Nigel

Es solo oscuridad. No es sólida, por mucho que ejerza presión sobre sus ojos. No puede provocar que deje de respirar; hay metros y metros de oxígeno disponible en la oficina y el resto de estancias, aunque no entrará ninguna bocanada de aire más por las inexistentes ventanas para sustituirlo una vez que se gaste. Hay suficiente para él, Ray, Angus y Woody. Debería estar contento de no estar solo además de ciego; no debería estar deseando poder haber escogido a sus acompañantes. A Woody apenas se le puede considerar uno, pues está detrás de la inamovible puerta; Ray parece incluso menos presente, después del asunto de la luz del teléfono móvil, ese ridículo haz al que los ojos de Nigel trataron de aferrarse hasta que al esfumarse volvió a sumirlos en la oscuridad. Respecto a Angus, parece estar esforzándose por no llamar la atención, pero no puede escapar de la oscuridad; Nigel no debe dejar que esa clase de pensamientos lo dominen. De todas maneras, le lleva un rato reconocer al insecto que revolotea cerca de él; es Ray intentando conseguir algo de luz. Entonces se detiene, y Nigel aprieta sus labios para no implorarle que lo intente de nuevo.

– Parece que vamos a tener que ser tú o yo, Nigel. ¿Qué hacemos?

La oscuridad parece responder a la pregunta agitando algo lento y gris, pero seguramente solo es cosa de Nigel.

– ¿De qué estás hablando? -tiene que preguntar.

– No me digas que no lo has oído. Quiere que uno de nosotros bajemos a los fusibles.

Nigel tiene la sensación de que la oscuridad se las ha apañado para bloquearle el cerebro, y de que ha perdido la habilidad para pensar.

– ¿Te importaría?

– Pues sí. Estoy muy cansado.

A Nigel todavía le duele el hombro del golpe fortuito contra la pared, pero lo apoya en la madera por si le ayuda a sentirse menos amenazado ante la idea de perderse en la oscuridad.

– Para ser honesto, no sé si podré hacerlo.

– ¿Voy yo mejor? -se ofrece Angus.

– No, mejor no. Es el mismo esfuerzo para ti que para Nigel, ¿o tienes algún problema especial, Nigel?

– Quizá lo tenga.

– Adelante, compártelo con nosotros.

– Ojalá pudiera hacerlo contigo, créeme -murmura Nigel.

– ¿No ha bajado nadie aún? -grita Woody.

– Va Ray -dicen los sentimientos de Nigel antes de que su cabeza los procese.

– ¿Ahora intentas darme ordenes, Nigel?

– No, digo que yo no voy. No valgo para esto.

– Me alegro de que estemos de acuerdo en algo.

Un momento después Angus cae sobre Nigel y luego recula. ¿Lo ha empujado Ray a propósito contra él? La mirada de Nigel vaga como si estuviera a punto de ser enviado a su suerte, a la deriva de la oscuridad, y luego se dirige hacia sus invisibles pies, y pisa con fuerza para mantenerse firme.

– Ray, espera -farfulla, aunque no entiende inmediatamente lo que pasa o por qué siquiera debería importarle.

– ¿Has cambiado de idea? ¿No quieres quedarte a solas con Angus?

– Por supuesto que no. Quiero, eso es. ¿Qué es lo que estoy viendo?

– Ni me lo imagino, ¿y tú, Angus?

– Mirad -insiste Nigel y se siente idiota al señalar en la oscuridad-. Mirad abajo.

Al notar su silencio, comienza a temer que no vean el poco perceptible rastro gris que contornea la puerta.

– Woody ha conseguido algo de luz. ¿De qué coño nos sirve a nosotros eso?

– Creo que nosotros podríamos conseguir también un poco.

– ¿Y cómo sugieres que lo hagamos, Nigel? ¿Va a pasárnosla por debajo de la puerta?

– ¿Es la cosa esa de seguridad? -dice Angus con la esperanza de acabar con la discusión.

– Eso es exactamente, el monitor. Debe de estar en un circuito diferente, y los ordenadores también. Si los encendemos todos tendremos un montón de luz.

– Todo estará resuelto entonces -se burla Ray.

– Al menos ayudará, ¿no estás de acuerdo?

– No me ayudará a encontrar los fusibles.

Nigel considera a Ray tan estúpidamente inamovible como la oscuridad.

– Quizá cuando veamos lo que estamos haciendo -dice a punto de perder los nervios-, podamos enchufar algunos de los ordenadores cerca de las escaleras.

– Esa es buena, Nigel. Nos has convencido. Adelante.

– No esperarás que lo haga todo yo solo.

– ¿He dicho yo eso, Angus? Solo queremos que enciendas uno, Nigel, para que podamos ver los demás. No hay necesidad de tropezamos los unos con los otros, y cualquiera sabe con qué más, en la oscuridad. Si me voy a encargar yo de los fusibles, la luz es tu trabajo.

– ¿Qué pasa ahora? -grita Woody dándole un golpe a alguna pieza del mobiliario.

– Nigel va a encender un ordenador.

– ¿Para qué demonios?

– Para tener luz.

Tener que explicarlo provoca que Nigel se desplace con movimientos lentos, casi por inercia.

– Hazlo entonces, ¿a qué esperas?

– Eso, ¿a qué esperas? -murmura Ray-. Ya has oído al jefe.

El calor que recorre a Nigel no es otra cosa que rabia, y el frío que le sigue es pura aprensión, algo de cuyo poco sentido trata de convencerse a sí mismo. Suelta el picaporte y despega su mano derecha de la puerta, desplazándola del marco hueco a la pared. Mueve la mano lentamente por la resbaladiza superficie y arrastra los pies para seguirla, pero no le gusta nada en absoluto tener que exponer su cara a la oscuridad. En lugar de eso, se coloca cara a la pared y apoya las dos manos contra ella. Comienza a moverse lateralmente, aunque tener la pared tan cerca le hace sentir encerrado y falto de aire. Sus manos progresan provocando un sonido adherente cada vez que las despega de la pared, seguido por el eco de sus pies arrastrándose por la moqueta. Supone que esos sonidos solo alcanzan sus oídos, pues apenas puede oírlos por culpa de su respiración entrecortada y el palpitar de su corazón.

– ¿Vas realmente tan lento como suenas? -pregunta Ray, desmintiendo su creencia.

– Tengo que encontrar el camino -protesta Nigel, antes de que los dedos de su mano izquierda reculen a causa de lo que se han encontrado.

Es la pared perpendicular a la suya, y está húmeda porque sus dedos lo están. Realmente no hay motivo para que piense que algo húmedo se ha arrastrado para esperarlo en la oscuridad. Maniobrar durante unos segundos para dar la vuelta a la esquina resulta suficiente para ponerlo nervioso al sentir las paredes y la oscuridad atrapada en ellas cercando su rostro. Entonces tiene que recorrer la segunda pared, desplazándose incluso con más lentitud por miedo a derribar un objeto en el suelo a sus pies. ¿Qué puede ser? Una papelera, por supuesto, pero el obstáculo golpea su cadera en la oscuridad. Se limita a reaccionar con un resuello, suficiente para llamar la atención de Angus.

– ¿Algo va mal?

– Nada, estoy en el escritorio -dice Nigel, aunque esa es mucha palabra para la mesita en la que trabaja junto a Ray y Connie. Posa la palma sobre ella y la alarga hacia la izquierda hasta encontrarse el teclado de Connie. Se rasguña las manos al pasarlas por las teclas, que parecen piedras inestables sobre una superficie tan farragosa como unas arenas movedizas, y que emiten una agitada cháchara de plástico. Cuando estas se callan, las yemas de sus dedos acarician el monitor, desprendiendo un objeto similar a un insecto muerto. Recuerda que lo tiene decorado con una mariposa de metal justo a tiempo para no resollar de nuevo. Sigue algo más a la izquierda y sus nudillos dan a parar contra la torre del ordenador. Pasa la mano por toda ella hasta dar con el botón de encendido. Con un dedo tembloroso presiona el botón hasta el fondo.

Resuena un clic, pero la oscuridad no varía.

– ¿Eso es todo? -dice Ray.

Cuando Nigel considera la pregunta, le cuesta estar seguro de que ve algo de luz bajo la puerta de Woody.

– Eso parece -tiene que admitir.

– Puede que… -comienza Angus, pero se detiene para pensar cómo seguir, o porque no le gusta oír su voz rodeada por la oscuridad-. Puede que no esté enchufado, ¿no?

– Puede. Gracias, Angus -dice Nigel, sintiéndose significativamente menos agradecido al darse cuenta de que ahora va a tener que meterse bajo el escritorio. Se agarra al borde con las dos manos y se pone de rodillas sobre la fría moqueta. En lugar de arriesgarse a golpearse la frente contra el mueble, se agacha bajo él, aunque debe esforzarse en rechazar la idea de que se está precipitando directamente hacia una presencia oculta allí debajo y de que está introduciendo las manos en su guarida. Por si fuera poco, casi mete los dedos en los agujeros del enchufe de la pared. Los retira hacia la moqueta y encuentra el cable que sigue un camino sinuoso hasta conducir al enchufe. Está intentando introducir las conexiones en los agujeros de la pared cuando Ray dice:

– ¿Qué es eso?

Los nervios de Nigel casi le hacen soltar el enchufe, pero se las arregla para relajarse un poco.

– Soy yo intentando insertar esto.

– Por una vez no eres tú. ¿No es Agnes, o Anyes o como sea?

Nigel no puede oírla. Cuando levanta la cabeza para intentarlo, se golpea la nuca con la dura parte inferior del escritorio. Se agacha aún más, y lucha con el enchufe hasta que las conexiones entran en los agujeros. Las introduce con tal fuerza que los hombros le vibran. Cuando alarga un dedo hacia el interruptor, mueve sus labios formando la palabra «por favor» antes de presionarlo.

La oscuridad se hace visible frente a él. Tres papeleras hacen guardia junto a tres tomas con sus respectivos enchufes y otras dos tomas solitarias. Sale de debajo del escritorio, y una distorsionada figura se arrastra tras él; solo es su sombra. Al agarrarse al borde de la mesa y ponerse en pie, Ray corre a través de la tenuemente iluminada estancia para abrir la puerta del almacén en la oscuridad.

– Agnes -grita-, ¿eres tú?

Nigel está a punto de concluir que no era ella cuando Anyes finalmente responde. Quizá estaba decidiendo si debía o no contestar a esa versión de su nombre.

– Estoy en el montacargas. Se ha quedado parado.

Su grito es amortiguado y empequeñecido por la distancia. Si el montacargas se detuvo a causa del fallo de energía, Nigel se pregunta por qué ha tardado tanto en pedir ayuda.

– Iré por ella mientras tú buscas los fusibles, Ray -se ofrece-. Movamos los ordenadores para conseguir más luz.

– Irá alguien en un momento, Agnes -grita Ray.

– ¿Cuál es ahora la situación? -vocifera Woody al mismo tiempo.

– Ya vemos algo, estamos tratando de conseguir luz adicional -le dice Angus.

– Eso no debería llevar mucho tiempo, ¿verdad?

– Espero que no -dice Nigel girando el escritorio, sin esforzarse demasiado por ser oído. Ahora entiende por qué el tenue brillo que rodea todo en la oficina es gris como la niebla; la pantalla del ordenador es del mismo tono. Los iconos aparecen vacíos de todo color, en peligro de perder sus contornos y hundirse en el fondo. Teme que si intenta mejorar su aspecto la terminal se cuelgue. En vez de eso, se acerca a su propio ordenador. Se está agachando para desenchufarlo cuando se queda congelado a mitad del movimiento, y la vibración de su hombro es imitada por su cabeza.

– Oh, por el amor de…

Ray asoma su cabeza grisácea desde la oscuridad de la otra puerta.

– ¿Qué pasa ahora, Nigel?

¿Se está asegurando de que Woody le oiga?

– Eso, ¿qué pasa? -pregunta Woody, reaccionando al elevado tono de Ray.

No es culpa de Nigel. Los agujeros entre el escritorio y la pared son solo suficientemente grandes para dejar paso a los cables de los ordenadores.

– No vamos a poder mover esto a no ser que los desenchufemos.

– ¿Quién tiene un destornillador? Yo no, ¿y tú?

Nigel tampoco, y Angus hace un gesto negativo mientras su difusa sombra pasea sus deformadas manos tras él.

– Mejor intenta encenderlos -sugiere Ray mientras Nigel abre cajón tras cajón de la mesa de trabajo.

Nigel aprieta el botón de su ordenador y, con más fuerza si cabe, el de Ray. La grisura de las pantallas se torna luminosa, y dos grupos de iconos salen lentamente a la superficie. Tienen un aspecto demasiado dubitativo para gusto de Nigel.

– ¿Qué le ha pasado a los ordenadores? -está cada vez más ansioso por saber.

– Lo importante es que están iluminando, ¿verdad? -dice Ray-. De momento puedo soportarlo.

La oficina debe de estar unas tres veces mejor iluminada que antes. Es más, la sala de empleados ha ganado en brillo, y Nigel puede incluso distinguir los vagos contornos de las estanterías del almacén. Por muy cruda que le resulte la situación que se le avecina, Agnes está en una situación mucho peor. ¿Se sentiría muy culpable si no la ayudara?

– Yo también -les dice a los otros, y de paso a sí mismo.

– Quizá no te deje en la oscuridad durante mucho tiempo.

Seguramente Ray se está comprometiendo a hacerlo, y no considerando la idea contraria. Mantiene abierta la puerta hacia las escaleras con una silla, y abandona la sala de empleados al trote, bajando las escaleras y perdiéndose de vista. Nigel tiene la tentación de esperar hasta que Ray llegue a los fusibles o incluso a que los arregle, pero es una actitud demasiado cobarde para adoptarla. Pasa por la sala de empleados, dejando atrás la mesa, que parece cubierta de un plástico grisáceo, y llega al almacén.

En el momento que pasa por el umbral, es flanqueado por dos sólidos bloques de oscuridad. Solo puede distinguir el final de las estanterías sepultadas en ellos; contornos esqueléticos del color de la niebla y sin una mayor intención de moverse. Quizá después de haber sido liberadas de la mayoría de su las existencias, las estanterías han quedado ahora más inestables; al aventurarse entre la próxima pareja, cuyos bordes parecen ceniza por su color y por su tendencia a caer, comienzan a hacer ruido como si cualquiera que sea su contenido se estuviera acercando poco a poco hacia él. Trata de concentrarse en lo que tiene delante, pese a que también hay una distracción en esa zona de la oscuridad. La mancha informe que repta por el pasillo para llegar antes que él a su destino no puede ser otra cosa que su sombra, sobre todo teniendo en cuenta que duda en su progresar al mismo tiempo que él, pero le sorprende que pueda verla en medio de esta sofocante oscuridad. Le es imposible distinguir el tercer conjunto de estanterías, pero sabe por su sigiloso tintineo que ha pasado entre ellas.

Ahora que están a su espalda sería de esperar que dejaran de vibrar a causa de sus pasos. Una vez que se acallan, trata de recobrar el control sobre su acelerada e inestable respiración. Siente y recuerda que ha llegado al espacio ocupado por el contenedor de madera coronado por mallas, donde van a parar todas las cajas del nuevo stock. Las estanterías de detrás están fijadas a la pared, y es claramente imposible que pueda oír ningún ruido proveniente de ellas. Por muy rebuscado que suene, la procedencia del sonido debe de encontrarse bajo las mallas, en el leve chirrido de los pedazos de poliestireno que sus pasos han despertado de su sueño, aunque más bien le parezca que ha despertado un nido de insectos entre la negrura. Al menos sabe que, manteniéndose alejado y a la izquierda, se encuentra a escasa distancia de la pared desnuda. Al alargar el brazo en esa dirección, está a punto de caerse de rodillas, pero no porque la oscuridad le haya atrapado ni porque la voz de Woody lo pretendiera.

– No hay necesidad de parar ahí abajo -dice-. No hay necesidad de rascarse la barriga. Veis mejor que nosotros.

Se está dirigiendo a los empleados de la sala de ventas, por supuesto. Hasta que Nigel rechaza esa impresión, casi cree oír un amortiguado eco subrayando la intervención de Woody, pero la razón es que se encuentra demasiado lejos de la oficina. Al tiempo que sus dedos encuentran la pared, Woody se limita a interrogar a Angus a través de la puerta sobre el estado de la situación. Nigel desplaza los dedos por la gélida y resbaladiza pintura y luego, antes de lo que esperaba, llega al borde y encuentra metal. Es la más cercana de las dos puertas que conducen al hueco del ascensor.

– Agnes, ¿puedes oírme? -exclama golpeando la puerta con los nudillos.

No da ninguna señal de haberlo hecho. Presiona su oído contra la puerta, que está tan fría que le deja la oreja dolorida. Si hay alguna respuesta proveniente del otro lado de la puerta, queda en segundo plano a causa del salvaje martilleo de su pulso. Recorre la puerta con las yemas de sus dedos, los introduce entre esta y el marco, y consigue abrir un hueco de unos pocos centímetros.

– Agnes, soy Nigel, ¿te encuentras bien? -grita a través de él.

Oye su plana y tonta voz cayendo en picado en el hueco, como si la lanzara dentro de un pozo, lo cual espera sea algo tan ilusorio como la gélida humedad que le llega desde abajo. Se pregunta de nuevo si Agnes no responde por el modo en el que ha pronunciado su nombre.

– No sé dónde estoy -responde Agnes finalmente.

– Estás debajo de mí, en alguna parte. Estoy en las puertas de arriba. Voy a bajar. -Es a Agnes a quien quiere tranquilizar añadiendo-: Por las escaleras, claro.

– ¿Puedes ver dónde estoy?

– Para ser honesto, no veo nada. Ray ha ido a comprobar los fusibles -dice, siendo consciente de repente de que Ray debería haberlos comprobado hace rato.

– ¿Serás capaz de llegar?

Presumiblemente su intención es mostrarse confiado, pero sus nervios no lo ven así.

– No lo dudes. Voy inmediatamente -dice, y también dice algo más, porque las dos últimas palabras las pronuncia arrastrando varias sílabas extra que las desdibujan-. Ahora voy.

Suelta la puerta, que se reencuentra con el marco provocando un sonido metálico. Pasando los dedos sobre el metal, una uña topa con el borde de la segunda puerta. Tras encontrar de nuevo la pared, camina de lado hasta encontrar la esquina. Ahora está de cara a las escaleras, y parece como si la negrura del ascensor se hubiera inclinado para recibirlo. Mete la mano izquierda dentro, cada vez más abajo. Al fin toca un objeto similar a un palo que alguien le estuviera alcanzando; la barandilla. Se obliga a agarrarla solo con una mano y baja el primer escalón.

No le gusta quedarse con una pierna en el aire mientras busca el siguiente con el otro pie. Debe de ser por culpa de la cegadora oscuridad, pero siente como si tuviera que bajar más de lo necesario para progresar por cada escalón. Planta su talón lo más atrás que el espacio permite, y resbala la sudorosa mano por la barandilla, levantando el otro pie para que explore la oscuridad opresiva y sin fondo. Solo es la noche, intenta decirse a sí mismo; la misma noche en la que Laura duerme, con su rostro calmado y quieto sobre la almohada, quizá inconsciente del mechón de cabello que cae sobre una de sus mejillas. El pensamiento le hace gritarle a la oscuridad o en dirección a esta.

– Ya estoy en las escaleras, Agnes. No tardaré mucho.

– No tardes.

Su respuesta es más distante que nunca. Por supuesto porque la pared amortigua el sonido. Desea poder saber cuántos escalones conducen al pasillo de Pedidos; seguramente menos de dos docenas. Si está realizando la misma acción cada vez que se agarra a la barandilla y deja a uno de sus pies hundirse en la oscuridad hasta que se encuentra con un escalón, ¿por qué el proceso no es cada vez más fácil en lugar de parecer que aumenta el peligro a cada paso? Quizá es porque no ha contado los escalones que ya ha bajado, y por ello ha perdido la noción de la distancia recorrida. Podría gritarle de nuevo a Agnes, pero teme descubrir lo remota que suena. Los bordes de las escaleras rasguñan la parte trasera de sus talones, y cada vez que posa un pie siente que está inclinándose demasiado en dirección a la oscuridad. Da otro paso vacilante que solo la barandilla hace parecer menos peligroso, y entonces su mano se cierra alrededor de la nada. Antes de que pueda recuperar el equilibrio se precipita por las escaleras, ya que el pie izquierdo estaba soportando todo su peso.

Se trastabilla por el pasillo, presumiblemente para acabar golpeándose contra una pared, si es que no cae de cabeza contra el cemento. Lanza al aire su mano derecha con tal fuerza, a la búsqueda de algo a lo que aferrarse, que esa acción lo envía contra las puertas del hueco del ascensor, propinándole a su otro hombro un golpe que nada tiene que envidiar al que sufrió antes el opuesto.

– Soy yo -exclama sugerido por la oscuridad-. Soy Nigel, ya estoy aquí.

– ¿Dónde?

Casi se hace la misma pregunta a sí mismo, porque la voz de Agnes suena mucho más soterrada de lo lógicamente posible. Debe de estar sentada sobre el palé, no hay duda.

– Muy cerca -le asegura, sintiendo el tacto del borde de las puertas que conducen al hueco. Tira de ellas lo suficiente para meter los dedos; al menos eso intenta. Sus dedos no penetran más allá de sus uñas. Las puertas bien podrían ser un sólido bloque de metal adherido a la pared.

Continúa luchando contra la puerta hasta que el temblor de sus hombros se une al de su cuello, al tiempo que varias ráfagas de una luz grisácea llegan a sus ojos. Tiene la irracional idea de que su inhabilidad para ver lo que está haciendo es la razón por la que es tan inútil. ¿Por qué no ha arreglado Ray todavía los fusibles? ¿Cuánto tiempo más le va a llevar? Nigel se está preguntando si puede gritar lo bastante alto para que Ray lo oiga, cuando se da cuenta de que no tiene por qué. Ha permitido que la oscuridad le mine el cerebro. Podría tener un montón de luz a su disposición si quisiera.

Suelta la inamovible puerta y cierra los ojos hasta que la oleada de luz falsa se difumina, y entonces los abre un poco para mirar a través de la negrura del pasillo. Resulta que existe un brillo bajo la puerta de Pedidos, frente al montacargas, aunque es tan fino que apenas está convencido de que en realidad exista.

– Espera -exclama-. He visto algo que puedo hacer, ahora vuelvo.

Agnes permanece en silencio. Quizá piensa que ha sido estúpido por su parte decirle que espere, y Nigel supone que lo ha sido. Camina hasta el otro lado, cruzando el pasillo camino de la esperanzadora luz y coloca las manos sobre la barra que recorre de lado a lado las puertas. No puede estar tan oxidada como parece; debe de ser el hormigueo de sus manos. Apoya todo su peso contra ella y oye algo que alguien con menor control de sí mismo pensaría que es un curioso que esperaba tras la puerta apartándose de ella. Entonces la barra se separa en dos con un enfático chasquido, y las puertas se abren tan repentinamente que Nigel es arrastrado casi sin quererlo al exterior del edificio.

Ha entrado luz. Eso debería ser lo importante, pero no puede evitar preguntarse por qué no parece brillar sobre él. Se da la vuelta para escudriñar el muro trasero de las tiendas. El origen de la iluminación no está sobre la X gigante; el foco está destrozado, al igual que el de detrás de Happy Holidays. El resplandor blanquecino se encuentra a su espalda, y se está acercando, a juzgar por cómo su sombra proyectada en el pasillo disminuye y se oscurece, al parecer desesperada por ocultarse.

Vuelve a girarse para encarar la luminosa niebla. Un resplandor del tamaño de su cabeza y más informe que redondo llega casi a la entrada antes de mezclarse bien con la niebla o hundirse en el brillante pavimento. Al fin, las puertas del pasillo se cierran con sus brazos metálicos, bloqueándose con un chasquido triunfal y dejándolo encerrado en medio de la oscuridad.

Se acerca torpemente a la puerta entre el gélido sopor de la niebla para tirar de las puertas. Estas se mueven tan poco como esperaba. Empujarlas alternativamente con los ya magullados hombros no servirá de nada. Podría darles golpes con el puño, pero ¿qué iba a conseguir con eso aparte de intranquilizar a Agnes? A Angus le llevaría mucho tiempo llegar abajo. La niebla, o más bien su inercia, se debe de estar agolpando en el cerebro de Nigel, porque tiene que hacer un esfuerzo para recordarse a sí mismo que puede dirigirse a la parte delantera del edificio. Habrá luz y un modo de entrar.

Solo ha dado un par de pasos entre los apagados muros, uno de cemento y otro de niebla, cuando advierte que también hay luz tras la librería. Es del tipo de la que encontró al dejar el edificio. Danza con holgazanería por la niebla, provocando que su sombra galope por la pared para hacerle compañía. Sería mejor si no hubiera otros signos de vida entre la niebla. Puede oír algo más moviéndose, avanzando hacia él, arrastrando una carga que suena peor que si estuviera empapada. De hecho, por el sonido está claro que hay dos ejemplares de lo que sea la cosa que se aproxima.

Observa con atención entre la niebla y distingue movimiento. Aunque es cerca del pavimento, no cree que los intrusos estén arrastrándose con los pies y las manos. Pueden deberle su brillo grisáceo a la niebla, pero no puede dar esa misma explicación a su falta de forma. Los mira fijamente hasta darse cuenta de que la inestable carga que arrastran son ellos mismos, y luego sale disparado por el callejón entre Textos y Happy Holidays. La visión que le recibe le hace detenerse en seco, como si hubiera metido el pie en un pantano.

Una niebla que irradia luz de los focos bloquea el final del callejón, pero no es esa la razón por la que su mente roza la parálisis. Ya ni siquiera le alegra encontrar un poco de luz. Su sombra se ha invertido en el callejón, y ya no está solo. A cada lado, una achaparrada silueta se expande como un globo deforme, bien acercándose desde su espalda o hinchándose desde el pavimento, si es que no hacen ambas cosas. Por el momento no tienen nada a lo que se pueda llamar cabezas, pero al menos cada uno tiene un brazo, demasiado largo en ambos casos, extendido hacia él.

No se atreve a mirar. Ya no puede ni soportar ver sus acrecentadas y malformadas sombras. Acelerando en el callejón, aprieta los ojos con fuerza, sintiéndose como un niño que cree que puede esconderse en su propia oscuridad. Ha huido apenas un par de pasos cuando los de ellos convergen rápidamente con los suyos. En un momento, sus puños son capturados por apéndices demasiado fríos, blandos e inseguros de su forma para ser considerados manos.

No puede emitir otro sonido más allá de un débil gemido exento de sentido gramatical. Sus dedos se agitan, realizando un desesperado intento por liberarse, pero solo consiguen atraparse hasta los nudillos en la pegajosa sustancia. La sensación provoca que le sea imposible abrir los ojos, los aprieta con mayor fuerza si cabe para poder espantar lo que parece una pesadilla causada por la falta de sueño. Está atrapado en su propia noche, en la cual ya no tiene la sensación de que Laura esté en ningún lugar a su alcance. De todo lo que es capaz es de esforzarse en sumirse en ella mientras unos dedos o patas de varios grosores reptan como gusanos entre sus dedos. Está adherido al abrasador agarre de sus captores, que le dan vueltas sin parar antes de arrastrarlo lejos de la tienda junto a ellos.

Una esperanza solitaria sobrevive en su mareado cerebro, ya ha dejado de importarle el grado de su desesperación. Ocupa tanto espacio en su pensamiento que seguramente sea cierto; espera que para cuando suceda lo que tenga que suceder, ya no sea capaz de pensar.

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