El Nova de Jill necesita quince minutos para salir de Bury, donde los camiones de reparto han convertido la estrecha calle principal en un circuito de obstáculos. Otro cuarto de hora, apretando el acelerador, la conduce al complejo comercial de Fenny Meadows. La niebla la precede en su camino por el asfalto, y se extiende a través de los verdes y húmedos campos hasta las distantes montañas Pennines, un oscuro friso serrado recortado en el gris horizonte. Aparca detrás de Textos, cuya última letra de plástico parece un gusano gigante sobre el coche. Antes de salir acaricia la fotografía de su hija, colgada en el espejo del parabrisas.
– Podemos con esto, Bryony -dice en voz alta.
El vacío callejón de cemento entre Textos y la agencia de viajes Happy Holidays la conduce directamente hasta los libros de los que es responsable, o al menos hasta poder verlos por el cristal del escaparate. Ficción y Literatura no suena demasiado impactante, teniendo en cuenta que Jake lleva Géneros de Ficción, pero se ha quedado despierta toda la noche anterior intentando idear promociones. Su plan de pensiones se está volviendo séptico, le es imposible dejar de pensar, y todavía tiene que idear una manera de promocionar a Brodie Oates, el primer autor que visitará la tienda. Sus preocupaciones deben de haber encontrado un atajo para llegar a su cara; Wilf parece no estar seguro de cómo saludarla desde detrás del mostrador.
– No te preocupes, Wilf -dice, y se pregunta si él también tiene alguna razón para estar preocupado mientras se dirige hacia la sala de empleados.
La puerta a las sencillas escaleras de cemento se abre para dejarle paso, una vez que pasa su tarjeta de empleada por el lector. Dejando atrás los servicios, uno frente a otro en el pasillo superior de la sala de empleados, no encuentra una reacción especial a su llegada. Aunque Jill llega cinco minutos antes de la hora, el resto de los de su turno ya están sentados alrededor de la mesa de contrachapado de la habitación pintada en tonos verde pálido y sin ventanas. Jill coge la tarjeta del montón de «salidas» y la pasa por la hendidura bajo el reloj, para ponerla después en el taco de «entradas». Cuando Jill se sienta, Connie le dedica una amplia sonrisa digna de un anuncio de pasta dentífrica.
– Ay -dice Connie, arrugando la pequeña nariz chata a causa del chirrido de la silla contra el suelo de linóleo-. No hay prisa, Jill, no llegas tan tarde.
Angus hace el movimiento de tenderle a Jill una copia de la hoja diaria de «artimañas» de Woody, pero retira la mano ante la rapidez de Connie. Por un momento, el bronceado veraniego que ya se está disipando de su cara alargada se torna más parcheado si cabe. Las cifras del fin de semana son las mejores de la tienda hasta ahora, y el nuevo objetivo de Woody es incrementar las ventas los días laborables.
– Si tenéis ideas, pinchadlas en el tablón -dice Connie mientras les entrega a todos una copia del orden de los turnos rotatorios-. Gavin, ese ha sido un bostezo monstruoso, tú te ocupas de las estanterías. Ross, ¿te importaría poner etiquetas de seguridad en todo lo que pase de veinte libras? De precio, no de peso, pero me valen las dos cosas. Anyes, ¿te importaría informar en el mostrador de información? Jill, serás cajera hasta las once.
Espera tener tiempo para recordar las diversas rutinas necesarias para ocuparse de la caja mientras corre escalera abajo, pero Agnes ya necesita ayuda; hay cola. Jill teclea su número de identificación en la caja 2 y frota sus manos para calentarlas.
– El siguiente, por favor.
Una chica delgada a pesar de su embarazo, y ataviada con un impermeable hasta los tobillos, desea comprar seis novelas románticas con su tarjeta Visa. Pasa los códigos de los libros por el escáner, la caja acepta la tarjeta, y Jill recuerda apoyar cada libro en el panel que neutraliza cualquier dispositivo de seguridad que un encargado haya escondido en ellos al azar. Coge una bolsa de plástico de Textos del montón bajo la caja, y esta chirría contra sus uñas cuando mete en ella los libros antes de tendérsela a la cliente.
– Disfrútelos -dice sin olvidarse de sonreír-. El siguiente, por favor.
Su petición invoca a un hombre grande con un sombrero pequeño, de la misma lana rasposa que su traje. El hombre le entrega a Jill un único libro grande sobre aviación militar y un cheque, que debe introducir en la caja para que esta imprima los detalles de la transacción. La caja canturrea para sí, declarando que no va a hacer pedazos el cheque. Al fin, la caja saca la lengua y Jill solamente tiene que comparar las firmas (no es la misma, pero al menos es lo bastante parecida) antes de escribir el número de la tarjeta de garantía bajo el tique expulsado por la caja. La bolsa más grande que tienen apenas puede contener el libro. Justo después de terminar su lucha contra la bolsa, aparece una joven madre sosteniendo a una niña en su brazo izquierdo. La mujer arroja unos cuantos libros en el mostrador junto con un cupón regalo de Textos para reducir su precio a la mitad y una tarjeta Switch. La madre va informando a la niña paso a paso de las acciones de Jill, mientras la caja zumba para sí como un insecto medio despierto.
– Ahora mira, la caja registradora se toma su desayuno y la cajera tiene que darle el pedazo de papel de Patricia, que llamamos cupón. Ahora, la cajera tiene que teclear todos los números de la tarjeta de mami. -Le tiene que explicar varias veces a su hija que Jill no es una enfermera, pero no parece servir de mucho.
– Disfrute de sus libros y vuelva a vernos pronto -dice Jill al fin, arriesgándose a intentar pellizcarle la barbilla a Patricia; la tentativa es vana, la niña se aparta.
– Gracias -dice la joven alegremente, llevándose sus dos paquetes de la tienda.
Jill se permite un quedo pero expresivo suspiro justo cuando Agnes se acerca furtivamente desde la terminal de información.
– Perdón por dejarte con toda esta gente. -Su voz es poco más que un susurro. Esconde un oscuro mechón de su cabello tras la oreja y revela un rostro pálido y huesudo moteado de rojo por la vergüenza.
– El ordenador parecía no querer ayudarme a encontrar un libro.
– No te preocupes, Anyes, todos estamos aprendiendo -dice Jill, dedicándole una mirada de apoyo.
– Jill llama al cuatro, por favor. Jill llama al cuatro -dice una voz proveniente del techo.
Se siente como si Connie la hubiera pillado ganduleando. Al menos no tiene que utilizar el sistema público para contestar. No le gusta escucharse en los altavoces, dejando al descubierto su acento de Manchester; es como si la voz que oye dentro de su cabeza fuera un vestido pijo que fingiera llevar, o quizá uno lleno de agujeros de cuya existencia no es consciente.
– ¿Te importaría irte a comer ahora? Wilf quiere salir a las doce y Ross a la una -le pide Connie una vez están conectadas.
Son solo las once, y Jill trabaja hasta las seis. Al menos podrá terminarse antes la novela de Brodie Oates, y seguramente entonces le surgirán ideas. Se apresura a fichar y abrir el libro mientras el microondas le da vueltas al envase de las verduras con chile de anoche, emitiendo una serie de amortiguados gruñidos metálicos. La portada de la novela es sencilla, solo aparecen el nombre del autor y el título, Vestir bien, vestir mal, en diversos tipos de letra; no hay fotografía, solo una aclaración de que es «la primera publicación del autor» en la solapa trasera. Todavía no ha terminado de leer el primer párrafo cuando tiene que mirar a su alrededor para averiguar quién está leyendo por encima de su hombro; por supuesto, el aire frío ventilando su nuca proviene del aire acondicionado, y también agita la esquina de la página. Come directamente del envase con un tenedor mientras lee. ¿Es el final del libro una broma, y si lo es, a quién va destinada? Cuando el hombre, solo en una habitación, se quita la ropa, resulta ser todos los personajes: el detective victoriano cuya presa, un ladrón de joyas, es él mismo disfrazado; el sargento de la Primera Guerra Mundial que al final resulta ser su propia hija, la misteriosa cantante de un club nocturno de Berlín, su hijo y un hermafrodita; y también el detective privado de los sesenta que no podía decidir cuál era su sexo y descubrió tomando drogas psicodélicas que todos estos eran sus parientes, sintonizando con sus congéneres a mitad del libro. A partir de entonces estos comienzan a su vez a echar la vista atrás. Jill pincha con el tenedor la mejor parte, que ha dejado para el final, pero resulta ser una bola de papel de plata camuflada por la salsa. Lo escupe en un pedazo de papel de cocina y lo tira a la papelera, para luego retomar al libro.
Cuando ha acabado de relamerse la última partícula de comida de la boca descubre que el significado del título del libro escapa a su mente. La persona que estaba a punto de hablar por el altavoz ha decidido de repente no hacerlo, pues el altavoz queda de nuevo en silencio. Seguro que el titulo tiene que sugerir un modo de promocionarlo, o incluso las iniciales.
– Puede sonar como VBVM… babum -piensa en voz alta, e intenta ser más honesta-, ¿es esto un babum? Cómprelo y lo averiguará…
Pensándolo durante un momento descubre lo mala que es cualquiera de estas ideas, pero ahora la palabra no se le va de la cabeza; ni siquiera es una palabra que tenga algún significado, es un mero pedazo de lenguaje traqueteando en su cráneo como un tambor o el inicio de un dolor de cabeza. Babum, babum, babum, babum… Se alegra de que la aparición de Wilf lo interrumpa, salvo por el hecho de que está de pie en la puerta como si esperara órdenes y asumiera que ella sabe cuáles. Un ceño picudo se dibuja sobre los pacientes ojos grisáceos y la larga y roma nariz de Wilf, antes de que se pasara la mano el rostro delgado pero no exento de atractivo.
– Entonces -dice-, umm…
– ¿Qué puedo hacer por ti, Wilf?
– ¿Crees que por fin puedo escaquearme un rato?
Jill tiene que mirar su reloj para entender la pregunta. ¿Cómo ha podido pasarse una hora entera arriba? Ni siquiera se ha tomado un café para despertar la mente.
– Lo siento, por supuesto, sal -resuella poniéndose prestamente de pie y dirigiéndose hacia las escaleras tan rápido que casi olvida volver a fichar. Al menos está dando todo lo que puede por la tienda. Seguramente, eso es más de lo que se le puede exigir.