Ross

Cuando Mad regresa de la reunión con Woody, parece llevar puesta una máscara capaz de anular su gesto de desconcierto. Ross recuerda haber visto antes esa expresión; cuando estaba intentando dejarlo. No tiene ni idea de si Mad espera que él muestre interés en saber lo que sucede, pero tan pronto como sus miradas se cruzan, la sigue hasta Textos Adolescentes.

– ¿Qué quería? -murmura Ross.

– Parece ser que no debí anunciar que el novio de Jake tenía que irse.

Lorraine quiere mostrarse en desacuerdo, aunque Ross no sabe si es el comentario de Mad lo que la trae desde la terminal de información o el hecho de verlos a ambos juntos.

– ¿Por qué no? -quiere saber Lorraine.

– Se supone que debí llamar a Jake a través de los altavoces, ya que el mensaje no iba dirigido a la clientela. Yo solo pensaba en ahorrar tiempo.

– Si quieres mi opinión está claro que los jefes no iban a dejarte ganar. Apuesto a que Woody se hubiera mosqueado mucho si hubieras sacado a alguien de esa reunión suya para quitarnos horas de sueño.

Lorraine y Mad se miran la una a la otra como si estuvieran compitiendo por ver quién es más dulce, sin embargo, Ross siente que están más pendientes de él que de otra cosa; se siente como un artilugio a través del cual se comunican.

– No me importa trabajar la noche entera -dice-. Será una experiencia.

– ¿Por qué los hombres se creen obligados a probar que pueden hacer cosas innecesarias?

– No creo que sea así -dice Mad-. Yo también me he apuntado.

– ¿Ah, sí? -dice Lorraine como si no tuviera el más mínimo interés-. Bueno, si queréis algo, andaré por aquí.

– No se me ocurre nada que pueda querer de ti, Lorraine -dice Mad.

– Los que lo practicamos lo llamamos mantenerse unidos. Necesitamos hacerlo ya que la tienda no se lleva bien con los sindicatos. Si nos dejamos pisotear, incluso en estas pequeñas cosas, nos pasarán por encima.

– Esta no era pequeña, sino microscópica. Ya la habría olvidado si tú no te hubieras acercado. Mantenerse unidos debe de ser bueno, de todas maneras. Cuando estés en mi sección sería genial que ordenaras un poco si ves algo fuera de su sitio.

– Hay muchas cosas fuera de su sitio en la tienda -dice Lorraine con más intención de la que transmiten las palabras, y de la que Mad se molesta en reconocer. Mad la deja allí plantada, no sin antes dedicarle una sonrisa tan vaga que se contradice a sí misma, y regresa a su labor de extraer los libros de Adolescentes con los lomos pegados a la pared, imitando a sus potenciales lectores. Al tiempo que Lorraine vuelve, a su ritmo, a la terminal de información, las palabras que se ha callado levitan por encima de Ross como una sombra amenazadora. No es de extrañar que se sienta más seguro mientras está colocando los libros de informática.

Una cantidad considerable de ellos tienen al menos el doble del tamaño del resto de las existencias, pero aunque eso implica que transporta menos artículos en cada viaje con el carro, también necesita crear más espacio para cada uno. Tiene que mover el contenido de tres estantes para colocar una guía de Linux, y una vez que termina de encajar los libros donde puede, tiene que reajustar las etiquetas temáticas. Sin las docenas de etiquetas de plástico indicando los nombres de los sistemas, lenguajes de programación, aplicaciones y todos los aspectos de internet, no tendría ni idea de dónde va cada cosa. Está intentando memorizar al menos una parte del orden cuando el teléfono comienza a sonar.

La regla de los diez segundos indica que todas las llamadas deben ser respondidas en ese lapso. Lorraine está metiéndole sus libros en una bolsa a un hombre con un grueso anorak, así que Ross corre para descolgar el auricular de la terminal de información.

– Textos de Fenny Meadows, Ross al habla, ¿en qué puedo ayudarle?

– ¿Está ahí el jefe?

A Ross le parece haber escuchado antes la voz de esa mujer.

– ¿Puedo saber quién llama?

– Él lo sabe, me verá pronto.

No está seguro de si tomarse su laconismo como una falta de educación; la voz es extrañamente seca.

– Hay luz todavía, ¿verdad? -añade, dando la impresión de que le cuesta hablar-. Ya está oscuro por aquí.

Quizá está cansada.

– La pondré en espera -le responde antes de darle al botón del altavoz-. Woody, llama al diez por favor. Woody, llama al diez.

Apenas ha colgado el auricular, el teléfono vuelve a sonar.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Ross?

– Alguien llama preguntando por ti.

– ¿Tiene nombre quizá?

– No lo ha dicho.

– Siempre pregunta el nombre y di el tuyo.

– Le dije el mío. Dijo que la conocerías, creo que llama desde el extranjero.

– Creo que tienes razón. Gracias, Ross.

Ross vuelve a sus estanterías para hacer hueco a otro enorme libro. A mitad de su labor recolocando volúmenes, escucha un amortiguado y entrecortado jadeo, lo bastante fuerte para resultar audible desde el pasillo de Pedidos. Entonces, un gigante, o alguien con ambiciones de serlo, comienza a aporrear la puerta de salida. Ross se pone en movimiento para ver quién es, pero el chasquido de la puerta abriéndose lo detiene. Ha hecho hueco para un nuevo manual cuando Woody aparece por el pasillo, en el exterior del cual Ray está cargando cajas en un palé desde un camión que está expulsando nubes de humo que se funden con la niebla. A Ross le da la impresión de que el humo apenas se mueve, y en lugar de eso parece que la oscuridad se hace más densa por momentos. La puerta interior se cierra y Woody se le acerca a grandes zancadas.

– ¿Qué hiciste con mi llamada?

– Nada. Pasártela.

– No es cierto. No había nadie.

– Le dije que iba a ponerla en espera. Entendería eso, ¿verdad?

– Tendría que ser bastante estúpida para no entenderlo -responde Woody, mirando a Ross como si fuera eso mismo lo que estuviera implicando.

– Me refiero a si era americana -Ross ve a Lorraine intentando escuchar la conversación y se da la vuelta por miedo a que intervenga-. Quizá se cortó la llamada -aventura.

– Supongo que si es así volverá a llamar. ¿Qué te dijo exactamente?

Ross no piensa dar demasiados detalles.

– Va a verte, creo que quería decir pronto.

– ¿De verdad? Eso son buenas noticias -Woody mira su reloj y luego el teléfono, y Ross deduce que se está recordando a sí mismo que no se deben realizar llamadas personales desde la tienda-. Bueno, a trabajar -dice Woody-. Necesito ayuda para descargar el nuevo stock. Intentaré buscarte una hora extra para terminar de colocar.

Terminar con el carro le llevará más de una hora, pero Woody ya está en camino.

– Tráete el carro -dice por encima de su hombro y entra en el pasillo. Ray cierra la puerta exterior con un chasquido-. Ahora nos encargaremos nosotros, Ray -dice Woody-. Ya estás lo bastante ocupado.

Aprieta el botón junto al montacargas.

– Puedes dejar el carro aquí -le dice a Ross mientras Ray sube y el montacargas habla-. Si alguien lo necesita te lo hará saber. -Ross está intentando decidir cuándo ha oído antes esa voz. Está a punto de arriesgarse a hacer una pregunta, cuando Woody añade-: ¿Puedes coger eso?

Se agacha junto a la palanca que libera el freno y empuja el palé dentro del montacargas, que es solo unos centímetros más ancho, pero una de las cajas superiores está empezando a resbalarse. Ross se apretuja entre la entrada al montacargas y las cajas para poder sostener las de las cuatro filas superiores con sus manos. Aprieta la frente contra la insegura caja, que es tan fría como la niebla a la que huele.

– Intenta aguantar hasta que lleguemos arriba -dice Woody. Ross va arrastrando los pies hacia atrás por el avance del palé, hasta topar con su espalda en la pared trasera-. ¿Estás bien? -se interesa Woody pulsando el botón de subir. La voz todavía suena amortiguada, como una risa escondida tras una mano; debe de estar bloqueada por las cajas, que son todo lo que Ross puede ver, sentir y oler. Cuando abre la boca prueba el cartón y la niebla.

– ¿Eso fue…?

El montacargas tiembla al ponerse en movimiento hacia arriba. El palé avanza no más de un centímetro hacia él, lo bastante para aplastarlo contra la pared.

– ¿Estás bien? -repite Woody.

– Pronto lo estaré. -Una caja ha atrapado la parte izquierda de su rostro contra la gélida pared de metal, pero al menos eso le deja libre gran parte de la boca para permitirle gritar-. ¿A quién acabamos de oír?

– Solo te he oído a ti y al montacargas. ¿Qué quieres decir?

– El ascensor -grita Ross, aunque su aplastada nariz lucha por respirar-. ¿De quién es la voz?

– Ni pajolera idea. Venía con la máquina.

El montacargas vuelve a temblar, y la caja aplasta más aún la cara de Ross contra el metal.

– ¿Puedes tirar un poco? -Apenas es capaz de gritar.

– No hay espacio para soltar el freno. No te preocupes, no puede moverse nada.

Las cajas están ahora hundiendo el pecho de Ross. Le están robando su último aliento y cualquier posibilidad de respirar.

– Por favor -resuella, pero el sonido no va más lejos de la oscuridad de la caja que oprime su cara. El anuncio de que el montacargas se está abriendo suena tan lejano que podría provenir de un túnel bajo tierra, y ya no le importa lo que se parece la voz del montacargas a la que antes preguntaba por Woody en el teléfono; no podrían ser más idénticas. En unos pocos segundos, el aparato cumple su promesa, y en unos pocos más, Woody es capaz de soltar el freno. Ross avanza con dificultad, agarrándose a los montones de cajas.

– Suéltalo -dice Woody, deteniendo el palé en la zona de descarga y mirando después a Ross-. ¿Todo bien?

– Pronto estará bien.

Después de haberse llenado los pulmones de tanto aire que incluso siente dolor, Ross suelta la caja en el contenedor de descarga, el cual tiene el tamaño de una mesa para cuatro y está coronado por una gruesa malla. Woody corta la cinta adhesiva del paquete con una navaja y le da la vuelta a la caja. Cuando la levanta, varios libros quedan sobre la malla mientras el relleno cae en los contenedores causando un tintineo del poliestireno. Antes de que Ross haya cogido un solo libro, Woody lleva una docena a las estanterías del almacén. Para cuando Ross comienza a colocar unos pocos, Woody ha cogido otro montón y deja caer su mirada sobre la exigua carga de su ayudante. Ross intenta alcanzarlo, amontonando libros sobre su dolorido pecho, que le escuece mientras va de estante en estante, apenas mirando los títulos al deshacerse de ellos: Los insectos también tienen derechos; El anuario de los corgi; Regalos de hotel coleccionables; Jesús era un bromista: juegos de palabras y chistes de Jesús; Tertulias que cambiaron el mundo; Cómo romper por completo; Inglés tal como se habla… Ross ha ayudado a ordenar el equivalente a tres cajas, aunque Woody está sacándole todavía más ventaja, cuando Connie entra en el almacén.

– Ayuda -requiere-. Más libros.

– Esto es lo que trae la Navidad. -Woody abre una caja y la pone boca abajo-. ¿Has dicho que vienes a ayudar, he oído bien?

– Todavía estamos trabajando el asunto de los eventos. Me temo que Adrian Bottomley no será uno, le pregunté si le gustaría hacer una sesión de firmas y parecía de acuerdo hasta que le mencioné dónde estamos.

– No pares -le dice Woody a Ross, que se ha detenido a escuchar-. ¿Qué tiene eso de malo? -dice igual de intensamente a Connie.

– Me dio la impresión de que no cree que venga la bastante gente para que le merezca la pena.

– Que le den a él y a cualquiera que no quiera formar parte del equipo. Bien, mira a ver qué más puedes meter en nuestros folletos -espeta, y cuando ella duda, Woody añade-: Puedes dejarnos solos. Supongo que estamos a salvo.

Connie sonríe, por si acaso se esperaba eso de ella, pero pone cara de extrañeza antes de salir. Woody está recordando cómo le divirtió pillar a Ross y Jake juntos, por supuesto. Ross no sabe cómo tomárselo; su mente está demasiado ocupada por el proceso de ordenado de libros. De hecho, no se le ocurre mirar la hora hasta que Woody abre la penúltima caja.

– ¿Te estás cansando? -le pregunta Woody al verle consultar su reloj.

– Se supone que es la hora de mi descanso.

– ¿Quieres terminar esto primero? No debería de llevarnos más de un par de minutos.

Ross imagina la reacción de Lorraine si solo sospechara su intención de aceptar esa propuesta. Lo hace en silencio, y la tarea termina no demasiado después de lo que Woody predijo.

– Imagino que esto ayudará a que se te abra el apetito -bromea Woody.

¿Come él en su despacho? Ross nunca le ha visto hacerlo en la sala de empleados, ni siquiera usar la cafetera, que provee a Ross con un chorro de café tan oscuro que unos centímetros de leche no le roban su aspecto pastoso. Al tiempo que Woody regresa a su despacho, Ross coge de su taquilla los sándwiches de jamón que se hizo la noche anterior, mientras su padre vagaba por la cocina como si estuviera a punto de encontrar una manera de ser útil. Los suelta en la mesa y desenvuelve el arrugado papel de plata en el que están envueltos antes de abrir una revista de videojuegos a su lado. Si Mad lo viera ahora, chasquearía la lengua y pondría un plato bajo los sándwiches. Lorraine menearía la cabeza y su cola de caballo al ver una revista que ella considera que solo leen los hombres. Desea que las dos se queden abajo. Debió darse cuenta antes de que pedirle salir a Lorraine acarrearía problemas.

«Disfruta de tus aventuras», dice su padre. «De ellas está hecha la vida. No esperes pasarla entera con una persona; eso no es natural». Ross lo ve como el método de su padre para superar que su mujer le dejara con un niño de tres años y nunca regresara de unas vacaciones con sus amigas que debían ser solo eso, unas vacaciones. Justifica por qué desde entonces su padre nunca ha vivido con nadie, exceptuando a Ross, más de unos meses; por lo que a él respecta, está bien. Por eso se dio la oportunidad con Lorraine cuando ella le sorprendió brindándole su amistad, ¿pero no debió haberse mantenido solamente en algo amistoso? ¿Está destinado a ser el antagonista de ella o de Mad? Esforzarse por pensar en ellas le lleva a querer centrarse en las fotos de luchas virtuales en la revista, mientras se mete comida en la boca. Cuando oye a Woody emitir un sonido demasiado salvaje para ser una palabra, por un momento cree estar oyendo por boca de su jefe su propia frustración.

– ¿Qué pasa? -grita Connie.

– ¡Pequeños…! -Lo que sea que Woody dice después de eso queda en el aire mientras se lanza hacia la puerta que conduce a las escaleras y comienza a bajar los escalones de dos en dos. La sobrecogida mirada de Connie contempla a Ross apartando su silla y entrando en el despacho de Woody.

– Hemos sido invadidos -dice como si no entendiera lo que está viendo.

Está mirando el monitor de seguridad. Ross se une a ella a tiempo para observar a Woody corriendo por el cuadrante superior izquierdo, mientras Frank el guardia lo hace por el sector diagonalmente opuesto. El resto de la pantalla muestra un par de pasillos desiertos, hasta que dos figuras aparecen a toda velocidad en la sección inferior izquierda, tirando libros de los estantes durante su carrera. Tiene que haber un fallo en el monitor, pues las figuras están soltando a su paso unos rastros grises provenientes de sus cuerpos; pero un fallo no puede explicar por qué sus caras parecen no poseer piel ni carne.

No es un consuelo creer que están maquillados o llevan máscaras. Ross cree estar soñando al ver a las dos figuras diminutas con unos rostros tan básicos como imágenes primitivas. Tiene que ver cuál es su aspecto real. Corre hacia abajo casi tan rápido como Woody y abre la puerta, para encontrarse con dos cráneos cubiertos de pelo.

Comprueba que los chicos llevan mascaras de Halloween antes de perderlos de vista, las máscaras son tan baratas que no podrían ser más rudimentarias. Cuando va a empezar a correr tras los chicos, estos esprintan, pasando el mostrador y saliendo de la tienda.

– Déjalos, Frank -dice Woody cuando se funden con la niebla-. Mientras no vuelvan a entrar.

– Creo que no es la primera vez que los perseguimos -dice Agnes desde el mostrador.

– Nadie me lo dijo. ¿Cuándo?

– El día del concurso. Creo que son los que armaron aquel alboroto.

– Eso explica las máscaras. Si alguno más de estos aparece, mejor que les veamos las caras.

Woody se adentra en Hogar, donde su furiosa cabeza se agacha y reaparece como la de un pájaro, picoteando libros de cocina. Cuando Ross comienza a recolocar libros de medicina en el pasillo de al lado, su rabia parece agravarse.

– Vete a terminar tu descanso -murmura-. No quiero a nadie diciendo que te obligué a interrumpirlo.

Sin duda se refiere a Lorraine. Ross cree que el motivo de que esta se haya acercado es comprobar si se ha cometido alguna injusticia, hasta que habla:

– No me he tomado aún mi pausa para el café, ¿puedo ahora?

– Claro, por qué no. Déjame a mí con esto.

Ross recoloca los libros que ha recogido del suelo y va de camino a la sala de empleados cuando Lorraine lo agarra del brazo.

– Hablemos fuera.

Lo suelta cuando está segura de que la está siguiendo, y cruza los brazos para espantar el frío del exterior. La niebla que llega hasta los tres escuálidos arbolillos ha absorbido todo el calor y la luz del sol. La tiniebla retrocede un paso, como saludando o burlándose de Lorraine y Ross; luego vuelve a su lugar, privando de color a varios coches del aparcamiento. Ross se pregunta si los chicos se han escondido por allí cerca mientras camina por la entrada de la tienda para llegar hasta Lorraine, que le espera.

– ¿Te ha hecho bajar con él? -pregunta.

– Por supuesto que no, Lorraine.

– ¿Entonces por qué bajaste a defenderlo?

– No creo haber hecho eso, no sabía que necesitara ayuda.

– Te refieres a los hombres en general.

Aunque Ross mantiene la respiración tranquila, ve cómo fluye frente a su cara, como un bocadillo de cómic.

– Yo no, no. Quiero decir, no quiero decir que… ¿Por qué no…?

– Venga, di que en parte es mi culpa.

– No estoy diciendo que sea culpa de nadie. Pero a veces parece que no te gusta trabajar aquí en absoluto.

– Creo que me gustará llevar el grupo de lectura. Me gusta hablar con gente sobre libros. Por eso pensé que me gustaría un trabajo relacionado con ellos, pero no es así, ¿verdad? ¿Sabes lo que me encantaría hacer?

– ¿Fastidiar a Connie?

– Por el amor de Dios, Ross, mi vida es algo más que esto -Lorraine mira hacia la niebla como si esta se hubiera atrevido a llevarle la contraria-. Me gustaría impartir clases de equitación.

– ¿Sabes hacer eso?

– Enseñé a mi prima pequeña Georgie a montar en su poni. Deberías haberla visto, botando arriba y abajo sobre el animal, toda orgullosa de sí misma. Había un trabajo en la escuela de equitación, pero entonces no sabía que era tan buena, así que eché la solicitud para esto.

– Habrá más trabajos de equitación donde tú vives, ¿no?

– No surgen muy a menudo. Sin embargo, creo que la chica contratada por la escuela no ha encajado demasiado bien.

– Quizá puedas sustituirla, y te tienes que esforzar en que te guste algo más de esto aparte de tu grupo de lectura mientras sigas aquí, ¿no crees? -le aconseja, y en el momento en que sus cejas se levantan medio centímetro, quizá para aceptar esa posibilidad, Ross añade-: Al menos eso es algo que se le debe agradecer a Woody.

– Yo me ofrecí. Él no me eligió -objeta Lorraine girándose como para enfrentarse a Woody a través de la ventana. Este se yergue, alisando con cuidado las esquinas de un libro de bolsillo, su mirada va a parar a Ross y sus labios se mueven-. ¿Qué quiere decir con eso de que si estás ocupado? -exige saber Lorraine.

– Quizá deberías preguntárselo.

– Es lo justo. Lo haré.

La niebla parece saludar sus intenciones con un baile, surcando el cemento apenas sin rozarlo.

– Espera -Ross dice de repente-. Se estará refiriendo a mí y Jake.

– Vaya, eso no lo esperaba. ¿Por qué iba a decir eso?

– Creo que antes pensó que le estaba echando una mano a Jake en el almacén, literalmente. Espero que no necesites que te lo desmienta.

– No hay razón para ponerse a la defensiva si lo estabas haciendo. Por eso vienen la mitad de los problemas del mundo; los hombres no aceptan su lado femenino.

– Quieres decir entonces que la otra mitad es culpa de las mujeres que no aceptan su lado masculino.

Advierte rápido que no es eso lo que ella quería decir. Su intento de ser ingenioso parece haber sido automático; se siente como si hubiera sido forzado a representar un guión enfrente de un público invisible; ¿los chicos de las máscaras quizá? Cuando Lorraine se vuelve hacia la niebla, Ross piensa que ella también ha tenido la misma impresión.

– Me voy de paseo -dice en cambio.

– ¿Quieres que vaya contigo? -propone, pues no pretende de él que diga ningún comentario ingenioso.

– No hace ninguna falta -le responde con nulo entusiasmo.

– Pensé que no querrías estar sola en este lugar.

– No iré muy lejos -dice, y decidiendo rápidamente que ha hecho una concesión, añade-: A menos que quiera hacerlo.

Marcha a lo largo del lateral de Textos en dirección al aparcamiento de empleados, y desaparece entre la niebla sin mirar atrás. El sonido de sus rápidos pasos se amortigua a medida que se adentra en el barro. Ross no oye nada más aparte de la cacofonía procedente de la autopista, pero ¿y si los chicos están agazapados en la niebla para darle un susto a Lorraine? Cuando el sonido de sus pasos no es más sonoro que el de un alfiler cayendo sobre una mesa, justo antes de convertirse en un silencio total, Ross emprende el camino de vuelta, pasando por el empañado escaparate y frotándose los brazos con fuerza. Apenas ha pisado el felpudo de «¡A leer!», la alarma comienza a chillar como un pájaro ciego y loco.

Woody es el primero en llegar a él, intentando mientras corre quitarle las marcas de dobleces a un libro sobre pudines.

– ¿Quién ha salido? -pregunta, ansioso por saber la respuesta.

– Creo que he sido yo al entrar. No sé por qué. No he tocado nada.

Woody teclea el código, conocido solo por los encargados, para sofocar el sonido de la alarma. Mientras la reinicia, Ross saca un cepillo de pelo del bolsillo de su camisa, y luego se vacía los de los pantalones, extrayendo un pañuelo y unas monedas, sin olvidarse de la piedra que le recuerda a un ojo durmiente que Mad recogió el otro día del aparcamiento. Frank el guardia observa la tela interior de los bolsillos de Ross, asomando como dos lenguas, y no deja de mirarlo con suspicacia incluso cuando habla Woody:

– Bien, Ross, confiamos en ti. Coge tus cosas y vuelve a entrar.

Ross se guarda la piedra, que parece envuelta de niebla, mientras se aventura a pasar entre los arcos de seguridad. Cuando la alarma vuelve a sonar levanta una mano. Una mujer vestida con un abrigo beis y pañuelo y sombrero a juego, y que lleva en un carrito a un crío ataviado con un conjunto y una capucha del mismo color que el de su madre, tira hacia atrás del vehículo y no entra en la tienda.

– Por favor, señora, entre -le urge Woody-. Un duende se ha puesto a jugar con los mecanismos -le informa al crío.

Este empieza a berrear, bien a causa del ruido agudo de la alarma o por culpa de la explicación de Woody. La alarma parece permanecer en el aire, persistiendo incluso después de que Woody vuelva a teclear el código.

– Ya se ha callado -murmura la mujer desde debajo de su pañuelo, pero el montón de ropa que lleva dentro a un niño o niña arquea la espalda intentando escapar de sus ataduras cuando el carro pasa entre los arcos de seguridad-. Lo siento -se disculpa la madre, murmurando incluso a menor volumen.

– No pasa absolutamente nada, señora -dice Woody-. Cuando quieras, Ross.

En algún lugar de la niebla, una mujer tose y corre a la vez, y alguien está conduciendo un coche. No hay ninguna razón por la que esos dos sonidos tengan que poner nervioso a Ross, aunque las trastadas de la alarma sí lo consiguen. Justo en el momento en el que se adentra entre los arcos, vuelve a sonar. El crío entra en la competición sonora, y Mad, que pasaba por allí, le brinda una sonrisa tranquilizadora y divertida.

– ¿Cuál es tu secreto, Ross?

– Ninguno que yo sepa, no tengo ni idea de por qué salta.

– Entonces dime quién tiene la culpa -dice Woody frunciendo el ceño y tecleando por tercera vez la clave mientras la madre se libera la boca para tranquilizar a su retoño.

– Solo es una estúpida máquina, mira. El caballero que suena igual que los hombres graciosos de los dibujos animados sabe apagarla.

– Eso esperamos, señora -dice Woody alzando la voz sobre el solo del niño. En un tono todavía más alto, y bastante más agudo, añade-: Espera, Ross. Necesito unos pocos segundos antes de reiniciarla.

Ross se queda con la pierna colgando sobre el felpudo, a mitad del paso que estaba a punto de dar. ¿Qué está pasando en el aparcamiento? Las toses que suenan parecen no tener casi aliento, y está preocupado por quienquiera que esté merodeando por la niebla. Quizá esté inhalando los gases de un coche. Camina hacia Woody en lugar de hacia los arcos de seguridad.

– ¿Puedo…?

– En un momento -responde Woody, sin levantar la vista de la mano que usa para asegurarse de que nadie lea la combinación.

– Inténtalo ahora -dice-. Pensándolo bien: Madeleine. Veamos si le gustan más las chicas.

– Mira -le dice Mad al crío-. No va a hacerme daño. No hay nada por aquí cerca que haga daño.

Da el paso más largo posible para pasar entre los dos arcos, y la alarma comienza a repiquetear de inmediato.

Al tiempo que se vuelve para mostrarle su sonrisa al niño, los pasos y las toses sin aliento embutidas entre ellos se desvían en dirección a la tienda, y así lo hace el estrépito del coche. Lorraine aparece tambaleándose entre la niebla desde los arbolillos más cercanos, tan deprisa que casi se cae. Alarga los brazos, como si estuviera intentando salir nadando de la oscuridad. Quizá deseando que la tienda esté más cerca de los ciento ochenta metros o así que aún le quedan por superar. Su boca y ojos están abiertos de par en par, y su rostro luce tan gris como el fondo neblinoso. Sea lo que sea que iba a gritar, se ahoga en el golpe de tos que le sobreviene. Ross se esfuerza en comprender por qué parece estar siendo iluminada desde atrás y la niebla a su espalda brilla con tal fiereza y emite un gruñido de creciente intensidad.

– No puede… -dice Mad casi sin saber que habla-. Ese es mi coche.

Antes de que Ross pueda gritar una inútil advertencia, el coche acelera contra Lorraine. El parabrisas está empañado por la niebla, pero distingue una figura borrosa tras el volante; tiene aspecto de ser demasiado pequeña para estar al mando de un coche. No ha podido advertir más que una hinchada e informe masa gris que debe de ser una cabeza, cuando en ese momento el faro izquierdo topa con la parte anterior de las rodillas de Lorraine.

Algo se rompe; o los cristales de los faros o Lorraine, o ambos. El impacto la impulsa hacia el parabrisas, aclarando así un poco el cristal. Ross todavía no puede distinguir la figura agazapada detrás del volante; el interior del vehículo parece estar también envuelto en niebla. Lorraine está espatarrada sobre el techo metálico y resbala por él cuando el coche gira para volver al sitio de donde provenía. La primera parte del cuerpo de Lorraine en golpear el asfalto con un crujido hueco es su cabeza.

Ross siente como si todo a su alrededor hubiera sido alargado de una manera frágil e irreal, como una película: el crío chillando «¡Caída!» y riendo tontamente; la madre desesperada por acabar con todo esto arrancándose el pañuelo y poniéndolo sobre la boca de su retoño antes de introducirse a toda prisa en la tienda, apoyada en el carrito; Woody maldiciendo por lo bajo porque los números que introduce no acallan la alarma; Mad corriendo a arrodillarse junto a Lorraine y apartándose al ver una mancha en el asfalto más grande que la condensación de la niebla. Entonces el coche vuelve a escena, con la puerta del conductor abierta, y Ross se siente aterrado por la suerte de ambas mujeres, pero el vehículo termina empotrado contra el arbolillo de la izquierda y el morro queda suspendido sobre el malogrado tronco.

En el mismo momento en que la alarma vuelve a callar, le parece oír a algo enorme y lento ponerse en movimiento, es un sonido tan amortiguado y distante que parece soterrado; después, solo queda el discordante jadeo del coche de Mad. Ya no lo paraliza el ruido de la alarma. Corre al exterior de la tienda, y la baja temperatura del ambiente se concentra en su estomago antes de provocarle un escalofrío de los pies a la cabeza. No tiene ni idea de cómo va a sonar su voz si le dice a Mad que no mueva a Lorraine, porque su cabeza está en un ángulo tan extraño que no puede entender cómo puede soportarlo. El cuerpo de Lorraine se agita por una tos, y algo gris sale de entre sus labios justo antes de que estos se queden quietos en una silenciosa mueca. Ross quiere creer que está expulsando la niebla que ha tragado durante su carrera. Entonces, sus ojos parecen llenarse de ella, y el grito desesperado que escapa de los labios de Mad se funde con la niebla.

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