Ross

– No cojas frío y no te pierdas -dice Connie, y sigue con una risita tan tensa por la vergüenza que suena como si la articulara entre sueños-. Era broma. Anyes estará agradecida. Todos lo estaremos. No tardes.

Ahora mismo Ross preferiría no mirar atrás, porque todo lo referente a la tienda tiene el aspecto de una pesadilla que está padeciendo. Está fuera, de la tienda al menos, antes de que Connie haya acabado de mencionar a Agnes. Al pasar junto al escaparate se arriesga a mirar fugazmente a Mad. Su aspecto y el de todos los demás le llena de consternación; su rostro grisáceo y los ojos apagados bajo una piel restañada por sombras le dan la apariencia de un cadáver, y sus acciones mecánicas (detenerse a recoger otro libro, levantarse rígidamente para buscar su lugar) no ayudan. Mad le envía una fugaz sonrisa que tiene buenas intenciones, y su respuesta es una especie de tic en los labios. Entonces se acaba el escaparate, y se le cruza por la cabeza la idea de que la niebla le ha ocultado de la vista de Connie. No lo notaría si fuera a por su coche.

Su cuerpo al completo se siente atraído hacia el aparcamiento de empleados, pero no va a ceder. No le importa si Agnes va a estarle agradecida o si va a seguir siendo una molestia; no puede dejarla atrapada en la oscuridad. Al menos ahora es capaz de ver lo que está haciendo, más o menos. Los servicios de emergencia seguro que pueden restablecer la energía en la tienda, lo que les devolverá a Mad y al resto su aspecto normal. Le ha dicho a todo el mundo que va a buscas ayuda. No puede decepcionarles, especialmente a Mad. Se apresura hacia el callejón, desviando la mirada.

De todos modos, no le hubiera importado algo de compañía. Si Greg se hubiera callado la boca por una vez, hubiera dejado venir a Jake. Sin embargo, no hay duda de que Jake sabía lo que iba a pasar. Ross se concentra en caminar deprisa, no permitiéndose ni un instante para darse una razón de duda. Sus pasos suenan aislados y empequeñecidos, infantiles al lado del silencio, el cual es tan opresivo y penetrante como la propia niebla. Incluso cuando recuerda que la autopista está cortada, el silencio no deja de parecer tan antinatural; el complejo comercial no deja de ser algo artificial, ¿no se encuentra el oscuro silencio más cerca de su estado natural? Siente como si cada una de sus respiraciones reuniera niebla y la acumulara y estancara en sus pulmones, para luego deslizaría al interior de su cerebro. Bajo los focos, engordados por la niebla como huevos inquietos ansiosos por eclosionar, la oscuridad se extiende sobre el desértico pavimento y el asfalto desnudo de vehículos y se separa de las tiendas, reticente. Los pósteres en la entrada de Happy Holidays le evocan una docena de sitios en los que preferiría estar, aunque cree que varios de los destinos garabateados a mano están mal escritos, o quizá esté demasiado cansado para discernir el modo correcto en el que deberían estarlo, o ambas cosas. En TVid alguien se ha dejado los televisores encendidos, al parecer con un canal deportivo, pues todos muestran gente peleando; unas figuras tan borrosas e inestables que parecen hundirse o derretirse dentro de la oscuridad tras o bajo ella. En Teenstuff, el aire acondicionado debe de estar puesto; la fina ropa se agita en la oscuridad como si al menos un intruso reptara detrás de ella, a no ser que los intrusos sean tan pequeños como para poder moverse a gatas. Incluso cree ver una cabeza, o menos si quiera que eso, asomarse desde el cuello sobresaliente de un vestido en una percha. Acelera para pasar rápido por allí y por la visión de demasiadas caras de trapo idénticas mirándole con sus ojos cristalinos desde Baby Bunting, pero la velocidad no le hace ningún bien. Se queda con la impresión de que entre las muñecas ha visto una cara adherida tan fuerte como la parte inferior de un caracol contra el cristal; también imagina haber visto moverse las aplastadas burbujas que tenía por ojos, lamiendo el cristal, para mirarlo. Cuando se da la vuelta, obviamente no encuentra nada parecido, y seguramente el rastro vertical y brillante sobre el cristal no es otra cosa que condensación. Ahora pasa junto a Stay in Touch, donde las luces de bastantes móviles parpadean nerviosamente en la oscuridad. No tiene ni idea de qué puede haberlos puesto en funcionamiento, pero le asalta el pensamiento de que todos ellos le transmiten el mismo mensaje: quizá si tuviera uno no tendría que ir tan lejos para llamar, ¿o quizá el mensaje es otro que le gustaría aún menos? Caminar deprisa solo provoca que llegue antes a la zona desocupada, donde las palabras en los paneles sobre las tiendas han perdido toda similitud con el lenguaje; rastros de humedad las distorsionan, al igual que a las crudas figuras que las acompañan, sugiriendo un primer intento de escritura o dibujo por parte de una mente demasiado elemental para ser llamada infantil. Todo esto le está comenzando a hacer sentir como si Fenny Meadows hubiera retrocedido a un estado peor que primitivo, a una era anterior a que existiera en el mundo nada merecedor de considerarse inteligente. Se alegra, más de lo descriptible con palabras, oír una voz.

Suena al fondo del callejón junto a los locales vacíos. Proviene de la garita de los guardias, una construcción blanca y alargada con ventanas pequeñas y parcheadas, tan grises como la neblinosa atmósfera. Ross no es capaz de distinguir ni una sola palabra, pero eso no tiene importancia. Debe de haber al menos dos personas en el edificio; de hecho, dos pares de huellas embarradas adornan el camino hasta la puerta.

¿Y si Nigel está en la garita? ¿Qué va a decirle Ross? Comienza a sentirse extraño y avergonzado, pero aminorar el paso aunque solo sea un poco hace que el frío lo domine. Se frota los brazos con tanta fuerza, que el ruido resultante ahoga el sonido de la voz, de la que empieza a sospechar que no procede de nadie que esté en el interior de la garita. Si pertenece a una radio, alguien la estará escuchando. Quizá solo hay un oyente, ya que un rastro sale de la construcción y otro entra en él.

Su sombra lame por iniciativa propia la puerta blanquecina, igual que cualquier otra forma de vandalismo, al tiempo que alarga la mano para asir el picaporte. Quienquiera que esté en la garita debe de haberse quedado dormido, sino no hubiera permitido que la radio se escuchara tan lejos del puesto. La voz deforme, si es que sólo hay una, parece estar forzando las palabras a través de la tierra.

– ¿Hola? -grita Ross llamando a la delgada puerta con los nudillos.

Eso parece animar a un guardia a apagar la radio, pero no a responder.

– Hola -repite Ross, dejando descansar los dedos en el gélido picaporte. Al final de la pausa que le permite observar varias de sus exhalaciones fundiéndose con la niebla, se da cuenta de qué está acrecentando sus dudas. Para estar tan embarradas, ¿no deberían las irregulares huellas empezar en el exterior de la garita? Eso simplemente significa que no pertenecen a quienquiera que esté en el interior-. Voy a entrar, ¿puedo? -exclama Ross empujando el picaporte.

La puerta se abre hacia dentro, dejando ver que el puesto solo está iluminado por la luz proveniente del exterior. No tiene demasiado que iluminar. Un estante se extiende por la parte izquierda, conduciendo a un lavabo de metal. El estante está cubierto de páginas de un periódico y en lo alto hay un microondas, una tetera eléctrica, una taza vacía y otra llena de un líquido que debe de ser té o un café igualmente estancado, por mucho que parezca barro. A su lado, hay un cenicero repleto de colillas, y al principio Ross piensa que una de ellas está aún humeando, pero es efecto de las cenizas que se han desperdigado al abrir la puerta; el halo gris no puede ser niebla, obviamente. A la derecha del lavabo, una puerta abierta revela un váter con la tapa levantada que a causa de la penumbra parece una máscara ovalada, primitiva y sin adornos. Dos sillas plegables, una detrás de la otra, encaran la entrada, pero por supuesto no se han girado para responder a su llamada, ni sus ocupantes se bajaron de un salto de ellas para esconderse. Si eso es absurdo, ¿acaso no lo es el resto de la situación? El puesto está desierto, y no ve ninguna radio.

Tiene que haber una que haya perdido la señal al mismo tiempo que él llamó a la puerta, ¿aunque no se escucharía ahora un chisporroteo en tal caso? Empuja la puerta contra la pared, decidido a entrar en el lugar para averiguar lo que no entiende. Las desnudas tablas del suelo ceden bajo sus pies más de lo que le gustaría, ¿pero dónde iba a poder esconderse alguien en tan estrecha penumbra? Si se lo permitiera, podría pensar que lo hacen tras la puerta. No llega tan cerca de la pared como creía, algo la obstruye. Al inclinarse contra la puerta sin querer definir la razón, siente el blando obstáculo ejerciendo una presión idéntica; quizá está a punto de presionar con mayor fuerza. No es una experiencia que esté ansioso por prolongar. Cierra la puerta de golpe a su espalda y acelera camino de la parte delantera de las tiendas.

Incluso Textos es mejor refugio, pero todavía tiene que buscar ayuda para Agnes. Una vez alcanza la descolorida luz derramada por el callejón, se da la vuelta, pero la puerta de la garita sigue cerrada. No está tan seguro de que la densa voz no haya recomenzado su murmullo; quizá el obstáculo tras la puerta era la radio, y de alguna forma la encendió de nuevo. Sale a toda prisa del callejón en busca de Stack o' Steak.

Al pasar por el supermercado le asalta una duda. ¿Estará trabajando alguien hasta tarde? ¿Le dejarían usar el teléfono si les enseñara su tarjeta de Textos? Avanza hacia la puerta y escudriña detrás de las cajas sin cajeras, buscando el pasillo donde creyó ver una figura agachada o arrodillada en un estante.

– ¿Hay alguien ahí? -exclama llamando con los nudillos en la puerta de cristal, que tañe como una campana bajo el agua-. Soy de Textos. Tenemos un problema.

Quizá Frugo también. Tarde, pero ahora se da cuenta de que la única iluminación del supermercado proviene de los focos. ¿Trabajaría alguien a estas horas con esa luz? Tiene que acercarse la muñeca casi hasta la cara para adivinar, entre la condensación del plástico de su reloj, que son más de las dos de la mañana. En Frugo debe de haberse quedado encerrado un perro o un gato perdido; al fondo de un pasillo, una indistinta y encorvada figura arroja paquetes al suelo desde la segunda balda de una estantería. Ross no se queda a mirar. Se supone que va a llamar desde Stack o' Steak.

La niebla se burla de su paso, siendo reacia a apartarse un centímetro del supermercado, hasta que al fin se rinde y deja ver algo del restaurante. La k y la e del cartel, letras amarillas brillantes embutidas en un contorno naranja, no solo son apenas visibles sino que parecen empapadas de niebla. Piensa que le han robado todo su brillo, antes advertir que no había realmente nada que robar. Las letras no importan, no obstante, pues la niebla parece haberse tragado también la luz de dentro del restaurante. Coloca las manos contra la ventana en un decidido intento de llamar desesperadamente la atención de los empleados, y apoya la frente contra el frío cristal. Este frío no sirve para despertar su mente, cansada más allá de la estupidez, incapaz de parar de insistir infantilmente en el hecho de que el restaurante se supone que abre las veinticuatro horas. El vaho de su respiración toma forma en el cristal y se va diluyendo poco a poco, mientras sus ojos hacen lo posible para convencerle de que el interior está iluminado, como sería lo lógico. Al final, adivina que la luz tras la ventana es más de lo mismo, es la luz borrosa del resto del complejo; los colores de jardín de infancia del mobiliario, y los de los botes de kétchup y las vinagreras gigantes se han reducido a simples sombras grises y negras, como si un niño demasiado poco inteligente para hacer uso de ninguno de esos objetos los hubiera ensuciado a propósito. Solo puede suponer que el restaurante está cerrado porque la autopista está cortada, pero eso no significa que los empleados se hayan ido a casa. Se acerca a las puertas de cristal y tamborilea en ellas con los nudillos.

– ¿Queda alguien ahí? -grita-. Soy de Textos.

Está a punto de explicar que Textos es la librería, por si la tienda ha sido siempre tan invisible para ellos como ahora lo es para él, cuando advierte marcas en el suelo, frente al mostrador. Unas huellas normales no serían circulares, ¿y qué clase de danza ha tenido lugar allí? Al tiempo que observa la fotografía de una hamburguesa gigante entre las oscuras imágenes encima de la parrilla detrás del mostrador, reconoce los objetos esparcidos por la moqueta. Son panes de hamburguesa sin nada dentro. Hay al menos una docena, y a todos les falta un pedazo. Si son mordiscos, su falta de forma es desconcertante. No quiere aventurarse a interpretar lo que está viendo. No puede afectarle a no ser que deje que la gélida niebla se apoderé de él. Las piernas han comenzado a temblarle, como una vez cuando era niño y tuvo unas fiebres que le sumieron en una pesadilla de la que creía no iba a despertar jamás. Lo único que puede hacer ahora con ellas es correr, frotándose los brazos con unas manos que apenas siente, ¿pero en qué dirección? A su coche para conducir hasta una cabina, por la ruta que circunda el complejo el camino, es más corto. Además, pasa junto a la tienda y así podrá informar a Connie del plan, o quizá otra persona debería relevarlo. Ross preferiría quedarse con sus colegas, no importa el aspecto que tengan bajo la luz sofocada. Empieza a creer que se ha perdido en la niebla por no haber salvado en su momento a Lorraine.

Todavía puede salvar a Agnes. Aunque eso no es ni de lejos un asunto tan serio, se puede conseguir, algo que Woody no puede evitar. Quizá una vez Ross haya llamado para pedir ayuda para Agnes decida perderse en la niebla, de tal manera que la única ruta conocida le lleve hasta su casa. Esa perspectiva le infunde fuerza a sus piernas temblorosas, y lo mismo provoca el entorno que le rodea. El edificio junto al restaurante está prácticamente al completo, pero en lugar de ventanas tiene unas láminas de plástico blanquecino, que parecen batirse sigilosamente al pasar Ross junto a ellas, a no ser que lo que vea sean las payasadas de su propia sombra distorsionada. Después de esa tienda, la lobreguez se eriza en forma de unas pértigas que se alzan desde un rectángulo en forma de tienda formado por un cemento pálido, como si el esbozo metálico de un edificio hubiera sido abandonado porque a nadie se le ocurría cómo acabarlo. La niebla que se cuela entre las pértigas las reclama, al tiempo que pasa junto a unos cimientos rodeados por la parte inferior de sus muros que le traen a la mente las ruinas de construcciones antiguas cuyo propósito ha sido olvidado. ¿Sería más rápida la ruta a través del aparcamiento? Corre como una marioneta a lo largo del pavimento mientras se esfuerza por decidirse, y un muro tan embarrado y desproporcionado que le cuesta creer que sea de nueva construcción emerge frente a él. Alguien le llama.

Al menos cree que es su nombre. Es un susurro, o más bien un siseo, y no reconoce la voz con seguridad.

– ¿Lorraine? -resuella.

– Ross.

Al elevar el volumen, el tono de la voz ha bajado, y es entonces cuando se avergüenza de haberla confundido con la de Lorraine. Recuérdala pero sigue con tu vida, le aconsejaba su padre al verle cada día volver a casa arrastrando su depresión, como si tuviera idea alguna de cómo poder salvar a la gente y su especialidad no fuera otra que ser incapaz de saber conservarla.

– ¿Nigel? -exclama Ross con bastante más convicción-. ¿Dónde estás?

– Aquí.

Se encuentra en algún lugar por detrás de los edificios inacabados. Al detenerse, Ross comienza a temblar como una ramita en medio de una tormenta. Al pasar junto a los muros abandonados siente como si se internara en una tierra de enanos no más altos que los ladrillos superiores. La niebla revela la húmeda y negra carretera que conduce más allá del complejo hasta la autopista, y el puntiagudo seto de dos metros de alto que recorre el lateral de la carretera crea borrosos agujeros en la podrida cortina de lobreguez.

– No te veo -se queja Ross.

– Aquí.

Nigel está en el descampado tras el seto, que aparece dividido entre fragmentos de niebla. Por muy bienvenida que pueda ser la compañía de Nigel, Ross ya tiene bastante frío para encima mojarse los pies.

– ¿Qué estás haciendo ahí? -exclama Ross.

– Mira.

Debe de estar impaciente si utiliza tan pocas palabras. Quizá se encuentra tan ansioso por dejar de estar solo como lo está Ross, que corre por la desierta carretera buscando un hueco en el seto. Sus incontables espinas le empiezan a recordar a unos bobos pero observadores ojos. Se encuentra a la altura del restaurante cuando encuentra unos peldaños, medio ocultos por el ramaje a ambos lados. Se agarra a la baranda de la derecha y pone el pie en el peldaño inferior. La madera es esponjosa y resbaladiza, y su agarre exuda una humedad tan gélida como la niebla.

– Te he perdido. ¿Dónde te has metido? -le hace gritar el resentimiento mezclado con disgusto.

– Aquí.

Nigel se encuentra en algún lugar del sendero embarrado que se extiende por detrás de la sombra del seto. Cuando Ross escala por los peldaños, su silueta parece alzarse por encima del tejado del restaurante justo antes de perderse de vista, como un soldado agachándose en una trinchera. Finge no haberla visto, o siente que era algo totalmente fuera de lugar, y planta un pie en la tierra.

La alta y empapada hierba es menos firme de lo que esperaba. Su talón resbala por ella antes de hundirse al menos un par de centímetros, y percibe la humedad acumulándose alrededor de su zapato. Seguramente el terreno recupera algo de estabilidad más adelante, por eso Nigel suena tan despreocupado desde el lugar donde le está esperando. Ross baja el otro pie e intenta recuperar la verticalidad antes de soltarse de la baranda de los escalones. Al caminar con cuidado hacia adelante, su sombra tira de sí misma con una serie de convulsiones, saliendo así de la zanja de la que formaba parte, y comienza a fundirse con la tierra oscurecida. Ha escapado de la oscuridad proyectada por el restaurante, pero a cada dubitativo paso que da, la niebla a su alrededor y detrás de él se ensucia, como si extrajera barro del terreno. No ha avanzado más de unos pocos centenares de metros por el delgado y pegajoso sendero, cuando se da cuenta de que apenas puede diferenciarlo del resto del campo empapado.

– ¿Queda mucho?-protesta.

– Aquí.

La voz de Nigel suena cerca. La cuestión es si el último resto de luz procedente del complejo se habrá desvanecido para cuando Ross lo encuentre. Nigel ve algo, ¿cómo si no iba a indicarle a Ross el camino? Quizá sea ahí delante, un pequeño monte de unos dos metros que cerca la niebla. No, es un hombre echado en el suelo mirando dentro de una especie de madriguera. Nigel.

– ¿Qué estás haciendo? -exclama Ross sorprendido.

Nigel no responde. Se encuentra tan concentrado en su descubrimiento que ni siquiera se mueve. ¿Qué puede ser tan fascinante para hacerle tirarse en el barro? Ross se acerca a él con premura, pero su prisa es totalmente inútil: su visión tiene que acostumbrarse a la penumbra, y no puede separar el agujero que Nigel está examinando de la tierra hinchada a su alrededor. Se agacha, agarrándose las rodillas para que el temblor de sus piernas no le haga caer, y baja la cabeza hasta tan cerca de la de Nigel como puede, tratando al mismo tiempo de no perder el equilibrio.

Sus ojos aún no ven en la penumbra. No va a considerar siquiera lo que cree estar viendo. Hace una mueca y coloca una mano en la tierra, que parece moverse para saludarlo, y pone su cabeza casi a la altura de la de Nigel. El escaso fulgor proveniente del complejo se asienta vagamente sobre ella, esto es, su visión comienza a entender lo que tiene delante. Se esfuerza en creer que está equivocado, pero es una visión demasiado clara para ser una ilusión. Su cara está enterrada tan profundamente en el suelo que este le cubre las orejas.

¿Cuánto hace que ha hablado? Seguramente no hace tanto para que haya dejado ya de respirar. Ross permanece más o menos agachado y se dispone a hacer un enérgico esfuerzo para tirar a Nigel de los hombros. ¿Ha intentado Nigel salir por sí mismo? Cada falange de sus pulgares y del resto de sus dedos está enterrada en la tierra, y tiene los brazos estirados al máximo. Ross se aferra a los hombros de Nigel al tiempo que de paso trata de erguirse, pero Nigel no se mueve ni un ápice. Fruto de la desesperación, Ross mete los dedos en la tierra, empujándola con las yemas de los dedos, y consigue localizar los pómulos de Nigel. Al tirar de ellos, la cabeza de Nigel tiembla sobre el tenso cuello, al tiempo que la tierra en la que formaba un molde emite un húmedo resuello. Lágrimas de alivio o gratitud fluyen por sus ennegrecidas mejillas, pero entonces Ross advierte que el líquido es parte de la tierra que cubre no solo el rostro de Nigel, sino también sus ojos, que de otra manera estarían mirando al infinito. La tierra ha taponado también sus agujeros de la nariz, y ha incitado a sus mandíbulas a abrirse por completo para poder llenarle la boca.

El sonido que escapa de Ross cuando se aparta hacia atrás no incluye ninguna palabra. El rostro de Nigel golpea de nuevo el suelo, que vuelve a reclamarlo al instante. Ross queda repantingado al completo sobre su espalda, y se inclina hacia arriba, aterrorizado de que la tierra se lo trague. Es incapaz de pensar o de orientarse. Aunque cree recordar haberse aproximado a Nigel desde el otro lado, la luz del complejo comercial viene ahora de detrás de Ross. Recupera la verticalidad como puede, la luz es suficiente para derramar su sombra sobre la montaña de cabello; todo lo que queda al descubierto de la cabeza de Nigel. Ross hace lo posible para despejar su mente de esa visión mientras huye hacia el complejo comercial, con el cuerpo tembloroso y la helada humedad cubriéndole la totalidad de la espalda.

Otra razón por la que está a punto de dejarse llevar por el pánico es que la niebla se espesa a cada paso. Ese debe de ser el motivo por el que la luz parece estar retirándose, acoplándose a su ritmo. ¿No debería de haber llegado ya a los peldaños o al menos al seto? Se arriesga a mover la vista del sendero luminoso lo suficiente para mirar por encima de su hombro y ver si así puede ver cuánto ha avanzado. La niebla ha borrado todo rastro de Nigel, y se distinguen las huellas de Ross, una serie de irregulares depresiones en el llano sendero. Mira otra vez adelante, preguntándose qué detalle se le ha escapado. La cabeza le tiembla del esfuerzo y por el hecho en el que repara. Solo había un juego de sus huellas detrás; ninguna delante. En ese momento, el resplandor al que sigue deja de brillar. La luz pasa de planear a la altura de los focos a hundirse en la niebla y luego en la tierra, abandonando a Ross en la oscuridad.

Se detiene, al menos tanto como permiten sus temblores, y escudriña la sofocante negrura. Sus ojos tienen tales ansias de encontrar el sueño que fantasean con luces, oleadas informes de luces que se apagan y reaparecen al compás de los latidos de su corazón. Aunque sus ojos son inútiles, debería de poder encontrar el camino de vuelta. Únicamente tiene que volver por donde ha venido, y seguramente será capaz de no tropezarse con Nigel cuando llegue junto a él. Su verticalidad parece inestable incluso cuando pone los dos pies juntos, pero simplemente tiene que repetir la maniobra para conseguir caminar. Cuando adelanta el pie izquierdo de nuevo, Nigel pronuncia su nombre a su espalda.

Ross se da la vuelta sin pensar. Sus pies se resbalan en el suelo pantanoso, y le da pavor perder el equilibrio. Agita los brazos en la invisible niebla y se las arregla para continuar de pie, pero ahora no tiene la más mínima idea de dónde está en relación a las tiendas. Gira la cabeza tan gradualmente como su último acceso de temblores le permite, y entrecierra los ojos por si eso le ayudara a identificar algún rastro de luz; Nigel lo llama de nuevo. Su voz se encuentra a la altura de la cintura de Ross, y suena tan cerca que podría incluso estar al alcance de su mano.

Ross se escabulle de allí. Los dedos se le cierran en un puño, para no arriesgarse a tocar la cara llena de tierra de Nigel. Se esfuerza por recordar algo que le haya dicho su padre y que pueda ser útil en este momento, pero en su cabeza bullen tantas frases de su padre como pedazos inútiles de piedras salen de la tierra: sé tú mismo, haz lo que debas, no conduzcas mañana a no ser que estés seguro de estar despierto… ¿Cómo puede hablar Nigel con la boca llena de tierra? Pero lo vuelve a hacer, esta vez desde el lugar de donde Ross ha huido. Ross se lanza hacia delante sin otro pensamiento que escapar de su alcance. Ya no le importa dónde va a terminar, pero debería. El terreno le hace resbalar, sumiéndolo en la oscuridad.

Extiende las manos justo a tiempo para hundirlas hasta las muñecas en la tierra invisible. Al tiempo que se impulsa con los brazos temblorosos, la voz de Nigel se dirige a él:

– Ross, mira aquí -masculla monótonamente, y antes de que haya acabado de hablar, su eco se proyecta al otro lado de Ross. Oye al par de imitadores dar unos pasos informes hacia él, pero lo único en lo que piensa es en lo inútil que ha sido todo este juego. ¿Por qué molestarse en atraerlo a la oscuridad si ya estaba indefenso cuando cayó junto a Nigel? Inmediatamente, le embriaga tal sensación de resentimiento que es incapaz de pensar, se ha dejado ganar por una malevolencia cuyo único propósito es tan primitivo como ella misma: reducirlo a su propio absurdo estado. Aunque excitado por la comprensión, se le llena la nariz de un pestilencia que huele igual que una masa de agua estancada hasta el infinito, o que el aliento de una vetusta boca sin dientes; la boca que le engulle los brazos hasta los hombros. Antes de que esta se cierre en torno a él, dispone del tiempo suficiente para adquirir la conciencia de que no está compuesta solo de tierra, ni tampoco de un cúmulo de carne gelatinosa, sino de algo peor que ambas.

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