Wilf

Apaga los faros y clava sus ojos en el muro trasero de Textos hasta que su mente comienza a vaciarse. No sirve de nada. Puede parecer algo pacífico, pero no viene aquí en busca de paz, sino a trabajar. Quiere su trabajo, ama los libros y conducir a los clientes exactamente a donde quieren ir, y no hay razón para que no pueda hacerlo a no ser que él crea que así es. La tienda es igual que su piso, solo que con más libros, y si puede ordenarlos en casa, debería de poder hacerlo aquí también. Sale del Micra y cierra la puerta, causando un eco en la niebla que vuelve en forma del gigantesco latido de corazón. Aunque el turno del mediodía no empieza hasta dentro de diez minutos, da la vuelta a la tienda tan deprisa que imagina estar huyendo de sus propios pasos solitarios y de lo aislado que le hacen sentirse. Un Audi negro está aparcado ocupando tres espacios en el frontal de la tienda. Al tiempo que Woody se acerca a saludarle a la entrada, Wilf oye a gente saliendo del coche a su espalda.

– Bienvenidos a Textos -dice Woody con una sonrisa.

No está hablando con Wilf. Mira más allá de él, a alguien más bajo que Wilf. Su mirada pasa alternativamente de uno a otro con rapidez, y sonríe incluso más intensamente, levantando las cejas. ¿Qué le pasa? Wilf se gira para ver a quién saluda y para ahorrarse la visión del desfigurado rostro de Woody.

Hay dos personas detrás de Wilf. El hombre es media cabeza más bajo que él, y lleva un traje a cuadros rojos y blancos, de un material lo bastante brillante como para servir para un vestido de noche. Sobre su camisa blanca y la corbata negra, su rostro redondo y suave blande unos labios tan finos que parecen pedir a gritos un poco de carmín. Su joven acompañante es más alta que Wilf, pero más flaca que su rechoncho amigo, para compensar. Va vestida con un traje gris de lunares negros. Los dos parecen muy orgullosos de su propia importancia, ¿serán los jefes americanos de Woody? Wilf se arriesga a mirarlo de nuevo, lo que provoca una sonrisa más fiera y una repetición silenciosa de su saludo. Esta vez Wilf lo entiende, pero no por qué Woody se lo haga comprender de manera tan obvia. Se pone junto a Woody, de frente a los recién llegados y se coloca en el rostro la expresión sugerida por Woody antes de decir:

– Bienvenidos a Textos.

– ¿Y qué creen que estamos recomendándole hoy a nuestros clientes? -grita Woody-. Nada menos que Vestir bien, vestir mal.

– Dos mentes con un solo pensamiento, ¿eh? -dice el hombre con un acento escocés tan pronunciado que Wilf piensa que lo está forzando -¿Quién es el responsable de eso?

Está señalando al escaparate con un pulgar regordete, el cual está constituido principalmente por una fracción de su rostro.

– No se encuentra aquí en este momento -dice Woody sin dar un respiro a su sonrisa-. ¿Quiere transmitirle algún mensaje?

– ¿Debo ponerla colorada, Fiona? -dice Brodie Oates-. Fiona es mi asistente personal de la editorial.

Wilf se alegra de que Agnes no esté presente, especialmente porque Fiona mira al autor como una madre a un niño brillante pero terco hacia el que no puede evitar ser indulgente.

– ¿No querrás ponerla nerviosa como a aquella señora de la tienda de Norwich, verdad? -le suplica.

– No debió permitir que se terminara el vino. -Oates le dedica otra mirada al escaparate, y Woody trata de ocultar su tensión ante el comentario-. Me ve como tres personas diferentes, ¿verdad? No discutiré eso. Dígale ok, como decís los americanos.

La sonrisa de Woody se ensancha como la hendidura en un árbol talado a punto de caer. Antes de poder responder en voz alta, si es que la postura de su boca puede permitirle hacerlo, Oates se le adelanta:

– ¿Se supone que eso es para mí?

Mira al fondo de la tienda, a una mesa con copias del libro apiladas sobre ella.

– La editorial no nos comentó que necesitara nada más -se disculpa Woody en su nombre o en el de la tienda.

– Fiona mala. ¿Qué te mereces? -dice mirando cómo Fiona se pone roja, ahora se dirige a Woody-: Va a dejar el alcohol entre bambalinas entonces.

– Tendré que pasarme por el supermercado para conseguirlo.

– ¿Habrá cosas allí que merezca la pena beber, verdad? Chateauneuf vendrá bien como último recurso -sugiere observando el espacio delante de la mesa llena de libros-. No sea rácano tampoco con mi público. Nada mejor que unos cuantas copas para ponerlos a tono para comprar.

Wilf solo puede imaginarse por qué la sonrisa de Woody se ensancha más y más.

– Le llevaré arriba a la sala vip hasta que lleguen -dice Woody, tapando el lector de la pared con su tarjeta-. Ábrete sésamo, ábrete sésamo -susurra empujando la puerta.

Va delante, dejando a Wilf tras Fiona y Oates. Wilf está en el escalón de más abajo cuando el autor se pregunta:

– Entonces, ¿qué podéis decirme de mi último relato?

– Estoy deseando leer una copia firmada -dice Woody de inmediato.

– De acuerdo, mientras la pague.

– Por supuesto. La tienda espera que lo haga, igual que su editorial. No me gusta aprovecharme de mi puesto, soy un miembro más del grupo. El tipo de ahí abajo ha leído su libro.

– ¿En serio? -dice Oates, volviéndose hacia Wilf-. ¿Cuál es el veredicto entonces?

Todos se han detenido. Incluso Fiona está mirando a Wilf. En los libros los personajes a menudo desean que se los trague la tierra, pero Wilf siempre pensó que era una expresión exagerada; hasta este momento.

– La verdad es que… -desea instantáneamente no haber dicho.

– Eso es lo que estamos esperando, solo eso.

– Me provocó una migraña.

Woody prorrumpe en una risa nerviosa que no casa demasiado con su sonrisa.

– Oh, pobrecito el cerebro del chico -aúlla Oates.

Wilf se dice a sí mismo que Oates no es como Freddy Slater, aunque haga sonidos similares. Tuvo que ser culpa de Slater que Wilf no pudiera leerse el final de la novela bajo tanta presión, e igualmente Slater le causó los problemas con Guerra y paz, que luego se pudo leer en casa sin problemas. Quizá Slater ha encontrado otro a quien atormentar o con quien aburrirse; Wilf no lo ha vuelto a ver.

– ¿Oye, y no nos vas a decir qué te provocó dolor de cabeza exactamente? -pregunta Oates.

Woody está tan perplejo que su sonrisa casi se le descuelga. Quizá la pregunta tiene otro significado para los americanos.

– El final -admite Wilf.

– ¿Cuál?

Quizá Oates no es tan diferente a Slater como Wilf quería creer. Sin duda le está provocando las mismas sensaciones que las últimas páginas del libro; una total incapacidad para descifrar y entender lo que lee.

– ¿Subimos? Nuestra encargada de eventos está ansiosa por conocerles -le salva Woody, y Wilf queda agradecido.

Woody sostiene la puerta para Oates y Fiona, y entra en la oficina.

– Connie, aquí está la celebridad.

– ¿Eres la responsable de mi anuncio en el escaparate? -le dice Oates a Connie cuando esta se levanta y va hacia él, estirando sus labios rosados en una sonrisa.

– ¿Le gustaría que lo fuera? -pregunta; Oates se agacha sobre su mano y se la besa-. Estoy feliz de serlo.

– Jill tuvo la idea del escaparate, ¿verdad? -interrumpe Wilf sin poder evitarlo.

– No sabes lo que Jill y yo hemos hablado.

Connie se ha olvidado de sonreír, pero Woody sale al quite.

– ¿Todavía sigues con nosotros, Wilf?

Presumiblemente le está preguntando a Wilf si no tiene trabajo que hacer. Ya que eso puede reafirmarle en su capacidad para ello y deshacerle de la compañía actual, a Wilf no le importa demasiado marcharse.

– Sigo con lo mío -dice, pasando la tarjeta por el reloj.

– Bien, baja algunas sillas y prepáralas, Connie. Voy a ir a Frugo para ser un buen anfitrión.

Wilf mantiene abierta la puerta de la sala de empleados con una silla y coloca otras cinco sobre ella antes de bajarlas. Está a medio camino cuando la puerta se cierra a su espalda y aparece Woody con seis sillas.

– ¿No funciona el montacargas? -pregunta Woody sin una sonrisa en su voz.

– Pensé que sería más rápido así.

– Gracias por pensar en la tienda. ¿Podemos asumir que estás recuperado?

– De la migraña, te refieres.

– ¿Te pasaba algo más?

Woody desciende más rápido que Wilf.

– Nada de lo que merezca la pena hablar -masculla Wilf.

– ¿Es la primera vez que la sufres?

– Nunca tan intensamente -dice Wilf, lo cual es bastante cierto.

– Entonces asegúrate de reunirte con Ray y rellenar un parte de bajas. ¿Estamos esperando algo?

La silla de encima se agita nerviosamente cerca de los ojos de Wilf a cada escalón bajado, pero es capaz de alcanzar felizmente la sala de ventas sin tirar las sillas ni caerse sobre ellas. Tan pronto como Wilf sostiene la puerta, Woody sale como una flecha, dejándolo a su suerte en el estrecho hueco, y casi acaba chocando con las sillas abandonadas allí por Wilf.

– Venga, tú lo organizas -dice un Woody acelerado-. Esta es una de las cosas que tengo que solicitar para ocasiones como esta, más sillas. Si alguien ha de quedarse de pie tendrá que aguantarse.

Wilf medita sobre la esperanza inquebrantable de Woody. Ahora mismo la tienda tiene menos clientes que sillas.

– Tenemos la noche entera -murmura Woody-. ¿Por qué no te quedas por aquí cuando hayas terminado con las sillas? Le gustará tener cerca a alguien de la tienda que haya leído su trabajo. Puedes servir de relleno haciendo preguntas si hace falta.

A Wilf no se le ocurre una idea menos apetecible; la situación le trae a la boca un regusto indefinido, algo rancio. Se toma su tiempo colocando las sillas, como si eso de algún modo fuera a retrasar la aparición del autor. Ya casi ha terminado de ponerlas en filas de cuatro frente a la mesa cuando dos hombres de cráneos casi totalmente calvos, que estaban sentados y quietos en los sillones, los arrastran para unirlos a la última fila de sillas. Regresan a sus asientos y siguen mirando fijamente las cubiertas de los libros de dibujos apoyados sobre cada uno de sus regazos. Se está preguntando si se sentirán tratados condescendientemente si les comenta la función de las demás sillas, cuando oye a su espalda la voz que menos desearía oír en este momento.

– ¿Ya te han ascendido?

Wilf se da la vuelta tan lentamente como puede, aunque es infantil creer que eso va a hacer desaparecer a Slater. Más que nunca, la cara de Slater parece una máscara de humedad traslúcida sobre una ancha masa de carne rubicunda. Su boca se abre para incitar a Wilf a pillar la broma o imitando lo lerdo que es Wilf por no hacerlo.

– ¿A qué te refieres? -casi se las arregla Wilf para no preguntar.

– Parece que te han hecho jefe de sillas.

Acompaña la broma con un nivel de alegría varios grados por encima del requerido, y lo hace tan cerca de su cara que Wilf siente como su risa lo impulsa hacia atrás.

No puede respirar hasta que Slater termina, y llegado ese punto, su boca parece rebosar niebla pura.

– ¿Quieres mirarme una cosa?

– Tendrás que preguntar en Información. Estoy ocupado.

Slater abre la boca para mostrar una despectiva incredulidad y Wilf comienza a reordenar los libros de la mesa para demostrarlo.

– Este parece tu trabajo ideal -dice Slater-. Ni siquiera tú podrías desordenar esos libros.

– Pensé que buscabas información. Aquí es donde viene la gente a oír hablar al autor.

– Por eso estoy aquí. Estaba seguro de que estarías encantado de que diera mi apoyo a tu tienda -dice Slater, dejando un rato la boca abierta, luego añade-: Tu jefe debería estarlo.

Las manos de Wilf han comenzado a hormiguear y a convertirse en puños; siente su boca cada vez más amarga. Juguetea con los libros, pero sus dedos están tan inseguros que una copia se le resbala y cae al suelo. Al recogerlo, observa que las páginas están sucias. Se la tendrá que llevar a Nigel, es una copia dañada. Wilf se queda mirando a Slater con la intención de echarle la culpa, pero la gente ha empezado a reunirse junto a las sillas.

Se sentiría agradecido por la distracción, si no se tratara de los componentes del grupo de lectura que se vio obligado a abandonar. Antes de poder alejarse de Slater, su portavoz, líder, o lo que sea, se le acerca. Su pelo gris está enredado como una serpiente en su cabeza, y su atuendo es más colorido que nunca.

– ¿Le ha sacado algún sentido ya? -le interroga.

– ¿De qué es incapaz de sacar sentido ahora? -está ávido de oír Slater.

– Tuvo problemas con el final, como el resto de nosotros.

A la mujer, instintivamente, no le gusta Slater, que ahora rebota su reprimenda hacia Wilf.

– Entendiste el resto, ¿verdad?

– Diría que sí.

– ¿De qué trata?

Por una vez parece que Wilf le está dando pie para soltar una broma.

– Tendrás que leerlo tú mismo para averiguarlo -dice Wilf, después duda, pero no lo suficiente para resistirse a decir-: Si puedes.

– No le des a nadie la idea de que soy yo el que no sabe leer, Wiffle.

– No estará sugiriendo que este caballero no sabe -dice la mujer del vestido arcoíris-. No estaría trabajando aquí si no.

Slater solo ha empezado a mover la mandíbula para abrir la boca cuando la mujer le brinda su amplia espalda. Wilf no sabe qué iba a ser capaz de decirle a la mujer, o a él mismo en voz alta para que todos lo oigan, si no hubiera sido por la interrupción. Woody ha regresado más pronto de lo que Wilf pensaba que la niebla permitiría.

– ¿Vas a comprarlo? Bien por ti -dice señalando el libro en la mano de Wilf. Wilf se siente de repente asustado de que Slater le acuse de dañarlo, pero Woody no le da a nadie ocasión de hablar-. Bienvenidos a la primera presentación de un autor en Fenny Meadows. -Sonríe y deposita una pila de vasos de plástico y seis botellas de vino, haciendo un hueco en la mesa-. Nuestro famoso invitado estará con ustedes en un momento -sigue diciendo, con más júbilo si cabe, descorchando una botella de tinto y otra de blanco-. Por favor, tomen un trago. Eso va para todos excepto para los empleados.

Mantiene su sonrisa hacia la reunión hasta encontrarse cerca de la sala de empleados, pero Wilf se pregunta si está ocultando su decepción por el escaso público. Dos personas más se unen a la reunión, quizás atraídas por el vino; un hombre con un chubasquero de hule amarillo y una mujer vestida con prendas vaqueras de los pies a la cabeza. La mayoría de los escritores se acercan a la mesa para que Wilf les sirva. Slater coge el tinto y se llena un vaso hasta el borde, luego se sienta en primera fila. Woody aparece con Oates y su publicista. El autor se detiene de repente y alarga un brazo hacia su público, como si comprobara si está o no lloviendo.

– ¿Eso es todo?

– Creo que es culpa de la niebla -dice Connie.

– Culpa de la niebla, ¿no? -dice mirando fijamente a Fiona-. No de la publicidad, claro.

– Pusimos folletos por todas partes -le asegura Connie.

Un murmullo recorre a los asistentes, poniendo a Wilf nervioso, pues teme que alguien mencione el fallo de impresión. Quizás a Oates le suena como si estuvieran mostrando su apoyo a Connie.

– ¿No merezco una silla? -le ladra a Wilf.

Wilf coge una solitaria silla vacía de la primera fila.

– No se puede esperar de él que sepa tratar a un escritor -comenta Slater.

Wilf pone la silla tras la mesa y se retira a la última fila para huir de la vergüenza; Connie permanece junto a Oates. Cuando le describe como el autor de una de las novelas más comentadas del año, Oates le dedica un ceño descontento y se echa un segundo vaso de vino, que merece otro ceño.

– ¿Estáis ya lo bastante jodidos? Yo no sé si lo estoy -dice cuando Connie termina, vaciando lo que queda de botella en su vaso-. He oído que alguno de ustedes no entendió el final.

– Ninguno de nosotros -dice la mujer arcoíris desde la primera fila.

– Bueno… -está a punto de protestar Connie a su espalda, pero Oates las ignora a ambas.

Abre una copia de Vestir bien, vestir mal y luego otra, y sostiene la segunda delante de su cara.

– Veamos si tienen espacio en sus cabezas huecas para esto.

Wilf debería ser capaz de relajarse si no es él el que lee. No hay duda de que Woody está pendiente del resto del turno de tarde, aunque eso debería ser trabajo de Nigel. Seguramente Woody no está espiando la sala de ventas desde su despacho, y por lo tanto Wilf no tiene razones para sentirse observado mientras escucha cómo un detective de la época Victoriana se quita la ropa, revelando que es un ladrón de joyas, que a su vez se desnuda para mostrar que es una sargento del ejército, salvo que bajo su uniforme es una cantante de club nocturno que realmente es un detective, o, más bien, simplemente un hombre desnudo delante de un ordenador en una habitación observando Edimburgo desde su ventana. El personaje levanta la vista, escudriñando a su público e igualmente lo hace Oates (¿acaso hay alguna diferencia?), y señala los distintos disfraces.

– Es su turno -dice-. Su elección. Pruébenselo.

Se echa más vino antes de que Wilf pueda juzgar por su expresión si esa última frase era una broma y, si así era, a quién iba dirigida. Cuando los escritores comienzan a murmurar, Wilf cree compartir sus sospechas.

– No es eso lo que dice en el libro -dice la mujer arcoíris para dar forma a sus dudas.

– En este sí.

La mujer eleva las cejas como simulando dos signos de interrogación que formularan una silenciosa pregunta. Mientras Oates se ocupa de descorchar otra botella de tinto, la mujer exclama:

– ¿Nos está diciendo que hay más de un final?

– Sí, diferentes páginas al final. El resto del libro no indica cuál te va a tocar. Creo que no deberías saber lo que vas a encontrar hasta que llegues, igual que yo al escribirlo. Espero que estén de acuerdo, siendo escritores.

– Suena más bien a que quiere que compremos dos copias del libro.

– ¿Acaso no lo haría?

Ella le mira como si no le importara el significado de su pregunta, entonces Slater asoma la cabeza sobre su hombro.

– ¿Cuál tienes tú? -le pregunta a Wilf.

– No podría decírtelo así de pronto.

– Estoy interesado en saberlo -dice Oates, vaciando su copa para dejar espacio para llenarla de nuevo-. ¿Cuál es?

Wilf tiene la sensación de que el autor está aliándose con Slater y contra él. Mira la última página de la copia dañada y cierra el libro.

– El que acaba de leernos.

– Nunca te he visto leer tan rápido como dices, ni nada parecido -objeta Slater-. ¿Estás seguro de haberlo hecho?

– Por supuesto que lo ha hecho -dice Connie, mirando a Wilf con una sonrisa confundida-. ¿De qué va esto?

– Vamos, Lowell, muéstranos. Enséñanos cómo lees.

¿Qué le está haciendo actuar de ese modo? Wilf no hubiera creído que podría hacerlo a su edad. Tiene la sofocante sensación de que Slater le está obligando a regresar a su infancia. Quiere que Connie se enfrente a su torturador, pero solo parece confusa.

– Nadie ha venido a oírme a mí -protesta Wilf-. No soy el autor.

– Quizás al autor le gustaría oír a uno de sus lectores -dice Slater.

– Ahora que lo menciona, sí -dice Oates, alzando su vaso medio vacío para animar a Wilf-. Adelante, hazme un favor. Oigamos lo que significa para ti.

Algunos de los escritores, y por supuesto la mujer vaquera y el hombre del chubasquero, miran fijamente a Wilf; la mujer arcoíris lo hace con una mayor intensidad que los demás. Es exactamente la misma sensación del colegio, cuando te fuerzan a ponerte en pie delante de la clase, aunque él está echado sobre el libro como si le doliera su tripa revuelta. ¿Es esta la razón de ese desagradable regusto en la boca? Al bajar los ojos sobre la novela, reza por encontrar refugio en ella. Mira la última página e intenta liberarse de su vista hablando.

– Se lo dije -dice, y añade tan claramente cómo puede-: Es su turno. Su elección. Pruébenselo.

– Esa no es la página completa, ¿verdad? -espeta Slater. Cuando Oates menea la cabeza con tal fuerza que a sus mofletes les cuesta seguirla, añade-: Eso puedes habértelo aprendido de memoria, Lowell. Dinos el resto.

Es solo porque Wilf no puede mirar a los espectadores que tiene enterrada su mirada en el libro. El panorama es peor que nunca. El papel está manchado de marcas negras, montones de símbolos que se dice a sí mismo que son letras pero que no puede distinguir. ¿No es la e la más común? Quizá si averigua qué símbolo se repite con mayor frecuencia podrá descifrar el resto del código, tal como hacen los criptógrafos, pero cuando todavía está contando por lo bajo, Connie habla:

– Realmente necesito saber qué está pasando aquí.

– Veamos -dice Slater, sentándose junto a Wilf antes de que a este se le ocurra cerrar el libro-. Es tal como creía. ¿Se lo dices, Lowell, o se lo digo yo?

Abre la boca completamente, como si esta fuera su mejor broma, y a Wilf no se le ocurre otra respuesta.

– Voy a comprarlo -informa a quien quiera saberlo mientras arranca varias páginas de la novela y empieza a metérselas en la boca a Slater.

Desearía haber reaccionado así años atrás, pero al ver los ojos de sorpresa de su enemigo sabe que la espera ha merecido la pena. O bien eso o bien la vehemencia de Wilf hacen caer a Slater hacia atrás. Junto a la silla, va a parar al suelo con un golpe seco y Wilf le sigue para sentarse en su pecho.

– ¿Quieres el resto? -le pregunta Wilf con una sonrisa de la que sin duda Woody estaría orgulloso-. Un placer. Trágate el resto.

Está rodeado de sonidos: los lamentos de las mujeres, Connie repitiendo su nombre cada vez más alta y agudamente y los hombres de los sillones gruñendo de risa o aprobación. Pero de lo que es más consciente es de un murmullo ahogado, de las palabras atropelladas de Slater. Ahora tiene menos incluso que decir de lo que Wilf solía en clase, lo cual es tan satisfactorio que Wilf no se retira inmediatamente cuando la voz de Woody sale por la puerta de la sala de empleados.

– Detente -grita más de una vez antes de alcanzar a Wilf y colocarse a su lado; la saliva reluce entre su sonrisa-. Basta -insiste-, basta.

Wilf cree que hay espacio en la boca de Slater para otro capítulo, pero no hay duda de que ya ha dicho todo lo que necesitaba decir. Deja los restos de la novela abiertos sobre el pecho de Slater y se pone en pie apoyando los puños en los hombros de su enemigo. Slater se incorpora, tambaleándose como un borracho y mira a su alrededor buscando algún sitio donde soltar el contenido de su boca. Woody le dedica otro primer plano de su dentadura a Wilf.

– Espera en mi despacho.

De repente, Wilf siente las piernas débiles e inestables, como si la cosa que le ha impulsado a actuar así hubiera tomado ese camino para abandonarlo ahora, dejándole también el cráneo vacío y la boca con un sabor rancio. Se recuerda que la boca de Slater le sabrá a papel y tinta, una idea que le ayuda a llegar a la puerta de la sala de empleados sin trastabillar. Cuando el lector decide que su tarjeta es válida, observa a Connie pasándole a Slater la bolsa de Frugo que contenía el vino. Algunas de las mujeres emiten sonidos maternales mientras escupe sonoramente en la bolsa, y algunas otras personas miran de soslayo a Wilf hasta que la puerta se cierra.

En su ascenso a la sala, se apoya en la barandilla. Sin sillas, la mesa parece un altar abandonado. Los libros tintinean en sus estantes del almacén mientras Ray mira ceñudo la pantalla del ordenador de su oficina. Incluso aunque Ray no pareciera preocupado, Wilf no sería capaz de explicar su enfermiza reacción. Entra en el despacho, donde el monitor muestra a Woody regalándole a Slater un cupón regalo y una sonrisa suplicante. En el cuadrante opuesto, el público se ha tranquilizado y le hace a Oates una pregunta sobre el libro o sobre Wilf. Este se apoya sobre la fría pared de cemento y observa a Woody conduciendo a Slater a la salida, se siente tentado de sentarse en la silla pero Woody va disparado hacia allí, como si adivinara sus intenciones. Antes incluso de que Wilf esté preparado para recibir la regañina, Woody ya ha llegado a la estancia.

Gira la silla, apartándola del monitor, y se planta cara a cara con Wilf.

– Bueno, esto le costará caro a la tienda.

La incansable sonrisa de Woody anima a hablar a Wilf, si es que animar es la palabra adecuada.

– ¿Cuánto? -pregunta.

– Mucho más de lo que puedes permitirte.

– Lo siento -dice Wilf, sin saber qué más añadir salvo-: No debería haberlo hecho aquí dentro.

– Eh, ¿y dónde más ibas a hacerlo? -dice Woody, y suena a aprobación, o a una parodia de ella, hasta que añade-: ¿Quién más no quieres que oiga la verdad sobre ti?

Un nuevo acceso de furia asalta a Wilf.

– ¿Qué dijo sobre mí?

– Cómo engañaste a la tienda. Voy a tener que averiguar si eres el único que ha jugado sucio, maldita sea. El único tío que no sabe leer.

– Eso no es verdad, ni por asomo.

– Eh, ¿es eso cierto? Venga entonces, comprobémoslo.

Woody sonríe salvajemente ante la ausencia de libros en la habitación y abre los cajones hasta encontrar una pila de documentos oficiales, uno de los cuales pone en la cara de Wilf.

– Adelante, quiero oírte leer.

Al principio, la razón por la que Wilf es incapaz de leer es lo que cree haber visto. Al abrir Woody el cajón inferior derecho, ¿estaba lleno de calcetines y calzoncillos? Cada segundo que Wilf malgasta haciéndose esa pregunta aumenta la sensación de ignorancia que transmite, así que clava la mirada en el documento. Reconoce el formulario de petición de trabajo en Textos, pero eso no implica que reconozca la maraña de símbolos como palabras diferentes. Al tensarse, esforzándose por sacarles significado, su cuerpo comienza a temblar desde dentro a afuera.

– No puedo hacerlo ahora -dice, sintiéndose más estúpido por tener que explicarlo-. Es culpa de Slater. Solía hacerme esto en el colegio.

– No tengo tiempo para esta farsa -dice Woody, arrancándole el formulario de las manos y devolviéndolo al cajón-. Al menos me alegro de haber averiguado esto antes de que llegara la gente de Nueva York. Dame tu tarjeta.

Le recuerda tanto a una película de vaqueros o de policías que Wilf casi piensa que Woody y su sonrisa están gastándole una broma.

– No puedes creer en serio que nunca fui capaz de leer -dice Wilf-. ¿Cómo he colocado entonces todos mis libros?

– Comprobé tu sección -le dice Woody haciendo un gesto que indica la intensidad de esa comprobación-. Gracias a Dios tenemos tiempo de arreglarlo antes de mañana. No me has dado aún tu tarjeta.

Wilf se la quita y la deja en el escritorio. Se siente despojado de todo lo que merece tenerse, como si todo lo que poseía hubiera ido desprendiéndose poco a poco de él desde que empezó a trabajar en Textos. Se está dando la vuelta para lidiar él solo con su vacío existencial cuando Woody vuelve a hablar:

– ¿Has rellenado el parte de bajas?

Un último e inútil ataque de orgullo mueve ahora a Wilf.

– No tengo que hacerlo. No tuve una migraña -admite.

– También nos engañaste en eso, ¿no?

– Me obligaste a leer a toda prisa el final de ese libro para que pudiera hablar con los escritores, y no me dio tiempo. De ahí viene todo esto, por no ser capaz de terminar un libro.

– Debería afrontar parte de la culpa, ¿verdad que sí? -reacciona Woody con una sonrisa que parece sangrarle por los ojos-. Te creí cuando dijiste que eras un lector asiduo. Nunca se me ocurrió comprobarlo.

– Sé leer. Es lo que más disfruto haciendo. Pero no puedo leer aquí.

– Bien, ahora tendrás ocasión de hacerlo en otro lugar -dice Woody como si Wilf le hubiera insultado a él o a la tienda, o a ambos-. ¿Has fichado la salida?

– No pensé que hubiera necesidad.

– Vale, déjame hacerlo por ti -dice animadamente. Salta de su silla y enfila hacia la puerta tan rápido que Wilf apenas tiene tiempo de apartarse de su camino. Coge la tarjeta de Wilf del montón de «entradas» y la pasa bajo el reloj, para luego partirla en dos y poner los pedazos en el escritorio de Ray.

– Todo tuyo, Ray. El señor Lowell va a dimitir ahora mismo.

– Dios santo -dice Ray alternando una mirada perpleja del uno a otro-. ¿Qué diantre pasa aquí?

– Yo lo llamaría deshacerse de un invasor -dice Woody torciendo su sonrisa hacia Wilf-. ¿Todavía aquí? No deberías. Quizá has olvidado que dice «solo empleados» en la puerta de abajo.

– No he pagado el libro aún -dice Wilf, seguramente inducido por una beligerancia desesperada.

– Ray te lo descontará del sueldo que no te pagaríamos si de mí dependiese. Vete.

Wilf aprecia como Ray trata de decidir el grado de simpatía que puede mostrarle.

– Está bien -se siente inclinado a decirle Wilf, aunque no se convence ni a sí mismo y se siente incapaz de mirar a ninguno de los dos a la cara. Coge el abrigo de su taquilla y se lo va poniendo mientras baja midiendo cada paso y abre la puerta por última vez. Como parece que nadie lo mira, se pasa por su sección. Cuanta mayor es la intensidad con la que mira sus libros, menor es la certeza del orden en el que están; los títulos y los nombres de los autores bien podrían estar en una lengua extranjera, o en ninguna en absoluto. Se siente mareado por forzar la vista y la mente.

– El señor Lowell ya no pertenece a la tienda -proclama la voz de Woody por el altavoz.

La mirada de Brodie Oates se encuentra con la de Wilf en el momento en el que comenta que le lleva un año imaginar una novela y seis semanas escribirla. El resto de la congregación se vuelve para mirar a Wilf, que se pregunta si están proyectando sobre él la desaprobación que en otras circunstancias hubiera merecido Brodie Oates. En cualquier caso, sus miradas le hacen sentir más excluido que el anuncio de Woody. En su procesión hacia la salida, Connie alza una mano a modo de poco convincente despedida; junto a la puerta, Greg le ofrece una sonrisa torcida y un meneo de cabeza desde detrás del mostrador. Ya no importa lo que Wilf pueda decirle, pero las únicas palabras que vienen a su mente son tan lacónicas como un gruñido. Se estancan y le dejan un sabor amargo en su boca, mientras deja la tienda para siempre.

¿Y si Slater le está esperando fuera? Ojalá, podrá oír todas las palabras que Wilf se ha guardado, y quizá no habrá solo palabras. La niebla que oculta la hora del día se retira un poco para dejar espacio a su respiración, y cree ver a alguien observándolo en la distancia, hasta que se da cuenta de que solo era la pareja de árboles y su tullido compañero.

Sin embargo, al doblar la esquina de la tienda, tiene la total certeza de que alguien lo está siguiendo, aunque de modo invisible y silencioso.

– ¿Por qué no das la cara? -grita, y eso empeora el regusto de su boca-. Tienes lo que querías. Vamos, muestra tu cara.

Para cuando llega al Micra, no ha conseguido aún hacer salir a Slater. Cierra la puerta con la fuerza que hubiera usado si su atormentador estuviera en medio. Después de meter la hebilla del cinturón en su ranura, coloca las temblorosas manos sobre el volante. La niebla helada y su reacción a los acontecimientos del día le han provocado este tembleque. Se queda mirando el vacío muro trasero de Textos hasta recuperar el control suficiente como para acertar con la llave en la ignición.

Debido a la niebla, conduce lentamente hacia la salida. Le parece estar escabullándose, temeroso de hacerse notar. La luz de los escaparates se funde con la niebla causando un brillo fantasmal, los árboles pasan por su lado, reptando entre las tinieblas, y delante advierte algo alumbrado por sus faros que no es asfalto. ¿Y si es Slater? ¿Cómo reaccionaría si viera a Wilf sonriendo sobre ellos y acelerando hacia él? Las esquinas de la boca de Wilf están comenzando a alzarse por iniciativa propia, pero de repente se acuerda de Lorraine. Cierra las manos con fuerza sobre el volante, sintiendo una oleada de odio hacia sí mismo. Ni siquiera sabe si Slater le hubiera creído tan descerebrado. Quizá no merece trabajar en Textos después de todo.

El supermercado aparece delante de él antes de desaparecer en las grises profundidades del retrovisor. Si esta es la última visión que va a tener de Fenny Meadows, no está seguro de cómo sentirse. Llega a la rotonda y sube la rampa camino de la autopista. Aunque está ascendiendo al encuentro del sol, tiene la sensación de estar siendo retenido por el inestable, pálido y gélido vacío. Al llegar al borde la autopista baja la ventanilla para oír venir los coches de su carril. En el momento justo en el que decide arriesgarse a acelerar, un denso sabor a niebla asalta su boca.

La autopista es reacia a mostrarse, y frena un poco para adecuarse al paso de la niebla. Al poco rato, muestra síntomas de retirada, y avista el sol, un objeto plateado sobre el que alguien no cesa de echar su aliento. Pronto la senda estará despejada, una perspectiva similar a una liberación de Fenny Meadows. No obstante, eso no va a ser posible hasta que no afronte lo que ha hecho. No quiere pensar en ello mientras intenta concentrarse en conducir, y no es esa la razón por la que agarra el volante con mayor fuerza si cabe. Su mente está tan sobrecargada por el enfrentamiento con Slater y sus secuelas que no se ha detenido a pensar en las cosas que vio y dijo.

El sol brilla como recién bruñido, luego desaparece mientras Wilf trata de no dejar su mente volar. ¿Vive Woody en la tienda? ¿Por qué es incapaz de leer allí? Las preguntas parecen incapaces de alejarse de su mente lo bastante para no tenerlas presentes. Incluso tiene la rara impresión de que no debería arriesgarse a formularlas hasta no haber escapado de la niebla, es absurdo, pero tensa sus nervios. Pisa el acelerador, la niebla deja ver solo los siguientes cuatrocientos metros de carretera. Aunque no tiene sensación de ir a mucha velocidad, la flecha del velocímetro está en posición vertical cuando la niebla se detiene abruptamente delante de su coche. Al frenar, la grisura inunda el espejo. De repente la oscuridad es tan cerrada por todas partes que a pesar de la calefacción, el frío entra en el coche y cala en Wilf. Está luchando por no dejar a sus escalofríos dominar el volante cuando la niebla a su espalda se torna de un blanco gélido y prorrumpe en un atronador sonido. Viene un camión, y ni puede ni va a frenar.

Pisa a fondo el acelerador. La niebla emerge ansiosa para cortarle el paso, pero no es solo niebla. Está precipitándose contra la parte trasera de un camión que avanza a menos de la mitad de la velocidad de su coche. Frena, provocando la ensordecedora reacción de una bocina y una luz cegadora acercándose por el espejo retrovisor. Aparta el pie del pedal y gira el tembloroso volante. Se ha olvidado de poner el intermitente. El coche se está internando en el carril central cuando el camión gira para adelantar.

No puede volver a su carril. Está demasiado cerca del vehículo de delante. Le da a la palanca del intermitente y tuerce para buscar el carril más alejado. El camión de atrás sigue en el retrovisor. Solo intenta pasarle, no es que sea una presa que esté deseando atropellar, ni está aliado con la niebla, la cual no puede estar intentando hacerle daño; es solo niebla. Pero sus pensamientos son inútiles, no pueden prevenir que el camión se precipite sobre él más rápidamente de lo que le es posible acelerar. Afianza las manos en el volante y huye de nuevo al carril central, oyendo un fuerte resollar que indica que ha sorprendido a su perseguidor. Ese sonido, junto a un espasmódico temblor, es todo lo que emite el freno que el conductor al fin ha pisado; pero ya no hace falta. Wilf frena y se interna en el carril interior, detrás del otro camión, para sentirse más seguro.

No ha derrapado. No se ha colocado detrás del otro vehículo demasiado deprisa, a pesar de la escasa visibilidad. Cuando oye un gigantesco y torturado chirrido de metal se dice para sí que no tiene nada que ver con él, y entonces una ola de niebla tan espesa y ancha como los tres carriles juntos se abalanza sobre él desde el espejo. Le recuerda a una respiración expulsada a través de una enorme y alegre risa, hasta que advierte que no es niebla, pues una palabra más alta que su coche está impresa en la pulida superficie que se abalanza sobre él. Durante un instante, no le preocupa entender por qué no puede leer la palabra. Las letras están al revés, por supuesto, las letras del lateral del camión. Toda la parte trasera del vehículo está girando hacia él usando la cabina como eje.

La niebla se encoge, permitiéndole ver como la cabina se empotra contra la mediana, haciendo saltar chispas y deformándola. Un temblor se extiende por sus brazos y hasta el resto de su cuerpo, mientras intenta adueñarse del volante para cambiar el coche al carril central, para distanciarse del objeto que se cierne sobre él como una colosal guadaña. Está casi a punto de adelantar cuando el camión alcanza al Micra y le golpea en el lateral, impulsándolo hacia el otro camión de delante. Un momento después, todo se precipita, y el coche se incrusta allí tan rápidamente que apenas tiene tiempo para entender qué es lo que se ha roto aparte de los cristales y el chirriante metal. Ha sido él mismo. Ha sido su cabeza, que se inunda de ruido y blancura antes de sumergirse en una laguna negra.

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