imposible de distinguir desde dentro de la niebla-. Por aquí -dice, a no mucho más volumen del preciso.
El padre de Lorraine se le une apesadumbrado. Al tiempo que Ray señala con la cabeza el negro asfalto, el señor Carey aminora el paso y se detiene a dos metros de él.
– ¿Aquí?
– Más o menos, eso creo, me temo que así es.
– Tan cerca.
La mirada del señor Carey se pierde tras Ray, que se vuelve para ver el contorno de la entrada de la tienda y los escaparates que aparecen y desaparecen de la vista según el movimiento de la niebla. ¿Podría alguna ilusión similar haberse burlado de Lorraine en sus últimos momentos? Espera que la idea no se le haya pasado por la cabeza al señor Carey.
– ¿La dejaron aquí sola en mitad de esto? -es lo único que dice.
– Pensamos que sería peor moverla.
– Peor -repite el señor Carey como si su tristeza no le permitiera a su voz hacer otra pregunta.
– La cubrimos con un abrigo y alguien estuvo con ella todo el tiempo.
– Aunque ya nos había dejado. Lo sé. Agradézcaselo de mi parte y la de su madre.
– ¿No quiere entrar?
– ¿Me sentiré más cerca de ella ahí dentro? -¿Qué puede responder a eso? Se agita intranquilo, agravando la sensación de que el asfalto es tan fino que puede sentir la fría y oscura tierra bajo él-. Debería hacerlo -decide el señor Carey-. Conoceré a sus amigos.
El sonido que sale de Ray es neutral. Quizá el señor Carey no lo oye en su camino hacia la tienda.
– Siempre tuvimos ganas de venir a la tienda a darle una sorpresa. Nos hubiera gustado observarla sin que ella lo supiera. Nunca dejes de hacer algo si puedes hacerlo, ¿no es eso lo que dicen? Nunca lo entendí hasta ahora. Su hermana está cuidando de su madre, en caso de que se lo estuviera preguntando. Estará durmiendo un rato gracias a los sedantes, por eso no está aquí conmigo.
A Ray le agrada saber que Lorraine tenía una hermana. El señor Carey alcanza la acera frente a la puerta de Textos y se detiene, dejando un pie en el asfalto.
– ¿Tiene usted críos? -pregunta, deseando una respuesta positiva.
– Una niña pequeña.
– ¿Solo una?
Parece no darse cuenta de que está repitiendo parte de su intento de broma anterior, y Ray piensa que es mejor desviar la atención hacia sus similitudes.
– De momento es nuestra única hija.
– Ahora la nuestra también lo es. Crecen antes de que te dé tiempo a respirar, debe ser consciente de ello. Eso es lo que tienen que hacer, sin duda -divaga. Su mirada se pierde de nuevo detrás de Ray, como queriendo ver más allá de la niebla, y luego la trae de vuelta.
– ¿Quiere ver algo?
– Por supuesto, si usted quiere que lo haga.
Aunque Ray no está seguro de a qué atenerse, la súplica era demasiado evidente para negarse. Comienza a andar hacia la tienda para animar al señor Carey a seguirlo, pero el padre de Lorraine se queda quieto, como si tuviera los pies pegados al asfalto, y abriendo la cremallera de un bolsillo saca la cartera. Con los dedos temblorosos, extrae una fotografía del tamaño de una tarjeta de crédito, para luego sostenerla en la palma de su mano. Muestra a una pequeña Lorraine, vestida con una blusa blanca y una corbata a rayas, y luciendo dos coletas no demasiado simétricas. Sus cejas no pueden estar más levantadas, ni su sonrisa puede ser más abierta y orgullosa.
– Fue su primera foto del colegio -dice el señor Carey-. Tenía cinco años.
La niebla se agita a su espalda, como si hubiera sido atraída por la fotografía, o esta hubiera atraído a algo oculto en ella, respirando dentro de la niebla. Ray solo puede pensar que se está imaginando esa estupidez para evitar sentirse afectado por la visión de la fotografía.
– Todos querrán verla, supongo -dice el padre de Lorraine abruptamente antes de entrar en la tienda.
Ray teme que la alarma haga una jugarreta. Solo Frank el guardia saluda al señor Carey, sin embargo, arruga la frente al ver la fotografía que el hombre porta como una tarjeta de identificación. El señor Carey no lo nota, pues ya va recto en dirección al mostrador.
– ¿Erais amigas de mi hija? -le pregunta a Agnes y Jill.
Las mujeres se acercan cuando ven la fotografía que el señor Carey sostiene para ellas. Después de mirarla, levantan los ojos con sumo cuidado.
– Esa es… -dice Jill tras una pausa rellenada por una música ambiental repleta de violines, que parecen pájaros atrapados en el techo de la tienda.
– Mi pequeña Lorraine antes de hacerse mayor, bueno, apenas llegó a eso. Al menos ahora puedo comprobar que estuvo con personas que le gustaban. Nunca nos contó mucho de su estancia aquí, pero su madre tenía razón, no necesitas decir que eres feliz si lo eres. Nunca fuimos una familia demasiado efusiva. -Posa su mirada en la fotografía durante el tiempo suficiente para pedir un deseo tácito antes de preguntar-: ¿Estaban orgullosos de ella?
Los violines han pasado a tocar una melodía alegre para cuando Ray advierte que la pregunta iba dirigida a él.
– Toda la tienda, pienso que así era -exclama-. Todos lo estábamos, ¿verdad, chicas?
– Claro -dice Agnes con un atisbo del desafío de Lorraine en su voz.
– Yo pienso lo mismo -dice Jill, bajando luego la mirada como si su mandíbula hubiera tirado de ella hacia abajo.
– ¿Diríais lo contrario si no fuera verdad? No os preocupéis, esto solo prueba que erais sus amigos. Me alegro de que su madre tenga la oportunidad de conoceros.
– ¿Está aquí la madre de Lorraine? -dice Jill dejando de morderse el labio inferior.
– No quería venir ahora que Lorraine no está. La conoceréis en la iglesia.
– Oh, sí. Lo siento. Siento mucho… -Cada una de las palabras de Jill parece más difícil de articular, atrapadas por la emoción bajo ellas, pero cuando dice-: ¿Me disculpa? -parece que todo ello es una sola palabra.
– Iré con ella, ¿puedo? -Agnes corre tras ella hacia la sala de empleados.
Ray se mete detrás del mostrador para que no parezca desatendido.
– Mujeres. Son mejores que nosotros en algunas cosas, ¿verdad? No les importa verse llorando las unas a las otras.
Ray siente como si el señor Carey hubiera delegado en él en el cometido de contener sus emociones. Se imagina la niebla ensombreciendo sus ojos, volviendo borrosos los fondos de los pasillos. Incluso se arriesga a parpadear, y cuando abre los ojos la sección de Mad todavía parece tener algo de niebla. El señor Carey se baja la capucha, liberando mechón tras mechón de pelo despeinado, y le da la vuelta a la foto para mirarla. Podría estar dirigiéndose a ella mientras murmura:
– Espero que fuera un crío, ¿no?
– Disculpe, ¿qué es lo que espera?
– La policía dijo que era un crío el que conducía el coche, no me gustaría pensar que alguien más pudiera ser tan descerebrado.
– Tuvimos que perseguir a unos cuantos pequeños salvajes, pero rezo para que su maldad no llegue a tanto.
– ¿Suele usted rezar? Yo solía hacerlo -comenta el señor Carey doblando la esquina de la fotografía con una uña mordida hasta la raíz y colocándola de nuevo en su palma, como un estigma-. Bueno, mejor me voy -dice-, no soy un cliente.
Tres mujeres con un puñado de novelas románticas cada una han llegado al final de la cuerda que conduce a la señal que pide a los clientes que guarde la cola. Mientras Ray las atiende, le distrae la vista del señor Carey a la caza de cualquier persona con la tarjeta de Textos al cuello. Le enseña a cada uno de ellos la fotografía, que empieza a recordarle a Ray a una tarjeta de socio que da admisión a sus corazones, una idea cruel pero que no puede quitarse de la cabeza. Más de una vez le oye murmurar la palabra «iglesia». Está metiendo en una bolsa la autobiografía escrita por otra persona de un campeón de lucha libre, para un hombre trajeado de piel bañada de rayos uva y un cuello plagado de venas, cuando el señor Carey regresa al mostrador. Espera a que Ray esté solo para hablar.
– ¿Los he conocido a todos?
– Algunos no estarán en la caja hasta la hora del almuerzo. El encargado está en el almacén.
– Ya estaréis hartos de mí para entonces. Sea honesto, ya lo está.
– En absoluto -dice Ray, negando vigorosamente con la cabeza.
– ¿Puedo hacerle saber cuándo y dónde, una vez que lo sepamos, para que se lo diga al resto de los amigos de Lorraine? Dejaré su foto si no le importa, y me la podrá devolver en la iglesia.
– Estoy seguro de que eso no es necesario.
El señor Carey parece caer ahora en la cuenta de la presencia de Frank el guardia, concretamente de su cometido.
– ¿Estaba aquí cuando ocurrió? -le pregunta, poniendo la foto a la vista.
Frank la mira de tal modo que Ray teme que el hecho de que no la reconozca pueda molestar al padre de Lorraine.
– Estaba dentro. Ronnie y los del complejo, esos estaban de patrulla -dice Frank cuando Ray estaba a punto de salir del mostrador para ir en su ayuda.
– ¿Dónde puedo encontrarlos?
– En su garita, pero yo me lo pensaría dos veces.
– ¿Y eso por qué?
– La oyó a ella corriendo, y al coche y no intentó detenerlo. No era tan lento cuando trabajaba con él en Manchester.
– No está en forma, ¿eso quiere decir? -quiere creer el señor Carey.
– Estúpido, y tarda un montón en llegar a los sitios. Se cree que impresiona tanto que no necesita correr. Quizá se cree superior, no sé qué decirle.
– Creo que quizá prefiero no conocerlo -opina el señor Carey. Mete la fotografía en la cartera, solo por el hecho de privar a su bolsillo de su mano extremadamente temblorosa. Al fin se las arregla para guardar la cartera y cerrar la cremallera del bolsillo-. ¿Puedo pedirle un último favor? -le dice a Ray.
– No creo que me haya pedido todavía ninguno.
– Es muy amable al decir eso -intenta decir el señor Carey con una sonrisa que sus labios no le permiten-. ¿Le importaría mostrarme dónde dejó Lorraine su coche?
Jill reaparece desde la sala de empleados, y un momento después lo hace Agnes, empujando un carro por la salida cercana al montacargas.
– Te dejo que regreses al mostrador, Jill -dice Ray. Si alguien me necesita estaré de vuelta pronto.
La niebla se ha cerrado. El complejo parece una fotografía estropeada por la luz del sol o por un proceso químico mal realizado que solo dejara ver el frontal de la tienda con su acera y un poco de asfalto.
– Creo que el coche está cerca del supermercado -murmura Ray.
– ¿Por qué tan lejos?
– Se supone que no debemos aparcar frente a la librería. Quería cumplir nuestras normas.
– ¿Las de quiénes?
Suena a triste acusación, más difícil de procesar por el hecho de ser tan vaga. El señor Carey la deja suspendida mientras pasa por Happy Holidays, donde las ofertas escritas a mano se están desprendiendo por culpa de la condensación. Quizá no oye a Ray decir:
– Mías.
Ray le alcanza cerca de Tvid, en cuyo escaparate hay una pareja gritándose en un programa de televisión que se emite por al menos una docena de televisores. En la puerta de al lado, Teenstuff, una chica flaca aunque embarazada está manoseando prendas de ropa que parecen ser blusas o faldas. En el escaparte de Baby Bunting hay varias filas de muñecas de trapo mirándoles con cara de circunstancias, como esperando que empiece el espectáculo; dentro de Stay in Touch, los empleados parecen insatisfechos con todos los móviles que están probando. Más allá de las propiedades desocupadas, llenas de tablones de madera cubiertos de grafitis, formas primitivas y breves pero ilegibles, un callejón conduce a una garita alargada, desde la cual suena la voz de un comentarista radiofónico que parece tener la boca llena. El señor Carey duda junto al callejón durante un momento, y luego sigue hacia delante. A la vez que la puerta del supermercado se hace visible, con sus ofertas escritas en letras tan grandes que solo pueden ser desafiadas por la niebla, se saca la llave de un bolsillo y usa las dos manos para apuntar hacia el Shogun rojo, que le saluda con un ruido de la bocina y un parpadeo de las luces.
– Solía ser el coche familiar. Lorraine lo quería, así que se lo dimos, aunque era demasiado espacioso -se siente con la necesidad de explicar. Ray teme que el señor Carey diga que ahora lo es más aún, pero se limita a entrar en el vehículo-. Gracias por preocuparse por mí -dice-. Me alegro de que Lorraine lo tuviera como encargado.
Ray agita la mano en un gesto que desea parezca estar restándole importancia a su labor y no al señor Carey. Observa a la niebla teñirse de rojo y volver a palidecer cuando el Shogun da marcha atrás. Los faros parecen atraer hilillos de oscuridad cuando el coche se va empequeñeciendo a medida que se acerca a la salida del complejo comercial. Las luces traseras aumentan de tamaño antes de desaparecer, como si pretendieran hacer creer que la mancha nunca estuvo allí. El rugido del motor se encoge hacia la autopista cuando Ray entra en Frugo. De repente, el encargo de Sandra parece una garantía de que nada amenaza a sus vidas ni a la de Sheryl.
Encuentra medias en la sección de Hogar y lleva dos paquetes unidos como hermanos siameses a una caja que regenta una chica con el pelo rubio extremadamente corto; la etiqueta en el pecho izquierdo de su delantal rosa dice «Trish». Cogiendo una bolsa de Frugo, sale rápido a enfrentarse a la niebla. ¿Puede haberse enfriado la temperatura? Intenta protegerse del frío con los brazos sin soltar su carga. La masa gris se arrastra a sí misma delante de él y le persigue desde el aparcamiento. Al pasar por el grafiti, una parte de condensación forma el contorno de una achaparrada figura descolorida con una masa informe por cara. Casi puede imaginar que la voz cacofónica procedente de la garita está usando esa boca para expresarse. La poco tranquilizadora idea le hace sentir perseguido, y una vez que está frente a Stay in Touch no puede evitar mirar atrás. Es capaz de captar movimiento tras un Toyota aparcado entre la niebla; un puñado de figuras borrosas agachándose para esconderse, ninguna más alta que la capota del coche.
Son niños, entonces. No puede presumir que estén conectados con la muerte de Lorraine, pero quiere hablar con ellos.
– ¡Esperad ahí! -exclama y corre hacia el coche. Oye ruido de retirada, pero extrañamente no suena igual que unos pasos normales. Está junto al Toyota cuando ve como la niebla absorbe a tres de las figuras en el desierto asfalto. No tiene ni idea de por qué duda antes de correr en su persecución. Son solo críos, a pesar de lo que los trucos que la niebla y sus nervios parecen estar deseosos de hacerle creer. Cuando la niebla deja ver un momento al trío, hace que parezcan estar unidos con ella, e incluso momentáneamente entre ellos. Mientras corre tras ellos a través del aparcamiento ve de reojo a las muñecas de Baby Bunting, lo que explica por qué la noción de las caras idénticas e inacabadas se ha afianzado en su cerebro. Las tres pequeñas figuras parecen estar arrastrándose en lugar de corriendo, por eso debe ser que sus pasos suenan como pies descalzos, o incluso más suaves, y aun así le están cobrando ventaja. Le es imposible identificar sus vestimentas; las briznas grises que oscurecen sus contornos deben de ser niebla, la cual también ha afectado a su colorido. Ahora se distrae con las siluetas de los árboles que aparecen en su campo visual, dos arbolillos y el tronco roto de otro. Pensaba que se estaba dirigiendo a los edificios en construcción, pero de algún modo ha regresado a la senda de Textos.
– ¿Dónde estás yendo, Ray? -le llama Woody a su espalda.
Se vuelve y ve a Woody con las manos en las caderas a la entrada de la tienda. Ray agita su mano libre hacia los arbolillos.
– ¿No ves que estoy…?
La mano permanece en el aire sin saber qué hacer, porque el asfalto está desierto.
– ¿Cómo? -grita Woody.
Ray se da la vuelta y camina de espaldas hacia él, escudriñando la niebla por si vuelven los niños.
– ¿Viste dónde fueron?
– No hablo con la espalda de nadie, Ray -le dice, y cuando Ray le encara, Woody añade-: Te vimos corriendo, eso es todo. Parecías perdido.
– Algunos críos están escondiéndose por allí. Pensé…
– ¿Ah, sí? Quizá quieras echar un vistazo, Frank -le dice al guardia, y este avanza camino del astillado tronco. Woody continúa-: Según creía, te estabas encargando del padre de Lorraine.
– Eso hice, lo llevé hasta el coche de su hija.
– ¿Te regaló eso por la molestia?
Está mirando la bolsa de Frugo, que chirría como si quisiera dejar más patente la culpabilidad de Ray.
– El coche estaba junto al supermercado y pensé que podría pasarme ya que estaba allí -explica Ray-. Cosas de mujeres, para mi esposa.
– No hay nada como la eficiencia, Ray.
»Podemos considerarlo tu descanso -dice Woody, y su mirada se aparta de Ray-. ¿Algo? -grita.
– No veo a nadie -responde la voz monocorde de Frank.
– ¿Hacían algo malo, Ray?
– Ya te lo he dicho, se escondían.
– Parece que muy bien. Supongo que lo hicieron porque alguien los perseguía. No hay por qué suponer que sean malos simplemente por el hecho de ser niños, ¿tengo razón? Son clientes potenciales. ¿O acaso los reconociste?
Ray ya ha tenido bastante. Está esforzándose por no temblar, y su camisa comienza a pegársele como un papel helado.
– No -dice, y entra en Textos seguido del chirrido de su bolsa.
Quizá la palabra o el sonido del plástico suenan desafiantes, porque la mirada de Woody parece provenir de unas profundidades que Ray preferiría no explorar.
– La próxima vez que dirijas una reunión de empleados, diles que en el futuro no abandonen la tienda sin decírmelo antes -dice, y entonces parece hablar para sí mismo aunque sin dejar de mirar a Ray-. No -decide-. Olvídalo. Yo me encargaré de todo. Es mi trabajo.