Woody

¿Quién le falta en este acuario? Eso parecen sus empleados, criaturas tras un cristal, nadando entre un entorno gris que las imágenes del monitor a veces adhieren contra ellos como reflejos. Jake es la criatura que se mueve nerviosamente de vez en cuando. Greg es el resuelto que solo se mueve cuando tiene motivos para ello. Desde aquí arriba, Woody es capaz de contemplar los patrones que los rigen. Greg se mantiene bien alejado de Jake, y Angus evita a Agnes como si la similitud de sus nombres los separara, y no es que Woody lo culpe por ello. Ross es la criatura que parece necesitar la presencia de Woody para inculcarle vida, se mueve más lentamente que los otros y mantiene la cabeza gacha. Puede que sea para evitar tener contacto visual con Mad, que se pega como una lapa a la estantería más cercana cada vez que él pasa cerca. Por otro lado, Jill se yergue como si fuera capaz de atacar para defender su terreno cuando Connie merodea por algún lugar cercano. Los empleados son más ellos mismos cuando se olvidan de que están siendo observados. Woody desearía que a alguien se le hubiera ocurrido poner cámaras en la oficina exterior y en las estancias de arriba. Oye a Ray y a Nigel en un ordenador detrás de la puerta, y un apagado tintineo de libros en un estante del almacén. En un momento, sin embargo, Ray aparece por la salida de las escaleras de la sala de empleados y se da un paseo para animar a todos los que están colocando, agachándose para hacer resurgir un cúmulo gris tras otro; parece parte del ritual. Si queda alguien no puede estar ni en la oficina ni en el almacén, y cuando Woody mira en el exterior de su despacho, encuentra las pantallas tan quietas como las paredes, aunque más grises. La oficina está desierta. Está a punto de localizar a Nigel en el almacén para confirmar que acaba de apagar el ordenador en el momento que suena, alta, la voz de Jill.

– Woody, llama al doce, por favor. Woody, llama al doce.

Woody corre hasta su escritorio para observarla mientras hablan. Está detrás del mostrador de nuevo, mirando hacia arriba como preguntándose dónde están sus ojos.

– Te gusta el teléfono hoy, Jill -apunta.

– Pensé que sería más rápido que subir a buscarte.

Soy fácil de encontrar. No tengo pérdida, siempre estoy aquí.

– Bueno, ¿qué te ha alejado de tus estantes esta vez?

– Me preguntaba si tenemos el móvil de Gavin.

– ¿Para qué lo necesitas?

– Por si no podemos localizarlo. Su teléfono se cortó, pero a lo mejor puede recibir llamadas aunque no pueda realizarlas.

– Ya tenemos trabajo esta noche, y no consiste en buscar a Gavin.

– Me gustaría saber que está bien, ¿a ti no?

– Me gusta saber dónde están mis empleados, está claro -dice, y al hablar en voz alta es consciente de su sonrisa-. Vale, déjamelo a mí.

Jill se toma su tiempo, y lo más importante, el de la tienda. Una vez suelta el teléfono examina el techo como si pensara que no ha dicho bastante. Mientras regresa a su sección, no con tanta ansia como a él le gustaría, Woody está a punto de decirle por megafonía que se acuerde de sonreír, pero no hay clientes, exceptuando a los dos hombres sentados en los sillones cuyas calvas cabelleras lucen tan brillantes como una roca pulida. ¿Y si mañana tampoco hay clientela? Al menos todo estará ordenado para la visita. Quizá debería alegrarse de que Gavin no esté para minar la imagen de la tienda, no solo con su constante somnolencia, sino también con esa tontería que al menos no le ha llegado a contar a Jill. Si el mismo material se ha grabado en más de un casete, eso quiere decir que el mismo cliente falsificó las cintas dos veces y usó a otra persona para devolver la segunda, eso si es que no se trastocaron los recibos. Si Gavin planea seguir dando la lata con eso, quizá Woody debería averiguar dónde se encuentra. Enciende el ordenador.

El escritorio de Windows parece no tener prisa por aparecer. Pasan demasiados segundos antes de que en la pantalla aparezcan varios símbolos rudimentarios que se agitan y oscurecen. Un temblor recorre la superficie bajo el cristal como si estuviera despertando o a punto de hacerlo, y Woody cree ver una turbulencia similar en el monitor de seguridad; casi piensa que el suelo bajo sus pies se mueve también. No es de extrañar que esté cansado, pero no va a dejar que lo noten sus empleados. Se las arregló para cabecear intermitentemente en su despacho la noche anterior, y no necesitará de más descanso hasta que acabe el día de mañana. No le estaría pidiendo al equipo que se mantuviera despierto toda la noche si no se hubiera demostrado que él mismo puede hacerlo. Cierra los ojos durante lo que seguramente son unos momentos, y cuando mira de nuevo, la pantalla está repleta de iconos listos para ser cliqueados.

Abre la lista de empleados y parpadea para verla claramente. ¿No hay demasiados nombres? Esa idea recalienta sus ojos y su cerebro hasta que se da cuenta de que Ray ha añadido a Frank a la columna y no ha quitado a Lorraine, pues se supone que debe seguir en ella para que sus padres cobren el último cheque de su salario. Cuando Woody se convence que no hay ningún nombre intruso, hace clic sobre el de Gavin para ver sus datos. La tienda tiene su número de móvil y el de su casa.

El móvil da señal de llamada. En teoría se ha quedado sin batería, a no ser que Gavin lo haya apagado. ¿Y si estaba mintiendo y realmente estaba durmiendo en casa? Woody deja sonar ese teléfono hasta que pierde la cuenta de los tonos, pero sin respuesta, ni siquiera de un contestador automático. En realidad, espera que Gavin esté camino de casa; pueden pasar sin sus contagiosos bostezos en una noche propicia para ellos, o sin sus irrelevantes preocupaciones. Si esto significa que el resto del equipo tiene que trabajar más duro, ¿no va eso a provocar que se unan más? Tienen toda la noche para hacerse a su ausencia. Un esfuerzo extra es un pequeño precio a pagar a cambio de un mejor rendimiento, sin la presencia de Gavin, Lorraine o Wilf.

Woody está soltando el teléfono cuando oye movimiento en la oficina de afuera. Una mirada a las figuras grises agachándose como animales en un abrevadero le da una idea de quién es.

– Nigel -lo llama.

Estoy aquí, no allí dice su cabeza como gastándose una broma a sí misma.

La piel de Woody se está tensando ante la idea de que Nigel se esté uniendo a Gavin en su intención de causar confusión en la tienda, pero se da cuenta de que Nigel piensa que estaba usando el teléfono para llamarle. Woody agita las manos antes de colgarlo.

– Acabo de hablar con Gavin -le dice a Nigel-. No parece estar intentado unirse al equipo con demasiado empeño, por lo que parece. A lo mejor se ha quedado en casa viendo vídeos.

– ¿Por qué eso concretamente?

– Me dice que le diste un par de vídeos, supongo que olvidaste que son propiedad de la tienda.

– Fueron devueltos. No quieres que nadie los vea, entonces.

– Puedo hacerlo yo en la tienda de vídeos si es necesario. ¿Por qué pones esa cara, no confías en mí?

– Estoy seguro de que todos debemos hacerlo. ¿Por qué lo preguntas? No deberías cargarte con tanta responsabilidad, si me permites que te diga -sugiere. Cuando Woody no deja de sonreír, Nigel se echa hacia atrás, y Woody piensa que se ha retirado, hasta que le habla a Ray-: ¿No crees, Ray? ¿No está Woody intentando abarcar demasiado?

– Debo decir que tienes aspecto de estar bajo una gran tensión, Woody -dice Ray, apareciendo junto a Nigel-. Recuerda que nos tienes a nosotros y a Connie para darte todo el apoyo que necesites.

– Hay mucho que hacer -dice Woody, sintiendo como su sonrisa se ensancha-. Parece que va a haber que colocar las existencias de Gavin, aparte de lo de Lorraine y Wilf.

– Nos referíamos a las presiones de la dirección -dice Nigel.

– ¿Sí? Yo pensaba en lo mejor para la tienda, y eso consiste en bajar todos los libros, vídeos y discos compactos a la sala de ventas y ponerlos en orden. ¿O esperáis que haga vuestra parte? Pensé que hace un momento me decíais que ya hago bastante.

Ray y Nigel intercambian una miradas que se supone no quieren que Woody advierta y que le traen a la mente la imagen de dos colegiales en la puerta del director de la escuela.

– Podemos hacerlo, ¿verdad? -le dice Nigel a Ray-. Llámalo un partido si quieres. Yo colocaré para el equipo de los estofados y tú para los mancos. [4]

Ray le mira fijamente y se le acelera la respiración.

– No sabía que te fueran los deportes.

– Eso es un poco duro por tu parte, Ray. Jugaba al criquet en mi colegio, y cubría bien mi posición.

– A nosotros nos gusta el fútbol, a los de Manchester. Nos ponemos agresivos y jugamos duro.

– Perdona si no use la palabra adecuada. Mancunianos, ¿es esa mejor?

– Puedes usar todas las palabras que quieras, querido. Lo importante es que ahora sabemos lo que piensas.

Al principio parecen dispuestos a alargar su discusión, pero Nigel se gira. Ray le sigue, y Woody también, después de apagar el ordenador. Ray y Nigel cargan carros entre el ruidoso estruendo de libros y madera. Woody encuentra un carro junto al montacargas y lo llena de puñados de libros de Gavin, luego lo manda para abajo y, para cuando la puerta del montacargas se vuelve a abrir, ya está allí esperándolo. Seguidamente, lo aparca en la sección de Vida Salvaje.

– ¿Contactaste con Gavin? -se acerca Jill a preguntarle.

– Lo intenté con los dos números. Nadie en casa y nada en el otro.

Woody ha empezado a ordenar su carro a modo de indicación para que vuelva a su trabajo cuando Agnes se suma al interrogatorio.

– ¿Qué le ha pasado a Gavin? -cree tener derecho a saber.

– ¿Jill? Tú eres única que ve algún problema.

– Llamó para decir que estaba perdido en la niebla, y ahora dices que su móvil está inoperativo, ¿verdad, Woody?

– Alguien debería llamar a la policía, ¿no crees, Jill? No sabemos lo que le puede haber pasado.

– Eso me dejaría más tranquila.

– Eh, ordenar tus estanterías para que estén en perfecto estado es lo que debería dejarte tranquila. Pensé que vosotros los británicos manteníais vuestras emociones bajo control. Nunca hubiera esperado que quisierais mandar a la policía a buscar a un tío que solo se ha desorientado en la niebla.

– Un tío -repite Agnes-. Eso es lo que significa para ti. Eso es lo que a la tienda le importan sus empleados.

Se enfrenta a él con una mirada penetrante, y Jill lo intenta con una versión más amigable y triste. Está a punto de informarles de que eso depende de cuánto le importa la tienda a sus empleados cuando los teléfonos comienzan a sonar.

– Eh, quizá es él -dice Woody acercándose al más próximo-. Quizá lo habéis invocado.

Al agarrar el teléfono vuelve a ser él mismo.

– Textos en Fenny Meadows -se enorgullece en anunciar-. Woody al habla.

– Pensé por un momento que estaba en Yanquilandia.

¿Se supone que conoce al que llama? El hombre suena como si esperara ser reconocido.

– Estoy donde debo estar -le dice Woody-. Soy el encargado.

– ¿Le trajeron para hacerse cargo, verdad? -El acento local del hombre es cada vez más pronunciado, o quizá es meramente su voz-. Esperemos que sea capaz.

Woody está a punto de preguntarle en voz alta si es alguien que quiera perjudicar a la tienda.

– ¿En qué puedo ayudarle? -dice en su lugar.

– ¿A mí? No, en nada, más bien al contrario.

– Adelante. La opinión de los clientes siempre es agradecida.

– Soy algo más que un cliente. O eso pensasteis en algún momento -dice el hombre con un orgullo que se avergüenza de admitir-. Me invitó a ir a la tienda, o uno de sus empleados lo hizo. Siento haberos rechazado, pero me alegro, después de todo.

– ¿Debería saber la razón? Creo haber leído algo de usted.

– No la sabría por lo que ha leído -dice, y aparentemente no tiene la intención de revelarlo por otra vía, ya que pregunta-: ¿Está ahí el tipo que repartía los folletos? Puso uno en mi coche y dejó el resto en las tiendas junto a la suya, como si eso fuera a servir de algo.

– ¿Y por qué no iba a servir?

– Muestre un poco de sentido común, muchacho. ¿Ha mirado a su alrededor últimamente? Me sorprendería que tuvieran algún cliente.

– Eso es porque la autopista está bloqueada en este momento.

– Olvidé que no debería esperar ninguna muestra de sentido común -espeta, y antes de que a Woody le dé tiempo a responder a eso, Bottomley, pues ahora que lo recuerda así se llamaba el escritor, insiste-: Bueno ¿se puede poner?

Woody mira directamente a Angus, pero no considera ni por un momento pasarle el teléfono.

– Me temo que deberá dejar un mensaje.

– Dígale que debí de sonar algo tosco.

– Estoy seguro de que sabrá eso sin necesidad de que se lo diga.

– Muy listo -dice Bottomley en un tono que quiere decir lo contrario-. A lo que me refería es a que pude ser más claro cuando tuve la oportunidad. Aquel lugar me afectó, esa es la verdad.

– Siendo escritor será capaz de imaginar toda clase de cosas.

– Ese es el último lugar donde imaginaría algo. No es la clase de libro que suelo escribir, ¿verdad?

– Honestamente, no sabría decirle.

– Hay muchos más como usted. Se encuentra en el grupo de la mayoría, no hay discusión posible sobre eso. -Su orgullo ha caído hasta el resentimiento, y Woody desea que su indiferencia esté precipitando el fin de la llamada hasta que Bottomley dice-: Quería que el muchacho de los folletos no creyera que estaba insultándolo.

– ¿Por qué iba a pensar que lo estaba insultando? -le pregunta, solo para conocer todos los detalles del incidente antes de hablarlo con Angus.

– No quería decir que no valiera para el trabajo, sino más bien todo lo contrario. Usted tendrá incluso más cualificación, ¿verdad?

– Bastante -se defiende, aunque no le ve el sentido a la pregunta.

– Y tampoco reparó en el fallo.

Woody se pone furioso al tener que confirmarlo con su pregunta:

– ¿Qué error?

– Dios santo, ¿todavía no se han dado cuenta? Es peor de lo que pensaba. No notaron que había una palabra mal en los folletos.

– Por supuesto que sí. Lo arreglamos.

– No en los que repartieron por ahí.

– Sí, en esos, había un apóstrofo intruso del que nos deshicimos.

– Hay muchos sueltos por ahí en estos tiempos, pero no era ese el error. Hablo de la forma en la que decían que había un grupo de letura.

– Lectura, querrá decir.

– Sí, pero no era eso lo que decía su folleto.

Woody atrapa uno del montón junto al teléfono y lo mira atentamente. Por un momento es incapaz de localizar la palabra, casi imagina que se le ha olvidado leer, y luego la errata le hace daño en los ojos. Su rabia hace temblar el suelo a sus pies; sin duda así se siente uno cuando se ríen de él. Su mano está haciendo una bola informe del folleto cuando Bottomley comenta:

– Parece que ahora ya lo ha notado.

– Nos ocuparemos de ello -promete Woody a través de la más feroz de las sonrisas.

– ¿Cómo piensa hacerlo? Si está culpando a alguien, no ha pillado la idea.

– ¿A quién sugiere que le eche la culpa entonces? -pregunta Woody, sabiendo que no le va a gustar la respuesta.

– Inténtelo con el lugar en donde está.

– Si tiene alguna queja sobre la tienda, estoy a la escucha.

– La tienda no -aclara Bottomley, y rellena la pausa subsecuente con el tintineo de un cristal y el sonido de líquido fluyendo-. Esa es otra cosa sobre la que podría haber sido más claro. Puede que él también pensara que me refería a la tienda.

– Nadie me ha dicho que dijera nada sobre ello.

– Espero que no pensara que merecía la pena mencionarse. Él creería que le estaba preguntando de dónde venía el nombre.

– Bastante obvio, diría yo.

– El de la tienda sí, está claro, pero me refiero al complejo comercial.

¿Por qué iba a importarle eso a Woody? El hombre está borracho, amargado y es poco probable que pueda decirle algo que le interese.

– ¿Qué pasa con él? -dice para acelerar el fin de la conversación.

– ¿No tenéis los yanquis una palabra para eso?

– Tenemos muchas diferentes a vosotros, ¿cuál en particular?

– Se le está yendo la olla. Se está poniendo a la defensiva. Empieza a sonar como su empleado, que no podía ver el error que estaba repartiendo.

Woody tira la bola de papel a la papelera más cercana para dejar de juguetear con ella en su mano.

– ¿Ha terminado de intentar aclarar las cosas?

– Un comentario justo. Me estoy comportando como si yo mismo estuviera ahí. Debe de ser la bebida -dice, aunque sin embargo, Woody le oye tomar otro sorbo antes de preguntar-: ¿Lo llamarían Fenny [5] en los Estados Unidos?

– No lo creo, no de donde yo vengo. ¿Por qué?

– Si fuera un pantano…

– Pero no lo es.

El escritor se queda en silencio el tiempo suficiente como para que Woody espere algo más que las siguientes dos palabras.

– Lo era.

– ¿Cuándo?

– Después de que construyeran una aldea en el siglo XVII. Si se cree las historias, después de otra que construyeron en el siglo XV.

– ¿Qué historias? -pregunta Woody, por si tiene que cotejar alguna de ellas.

– De lo que nadie está seguro es de cómo se volvieron locos los segundos. Se supone que por consumir aguas contaminadas. Para cuando terminaron de luchar o de lo que fuera que se hicieron los unos a los otros no quedó vivo ni siquiera un niño.

Eso está en su libro, pero Woody casi había conseguido olvidarlo. Se preguntaría en voz alta si esa historia se ha publicado en algún otro lugar, pero hay algo que no entiende.

– ¿Entonces qué está diciendo que le pasó a la primera aldea?

– Se hundió, y la otra también.

– Quiere decir que la tierra tuvo que ser drenada. ¿Por qué se iban a tomar tantas molestias en construir una aldea en mitad de la nada?

– No tuvieron que hacerlo, el terreno cambió por sí mismo.

– Espere un momento. Sé que no tuvo que drenarse para construir el complejo comercial. ¿No me estará diciendo que se drenó por sí solo dos veces?

– Al menos. -¿Estaba eso en su libro? No le aporta demasiada credibilidad, y Woody está a punto de decírselo-. En algo tiene razón. Era poco menos que la nada, entonces te da que pensar sobre qué podría llevar a alguien a construir allí -interrumpe su intención Bottomley.

– En lo que respecta a las tiendas, la autopista, claro está.

– Eso no sería suficiente.

¿No sería suficiente para justificar un complejo comercial? Woody no ve qué está queriendo decir. El escritor no debe de saber mucho sobre negocios; quizá por eso sus libros no se venden demasiado. La niebla no puede durar todo el año, y una vez que se alce, las tiendas saldrán a flote, al menos Textos lo hará, seguro. Woody asume que el hombre está afectado por la bebida; no ha dicho nada a tener en cuenta por él ni por nadie de su entorno.

– ¿Entonces ya ha terminado de transmitir su mensaje? -dice sonriendo por la supuesta broma.

– Parece que debo de haberlo hecho. He hecho lo que he podido -dice, y Woody oye el teléfono bajar desde la boca del escritor para ser sustituido por un vaso que enseguida suena vacío, y entonces la voz de Bottomley regresa torpemente al auricular-. Aquí va una idea -insiste-. Una buena. Intente decírselo al tipo que conocí y a los demás cuando estén fuera de ese lugar. Veremos lo que piensan.

– ¿Por qué iba a querer hacer eso?

– Piense en ello cuando esté en otro lugar.

Este es el peor tipo de sabotaje, uno tan indefinido que es demasiado difícil luchar contra él.

– Aquí nos va bien a todos -dice, y corta la llamada.

Está a punto de empezar a ocuparse de las personas que Bottomley ha dejado al descubierto cuando Agnes se yergue con un libro entre las manos. Más que nunca, parece un animal alimentándose, sobre todo por la expresión bovina de su rostro.

– Ese no era Gavin -dice.

– Eh, lo has notado.

– Pensé que íbamos a intentar asegurarnos de que estaba a salvo.

– No hay necesidad de pensar en otra cosa que no sean las existencias -responde, y eso no parece contentarla, pero Woody no ve ninguna razón para que tenga por qué hacerlo-. No voy a llamarle desde aquí -dice para darle una elección. Va de camino a decirle a Angus que suba con él a su despacho cuando los teléfonos comienzan a sonar de nuevo.

¿El mundo exterior se está poniendo de acuerdo para interrumpir su trabajo? El auricular del teléfono está húmedo y conserva algo de su aliento.

– ¿Sí? -dice en un tono sibilante y cortante como un cuchillo.

– ¿Es eso la librería?

– Lo es, señora -responde suavizando la voz y la sonrisa, porque suena como una clienta ansiosa-. Woody al habla, ¿en qué puedo servirle de ayuda?

– ¿Está nuestra hija ahí? ¿Está bien?

– Todos estamos bien. ¿Con quién quiere hablar?

– Le gusta que la llamen Anyes.

– No fue idea de usted entonces. Una rebelde, ¿no? -¿Por qué no le sorprende que esta última intrusión tenga que ver con Agnes?-. En fin, sí, está aquí y tan bien como siempre.

– No se ha visto envuelta en ese horrible accidente de la autopista entonces. Acabamos de oírlo en las noticias. Pensamos que iba a llamar para confirmar que estaba bien.

– Eso no hubiera sido posible, lo siento.

– ¿Por qué no?

La voz de la mujer deja entrever sus nervios; mientras, mira a Woody con el ceño fruncido, como si oyera a su madre.

– Política de la tienda. Nada de llamadas a no ser que sean parte del trabajo -replica Woody, haciendo todo lo posible para no usar palabras que inciten a Agnes a la sospecha.

– ¿No cree que eso es un tanto inflexible? Es como encerrar a todo el mundo hay dentro.

Ahora entiende de donde le viene a Agnes su actitud.

– Yo no inventé esa regla, señora -se limita a decir-. También me afecta a mí.

– ¿Entonces está de acuerdo conmigo, verdad? Debería hacer algo al respecto, ya que es el encargado. Si le parece voy a hablar un momento con Agnes.

– Me temo que eso no es posible.

– ¿Qué tiene contra ello? Acaba de decir…

– Ocupados. Lo estaremos toda la noche. La tienda al completo se está preparando para un acontecimiento, y las personas que deberían estar ayudando no lo están haciendo. No se preocupe, puede confiar en mí. Todo el mundo estará a salvo conmigo a su cargo.

– Aun así me gustaría hablar con mi hija -insiste la mujer, parece que ni sus argumentos ni su sonrisa la han convencido.

– Como le he dicho, no es posible. Por favor, no lo vuelva a intentar. Yo mismo me ocuparé de todas las llamadas.

Se siente más observado que nunca. Como si bajando la voz hubiera atraído sobre él la atención de una gente que ni siquiera ve. Agnes arruga el ceño en su dirección, al tiempo que se agacha lo mínimo posible para coger un libro. Cuando su madre emite un suspiro enrabietado e incrédulo, Woody cuelga el teléfono.

– Quiero verte en mi despacho, Angus -grita a la vez que la salida de la sala de empleados se abre gracias a su tarjeta.

Desde el despacho también puede ver a Agnes. Al observar al lento y cabizbajo Angus cruzar la sala para acudir a su requerimiento, advierte su mano apoyada sobre el teléfono del mostrador.

– Mantengamos nuestras mentes ocupadas en nuestra labor de esta noche, ¿puede ser? Hablad conmigo si tenéis que hacerlo con alguien. Ahora mismo no necesitamos a nadie salvo a los que estamos aquí.

Le gratifica ver a Agnes apartando la mano del aparato, como si este la hubiera acusado, notando sus intenciones. Cuando lanza una mirada de odio hacia el techo, Woody siente las esquinas de su boca alzarse, componiendo la expresión contraria a la que Agnes lleva de vuelta a sus libros. La invitaría a sonreír si no tuviera que ocuparse de Angus, que se aventura en la oficina con una sonrisilla dubitativa.

– No crees en la necesidad de compartir tus encuentros con la tienda, entonces -dice Woody, y la sonrisilla no sabe si encogerse o mostrar perplejidad.

– Encuentros con la tienda -repite Angus, y más tontamente si cabe, pregunta-: ¿De qué clase?

– No con la tienda -aclara Woody, siéndole difícil entender como alguien tan estúpido puede trabajar en Textos-. Con el hombre al que conociste -dice a través de su sonriente dentadura-, mientras se suponía que estabas haciéndonos publicidad.

– Te refieres a ese hombre, como llamarlo… -intenta pensar Angus durante demasiados segundos-. El historiador.

– Yo no lo llamaría así, no. Más bien le llamaría hijo de puta entrometido, y quizá tú puedas decirme por qué estaba merodeando por aquí.

– Tengo la sensación de que era por Lorraine.

– Enfermo además de entrometido, por lo que parece. Buscando material para usar en su próximo libro, o quizá para el que trata de Fenny Meadows, si alguna vez vende lo bastante como para reeditarlo.

– No hablaba solamente de Lorraine. Quería contarle a alguien lo sucedido en Fenny Meadows.

– Sí, ya me contó esa historia. No me sorprendería que se hubiera inventado algunas cosas. ¿Sabes lo que es mucho más importante? Lo único que dijo de utilidad fue que no pusiste la publicidad en los coches, tal como te dije que hicieras.

– Los puse en algunos. Pensé que la mayoría de los folletos eran para las tiendas.

– ¿Creíste que sabías más sobre cómo ayudar a la tienda que yo, verdad? Hay demasiados pensamientos cruzando las cabezas de la gente por aquí -dice Woody, y se siente tonto al hacerlo, pues no entiende muy bien qué ha querido decir-. En el futuro -continúa-, supongo que aprenderás a hacer simplemente lo que se te dice.

– Se me terminaron.

Dios santo, ahora incluso se atreve a discutir. Woody pensaba que era una de las personas en las que podría confiar para que se implicaran con el equipo.

– Vale, pues haz eso mismo -ordena Woody, más que sugiere, pero solo obtiene una tonta mirada interrogativa por parte de Angus-. Terminar. Ve a terminar de colocar.

Tener que explicarlo parece quitarle todo atisbo de ingenio al comentario. Le da la espalda a Angus, como preparándose para observarlo desde el monitor. Tiene una idea clara de lo que viene ahora, y no se equivoca. Apenas ha regresado Angus a la sala de ventas, Agnes se le acerca para preguntarle sobre la conversación. Espía el intercambio, carente de sonrisas, y mueve la boca imitando las palabras que cree que están diciendo, hasta que se da cuenta de que están malgastando su tiempo, y lo que es peor, el de la tienda.

– ¿Podemos dejar las charlas para los descansos? -dice a través de los altavoces. Cuando Angus se retira, culpable, camino de sus estanterías y Agnes lo observa alejarse dejando patente su frustración, Woody añade-: Connie, ven a mi despacho.

Quizá queda claro por su tono que no la está llamando para un encuentro amistoso, pero no entiende por qué Jill la mira cumplir lo ordenado con la sonrisa más amplia que se le ha conocido hoy. Contempla a Connie perderse de vista por la zona inferior derecha de la pantalla.

Cuando oye pasos en las escaleras no puede evitar sentirse confundido por su progreso; casi imagina que alguien no identificado se dirige a la habitación. Salta de su silla, que se queda dando vueltas, y se apresura hacia la sala de empleados, a donde llega al mismo tiempo que Connie. Parece sorprendida de encontrárselo allí de repente.

– Estaba colocando -dice a la defensiva-. ¿Quieres que siga?

– ¿No crees que eso va a requerir mucha letura por tu parte?

Parece dispuesta a reírse, de hecho empieza a hacerlo.

– ¿Cómo?

– Me acabo de enterar de que no sé cómo llevas tus leturas.

– Bastante bien, cuando tengo tiempo. Yo no hablo así, ¿verdad?

– Para trabajar en la tienda te tienes que llevar bien con la letura, ¿verdad? O quizá lo llamarías tabajar.

– Para ser honesta contigo, Woody, si es una broma no la entiendo.

– Tampoco lo etiendes, entonces. Pues ya somos dos. ¿Por qué no le echamos un vistazo a tu folleto?

Connie mantiene las manos y los labios rosados levemente abiertos, de un modo que, según sospecha Woody, siempre ha usado para llamar la atención desde pequeña.

– Están todos repartidos. Bajo y cojo uno.

– No es necesario. Lo tengo aquí preparado -dice Woody, y cuando Connie reacciona frunciendo el ceño como si se le hubiera pinzado un nervio en la frente, se le ensancha su sonrisa-. Puedes ponerlo en tu ordenador también. Adelante, que tu pantalla lo escupa.

Se mueve a su zona del escritorio de la oficina apenas lo bastante deprisa para que no haya que decirle que está perdiendo el tiempo. Una superficie grisácea, plagada de símbolos tan vagos que no son más que manchas sin significado, aparece en el escritorio de Windows. Utiliza el ratón, un objeto pálido y sin forma en el cual ha dibujado unos bigotitos, para buscar entre sus archivos.

– ¿Qué quieres mirar? -murmura cuando el texto publicitario va apareciendo en pantalla y se estabiliza.

– Fíjate bien.

Lo hace, antes de soltar un suspiro que parece lo contrario al aire que acaba de respirar.

– Oh, Dios, no. Estás de broma.

– Yo no, no. ¿Y tú?

– ¿Qué me pudo impedir ver eso?

– ¿Sabes? Me he hecho la misma pregunta.

– Lo digo en serio. ¿Qué pudo ser? Nunca he sido tan descuidada. No creo que nadie haya tenido nunca razones para pensar que lo fuera. Atolondrada puede, pero así me gusta ser con la gente -dice haciendo una pausa para esperar una reacción de Woody, ya sea de conformidad o de ánimo; al no conseguirla añade-: Hay algo en este lugar que empieza a no gustarme nada.

– ¿Sabes qué? Tengo el mismo sentimiento sobre las personas que no son fieles a la tienda.

– ¿Fieles en qué sentido? ¿No incluye eso decir las cosas que consideras que van mal? -suplica, y no es una muestra de su frustración, sino que rezuma una especie de nerviosismo triunfal-. ¿Qué es esto?

Su mirada parece estar escondiéndose detrás del ordenador.

– ¿No será una sombra? -dice con la suficiente impaciencia para torcer su sonrisa.

Echa el teclado a un lado y aleja el monitor de la pared. A Woody le recuerda a alguien levantando una piedra para ver qué hay debajo. ¿Trata de distraerle de la palabra incompleta en la pantalla? Ahora le gustaría haber tenido esta reunión abajo, aunque hubiera sido muy embarazoso para Connie; está perdiendo tiempo que podría haber utilizado para colocar. De hecho, ha expuesto una mancha de la pared, pero Woody no se impresiona.

– Alguien no se lavó las manos.

– También está aquí.

La parte trasera del monitor luce la huella de otra mano, o quizá de la misma. En ambos casos la longitud y medidas de los dedos son mucho más variadas de lo que deberían de ser las de una mano normal. Woody está a punto de fruncir el ceño cuando la explicación aparece claramente en su mente.

– El tipo que trajo los ordenadores llevaría puestos unos guantes.

– ¿Sí? ¿Le viste? Todavía está húmedo -protesta antes de que Woody le asegure que sí llevaba guantes, aunque no lo recuerde, y ponga el monitor de nuevo en su sitio.

Woody pone la mano en la marca y no siente nada salvo plástico y quizá un tacto algo arenoso.

– Ya no -dice, y empuja el monitor hacia la pared.

– ¿Hemos decidido que quieres que vuelva a colocar? -parece desear Connie.

– Claro, cuando arregles tu error, e imprimas unas cuantas copias para enseñárselas a nuestros visitantes de mañana.

Parece asustada de que algo vaya a salir de debajo del escritorio a enredar con el ordenador.

– Dios, yo lo haré… -dice Woody con tanta rudeza que le duelen los dientes.

Teclea la letra que faltaba, guarda el documento, y dispone la impresora para que haga cincuenta copias. Entretanto, contempla a varias figuras grises agachándose y levantándose en el monitor de seguridad. Se dirige a las escaleras, a un paso que pretende hacer que Connie le siga, pero ella coge un folleto y lo mira.

– ¿Estamos seguros de que está bien? Ya no creo poder ser capaz de saberlo.

– ¿Quién consideras que es responsable de ello?

Connie menea la cabeza y agita las manos a los lados de esta, quizás apremiando a su cerebro a que sea consciente de lo que la rodea. Woody coge el primer folleto del montón que ha escupido la impresora. Para cuando ha terminado de analizar la pegajosa hoja, esta se ha enfriado, aunque probablemente no haya llegado a mojarle las manos.

– No veo ningún problema -le informa.

– ¿Se lo preguntamos a alguien más?

– ¿Por qué iba a querer hacer eso?

– Por si hay algo que ninguno de los dos vemos.

– Veo muchas cosas. Principalmente cómo se va a malgastar la noche si no estoy todo el tiempo encima de cierta gente.

Sus labios se entreabren, para protestar o porque se da cuenta de que está incluida en esa aseveración, y los vuelve a apretar hasta que se le quedan pálidos.

– Bueno, volvamos a colocar -dice Woody, y le sostiene la puerta para que obedezca. La sigue abajo para que vaya más rápido y se incorpora velozmente a los estantes de Vida Salvaje, donde ordena los libros y descarga el carro con tal rapidez que un libro se cae al suelo; sus hojas se abren y muestran la fotografía de unos chimpancés en la jungla dando una paliza de muerte a uno de sus congéneres. Empuja el carro camino del montacargas, y está poniendo los libros en su lugar cuando Agnes se le aproxima.

– ¿No es momento de que comencemos a tomarnos nuestros descansos?

– ¿Ha trabajado alguien tanto tiempo como para eso? -dice mirando el reloj; no queda en absoluto satisfecho al comprobar que queda menos de media hora para que cierre la tienda-. Supongo que lo dices sobre todo por ti -le dice.

– Alguien tiene que ser el primero.

– Alguien tiene que dar ejemplo, claro. Eh, espero que haya una sonrisa ahí escondida en alguna parte. Vale, cuanto antes tengas tu descanso, antes volverás al trabajo. Vamos a asegurarnos de que sean solo diez minutos.

Debería ser consciente de que empiezan a contar a partir de ahora, ya que estaba tan impaciente, pero se demora en preguntar:

– ¿Has llamado a alguien respecto a Gavin?

– He hecho todo lo necesario.

– ¿Y?

– Tendremos noticias a su debido tiempo.

Ni siquiera ella se atrevería a llamarlo mentiroso. En cualquier caso no deja de ser la verdad. Se contenta, esa es la palabra, con dedicarle una mirada desafiante que no es digna rival para su sonrisa. Cuando se aleja hacia la sala de empleados, duda que tenga tiempo para tomarse un café que la espabile un poco. Quizá pueda concederle un par de minutos adicionales si eso la ayuda a trabajar mejor a la vuelta.

– ¿Tiene alguien un móvil que me pueda prestar? Pagaré la llamada -surge su voz desde las alturas.

Woody va corriendo a la oficina y la encuentra observando los monitores de seguridad desde la puerta de su despacho. ¿Es posible que se haya atrevido a usar su extensión?

– ¿Quién te ha dado la idea de que puedes usar los altavoces para esa clase de mensaje? -Se siente profundamente molesto por tener que preguntarlo.

– Es más rápido que ir preguntando de uno en uno. Creí que querías que ahorráramos tiempo.

– ¿Y a quién piensas llamar?

– A mis padres para que sepan que estoy bien y duerman tranquilos. No creo que nadie puede poner ninguna objeción a eso si estoy en mi descanso y no uso ninguno de los teléfonos que la tienda quiere que se reserven solo para ella.

Siente calor y frío, por la carrera y por la ira. ¿Puede creerla? ¿Y si planea llamar a la policía respecto a Gavin y crea más inconvenientes? Está sopesando la idea de ponerla en su lugar, si eso significa algo para una británica como ella, cuando la voz de Ray surge de los altavoces.

– Si no es una llamada demasiado larga, Anyes, puedes usar el mío.

– Ahí lo tienes, Ray cree que tiene derecho a usar los altavoces -informa Agnes satisfecha, corriendo por las escaleras.

Woody siente sus ojos tan hinchados que casi cree que le ha picado algún insecto. Coge el teléfono de su despacho y manda su voz al aire.

– Que todo el mundo sea consciente de que los teléfonos se usan únicamente por el bien de la tienda.

Esto parece reactivar el interés de Ray en el montón de libros a sus pies, mientras Agnes surge por la parte inferior de la pantalla y se acerca a él, según muestra el cuadrante superior izquierdo. Ray se saca un móvil de su chaqueta con una rapidez que Woody considera sospechosa. Woody baja las escaleras de dos en dos, para seguir colocando y asegurarse de que Agnes no se pasa con su descanso. Ha salido afuera para llamar, pero vuelve a tiempo. Es solo cuando merodea cerca de Ray que Woody siente que tiene que inmiscuirse en su conversación. No hablan sobre Gavin; Ray se está quejando.

– Quería que mi mujer se mantuviera en contacto. Seguramente estará despierta casi toda la noche con el bebé.

– De verdad que no sé qué ha pasado. Solo lo encendí y marqué el número.

– Lo recargué esta mañana -Ray pulsa un botón, pero el aparato no responde-. Muerto -tarda un poco en informarle.

– No consigo entenderlo. No te hubiera dejado sin teléfono a propósito, espero que no creas eso -dice, y levanta la voz para dirigirse a los demás-: ¿Alguien más tiene un teléfono?

– ¿Para que también te lo cargues?

– Para que no tengamos que depender de la tienda.

– Supongo que eso es lo que todos deberíais hacer -le dice Woody a todos.

Nigel había levantado la cabeza, pero ahora se lo piensa dos veces antes de hacer la proposición que tenía en mente.

– Me dejé el mío en casa -admite Ross-. Ahora no tengo a nadie que me llame.

– Mi novio se llevó el mío -Jake está ansioso de que todos sepan.

Greg lo mira con desprecio y luego se vuelve, no con mucha mayor simpatía, hacia Agnes.

– Me sorprende que no tengas uno propio.

– No me lo traje. Pensé que podría confiar en la tienda, tal como nos dijeron. ¿Estás diciendo que puedes prestarme uno?

– No entiendo cómo puedes pensar que iba a hacer eso, bajo ninguna circunstancia.

Woody es consciente de que ninguno de los dos va a apartar la mirada hasta que lo haga el otro. De repente, advierte a los dos hombres calvos de los sillones, y piensa cómo le recuerdan los libros abiertos en sus regazos a las pizarras con las que puntúan los jueces de un concurso.

– Te quedan un par de minutos, Agnes -dice.

– Quizá tendría que dejar de intentar llevarme bien con gente así. Quizá debería dejar de trabajar antes de que cerréis.

– No puedes dejar de trabajar cuando no hay trabajo -apunta Mad, sacando un libro de la sección de Adolescentes.

Le gustaría creer que está intentando animar a Agnes, pero Woody podría haber pasado sin esa interrupción y sin la siguiente de Greg.

– Puedes hacerlo mientras seas consciente de que estás dejando tirados a todos tus compañeros, Agnes.

– Vale, Greg. Yo me encargo de esto.

– Greg quiere hacerte creer que solo le importa este lugar -dice Agnes-. Le importa mucho más que las personas que estamos aquí, de todos modos.

– Estoy seguro de que alguno de vosotros le importa profundamente -dice Jake.

Una risilla escapa de Nigel, y los estantes sobre los que está arrodillado no pueden ocultarla. Greg mira a Woody con una mirada acusatoria que lo incita a intervenir. No tiene derecho a enfrentarse así a Woody. Nadie lo tiene, y el modo de recordárselo a todos es zanjar la actual crisis.

– Agnes, tu tiempo ha terminado.

– Me estás diciendo que me vaya.

¿De verdad cree eso? Le hacen sentir como si sus palabras tuvieran que navegar por un medio inhóspito para alcanzar su destino, y cuando lo hacen, llegan ir reconocibles.

– Correcto -dice-. Que vayas a colocar.

– Me estás pidiendo que me quede.

No está siendo lo bastante lista si está tratando de convencerse a sí misma, o a alguno de los que están atentos a la disputa, de que ha ganado.

– Estoy seguro de que todos aquí queremos que te quedes -dice Woody para que lo oigan los demás.

Se da cuenta de que debería haberlo dicho de otro modo cuando los dos hombres de los sillones alzan la vista hacia ella con unos ojos carentes de toda expresión. No ayuda que nadie más la esté mirando. Tras una pausa que tuerce la sonrisa de Woody, Agnes dice:

– Quizá hay gente a la que no debería cargar de más trabajo.

Una vez que se digna a volver a colocar, se dirige a los estantes de Gavin. La confrontación le ha dejado la cabeza confusa. Los libros que sostienen los hombres calvos en sus regazos le han empezado a recordar a las placas de identidad de una foto de archivo policial, especialmente cuando piensa en el aspecto que deben de tener en los monitores de seguridad. Se está comenzando a preguntar si la inmovilidad de los hombres distrae o infecta a los empleados. ¿No son sus movimientos demasiado lentos? Trata por todos los medios de darles ejemplo colocando el equivalente a un estante completo, y entonces mira su reloj.

– Textos cerrará en quince minutos -grita-. Por favor, lleven sus últimas compras al mostrador.

Los hombres sentados parecen ajenos a que el anuncio puede también estar dirigido a ellos. Woody coloca con ruidosa rapidez durante otros quince minutos. Cuando esto falla, usa el teléfono cercano a Reptiles para declarar:

– Textos cerrará en diez minutos.

Tampoco esto da resultado, ni colocar libros con tanto vigor que se corta los nudillos con el filo de las estanterías. Antes de que su próximo anuncio esté cercano, se ve obligado a consultar su reloj mientras se chupa el dedo magullado. La otra mano se cierne como un insecto amenazando los botones del teléfono, y cuando al fin ataca, se siente liberado.

– Textos cerrará en cinco minutos -dice, y los altavoces repiten su mensaje-. Por favor, que los clientes se dirijan a la salida. La tienda abrirá mañana a las ocho.

La sedente pareja podría pasar por dos estatuas en un museo; solo les falta la ficha explicativa. Está considerando cuánto tiempo darles antes de volver a recordárselo cuando ve a Nigel acercarse para murmurarles algo. Sus cabezas se alzan una pulgada o dos, pero eso es todo. Poco después, Ray se une a su compañero sin conseguir otro resultado distinto a más murmullos. Demasiados empleados están ahora más interesados en aguzar el oído que en archivar, lo cual le da motivos a Woody para intervenir.

– Miren, ya les hemos dicho que no es nada personal -está diciendo Nigel-. Tenemos que cerrar, eso es todo.

– Él dijo que no os ibais a casa -replica uno de los hombres.

– No debería habérselo dicho. No sé por qué se lo dijo.

– ¿Le estás llamando mentiroso? -dice uno con un repentino entusiasmo.

– No le estoy llamando nada. Simplemente les estoy pidiendo amablemente que nos permitan cerrar, igual que él ha hecho antes que yo.

– Cerrad cuando queráis.

El otro hombre se ríe o gruñe antes de añadir:

– Veamos quién es más amable, si tú o tu amigo.

En lugar de eso, Ray y Nigel se vuelven aliviados hacia Woody, lo que provoca que los hombres muevan la cabeza un centímetro o dos en su dirección. Sus rostros no tienen vida, y sus ojos tan poca expresión como la niebla.

– Han traído a otro de sus amigos -informa el hombre de la izquierda, dirigiéndose a todo el mundo, o a nadie en particular.

– Se ve que es el líder de la banda.

Siente como si su inercia le hubiera cubierto en una pegajosa tela de araña.

– Mis empleados se lo han pedido amablemente -dice con una sonrisa que necesita esfuerzo para mantener-. ¿Les importaría irse, por favor?

– No estorbamos a nadie -dice el hombre de la derecha.

– Estamos a gusto, los dos -dice su secuaz.

– Estamos cerrados al público. El seguro no cubre a nadie que no sea empleado.

Woody está casi seguro de que es así, pero los hombres lo miran como si tuvieran la certeza de lo contrario.

– No nos importa que nos llame público -se queja uno de una manera algo oscura.

– Nos hemos pasado aquí todo el día. Merecemos algo de crédito.

– ¿Han comprado algo? -quiere saber Nigel.

A Woody le da la impresión de que Nigel está intentando impresionarle para arreglar el hecho de que no ha sido capaz de echar a los hombres. Ray también hace lo propio.

– No parece que lean mucho.

– ¿Quién dice que haya que leer para estar aquí?

– No todos vosotros sabéis leer. El que rompió el libro y se lo metió al otro tipo por el gaznate no sabía leer y trabaja aquí.

– Ya no -dice Woody, aunque se da cuenta inmediatamente de que no había necesidad de hacerlo.

– Podríais estar todos igual, por lo que sabemos.

– Léenos una buena historia para dormir y quizá te dejemos en paz -le dice a Nigel el de la izquierda, ignorando a Woody.

– Y tú nos lees otra -le dice su cómplice a Ray.

Ray y Nigel se dan la vuelta, ya no evitan mirarse a la cara, y ven llegar a Frank. El guardia ha tardado demasiado, teniendo en cuenta que solo defendía la puerta de la niebla.

– Cuidado, vienen refuerzos -apunta el hombre de la izquierda.

– Y más si hace falta -desafía Greg mientras deja un libro sobre un estante y va al rescate.

Los hombres mueven sus cabezas, regodeándose en su lentitud.

– ¿Vamos a pelear? -desea uno entusiasta.

– Si insisten -dice Woody antes de que hable nadie más-. Con la ley, si no se van ahora mismo.

Quizá la última frase era demasiado pretenciosa. Incluso su sentido parece tomarse su tiempo para calar en los hombres.

– De verdad quieren que salgamos de aquí -necesita que le confirmen el hombre de la derecha.

– Lo han entendido. Eso queremos.

– Estarán toda la noche atrapados aquí solos -apunta su acompañante.

– Supongo que viviremos.

– Bien, sabemos cuando no se nos quiere.

Antes de levantarse del sillón izquierdo, el hombre deja transcurrir una innecesaria cantidad de segundos.

– Eso sabemos, sí -murmura su compañero, y se incorpora también, causando el mismo sonido de cuero humedecido despegándose.

Frank les escolta por el pasillo de Poesía, Woody los observa vigilante junto a Greg, y Ray y luego Nigel se incorporan a su espalda. Conducen a los hombres al exterior de la tienda, sin sobrepasar el denso muro de niebla que se eleva hasta los focos del complejo rodeándolos en sus tinieblas.

– No creáis que los moscardones iban a darse mucha prisa en llegar aquí -dice uno de los hombres cuando pisan el felpudo de «¡A leer!».

– Se refiere a la policía -Nigel le murmura a Woody.

– Ya no habrá razón para que los llame, ¿verdad que no? Buenas noches -dice al despedir con la mano las lentas espaldas de los hombres, y cierra la puerta.

Los hombres se giran y miran como echa la llave. No han dejado de mirar, cuando sus pies comienzan a adentrarse en la niebla. Pronto, esta diluye las figuras y rodea su contorno, achatándolos hasta ser absorbidos por la palidez del ambiente.

– Tú nos has conducido a esto, Ray -le murmura Nigel a Ray mientras Woody comprueba por última vez que han desaparecido.

– Me gustaría saber qué he hecho mal.

– No tenías que darles tanta información solo porque preguntaran si nosotros también nos íbamos.

– Eso se llama amabilidad, Nigel. Así actuamos a este lado de la carretera, ¿y no se supone que debemos estar abiertos a todo tipo de público? Esa es la rutina, ¿verdad Woody?

– Supongo que no puedo discutir eso.

– Si alguien la cagó fuiste tú al darles la espalda.

– No tengo quejas sobre el modo en el que trato a la gente. No espero tampoco recibir ninguna.

– Quizá es porque no eres de por aquí.

– Diría que habría que ser muy estúpido para reaccionar así.

– ¿Por qué? ¿No se nos permite destacar cuando alguien habla de modo diferente al nuestro?

– De un modo más gramatical, te refieres.

– Lo próximo que dirás es que soy lelo, como resultó ser alguien que yo me sé.

– Eh, yo hablo de una manera mucho más peculiar que cualquiera de vosotros -interviene Woody-. Asegurémonos de que no tengamos distracciones, ahora que ya estamos solos. -Y así cierra la polémica sin necesidad de que tenga que dejarles en evidencia delante de los demás. Todavía tiene el control, y eleva su voz hasta que llena toda la estancia-. Bueno, pegaos todos a la pared.

Nadie lo hace, ni siquiera Greg; Ray y Connie parecen estar deseando intercambiar una mirada.

– Acercaos a las paredes, tan lejos como podáis -dice Woody, cogiendo el teléfono más cercano del mostrador para darle incluso mayor potencia a su voz-. ¿Lo pilláis ahora? Mirad bien, ahora que no hay nadie más en la tienda.

¿Está Agnes haciéndolo lentamente a posta aprovechando que está cumpliendo una orden? Cuando la observa, nota su piel pasar del calor al frío, y los ojos rojizos, como por una erupción. Al tiempo que Agnes llega a la sección de vídeo, Woody consigue relajar el agarre en el teléfono, el cual ha estado crujiendo en su oído como una estructura a punto de derrumbarse.

– Bien, quedaos donde estáis y mirad a vuestro alrededor.

Al principio no entiende por qué muchos de ellos parecen sentirse insultados, y luego sonríe para sí y, por supuesto, para ellos.

– Os hago una pregunta, ¿está la tienda despejada? -dice, y el teléfono amplifica su voz.

– Despejada -exclama Greg, seguido de un coro formado por las voces de los demás; Woody ve sus bocas moviéndose.

– Bien, Bien. Ahora sonreídles a las personas que veáis -ordena Woody, y sostiene su sonrisa unos segundos en cada uno de los empleados-. ¿Alguno recibió menos de las que creía merecer? Entonces asegurémonos de mantenerlas durante toda la noche.

Frank carraspea desde los arcos de seguridad.

– También tenemos una sonrisa para ti, ¿verdad chicos? -dice Woody, y la tienda obedece.

El guardia se da la vuelta antes de que ninguno de ellos acabe de sonreír.

– Me voy a casa, entonces -masculla, frotándose una mejilla enrojecida. Frank se aleja de la puerta mientras Woody teclea la combinación, como huyendo de la niebla en la que va a tener que adentrarse si quiere salir de allí-. Buena suerte -dice, tan alto que no puede estar dirigiéndose solo a Woody, quien a su vez piensa que no se dirige a él en absoluto.

– No la necesitamos, ¿verdad? -responde a gritos, una vez que la puerta está bloqueada y Frank se aleja en la niebla, arrastrando su difuminada figura por ella. Su sombra repta bajo él y se esfuma en la resplandeciente acera cuando dobla la esquina de la tienda. Pronto, una tos gigante y apagada se oye tras el edificio, y la motocicleta traquetea hacia el exterior del complejo comercial.

Poco después, el sonido, similar a un gran carraspeo, no es más intenso que los violines que suenan por los altavoces y estos parecen luchar por silenciarlo.

– Bueno, ahora solo queda el equipo -grita Woody-. Todos de vuelta a vuestros puestos. Vamos a ver de qué somos capaces esta noche.

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