¿Es muy tarde? Han pasado doce minutos desde la última vez que miró; queda poco para las cinco, así que apaga el despertador, no sea que despierte a Laura. Alargar la mano hacia el reloj es como meter el brazo desnudo en un cubo de agua que ha estado acumulando hielo toda la noche. Tan pronto como encuentra y aprieta el botón se refugia en el calor tropical de debajo de la manta, pero no debe arriesgarse a volver a quedarse dormido. Acercándose un poco a ella sin salir del colchón, posa un ligero pero duradero beso en el omóplato de Laura, el cual está tan desnudo como el resto de su cuerpo. Está intentando salir de la cama como puede cuando ella masculla una protesta somnolienta que no es exactamente «noche» ni «no» y alarga la mano para agarrarle el pene.
Su mano parece la representación carnal de todo el calor de debajo de las mantas. Al principio, su miembro pierde laxitud y comienza a endurecerse, deseando despertarla tan lentamente como sea posible, a base de besos. La principal desventaja que tienen los turnos de Nigel en Textos y el de Laura de enfermera (además de su excesiva insistencia, en su opinión, en invitar a compañeros de trabajo y sus hijos a casa) es la falta de ocasiones en las que alguno de ellos no está demasiado cansado. Pero ella necesita dormir, y si cae en la trampa acabará llegando tarde. No puede tener esperando a los empleados de su turno en la puerta de la librería. Aparta amablemente los dedos de Laura y los levanta hasta su boca para besarlos antes de deslizarse definitivamente fuera de la manta y salir de la habitación.
Incluso la alfombra está tan fría como la nieve. No es de extrañar que su pene trate de esconderse como la cabeza de un caracol. Se apresura escaleras abajo todo lo deprisa que puede, sin hacer ruido, y cruza la cocina color caoba para subir la calefacción central. Para cuando ha usado el baño y la ducha junto a la cocina, y se ha puesto la ropa que dejó abajo la noche anterior, el frío se ha ido escapando de la casa. Vuelve arriba de puntillas, con la intención de darle a Laura un beso de buenos días en la frente.
– Duce idado -masculla ella-. Te eo noche.
Cuando tiene la seguridad de que se ha vuelto a dormir, abandona la casa sin hacer ruido.
Un camión de reparto de leche canturrea su irregular crescendo por el pueblo al tiempo que Nigel abre las puertas de la entrada y las del garaje de dos plazas. Si bien West Derby ha sido un suburbio de Liverpool durante más de un siglo, es lo suficientemente tranquilo para ser todavía considerado un pueblo. Da marcha atrás a su Primera, dejando solo al Micra de Laura y cierra el garaje y las puertas. Tres minutos bordeando el límite de velocidad llevan a Nigel a la carretera de doble sentido de Queen's Drive, y menos de diez a la autopista.
Durante más de media hora los humeantes conos de luz de sus faros son su única iluminación. Señales como promesas de un cielo azul (St. Helens, Newton-le-Willows, Warrington) quedan atrás a su paso, y en seguida quedan expuestas a la luz de su faro trasero en el espejo retrovisor. La señal de Fenny Meadows parece menos definida que sus compañeras; en la distancia parece blanca por el moho. Recupera su color a medida que la niebla cae sobre la vía de acceso, dejando más clara su posición en el complejo comercial.
La niebla aletea alrededor del foco, sobre la equis que parece una enorme firma analfabeta en el muro trasero de la librería. Cuando deja el coche, un parche de humedad surge sobre él y permanece allí como un sedimento, pero es una sombra causada por la niebla. Se apresura a cruzar el callejón del mismo color de la niebla y pasa por el escaparate, en el cual cierta cantidad de libros han escapado de sus ahora vacíos pasillos. Teclear parte del apellido de Woody en el panel abre las puertas de cristal, y hacer lo propio con las dos primeras letras convertidas en números sirve para desactivar la alarma.
Tan pronto como Nigel se encierra dentro, comienza a temblar. La calefacción no lleva mucho rato puesta, y algo de niebla debe de haberse colado durante el momento en el que tuvo abiertas las puertas; no está seguro de si las zonas infantiles al otro lado de la tienda aparecen extrañamente borrosas. Se queda quieto, vacilando junto al mostrador, pero no encuentra ninguna excusa para quedarse allí. Es absurdo comportarse así teniendo en cuenta que Laura lidia cada día en Urgencias con heridas que la mayoría de la gente no querría siquiera imaginar. Quizá es mejor que no tengan hijos si esta es la dase de ejemplo que va a darles; un padre al que le asusta la oscuridad. En un acceso de rabia pasa su identificación por el lector junto a la puerta de la sala de empleados.
Las paredes del pasillo son más blancas que la niebla, pero nunca ha tenido claustrofobia. Enciende la luz al tiempo que la puerta se cierra por sí sola, y seguidamente sube corriendo las sencillas escaleras de cemento. Más allá de la puerta, pasando los servicios y las taquillas con los nombres de los empleados, hay una luz, y tiene especial interés en que funcione. Así es, y por un angustioso momento piensa que no está solo en el edificio. Pero no, Wilf, quién si no, volvió a olvidarse de fichar la salida, tendrá que darle una hoja de error de turno. Nigel pasa su propia tarjeta por el hueco y la deja en el montón de «entradas», sobre la de Wilf, antes de enfilar hacia la sala de empleados.
¿Qué puede poner a alguien nervioso? No las paredes color moho, ni las sillas colocadas en línea recta alrededor de la mesa (salvo una con el respaldo apoyado sobre ella), ni el tablón de corcho con varías hojas de «artimañas» de Woody fijadas con chinchetas; ni el fregadero lleno de platos, tazas y cubiertos sin lavar que deben de tener algo que ver en el leve olor a humedad rancia… Sin embargo esta no es la habitación donde Nigel pasa la mayoría del tiempo ni en la que se siente más incómodo. Con unas pocas zancadas llega a la puerta de su oficina y la abre.
La luz de la sala también cumple sus expectativas. Tres ordenadores enfrentados a sendas sillas y bandejas llenas de papeles se hacen compañía en un escritorio que nace desde tres partes diferentes de la habitación. Un par de mariposas magnéticas están posadas en el monitor de Connie. El de Ray luce un escudo del Manchester United, y Nigel piensa nuevamente que debería encontrar algo para decorar el suyo; podría hacerle sentir más como en casa. ¿Por qué tiene que forzar esa sensación? Ha estado en lugares sin ventanas antes, pero nunca le ha asustado la oscuridad, ni que las luces fallaran, atrapándole en una negrura tan profunda como las raíces de la tierra. No habrá siquiera un destello del despacho de Woody a través de la pared vacía. Es una gran tontería, y esta es su oportunidad de demostrarlo, aprovechando que no hay nadie. Dios santo, se supone que es un encargado. Entra en la oficina y cierra la puerta tras de sí, luego aprieta el interruptor de la luz con un vigor que le conduce directamente a una instantánea y envolvente oscuridad.
Al andar un poco se trastabilla y decide quedarse quieto. Quiere dar esos pasos; se lo dice a sí mismo. Quiere rodearse más y más de esta oscuridad, para probar que ni la mínima expresión de ella resulta una amenaza para él. Sin embargo, se siente como si hubiera sido arrastrado dentro de un túnel. Ha pasado lo peor, es decir, nada en absoluto, y ahora está sonando el timbre en la entrada. El amortiguado y distante sonido podría estar marcando su victoria o, siendo honesto, su liberación. Quiere dirigirse a la sala de empleados, pero se siente igual que un ciego. No hay ni rastro del contorno de la puerta.
¿Se han fundido las luces tras ella o acaso está mirando en la dirección equivocada? No puede vislumbrarla a su alrededor, pero no debe dejarse llevar por el pánico; la única posibilidad es avanzar hasta topar con una pared. Da un paso vacilante y extiende las manos. La izquierda apenas tarda unos instantes en encontrarse con la porosa frente de algo agazapado delante de ella.
Nigel deja escapar un grito ahogado que le corta la respiración, dejándole sin aliento. Al tambalearse hacia atrás, oye al objeto escabullirse en la oscuridad. Este golpea la mesa con un ruido sordo, recibiendo como respuesta el sonido del plástico de los ordenadores rebotando sobre el mueble. Es entonces cuando se da cuenta de que era una de las sillas con ruedas. Por supuesto, el sonido que escala por las paredes no es más que un eco. Está más lejos de la puerta de lo que creía, pero al menos ahora es capaz de localizarla, con la ayuda del sonido lejano del timbre que alguien está apretando insistentemente. Camina torpemente en esa dirección y casi se choca con la puerta, si no fuera porque detecta un mínimo rastro de iluminación a su alrededor. Busca el picaporte, pegajoso y algo húmedo, sin duda debido al sudor de sus manos. Abre la puerta de par en par y corre, si no huye, escaleras abajo.
Al ver a Nigel cruzar la sala de ventas, Gavin quita el dedo del timbre. No deja de moverse en el sitio, justo detrás de las puertas de cristal; mientras, a su lado, Angus deja de frotarse las manos, aparentemente para no mostrar impaciencia. Los rostros de ambos están rodeados por el halo de sus respiraciones. Apenas Nigel desbloquea la puerta, Gavin brinca sobre el felpudo de «¡A leer!».
– Pareces animado -dice Nigel.
– Siempre alerta, siempre bien, ese soy yo. -Gavin levanta las cejas para subrayar el golpe de humor que Nigel no llega a captar, o en un intento de alzar sus pesados párpados, o quizá es meramente un tic que tensa la piel de su cara puntiaguda.
– ¿Y tú qué, Anyus? -dice, dándose la vuelta-. ¿Has dormido toda la noche?
Angus camina con paso titubeante entre los arcos de seguridad frente al embarrado eslogan, y se frota una porción de su larga cara parcheada con tal fuerza que parece estar intentando borrar el bronceado restante del año anterior.
– Ha pronunciado mi nombre como el de Anyes -explica sin saber si debe parecerle divertido o no, y en qué grado.
– Ya nos habíamos dado cuenta, Anyus.
Tras ellos, el Passat conducido por el novio de Jake se detiene, y Jake le da un furtivo beso antes de bajarse.
– Me las veré con las masas mientras ficháis -dice Nigel, mirando la hoja de rotaciones-. Estarás en caja la primera hora, Angus. Jake y Gavin, a archivar.
No hay ninguna masa a la que atender, por supuesto. Nadie ha tenido jamás que abrir el cerrojo para alguien que no fuera un empleado, la compra de periódicos y revistas podrían atraer a clientes más tempraneros, pero Frugo los absorbe y lidera la entrada al complejo. Nigel coge los impresos de pedidos de clientes del día anterior, después se entretiene en alinear libros de la sección de Animales siguiendo la regulación: media pulgada desde el borde. Cuando Angus reaparece, Nigel se dirige al almacén.
El montacargas está demostrando lo bien que pronuncia dos de las tres palabras que se sabe. Mientras Nigel sube las escaleras, resuena un amortiguado chocar de libros en sus carros. Los estantes de devueltos y dañados deben ser despejados, pero primero se deben enviar los pedidos de los clientes. Antes de eso, se envía a sí mismo a la sala de empleados, donde el ligero e irritante hedor está desapareciendo, y enciende la luz de la oficina. Está a punto de sentarse delante de su ordenador cuando advierte que la puerta de Woody está entreabierta.
Eso no es nada extraño. Woody tiende a dejarla abierta si está en su despacho. Cuando Nigel la empuja un poco, el estandarte de béisbol sobre el escritorio se flexiona como un gusano en la penumbra, y queda adherido a la pared de nuevo. Dos de los cuadrantes del monitor de seguridad en la esquina superior muestran también movimiento: Gavin está de rodillas en Música, y otra figura está en cuclillas en Textos Primera Infancia. Al menos tienen un cliente, aunque la cabeza de la figura, y de hecho todo su cuerpo está demasiado difuminado para que Nigel pueda distinguir ningún otro detalle. Cierra la puerta y se dispone a trabajar en su ordenador.
Manda por correo electrónico la mayoría de las órdenes al almacén americano o al equivalente británico en Plymouth, aunque los editores de una colección de poesía son tan insignificantes que tiene que buscar la dirección y mandar una petición directa. Está a punto de acabar su tarea cuando la voz de Gavin surge desde las alturas.
– Nigel llama al doce, por favor. Nigel, una docena.
Agarra el teléfono para cortar alguna otra posible bromita.
– Sí, Gavin.
– Hay un cliente esperando saber si su orden está lista.
– ¿Me das los detalles?
– Está justo aquí.
– Y su nombre es…
– Sole. ¿Cuál es su nombre de pila? -le pregunta al cliente, y a esto le sigue el sonido de una pausa suavizada por una mano cubriendo el auricular-. Es Robert -dice Gavin, y añade innecesariamente-: El señor R. Sole. [1]
¿Es una broma? Cuando Nigel mira el monitor de Woody, ve a un hombre en el mostrador frente a Gavin. Su pelo gris cuelga de una cola sobre su velludo cuello. Nigel abre la lista de clientes en el ordenador. Riddle, Samson, Sprigg, pero ni un solo Sole ni nada que se le parezca.
– ¿Me confirmas el nombre? -se atreve Nigel a preguntar.
– Me pregunta sobre su nombre -le pide confirmación al cliente. Otra pausa interfiere con la respiración de Nigel-. Es como dije antes -informa Gavin.
– Voy para abajo -dice Nigel, y se dirige con rapidez hacia las escaleras para evitar que lo repita.
Está casi en el mostrador de información cuando el cliente se gira volteando la coleta en el aire y desprendiendo aroma a astracán. Su labio inferior ayuda al superior a alzarse en una sonrisa al tiempo que se toca el hoyo de la barbilla y extiende una mano tan rechoncha como su arrugada cara moteada.
– Bob Sole.
– Un placer. Nigel -responde este, y rápidamente añade-: Yo me encargo del señor Sole, Gavin. ¿Recuerda por casualidad cuándo ordenó su libro, señor Sole?
– El día que abrieron. Fui casi el primero en entrar por esa puerta.
– Me alegra comprobar que sigue viniendo.
– Ya era hora de que hubiera algo de inteligencia por aquí.
Nigel no está seguro de si se refiere a Textos o al interlocutor, y se obliga a no apostillar nada al comentario.
– ¿Conoce el nombre del autor?
– Sé su nombre, si eso le sirve de ayuda. Bottomley, se llama el tipo. No me pregunte el título del libro.
Nigel teclea el apellido en la búsqueda del catalogo en línea. Al poco surgen los resultados, sacando a relucir títulos como: En los bosques de Delamere, Historias de un comerciante de Stockport, Asesinatos y caos en Manchester, Poemas para los picos, Campos y canales de Cheshire…
– ¿Podría ser este? -sugiere Nigel, pivotando la pantalla para que el cliente vea su contenido.
– Uno se pregunta cómo puede salir algo semejante de la dura cabezota de alguien, ¿verdad? -replica el señor Sole, presumiblemente refiriéndose a sí mismo-. ¿Puede hacer otro intento?
– Lo haré en cuanto vuelva a la oficina. Me temo que su orden de algún modo se ha perdido en el sistema, lo siento.
– No es culpa de ninguno de sus empleados.
No obstante, una vez le ha dictado a Nigel una dirección en Lately Common y este ha impreso el recibo, el señor Sole examina cuidadosamente su copia antes de doblarla y metérsela en el bolsillo. Ahora mismo es el único cliente; de hecho, Nigel no notó cuando dejó de haber alguien en Primera Infancia; la sección estaba desierta cuando bajó. Le enseña su identificación a la pared y se apresura de vuelta a su ordenador.
Tiene puesto un protector de pantalla que no ha visto antes. Muestra la imagen de varias figuras haciendo una danza o algún tipo de rutina repetitiva; parece que no ha cargado del todo, porque es demasiado grisácea y borrosa. Presiona una tecla para deshacerse del espectáculo y busca prensa de Manchester. Manda la orden del libro de Bottomley y mira el monitor de seguridad para comprobar si el señor Sole está esperando para saber si su pedido está en orden; no es así, la clientela se limita a dos hombres calvos en los sillones. Ambos están mirando fijamente al estante más cercano, como si los lomos de los libros fueran suficiente lectura, hasta que uno levanta la cara, como un pez sacando la boca de la superficie de un estanque.
Es momento para el deleite secreto de Nigel. Se pregunta a veces si todo el mundo tiene una manía tan tonta que le mortificaría que se descubriera. La suya es comportarse como un vándalo con los libros dañados o imperfectos; quizá necesita ese desahogo por el hecho de ser encargado. Los estantes son un alboroto de sonidos discordantes cuando corre por el almacén buscando un carro, dentro del cual introduce media docena de cintas de casete estropeadas y más del doble de esa cantidad en libros. Rueda con ellos hasta su parte del escritorio de la oficina y se dispone a examinar su tesoro.
No va a adjudicarle a ninguno de los empleados la responsabilidad de los problemas con los casetes; no hay dos cintas con un mismo número de identificación de empleado. Pone las iniciales de «película borrosa» o «cinta borrosa», o simplemente «borrosa» en las hojas de Razón de Devolución, y mete las cintas en una caja con dirección al almacén de Plymouth. Los libros tienen más razones para abandonar la tienda (fragmentos enteros de texto están repetidos, o la impresión está torcida y se sale de la hoja) y Nigel despedaza con gusto los lomos, lanzando luego a cada uno de los desgraciados al interior de la caja; es entonces cuando descubre que uno de ellos resulta ser Campos y canales de Cheshire. Está a punto de deleitarse en honor del señor Sole, pero entonces ve que la parte medular del flaco volumen, incluyendo algunas páginas en las cuales solo puede distinguir las palabras Fenny Meadows, está impresa con una tinta tan corrida que parece haber estado bajo el agua. Arroja el libro dentro de la caja y abre el ejemplar más caro, cien libras de pinturas de Lowry. ¿Dónde está el recibo de la devolución? Hojea las pesadas páginas, pasando los paisajes urbanos tan emborronados que podrían ser imágenes de arcilla con insectos revoloteando a su alrededor, sin embargo no falta ninguna. No hay nada malo en el libro excepto la cubierta de la portada que Nigel ha arrancado, y las páginas que se soltaron de las costuras al tirar el libro en el carro. Se ha cargado uno de los libros más caros de la tienda.
No debería haber estado en el estante de Devueltos, pero eso no le absuelve de no haberlo comprobado. Coge un recibo y escribe que el libro fue dañado durante el transporte. Casi podía ser cierto; en realidad la portada está arrugada. Justo en el momento en el que está colocando el libro en la caja con un mimo tardío, Woody entra en la sala de empleados.
¿Ya empieza su turno? La reacción entre sorpresiva y culpable de Nigel provoca que al libro se le caiga media cubierta, y al intentar cogerla en vuelo lo rompa más aún. Cuando guarda torpemente ambas partes en la caja, Woody se acerca a mirar.
– Vaya, eso sí que es un estropicio -comenta.
¿Se refiere al precio o un americano no diría una cosa como esa?
– Llegó así -responde intentando no tartamudear.
– ¿Vamos a ver muchos iguales?
Sea cual sea el aspecto de la cara de Nigel, lo único que siente es como hierve.
– Este es el primero -se obliga a responder.
– Todos debemos ser cuidadosos. No podemos vender libros que no tenemos -dice Woody, y se pasa la mano por su cabello cortado a cepillo como si estuviera comprobando cuánto le ha crecido la noche anterior, o quizá intentando simplemente componer su siguiente pensamiento.
– ¿Cuánto tiempo tarda en disiparse la niebla por aquí?
– Parece estar quedándose más de lo habitual por las mañanas.
– Parece que está manteniendo a los clientes a raya. Puede que tengamos que reconsiderar nuestros horarios -comenta, y se echa atrás un paso para en seguida detenerse en seco-. ¿Quién ha entrado en mi oficina? -pregunta.
– Fui yo, pensé en echar un ojo a los monitores de seguridad mientras tú no estabas.
– De vez en cuando me tomo un descanso, me has pillado -responde, y antes de que Nigel decida si debe explicarle que no se trataba de una crítica, Woody añade-: No, hiciste bien -dice justo antes de encerrarse en su despacho.
Nigel sella la caja con cinta adhesiva y la mete en el carro. La envía abajo en el montacargas y después la deja en el pasillo para que la recojan luego. Acto seguido, vuelve a subir a toda prisa para tabular el resto de informes del existencias. Ya no le resulta molesta la falta de ventanas en la habitación, pues ahora hay alguien cerca. Sin embargo, cuando se está sentando, la voz amortiguada de Woody le deja perplejo. Debe de haberle oído volver y le está llamando. Como Nigel no sabe qué está diciendo no sabe cómo responder. Emite un sonido poco audible, o quizá poco convincente.
– Vamos a tener que quedarnos aquí más tiempo -fue lo que dijo Woody, pero ahora solo queda el silencio.