– Sigue así, Greg. Vas a entrar en la historia de la tienda. Ojalá pudiera estar contigo. Si hay algo que pueda hacer, no tienes más que decirlo.
Greg no va a pedir un descanso. Si Woody no considera que haya tiempo para eso, ¿cómo va a mostrarse en desacuerdo? Demasiados empleados han sucumbido a la debilidad para que ahora lo haga él. Se inclina para coger libro tras libro, y los sostiene cerca de su cara para descifrar el nombre del autor y el título. Otra docena y podrá desplazarse a las estanterías de enfrente y al fondo, junto al escaparate. Se agacha en la penumbra para colocar Khan, cuando Woody dice:
– ¿Qué hice mal, Greg? Aconséjame sobre eso si puedes.
Greg tendría que abandonar su tarea para hacerlo, y Woody no querría escucharle decir que debería haber escogido mejor al personal. Al tiempo que Greg le encuentra al libro un lugar entre su tribu, Woody continúa:
– Vale, déjame decirlo. Supongo que serás demasiado modesto para admitirlo, pero debería haber contratado a más tipos como tú. Es una pena que no pueda clonarte y tener un cargamento de Gregs.
Greg levanta el siguiente libro (King, un estante por encima del anterior), y se permite una mueca supuestamente humilde en el trayecto hasta su colocación.
– Eh, concédete una sonrisa -le urge Woody a tan poca distancia del teléfono que la enorme voz se distorsiona-. No me importaría ver unas cuantas.
Greg le envía una y vuelve a concentrarse en la masa de obras de King que ocupa tres estantes.
– ¿Otra quizá? Me estoy sintiendo solo aquí arriba -exclama Woody cuando todavía no ha identificado dónde van las mil páginas que tiene en las manos.
Sus palabras y la cercanía de su voz empiezan a incomodar a Greg. Es incapaz de separarlas de las oleadas de calor y frío que le inundan cada vez que hace un esfuerzo. Al agacharse o estirarse, el dolor en sus magullados hombros se le extiende por la nuca, donde se golpeó con el suelo. Quizá Woody no vio que fue derribado por nada menos que Jake. Greg espera que no. Ciertamente, no va a comentarlo con él, y menos a su padre, que seguramente llegaría al fin a la conclusión de que Greg no merece ser llamado hijo suyo. Para Greg es bastante saber que ha vencido en su papel de hombre contra la chusma. Fuerza una sonrisa y la dirige al techo antes de seguir buscando un hueco para el libro.
– No lo hagas solo por mí -dice Woody-. Estoy seguro de que también puede valerte.
Greg se esfuerza por sonreír cuando encuentra más de King a sus pies. Por supuesto está a favor de la monarquía, [6] lo estaría más si el rey fuera un hombre, pero la repetición de la palabra parece restarle todo su significado. Quizá es culpa de la penumbra, que le afecta a los ojos. Gira los libros poniendo la portada a la vista para dejar espacio a nuevos ejemplares.
– No respondiste a mi pregunta. Me haces sentir inútil. -Con un libro en cada mano, Greg dirige la mirada a la oscuridad, donde casi es capaz de visualizar a Woody bufando, y abre los brazos pretendiendo indicar que no comprende-. Es cosa mía buscar una manera de ayudar, ¿eh? Vamos a intentar una cosa.
Cuando empieza a cantar, Greg no reacciona hasta que ha colocado ambos volúmenes en el estante. Para entonces, Woody ha repetido «Goshwow, gee and whee, keen-o-peachy» varias veces, aunque no siempre melódicamente. Greg sonríe con todas las energías que puede reunir y agita las manos a ambos lados de su cabeza para espantar de ella el comportamiento de Woody.
– Sabes, ya que estamos solos supongo que puedo decirte que pareces un trovador con esta luz -dice Woody-. Acompáñame si quieres.
Greg menea la cabeza al tiempo que se agacha a recoger libros, y siente la insustancial y pegajosa carga de la voz de Woody empujándolo hacia abajo. Woody ha dejado de cantar, ¿pero por cuánto tiempo? Greg aguanta la respiración temiendo que vuelva a hacerlo.
– ¿No? No dejes que te distraiga de tu trabajo. Si necesitas algo, grita, eso es todo lo que pido.
Lo que necesita Greg es no colocar solo. Agita las manos señalando los estantes cercanos.
– ¿Qué? -pregunta Woody-. Háblame.
Greg se pone en pie con un par de libros de King y vocaliza la palabra «Angus» mirando al techo.
– No lo pillo -se queja Woody.
Greg se acerca al mostrador, donde suelta los libros junto al teléfono y descuelga el auricular.
– ¿Necesita Ray aún a Angus? ¿No puede intentar él salir por la otra puerta?
– Si quieres prueba de nuevo a intentar abrir la puerta tras la que están.
Es como estar al cargo en la planta inferior. Greg no sabe cuánto hace desde que no se sabe nada de sus compañeros. Ray debe de haberle dicho a Angus que se mantenga callado o lo ha enviado a empaquetar. Greg recoloca el auricular y persigue a su sombra, anónima y estirada por la penumbra. Le molesta la necesidad apremiante de mirar por encima del hombro, pero la salida está al descubierto desde que los desertores escaparon, aunque ha bloqueado el camino como ha podido usando dos carros vacíos. No puede evitar sentir que algo malicioso merodea a su alrededor; quizá por eso es incapaz de discernir el orden de los libros o ni siquiera de recordar quién se encargaba antes de ellos.
– Ray, ¿puedes hacernos saber en qué fase estás? -grita a unos metros de la salida de la sala de empleados.
Aparte de sus pasos, solo hay silencio. Comprende que Ray debe concentrarse, pero no implica que tenga que ser maleducado. ¿Y si se ha dormido y Angus también? Greg toca en la puerta con el dorso de la mano por si alguien necesita que le despierten.
– ¿Me responde alguien, por favor? -grita apoyando la oreja contra la puerta.
Al momento escucha un sonido repetitivo, pero no puede identificarlo. Por mucho que se parezca a agua goteando, debe de estar relacionado con los fusibles.
– Angus -vocifera-. Queremos saber si estáis en un aprieto.
Debido al lugar donde se encuentra, gran parte o incluso toda su voz parece permanecer fuera del alcance de la puerta. Sin embargo oye movimiento, y aguza los sentidos para tratar de interpretarlo.
– ¿Qué pasa? -pregunta Woody.
Greg vuelve al teléfono y descuelga el auricular. Le distrae la impresión de que los libros de la sección infantil están tan desordenados como Madeleine decía que estaban. Hay demasiada oscuridad para poder afirmarlo con certeza, y si están desordenados sospecha que no es culpa de nadie más que de ella misma.
– Aquí estoy, Greg. No estás solo -salta la voz de Woody antes de que encuentre en la oscuridad el botón para conectar con él.
– Supongo que los dos están ahí, pero no he obtenido respuesta por el momento.
– Ray o Angus, Greg está solo en la sala de ventas. Necesita saber que estáis ahí. -Woody expande su voz por toda la tienda.
Greg no lo hubiera expresado de esa manera, y no le hace feliz la respuesta que conlleva. Los movimientos tras la puerta sugieren que alguien vuelve a la vida desde la tierra; el ruido de pies arrastrándose no solo no parece tener rumbo, sino que es desagradablemente blando. La mejor explicación que Greg puede encontrar, aunque difícil de aceptar, es que Angus se está levantando del lugar donde estaba echado.
– Bueno, no te quedes ahí -le exhorta Woody-, acércate a la puerta.
Greg está a punto de repetir esas mismas palabras antes de darse cuenta de que iban dirigidas a él. Si bien no le agrada que le metan en el mismo saco que a Angus, no sería correcto demostrarlo.
– Greg está ahí ahora, Angus. A ver si los dos podéis abrir esa maldita puerta -dice Woody mientras regresa junto a la puerta.
Greg pasa su tarjeta por el lector y empuja la puerta con un hombro, provocando que el dolor le suba desde este hasta la nuca, pero no merecería ser empleado si no se esforzara. Corre contra la puerta y la empuja con las palmas de las manos sin ningún resultado. Trabaja totalmente solo. Al principio oye a Angus frotándose contra el otro lado de la puerta, con las dos manos quizá, porque la superficie que abarca es demasiado amplia para tratarse de su cara. ¿Está tan amodorrado que no puede encontrar la barra metálica? Ahora parece arrastrar los pies de un lado a otro, vagueando con deleite, haciendo tanto ruido que Greg piensa que Ray puede estar acompañándolo. Greg vuelve deprisa al teléfono para dar su informe.
– No hago progresos, y no tengo ni idea de lo que hacen los demás.
– Me oyes, ¿verdad, Angus? ¿Puedes hacer algo más para ayudar a Greg? -Tras una corta pausa, la voz de Woody se limita ahora al oído de Greg-. ¿Algo?
– Nada en absoluto.
– Eh, Angus, ¿por qué no ves si puedes llegar a la puerta junto al montacargas? Puedes comprobar cómo está Agnes.
El arrastre de pies se reanuda, aunque ahora suena a carne deslizándose por el suelo. Greg no se las ha arreglado para encontrarle una explicación al ruido cuando Woody se dirige a él, ya sin necesidad de teléfono.
– Hay mucho que colocar mientras esperas, Greg. Dale una voz cuando estés abajo, Angus.
Greg se controla para no volver airadamente a las estanterías con los libros del mostrador. No es una de las mujeres ni tampoco Jake. Caminando rápidamente pero con mesura por la sala de ventas descubre lo cansado que está realmente; lo bastante para ver unas figuras achaparradas corriendo por los pasillos o derrumbándose sobre sí mismas como gelatina gris. Es seguro que no ha apartado la atención de la entrada lo bastante para que se cuele alguien, y además, ningún intruso podría tener tal aspecto. Coloca los libros y el resto del monárquico montón para así poder regresar al final del pasillo junto a la ventana.
La iluminación carece de la fuerza que creía recordar, pero esa no es excusa para que aminore el ritmo; no hay excusas, como solía y suele decir su padre. Greg se agacha, se endereza y hace todo lo posible por encontrar el lugar adecuado para cada libro tan pronto como capta su atención. Aquí hay uno de Lamb, pero no es cosa suya sacrificarlo; solo Dios tiene derecho, porque era parte de Dios hecho carne. Aquí va uno de Lawy tres de Lawless, que resumen bien el estado del mundo. Aquí está Lone, [7] igual que Greg en este momento, sin razones para quejarse, su padre tiene que lidiar con dificultades peores en el cuartel todos los días. Greg también estaría allí, o en una patrulla en cualquier lugar del mundo si a su madre no le asustara tanto la posibilidad de que sufriera algún daño. Pensó que su padre apreciaría que ayudara a la gente a mejorar por medio de la lectura, pero hay pocos libros en la tienda que Greg recomendaría. Tendrá que expresar su opinión si Textos pretende promocionar a gente como Brodie Oates, hombres tan avergonzados de su sexo que quieren ser mujeres. Su padre y los demás hombres de verdad se han visto forzados a aceptarlos en las fuerzas armadas. Greg sabe qué tipo de fuerza se merecen, pero ¿es su expresión tan sombría como sus pensamientos? Cuando le sonríe al techo, no consigue ninguna respuesta de Woody. Se ocupa de más volúmenes; Mann, [8] que parece un hombre determinado a mostrar que es tal; Marks, que no Marx, para alegría de Greg; May, que podrías pensar que ha resurgido en el lenguaje. Piensa en un chiste que le gustaría contar («En estos días May debería colocarse bajo Can» [9]), solo para demostrar que tiene sentido del humor. Vuelve a mirar al techo, pero Woody no le interroga sobre lo que tiene en mente. Greg podría contárselo a Angus si este se molestara en llegar a la puerta junto al montacargas; ¿Cuánto tiempo piensa tardar Angus en hacerlo? La oscuridad no sería excusa para un soldado, ni tampoco para nadie. No es Angus el que hace a Greg devolver a May al montón de libros junto a sus pies, no obstante. Está seguro de haber visto un movimiento fuera, casi clandestino a causa de la niebla.
Planta las manos en la ventana y mira a través de su aliento en el frío cristal. Antes de que la niebla la oscurezca, distingue una luz difusa rondando por el aparcamiento. Ha estado tan concentrado colocando que ha olvidado estar atento a si venían los servicios de emergencia; quizá dudaba que los renegados llamaran. Se da la vuelta y alza el rostro para gritar:
– Por fin.
Woody no responde. Debe de haberse quedado dormido. Tratándose del jefe merece más descanso que el resto, y Greg se siente al mando. Ray y Angus tienen que haberle oído y parecen estar agitando sus brazos alegremente, saltando y causando un ruido sordo en cada aterrizaje, y lanzándose contra la puerta; Angus ya ha llegado a la otra. Greg puede pasar sin sus payasadas, sobre todo porque le ha distraído de lo que ocurre detrás del escaparate. Al mirar por el cristal se da cuenta de que las luces se han perdido en la niebla.
Corre hacia la entrada tan rápido que traspasa el dolor de sus hombros a la cabeza. Empuja los carros a un lado, y solo comienza a vacilar cuando llega al pavimento. ¿Qué es lo que suena igual que una gigantesca respiración en medio de la lóbrega niebla, como el vapor humeante de una bestia en busca de su presa? Al alejarse dejando un silencio expectante, entiende que solo pude haber sido el ruido de un vehículo que se ha detenido.
– ¡Aquí! -grita-. ¡Os hemos llamado!
Aparte de las tonterías de Ray y Angus, que han empezado a incomodarle más que a enfadarle, hay silencio. Supone que el conductor del vehículo está contactando con su sala de control, lejos de los oídos de Greg, pero eso puede que no ayude. Se pone las manos ahuecadas en la boca para gritar:
– ¿No me oye? Estamos aquí. La librería.
El motor resopla y al principio lo toma por una respuesta. Cuando el sonido remite teme que el conductor no lo haya oído.
– Woody, voy a por ellos -grita, señalando la niebla con ambas manos-. No parecen saber dónde encontrarnos.
Woody sigue dormido. Greg considera usar el teléfono, pero no quiere despertarlo de golpe. Además, el conductor podría alejarse durante ese tiempo precioso. No puede evitar sentirse ofendido por como Angus y, sí, Ray, le han dejado con toda la responsabilidad, pero demuestra que es capaz de sacarlo todo adelante. Bloquea la entrada con los carros y se aleja a toda prisa de la tienda, gritando a todo pulmón:
– Esperen. Voy por ustedes.
Oye una exhalación que debe de provenir de los frenos neumáticos, por enorme y ansiosa que suene.
– Eso son los frenos. ¡Espérenme ahí! -aúlla, corriendo por el asfalto. La niebla recorre el lugar como un enorme paño empapado y podrido desde el que los árboles cercanos se deshilachan; dos arbolillos y el tocón golpeado por el coche de Madeleine. Rodea el fragmento de césped crecido del que nacen los árboles. El ruido de frenos sonaba más allá de ellos, aparentemente también de los otros arbolillos que la niebla momentáneamente descubre un centenar de metros adelante, ¿o es que se ha alejado el coche en silencio?
– ¿Dónde estáis? -pregunta Greg con tal vehemencia que la niebla le escuece en la garganta-. Somos los que os llamamos. Nos habéis encontrado.
Esto parece surtir algún efecto, gracias a Dios; Greg comenzaba a preguntarse si estos tipos necesitaban una invitación. El sonido, similar a una respiración excitada se repite no demasiado lejos de su cabeza. Tiene una cualidad babosa que podría sobrevivir sin apreciar, y suena igual que si proviniera de una profundidad mayor a lo que la lógica consideraría normal; será cosa de la cada vez más lóbrega niebla. Cae el silencio, pero no antes de que localice las luces en el aparcamiento. Corre hacia ellas a tal velocidad que casi pierde pie en el resbaladizo asfalto. Las luces de un vehículo resplandecen cien metros por delante, tan difusas que son parte del lóbrego entorno más que una mera proyección sobre él. ¿Se están alejando? Media docena de pasos no le permiten verlas mejor, y no ve ninguna parte del vehículo. Abre la puerta para llamarlo, aunque se llena inmediatamente de niebla cuando las luces giran y se precipitan contra él.
¿Le va a pasar lo mismo que a Lorraine? No se lo merece; ni siquiera Lorraine lo merecía. Entonces las luces se separan y se unen con la niebla a ambos lados de Greg. Se da cuenta demasiado tarde de que no estaba en peligro. Había comenzado a huir de las luces en lugar de encararlas, y ahora no tiene ni idea del lugar desde dónde venía.
Al menos está claro que tenía derecho a sospechar. Ninguno de los desertores se ha molestado en responder a sus llamadas, o la ayuda hubiera llegado ya. Tanta supuesta solidaridad con la compañera en el montacargas, y tan poca inquietud por liberar a Woody… Greg no tiene ninguna duda de que les encantaría saber que le han hecho perderse en la niebla. Por supuesto, exagera, el complejo comercial es demasiado pequeño para que nadie se pierda demasiado tiempo. ¿Qué haría su padre en esta situación? Quedarse donde está, piensa, y mirar a su alrededor atentamente hasta reconocer algún elemento cercano. Comienza a seguir ese plan cuando de repente oye una difusa voz entre la niebla.
– Goshwow, gee and whee, keen-o-peachy…
Se ha dejado muchas consonantes por el camino, y hay poco en su tono que se pueda considerar una melodía. Ni siquiera está seguro de quién es, hasta que se da cuenta de que es Woody cantando, si se le puede llamar así entre sueños. Greg nunca hubiera imaginado que le alegrara oírle cantar; le indica que la tienda está a unos cien grados a su izquierda. En un momento, la amortiguada canción deja de sonar, pero ya no la necesita. Avanza a su encuentro, pero se detiene. ¿Qué es lo que ha resurgido para rodearlo?
Hasta el momento de dar un cauto paso adelante, creía que era meramente niebla y oscuridad. Al echar el peso sobre la otra pierna, sin embargo, el asfalto bajo el marco de niebla se oscurece y humedece. Al retirarse unos pasos, oye un amortiguado sonido de succión a su espalda. Se gira a tiempo para ver la humedad surgir del suelo hacia la niebla, y entonces se ve obligado a extender los brazos en el aire para mantener el equilibrio, pues siente el asfalto bajo sus pies hundirse en el perímetro acuoso. Se mantiene en pie, pero esa no es la solución. A su alrededor, lenta pero inexorablemente, el asfalto ha empezado a hundirse.
Se gira bruscamente, quizá lo suficiente para perturbar a la niebla, que se retira lo necesario para permitirle ver un árbol a su derecha. No ve nada más sólido. El asfalto bajo sus pies se está inclinando como la cubierta de un barco hacia una oleada de negra humedad tan larga e improbable como los límites de la niebla, la cual puede incluso ocultar parte de ella. Rezuma agua del exterior del cemento que rodea el fragmento de césped donde están plantados el árbol y sus acompañantes. Estira una mano, como si buscara un salvavidas y pega un acelerón que le deja un regusto rancio a niebla en la boca. Llega a duras penas y tosiendo al césped, y se abraza al tronco.
No es más ancho que el brazo de un niño pequeño. Bajo el descuidado césped plagado de hojas muertas, el terreno es duro, obviamente por las raíces. ¿Hay insectos o arañas en los troncos? No ha terminado de escupir niebla cuando empieza a picarle la piel. Parece como si algo similar a electricidad rondara sobre él. No hay razón aparente, no obstante. Entonces oye un vago pero punzante aullido, o zumbido, que le recuerda al de los mosquitos. Tan pronto como recupera el aliento, se precipita sobre el árbol del centro y se apoya contra el tronco, descorazonadoramente delgado.
No va a detenerse más tiempo del necesario. Los últimos minutos le han cansado tanto que no tiene ni idea de lo que ha pasado. Su confusión deja paso a pensamientos poco bienvenidos dentro de su cabeza; la imagen de estar apoyado en un árbol situado entre otros dos amenaza con convertirse en una blasfemia imperdonable. Se obliga a ponerse en pie sin apoyarse en nada, como un hombre. Mira a su alrededor minuciosamente, en busca de alguna señal de la librería, y esperando que Woody le ayude emitiendo cualquier clase de sonido, cuando un objeto le cae en la muñeca izquierda.
El objeto es negro y brillante e informe. Deben de ser los restos de una hoja, se dice Greg, elevando la vista al tiempo que se lo quita del brazo. Sin embargo, su mirada se detiene en el primer árbol. Unas cuentas hojas aún penden de él, y la parte inferior de todas ellas mira en dirección a Greg. Son tan pálidas como la niebla, al menos lo poco que se ve de ellas. La mayor parte del follaje está cubierto, o incluso incrustado, de insectos. Lo mismo pasa, advierte, con las ramas sobre su cabeza, sobre las cuales una multitud chorreante de oscurecidos seres reptantes de ninguna especie que le gustaría nombrar en estos momentos han comenzado a demostrar lo débilmente que las partes de su cuerpo están unidas entre ellas. Durante un momento, imagina que el tronco tiembla a causa de la actividad en la copa, pero entonces percibe que una masa de insectos sale a borbotones de las grietas en la corteza y bajan por el árbol para ir a su encuentro.
Se aparta del tronco infestado, pero su piel insiste en picarle y escocerle. Incluso sin verlo, está seguro de que los insectos le están picando, succionándole su fuerza. Al principio, piensa que esa es la razón por la que sus piernas se mueven antes de que dé un paso; le han envenenado, se siente débil. Pero es el empapado terreno el que se ha rendido, no Greg. Él es más fuerte que el terreno, y casi lo grita de manera desafiante al tiempo que arrastra los pies. Antes de que pueda reunir aire para respirar, sus espinillas, pantorrillas y rodillas se sumergen en un gélido y viscoso barro.
No va a dejar que la sensación le asuste. Mientras esté vivo podrá luchar. Escarba con los dedos en la tierra, donde deberían estar las raíces del árbol, pero tienen que encontrarse amontonadas al otro lado del tronco. La tierra se acumula bajo sus uñas a medida que sus pies se hunden más y más, enterrando su pecho y dejando sus manos fuera del alcance de los bloques de cemento alrededor del césped. La niebla desciende abruptamente para empujarlo hacia abajo. Hay agarres a su izquierda, dos rocas grises ahuevadas. Lanzando todo su peso contra los inanimados objetos consigue aferrarse a ellos.
Su mano derecha no le puede aguantar. Se desliza bajo la roca y descubre unas cejas peludas antes de que las puntas de los dedos alcancen a tocar los párpados llenos de barro de ambos ojos. Esforzándose por apartar esa mano, araña con la otra la cara del segundo hombre, al que vio por última vez abandonando reacio su sillón en la tienda. Los dedos de Greg aterrizan en el labio inferior, tirando de la laxa boca y formando en ella una mueca bobalicona. La retira, asqueado por el espectáculo, y los cadáveres se sumergen en la zanja, seguidos por sus propios hombros. Hace un último y desesperado intento por encontrar algo consistente a lo que agarrarse, pero el césped es tan resbaladizo como una babosa. Cree estar sintiendo su cuerpo mezclándose con la tierra, que ya se ha convertido en algo peor que un pantano. La hambrienta y gélida sustancia lo está digiriendo. Esto no tiene sentido, quiere gritar. Es totalmente estúpido. Incluso abre la boca, pero el barro empuja su protesta de nuevo hacia dentro y le llena los oídos de un acuoso siseo que acaba formando un gigantesco: «Sí».