Agnes

– Agnes, por favor, llama al nueve. Lo siento, quiero decir Anyes. Anyes, por favor, llama al nueve.

Agnes sospecha que algunos dicen su nombre mal a propósito, pero Jill no. Pega la última esquina del anuncio de Pasa calor en invierno al final de la estantería de Viajes Europeos antes de apresurarse a llegar al teléfono cercano a la sección de Humor. Quizá un niño perdido ha estado jugando con él; el auricular está pegajoso. Agnes lo sostiene entre el índice y el pulgar.

– Hola, Jill -dice.

– Lo siento otra vez. Me olvidé de cómo se usaban los altavoces por un momento. Hay muchas cosas que recordar, ¿verdad?

– Espero que pronto no tengamos ni siquiera que pensar en ello. ¿Qué querías?

– Tu padre está en la línea uno.

– Gracias, Jill -dice Agnes, apretando con el pulgar el botón de la línea uno-. ¿Hola?

– Annie. Está allí, June. ¿Estás de una pieza, Annie?

– A pesar de todo. Algo pálida y arrugada, pero intacta.

– Siempre nos pareciste guapa. Deberías pensar más en ti misma de todas formas. Busca alguien con quien ir a algún sitio durante un par de semanas si no quieres ir sola, o si no, unas cuantas sesiones de rayos uva te vendrán bien.

– Sí, papá -dice Agnes para no reavivar la discusión. Sus padres la llevaron por todo el mundo cuando era pequeña, pero ahora están demasiado frágiles para viajar, y le preocupa dejarlos solos durante largos periodos de tiempo. Hacerles creer que se ha ido de vacaciones no es una solución que le agrade, sería como admitir que quiere irse.

– En fin -dice-, recuerda que se supone que no debo recibir llamadas personales al trabajo.

– Pensé que las llamadas prohibidas eran las de los amigos. No sabía que eso también se aplicaba a la familia.

– Espero que siempre seamos ambas cosas, ¿pero pasa algo urgente?

– Hubo un accidente en tu autopista hace un rato, lo vi en las noticias. ¿Cuál es la situación por ahí?

Agnes se da la vuelta para agacharse sobre el teléfono y echa una mirada a los pasillos con escaparate al fondo. La niebla que oculta al supermercado refleja las luces de freno de un gigantesco camión que sale del complejo.

– Está un poco oscuro -admite.

– No te oigo, Annie. Sabes que nuestro oído ya no es lo que era.

– Digo que hay algo de niebla, papá. Tendré cuidado cuando vuelva a casa. Sé que eso es lo que quieres.

– No creo que sea mucho pedir.

Distingue el dolor bajo el hilillo de voz, la soledad que él y su madre nunca admitirán, pues sus amigos son demasiado viejos para ir de visita; los que siguen vivos.

– Por supuesto que no -le asegura-. Tú y mamá cuidad el uno del otro hasta que llegue a casa.

– Podemos hacerlo incluso durante más tiempo.

Esto podría ser el comienzo de otra de sus trifulcas familiares que no llevan a ninguna parte, porque se sienten tan estresados por evitar herirse mutuamente que miden cada palabra y se andan con pies de plomo. Está ansiosa por terminar la conversación sin darle motivos para sentirse rechazado, y entonces oye la voz de Woody cerca. Vuelve su mirada hacia el ordenador junto al teléfono y teclea las primeras palabras que se le vienen a la cabeza: Fenny Meadows.

– Bueno, no tienes por qué -dice entretanto-. Sabes que siempre vuelvo a casa.

– Pobre niña; salvo que ya no eres una niña, aunque queramos considerarte como tal.

– Siempre seré vuestra niña -promete Agnes, y siente como si estuviera luchando por salir de una corriente de emociones que ha crecido hasta ser dolorosa-. De verdad, debo seguir trabajando, dale un beso a mamá de mi parte.

– Puede que hagamos algo más que eso -dice, debiendo de saber que a ella le resulta incomodo escucharlo. Al menos se nota que hay algo de vida en ellos, y puede colgar el teléfono tranquila. La pantalla del ordenador se ha puesto negra, el reflejo de alguien se acerca para ver por qué. Sin embargo, cuando vuelve su rostro culpable, no hay nadie detrás de ella. No había visto a ninguna figura borrosa alzándose desde la grisura después de todo. Un momento después Woody se aproxima, pero desde su derecha.

– ¿Algún problema, umm, Anyes?

– Se ha bloqueado.

– Prueba a apagarlo y encenderlo.

Le da al botón en la torre del ordenador, y la oscuridad total se cierne sobre la pantalla.

– ¿Qué buscabas? -dice Woody mientras esperan.

– Solo la… la historia de esta zona.

Aprieta el botón por segunda vez, sintiendo la mirada escrutadora de Woody sobre ella. Se intenta convencer a sí misma de que es poco probable que él sepa con quién estaba hablando.

– Es para la persona con la que hablabas hace un momento, ¿verdad?

– Correcto. Quiero decir que tienes razón, sí.

– No veo dónde has apuntado su número para devolverle la llamada.

– Dijeron, eh, dijeron que iban a salir. Volverían a llamar en un rato… sí, eso dijeron.

– Coge siempre un número -le aconseja Woody, y por fin, traspasa su mirada de su rostro a la pantalla, la cual se ha vuelto azul mientras el ordenador busca errores.

– Cuando acabes aquí, ¿te importaría echarle una mano a Madeleine con las preguntas? -le pide, y se dirige al mostrador con el ceño fruncido-. Echa un ojo por si se aglomeran los clientes, eso que vosotros los británicos llamáis «cola».

Hay más de una docena de clientes en la tienda, pero sospecha que la mayoría son los padres de los niños que se están reuniendo alrededor de Mad en Textos Adolescentes; niños de edades demasiado diversas para competir los unos contra los otros en algo que no sea hacer ruido. Al tiempo que el ordenador carga los iconos, Agnes teme que Woody se quede a ver como ella se obliga a fingir una búsqueda. Teclea Fenny Meadows en la pantalla antes de que él se dirija a la puerta junto al montacargas. Cuando está segura de que no va a volver, finaliza la búsqueda, la cual no ha conseguido ningún resultado, y camina apresuradamente hacia la sección Adolescentes.

– ¿Qué quieres que haga, Mad?

Mad levanta su rostro ovalado y de ojos avellanados, y echándose hacia atrás los rizos que le llegan hasta los hombros, se da unos golpecitos en los labios con su dedo rechoncho; es la fase previa a la articulación de una idea.

– ¿Podrías llevar a algo más de la mitad de ellos al otro extremo para hacer el concurso?

– Me llevaré a los pequeños, ¿vale?

– Si te sientes niñera de acuerdo. Trataré de mantener el orden mientras tú bajas algunas sillas.

Agnes pasa la identificación para subir a la sala de empleados. Ross está en su descanso, y Lorraine está sentada a su lado, tan cerca que casi ocupa su silla. Se gira, como si su cara fuera arrastrada hacia arriba por sus doradas cejas. Ross por el contrario espera que Agnes se conforme con verle la nuca.

– Solo es Agnes -le tranquiliza Lorraine-. Anyes, como nos hace decir.

– No lo hagas si es mucho inconveniente.

– Hay cosas peores por aquí. ¿Vienes a tu descanso?

– No, estoy ayudando a Mad.

– ¿Quieres decir que ella te ha mandado subir? -dice Ross, girándose para encarar a Agnes.

– Eso ha hecho.

– A veces pienso que nos manda a todos subir -dice Lorraine con su voz similar a una carcajada a punto de estallar.

Ross no se aparta de su tema.

– Si eso es lo que ella llama seguir siendo amigos…

– Me ha mandado para que coja algunas sillas para el concurso.

– Deberías haberlo dicho.

– Lo acabo de hacer. Aquí solo necesitamos una de momento, ¿verdad? Se supone que solo uno de nosotros tiene que estar en su descanso a la vez.

– Ya es hora de que algunos nos quejemos -dice Lorraine, esta vez con poco rastro de la incipiente carcajada en su voz-. No sé los demás, pero a mí no me gusta estar sola aquí arriba.

– Si me lo permites cogeré esa silla, Lorraine.

Lorraine apoya las puntas de sus dedos en el hombro de Ross al levantarse.

– Ahí tienes tu sillita, Agnes. Te veo luego, Ross.

Parece incómodo hasta el momento en que la puerta del almacén se cierra tras ella, es entonces cuando se levanta de un salto.

– Espera, cogeré unas cuantas -dice apilando cinco sillas mientras Agnes coge cuatro. Camina hacia el almacén cargando con ellas a duras penas, y allí está Lorraine arrojando libros a un carro, haciendo más ruido una vez repara en su presencia.

– ¿Bajo contigo? -le pregunta Ross a Agnes.

– Ya has acabado tu descanso. Gracias, Ross -añade por encima de la voz del montacargas.

Al tiempo que la puerta se está cerrando le ve acercándose despreocupadamente a Lorraine.

– ¿Quieres que te eche una mano a ti también? -dice, tan coquetamente que Agnes chista su disgusto. El sonido de la conversación se va apocando y difuminando a medida que el montacargas va bajando. Antes de que este se haya asentado en el límite inferior de su recorrido, ya ha dejado de oírlos. El aparato le dice que se está abriendo con una voz más lenta que la última vez; quizá la cinta o cualquiera que sea la cosa encargada de emitir la grabación se está estropeando. Las puertas tiemblan como si fueran pedazos grises de tierra, momentos antes de abrirse automáticamente, y Agnes las bloquea con las sillas. Se desliza afuera y las arrastra consigo, poniendo un pie después del otro con cuidado hasta conseguir llevarlas a la sala de ventas, donde son recibidas por un grito de Mad.

– ¡Ya está aquí la señora de las sillas!

Casi todos los niños gritan de alborozo, murmurando «por fin», aunque añadiendo alguna palabra de más.

– Fingiremos no haber oído eso, ¿verdad? -dice Mad sin mirar a nadie directamente-, y asegurémonos de no decirlo de nuevo. Agnes, mejor te llevas a los más pequeños antes de que se les ensucien los oídos más aún.

Agnes no está segura de que solo los mayores dijeran la palabra, pero coge seis sillas del montón para llevarlas a la zona más alejada. Una niña pequeña que estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas salta para ponerse en pie y coloca un libro en lo alto de un estante.

– ¿Te ayudo a llevarlas?

– Esta es Bryony, la hija de Jill -informa Mad a Agnes.

– Gracias, Bryony -dice Agnes, inclinando el montón de sillas hacia ella para que coja una-. Vosotros cinco venís conmigo.

Dos chicos se quejan.

– No somos niños pequeños -objeta el más rechoncho de los dos.

– Jovencitos, entonces -dice Mad-. Ojalá nos llamaran a nosotros eso, ¿verdad, Anyes?

– No somos eso tampoco -dice el larguirucho, bufando por la nariz como si estuviera a punto de escupir.

– ¿No seréis adolescentes, verdad? Tenéis que serlo para estar en mi concurso.

– ¿Nos echáis una mano a mí y a Bryony? -sugiere Agnes-. Apreciaríamos la ayuda de dos jóvenes caballeros, ¿verdad, Bryony?

Cada uno de los chicos coge a desgana una silla y marchan tras ella. Prefiere ignorar la palabra que masculla uno de ellos cuando nota que los está conduciendo a Textos Diminutos. Una vez están todos sentados, les da lápiz y papel.

– ¿Listos? -dice con más entusiasmo del que muestra cualquiera de los participantes, exceptuando a Bryony-. Escuchad atentamente. Número uno.

Se pregunta si Mad le dio la hoja equivocada, pero luego comprueba que las cuestiones sobre literatura están destinadas al grupo de edad al que está preguntando. También hay preguntas sobre grupos musicales, que responden todos los niños, y de deportes, que provocan una guerra de abucheos y cánticos cuando se refieren al Liverpool o al Manchester. El error de Mad parece haber sido poner demasiadas preguntas sobre libros, pues solamente Bryony intenta contestarlas todas. Los chicos que querían pasar por mayores se cargan sus papeles y los lanzan por ahí junto con sus lápices antes de irse a curiosear por la sección más cercana. Agnes está repitiendo la pregunta literaria por si acaso alguno de los oponentes de Bryony quiera hacer una conjetura tardía, cuando los chicos comienzan a competir en ver cuál grita más. La mayoría de las palabras que dicen tienen dos únicas sílabas, pero las más largas son como mínimo igual de malsonantes.

– Disculpad, ¿podéis dejar de hacer eso? -grita, rodeando a toda prisa la estantería.

– No nos grites -dice el larguirucho con suficiencia-. Solo estamos leyendo tu libro.

Es imposible, están en Textos Diminutos.

– No lo creo -dice Agnes-. Dádmelo inmediatamente, por favor.

El niño está deseoso de hacerlo, y al momento descubre por qué. En las páginas de la izquierda hay una imagen y en las de la derecha una única palabra para definirla, pero las palabras han sido tachadas y sustituidas por garabatos en mayúsculas que forman los términos que los niños estaban gritando. Bryony la ha seguido y Agnes toma una rápida decisión.

– Bryony, te confío esto para que se lo lleves a tu mamá, no mires dentro. Dame tu hoja de respuestas para que no se estropee. Dile a mamá que el libro está garabateado.

Bryony abraza el libro contra su pecho, dirigiéndose al mostrador para buscar a Jill, pero está a medio camino del pasillo de Religión cuando un hombre la aborda.

– Eso es un poco infantil para ti, ¿no? Más que un poco. ¿Qué interés tiene? Vamos, puedes enseñármelo.

– Se supone que debo llevárselo a mamá, papi.

Agnes se está enfrentando a los chicos.

– Ahora decidme la verdad. ¿Escribisteis todo eso, verdad?

– No lo hicimos -protesta el larguirucho-. Estaba en el suelo.

– Ni siquiera tenemos boli.

– Regístranos si no nos crees.

– De todos modos no se te permite tocarnos. Además, nunca tendría un boli. No sabe escribir.

– Ni tú tampoco.

– No he dicho que supiera.

– Deja de decir que yo no sé, entonces.

Todo esto lo dicen sazonándolo con algunas de las palabras que gritaban antes, junto a una selección de las otras que estaban diciendo justo antes de eso. Agnes les ha dicho ya dos veces que es suficiente cuando Jake aparece trotando, agachando su ancho y regordete rostro plagado de pecas y parpadeando con unas pestañas que Agnes estaría orgullosa de poseer.

– Seamos educados, chicos -les sugiere-. Hay señoras delante. Y también otros chicos.

El dúo le mira boquiabierto.

– ¿Por qué hablas así? ¿Eres maricón? -es más o menos la respuesta del chico larguirucho.

– Eso es lo que soy, y estoy orgulloso de ello. Eso es todo, me temo. Fuera de aquí hasta que aprendáis a comportaros.

Los chicos miran las manos que ha alargado para cogerlos.

– Aparta tus sucias pezuñas -advierte el rechoncho, y Agnes sospecha que ha debido de oírselo a su madre, si no fuera por una palabra de más, pero quizá eso también.

– Diremos que intentaste tocarnos, sucio pedófilo -añade el larguirucho, entre otras cosas.

Agnes se mete las respuestas de Bryony en el bolsillo del vestido y agarra a los dos chicos por los hombros.

– No tendrá mucha lógica decir eso sobre mí, ¿verdad? Vamos, o…

Los chicos se escapan de su agarre y enfilan hacia Psicología.

– Nos has tocado. Te la has cargado -grita uno con alguna otra lindeza añadida, mientras tiran libros de los estantes superiores en su huida. Jake corre tras ellos, saltando sobre Jung, pero ya han salido de la tienda; se supone que los empleados no deben perseguir a los maleantes fuera de las instalaciones, pues Textos no está asegurado contra nada de lo que pueda suceder después, así que Jake vuelve renqueando junto a Agnes.

– Los pondré como una vela -dice Jake.

Una madre observa la escena con recelo. Mientras Jake recoloca los libros, como si fueran pájaros caídos del cielo y se sintiera responsable por ellos, Agnes coge las hojas de respuestas de los chicos. Su único contenido son dibujos que se avergonzaría de ver en cualquier pared de la calle. Se los mete en el bolsillo de donde ha sacado la hoja de Bryony y recoge el resto. Bryony los ha ganado a todos por una docena de respuestas y vuelve a tiempo para verlo.

– Esta jovencita es la ganadora -dice Agnes, mostrando la prueba.

Los otros poco a poco van encontrando a sus padres. Está a punto de llevar a Bryony a que recoja su premio cuando Woody aparece por la puerta de la sala de empleados.

– ¿Por qué ibas tras esos chicos, Jake?

La madre de antes hace oír su aprobación tácita a la pregunta, al tiempo que Jake muestra un libro de texto con el lomo roto.

– Tenían la boca muy sucia -responde-. Los perseguí hasta la salida y esta es su venganza.

– Hay demasiados daños en esta tienda.

Woody suena tan acusador que no es sorprendente que Jake evite mostrarle el resto de volúmenes destruidos. Agnes está deseando que la reyerta acabe, pero en ese instante, la madre arrastra a su joven hija hasta Woody.

– ¿Es usted el encargado? -pregunta.

– Ese soy yo, señora. ¿En qué puedo ayudarla?

– Creíamos que habría un concurso.

– Tengo entendido que tuvimos uno. Siento si se lo ha perdido, pero estoy seguro de que volverá a…

Otra mujer de rostro incluso más severo lleva a un hijo colgado de cada brazo.

– ¿No se supone que no debe dejar a los empleados o a sus familiares concursar?

– No creo que la tienda tenga una política específica al respecto, pero creo que…

– Entonces debería -objeta, y mueve a sus hijos como si fueran los muñecos de un ventrílocuo-. Decidle lo que me habéis contado.

Los tres niños comienzan a gritar, pero la voz aguda de la otra niña triunfa sobre el resto.

– La madre de la que ha ganado trabaja aquí.

– Y dices que la organizadora cogió sus respuestas y las escondió, ¿verdad? -apunta su madre.

– No escondía las preguntas, estaba cuidándolas mientras Bryony era tan amable de llevar un libro estropeado al mostrador -dice Agnes para protegerse tanto a sí misma como a Bryony.

– ¿Más libros dañados? Dios santo -dice Woody, frunciendo el ceño en dirección a Jake.

– Apuesto a que eran libros a su cargo -murmura la madre de los chicos señalando a Agnes.

– Lo siento si ha habido un malentendido -se disculpa Woody, y Agnes supone que está a punto de defenderla hasta el momento en que añade-: Si tienen la amabilidad de llevar a sus hijos al mostrador, todos ellos tendrán su premio. Eso incluye a cualquiera que participara en este concurso.

Al tiempo que las madres y su poca meritoria parentela se dirigen al mostrador, Woody se acerca a Jake.

– Quizá podrías intentar no ser tan obvio cerca de los niños -dice en voz baja.

– Más hetero, quieres decir.

– Eso que dices no tiene razón de ser, ¿no crees? Tenemos una política de igualdad de oportunidades.

– Al menos intentaré ser más discreto, ¿mejor así, no? -espeta Jake, y dándose una última satisfacción, añade en un tono más alto-: Por cierto, no me van los niños.

Woody le mira durante un momento antes de seguir a la comitiva hasta el mostrador, y Agnes vuelve a ser consciente de la presencia de la hija de Jill.

– Ven conmigo, Bryony. Sigues siendo la ganadora. Asegurémonos de que obtienes tu premio.

Jill está teniendo algunos problemas repartiendo cupones mientras Woody observa. Quizá esté distraída por ver a su ex marido y a Connie en la sección de Erotismo.

– No me lo digas, me acuerdo yo sola -le está diciendo Connie-. Oriente/Occidente, ahí es donde trabajas.

– Y estuviste en la fiesta en la que fuimos todos de cuero.

– Guárdame el secreto -murmura, tocando con un dedo los labios de él y con otro los propios-. Bueno, ¿puedo ayudarte en algo?

– He venido a recoger a una niña pequeña, en cuanto acabe de reclamar su premio.

– Una niña con suerte.

Agnes observa como Jill se está conteniendo para no explotar e intenta distraerla.

– No te olvides de Bryony, Jill -es todo lo que puede salir de su mente, repentinamente lenta en el procesado de ideas.

– Tendrás que esperar tu turno, Bryony, como el resto.

– Eso iba a hacer -se siente obligada a puntualizar Agnes, validándose en una caja. Está aplacando a una de las madres con un cupón cuando otra, la de los dos chicos, se dirige a Woody:

– ¿Tendremos que volver?

– No, a menos que lo deseen, señora. Esperemos que lo haga.

– Su empleada parece no querer darnos los premios.

Jill no levanta su feroz mirada de la caja registradora.

– A esto le pasa algo.

Cuando Agnes mira, no ve ningún símbolo reconocible en la pantalla de Jill, solo aparecen fragmentos, como delgados huesecillos esparcidos por todas partes. Quizá es porque la está mirando desde un ángulo lateral, porque Woody cancela la transacción y consigue rápidamente asignar los cupones.

– ¿Podemos pillar vídeos? -pregunta un chico.

– Nuestros cupones son válidos para todo lo que vendemos, señora.

– No leen mucho -confiesa la madre.

– Jamás lo hubiéramos imaginado, ¿verdad, mami? -dice Bryony en voz no demasiado baja.

Jill sonríe levemente, pero el silencio de Woody es tan espeso como la niebla de afuera. Le da el cupón de Bryony a su madre, al tiempo que Connie enfila hacia arriba, dejando al padre de Bryony a su suerte en el mostrador.

– Llevaré a Bryony a que elija su premio, ¿de acuerdo?-le sugiere a Jill su ex.

– Estoy segura de que es muy capaz de elegir por sí misma.

– Estaré con ella de todas formas, me hace sentir necesitada -dice, volviendo los intensos ojos marrones hacia su hija, que toma su mano.

– Si hay algo que necesites recordar, házmelo saber -dice Woody mientras Jill los observa retirarse a la zona opuesta de la tienda.

– No se me ocurre nada.

Woody respira profundamente, es algo parecido a un suspiro haciendo el camino inverso.

– No discutir con los clientes en público sería una. Casi nos demandan por eso en Florida.

A Agnes le sorprende el hecho de que esté reprendiendo a Jill en público. Al parecer se da cuenta, pues el tono de su voz cae en picado.

– Rutinas de mostrador -consigue apenas articular.

– La caja estaba jugándonos una mala pasada.

– Ya lo sabemos para otra vez. Sí, Agnes, Anyes. ¿Estabas esperando algo?

– Pensé que querrías ver esto -dice, pasándole el libro garabateado del cajón de libros defectuosos bajo el mostrador.

Agacha la cabeza al ver la primera página. Cuando habla parece estar dirigiéndose a las entrañas del libro.

– Necesitamos tener una actitud mucho más vigilante.

– Me pregunto si el que lo hizo también garabateó en otros.

– Madeleine puede comprobarlo mientras tú acabas con tu sección.

Agnes no quiere darle más tarea a Jill. Bryony y su padre están volviendo al mostrador, y los llama con un gesto para evitar que Jill se busque más problemas. Bryony le entrega un libro de poemas de la sección de Adolescentes.

– Has sido rápida -comenta Agnes.

– Mi papá me va a llevar a comer a Chester y luego al zoo.

– Quizá veas algunos rituales de apareamiento -dice Jill-. Te reirás al ver lo que hacen los animales cuando se encuentran.

– No creo que estemos en la temporada -dice el padre de Bryony.

– Algunos parecen estar calientes todo el año.

Woody emite un sonido a medio camino entre un gruñido y una tos, pero solo Bryony lo mira. La caja que usa Agnes reacciona muy lentamente, o quizá es el tiempo el que transcurre despacio. La máquina se demora en regurgitar el cupón usado para que pueda guardarlo en el cajón; los datos pasan por la pantalla a la velocidad de un objeto flotando en el barro. Está a punto de comentárselo a Woody cuando la caja escupe un recibo. Lo guarda en la bolsa de Textos que le tiende a Bryony.

– La traeré de vuelta el domingo a la hora de la cena -le dicen a Jill.

– Te estaré esperando, Bryony. Duerme bien. Piensa que eres alguien especial -dice Jill, y encara a Woody, desafiándole a decir algo.

Agnes va de camino a su estantería, Woody la sigue.

– ¿Anyes? ¿Alguna llamada? -la aborda, y Agnes se vuelve para encontrarse con su mirada impaciente-. ¿Volvió a llamar tu cliente?

– Todavía no.

– No importa, mientras tengas algo listo para él cuando lo haga.

– No quedará decepcionado -responde, ansiosa por convencerse a sí misma tanto como a él.

La conversación completa con su padre se está repitiendo en su cabeza, dejándole poco hueco para los demás pensamientos. Mientras coloca guías de viaje en la repisa, bajo su publicidad de vacaciones invernales, observa a Woody ayudando a Mad a subir las sillas de la sala de empleados, y piensa en lo soleado de los lugares que aparecen en los libros. La mitad de lo que se muestra invita a la gente a visitar países que nunca han visto, pero eso es parte del trabajo. Cuando esté en casa podrá recrearse pensando en las vacaciones pasadas con sus padres. Afuera, la niebla se está acercando a la tienda, y la luz del sol es un mero recuerdo, uno que Agnes decide que no es momento de sacar a colación justo ahora. Los recuerdos no arrojarán luz sobre la grisura que es Fenny Meadows. Los recuerdos hacen a la grisura parecer ansiosa por seguir oscureciéndose.

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