¿Qué hora se supone que es? Le da la sensación de que apenas ha dormido, y sin embargo ahí está ya la alarma del despertador. No, se trata del teléfono inalámbrico que venía con la casa y que siempre está de un lado para otro. El amortiguado y estridente sonido le restituye los efectos del jetlag, aunque hace meses que se mudó al Reino Unido. Sale de debajo de la manta destinada a protegerlo del frío del norte, para darse cuenta de que se ha dejado el inalámbrico abajo. Apreciaría llevar una bata, pero la suya está colgada por la etiqueta a un gancho de la puerta, y el teléfono no espera. Quizá es Gina, creyendo que es de día a este lado del océano. Quizá se ha decidido a darle una oportunidad a su librería después de todo.
Enciende el interruptor para arrojar algo de luz sobre la total oscuridad, sale a grandes zancadas de la habitación y baja las escaleras, que no son más anchas que una cabina telefónica. La barandilla barnizada de un amarillo chillón, similar al de los dientes de un viejo, cruje para avisarle de que no debe apoyarse demasiado en ella. La bombilla sobre las escaleras gasta la mayor parte de su energía en ser simplemente amarilla. Hasta el momento antes de posar los pies en ella, nunca había pensado que una alfombra pudiera estar tan fría, sin embargo, ni de lejos puede competir con el linóleo de la cocina. El teléfono tampoco está allí. Al menos no hay muchos lugares donde buscarlo en una casa tan pequeña que solo un británico la alquilaría.
Está en la habitación frontal, junto al sillón, frente a un televisor que tiene tan pocos canales que ni siquiera necesita un teleprograma. Las descoloridas cortinas color chocolate están abiertas y, de camino al sillón, la luz rosácea le resulta molesta. El teléfono no está donde esperaba, sino en el hueco del asiento, ¿y qué más encontramos por aquí? El envoltorio de un caramelo decorado con pelos y pelusas y una moneda verdosa tan vieja que su legalidad es dudosa. Aprieta el botón del teléfono con la otra mano para acallarlo.
– Woody Blake.
– ¿Es usted el señor Blake?
¿Lo ha soñado o acaba de decirle su nombre?
– Aquí me tiene, sí.
– ¿El señor Blake, encargado de Textos?
Para entonces Woody ya se ha deshecho del pegajoso papel de entre sus dedos tirándolo a una abollada papelera adornada con el mismo papel florido de las paredes. Arriesga su desprotegido trasero sentándose en el rasposo brazo del sillón.
– Eso es lo que soy.
– Soy Ronnie, de guardia en el complejo comercial de Fenny Meadows. Tenemos un aviso de alarma en su tienda.
Woody se pone en pie.
– ¿De qué tipo?
– Podría ser falsa. Necesitamos a alguien para comprobarlo.
– Voy de camino.
Ha dejado atrás la sombra proyectada por el vuelo de los pájaros de yeso a la izquierda del pasillo. Medio minuto en el baño le rebaja algo de su tensión, y al momento está vestido con unas ropas que han tomado prestado parte del frío del edificio. Añade al conjunto el chaquetón, que era ya lo bastante grueso para el invierno de Minnesota, y cierra de golpe tras de sí la pesada puerta de madera de la entrada, saliendo a la acera. Dos zancadas le llevan al coche alquilado, un Honda naranja, que sería blanco si no fuera por las luces de Halloween de la semana pasada, que parecen inundar todo de tonos color zumo de calabaza. La calle (lo que los británicos llaman terrace, casas adosadas las unas a las otras como un acordeón de ladrillos rojos, con las ventanas delanteras sobresaliendo) está silenciosa salvo por Woody y su aliento teñido de naranja. El coche marca su territorio expulsando una nube de humo ocre, girando ciento ochenta grados, y pasando el pub Flibberty Gibbet, que al parecer antes se llamaba El Ahorcado, y es el lugar donde la mitad de los hombres de la zona se pasa el día apostando en las carreras de caballos. Más de medio kilómetro de terraces y semáforos en rojo sin nadie a quien esperar le transporta más allá de las casas y las aceras, de los frondosos vergeles donde los tardíos dientes de león florecen y las farolas alumbran los otoñales árboles perennes. Tres kilómetros de autovía le llevan a la autopista entre Liverpool y Manchester. Apenas ha alcanzado la velocidad máxima permitida cuando tiene que frenar para coger el desvío del complejo comercial.
Está seguro de que la librería se encuentra mejor situada que cualquier otro local de la ronda de medio kilómetro donde se encuentra el complejo. Nada más llegar a la rampa de salida, divisa las gigantescas letras alargadas en la pared de cemento del edificio de dos plantas formando la palabra «Textos»; la niebla rodea la tienda con su aura blanquecina. Conduce por los alrededores del complejo, pasando varios edificios a medio construir, y junto a la entrada del restaurante Stack o' Steak y el supermercado Frugo. Tríos de arbolillos jóvenes, plantados en fragmentos de hierba, decoran el asfalto del aparcamiento. Acechan al coche de Woody, proyectando sombras de los focos que montan guardia encima de los edificios; la tienda de móviles Stay in Touch, la Baby Bunting cerca de Teenstuff, la TVid con su escaparate lleno de televisores, y la agencia de viajes Happy Holidays, que comparte una calle con la librería. Un incesante trino, como el grito de un enloquecido y enorme pájaro, invade sus oídos mientras aparca frente a la entrada de Textos ocupando tres espacios.
Un hombre corpulento y de uniforme, con una carpeta bajo el brazo, se acerca pesadamente a su encuentro.
– ¿Señor Blake? -exclama con un tono de voz tan inexpresivo como su corte de pelo al cero y un acento tan abierto como su rostro honesto y carente de emoción.
– Y usted debe de ser Ronnie, ¿no he tardado mucho, verdad?
Necesita consultar su grueso reloj de pulsera negro y rascarse a conciencia la cabeza para poder decir:
– Casi diecisiete minutos.
Grita mucho, lo que unido al quejido de la alarma es suficiente para bloquear las entendederas de Woody.
– Déjeme solo… -exclama Woody para indicarle que va a desactivar la alarma de la tienda. A continuación, teclea en el panel situado entre los pomos de las puertas de cristal. Los números dos, doce, uno y once le dan acceso al felpudo que pone «¡A leer!», entre los dos arcos de seguridad. Mete otro código en el panel de la alarma, que muestra una luz roja correspondiente a la sala de ventas, y entonces se hace un silencio tenso, roto por un pequeño zumbido agudo del que culparía a un mosquito si estuviera trabajando aún en la sucursal de Nueva Orleans.
No ha identificado todavía el origen del sonido cuando Ronnie le dice:
– Necesito que firme mi informe.
– Lo haré encantado cuando eche un vistazo a la tienda. ¿Me ayuda?
El guardia se siente claramente intimidado por la visión de más de medio millón de libros, comenzando con los de la mesa repleta de Textos Tentadores cercana al felpudo de entrada. Woody enciende todas las luces del techo y gira a la izquierda, pasando el mostrador con las cajas registradoras y la terminal de información.
– Usted podría ir por el otro lado -sugiere.
– Si alguien está haciendo algo, lo cogeré.
Ronnie suena ansioso por atrapar a un malhechor. Enseguida empieza a buscar, por el pasillo de Viajes e Historia, donde Woody advierte, a través del escaparate a mano derecha, que las promociones necesitan renovarse. Le recordará a Agnes, o Anyes, como se hace llamar, que los clientes merecen ver algo nuevo cada vez que visiten Textos. Rápidamente pasa por los pasillos de Ficción y Literatura de Jill, frente al escaparate de la izquierda. No hay sitio para esconderse junto a la pared lateral (llena de cintas de vídeo, películas en dvd y discos compactos), y los estantes de la zona central solo llegan a la altura de los hombros de un adulto. La sección de Wilf está tan ordenada que se podría pensar que nadie se interesa ya en los credos, en las religiones o en lo oculto, pero cada libro tiene su público… ese es otro lema de Textos, convertido ahora en internacional. Entretanto, la cabeza de Ronnie se mueve de un lado a otro por los pasillos de Géneros de Ficción.
– Nada -dice cuando se encuentra con los ojos de Woody-, solo libros.
Woody no puede evitar tomárselo como algo personal. Nadie debería ser tan poco entusiasta teniendo Textos tal selección de libros que ofrecer; el comentario le molesta más incluso que la posibilidad de tener a un intruso.
– ¿Qué clase de libros lee? -le pregunta.
– Cosas divertidas -admite Ronnie, pasando ahora por la sección de Erotismo.
– La sección de humor está en el lateral.
Aunque Woody va con pies de plomo, Ronnie parece estar combatiendo el pensamiento de que se está riendo de él, así que Woody decide dedicar su atención al fondo de la tienda, donde está la sección Infantil. Parece que alguien hubiera soltado monos en esa zona. No deberían estar así al final del día; tendrá que hablar con Madeleine. Nadie se esconde tras las sillas, tendría que ser un enano para poder hacerlo, pero hay un libro abierto y boca abajo en la alfombra de Textos Diminutos. Es un libro de lectura con palabras de una sola sílaba en una página y una imagen de lo que representan en la siguiente. Seguro que Madeleine no ha podido dejar eso ahí; quizás al caerse activó la alarma. Woody comprueba que no está dañado y lo devuelve al estante. Para cuando se encuentra con Ronnie en Textos Tentadores, no ha descubierto nada más fuera de su lugar.
El guardia los mira de una forma extraña. Parece que algunos bestsellers han captado su atención. Woody está a punto de alentar su interés cuando Ronnie suelta de golpe su carpeta contra la pila de ejemplares de Ringo por Jingo.
– Toma eso, pequeño mamón.
Por mucho que odie a los Beatles o a su batería, nunca existen excusas para dañar un libro; Woody ve el resultado del ataque. Un mosquito da sus últimos estertores sobre la nariz del famoso músico. Ronnie despega el insecto con el pulgar y luego se lo limpia en los pantalones, dejando un rastro que parece de mocos en la nariz de Ringo Starr.
– Es eso del calentamiento global -murmura Ronnie-. El tiempo ya ni sabe dónde está.
Woody limpia la portada con su pañuelo hasta que no queda rastro del incidente. Está observando como el guardia escribe cuidadosamente una letra en la carpeta cuando comienza a atronar una canción por los altavoces. «Goshwow, gee and whee, keen-o-peachy…» Es la primera pista de un disco compacto que la dirección provee con la intención de animar a los empleados cuando están llenando de género una nueva tienda. Woody tiene que admitir que es una de las pocas cosas que le hacen avergonzarse de ser americano. ¿Y por qué se ha encendido? Quizá un error similar en el suministro de energía activó la alarma. Cuando apaga el reproductor que hay bajo el mostrador, Ronnie frunce el ceño.
– Me gustaba -se queja.
Woody ignora la petición implícita mientras el guardia escribe trabajosamente y finalmente le cede la carpeta y un bolígrafo roto por el uso. «Farsa alarma en la librería Texto, 00.28-00.49» es todo lo que pone, además de un manchurrón de tinta.
– Gracias por cuidar de mi tienda -dice Woody, tratando de incorporar el manchurrón a la primera vocal, pero en realidad ahora parece algo parecido al dibujo de un ojo morado.
– Es mi trabajo.
Suena como si Woody hubiera dicho demasiado. Quizá piensa que el encargado no debería tener ese sentido de la propiedad. Woody se ve tentado a revelar que es la primera sucursal de la que es jefe después de haber ido escalando puestos por las de Nueva Orleans y Minneapolis, pero si eso no significó lo bastante para Gina, ¿por qué iba a servir con el guardia? Ya era bastante malo que a ella no le gustara Fenny Meadows, y mucho peor que no supiera decir el por qué. Las impresiones no valen para nada si no puedes o no quieres convertirlas en palabras. No hay duda de que en Misisipi es donde debe estar, este tiempo no va con ella.
– Bueno, supongo que ya hemos acabado por esta noche -dice Woody, dándose cuenta demasiado tarde de que eso solamente va por él.
Ronnie arrastra su sombra hasta llegar a su garita, junto a Frugo, pasando por las tiendas y los locales vacíos, mientras Woody vuelve a encender la alarma. Los focos le hacen daño a los ojos hasta que se sube al Honda, pero no va a permitirse dejarse vencer por su cansancio hasta que no tenga la cabeza sobre la almohada. Saliendo por la incorporación a la autopista, los grafitis en el cemento de los pilares se encuentran con la luz de sus faros; palabras cortas y crudas, pintadas con letras primitivas tan gigantes, sospecha, como diminuto es el cerebro de sus autores. Esa es una clase de cliente sin la que Textos puede sobrevivir, y Woody espera que Ronnie y sus colegas los mantengan alejados hasta que la tienda tenga vigilancia propia. De cualquier modo, está seguro de que sus empleados están listos para cualquier desafío, y eso incluye la campaña navideña; aunque hubieran podido afrontarla con mucha mayor experiencia si la tienda hubiera abierto en septiembre. No pudo hacer nada respecto a eso; las obras del edificio se retrasaron por culpa de los constructores. Ahora en cambio sí puede hacer todo lo necesario y no debe esperar menos de sus empleados. No importa absolutamente nada dónde y cómo viva, si luego no se siente feliz respecto a la tienda. Quizá esa era la razón por la que Gina decidió no trabajar en ella; no le gustaba compartir la pequeña cama, aunque no estuvo fría mucho tiempo. Ese pensamiento le dibuja una sonrisa irónica en los labios mientras conduce por la autopista y la niebla se mezcla con las luces del complejo comercial.