Agnes

– Jesús, ojalá supiera lo que pasa con el tiempo por aquí -comenta Woody por los altavoces, como si su voz ya no fuera lo bastante insoportable-. ¿Es lo que necesitáis, no?

– Debería serlo -grita Ray.

Por supuesto que debe serlo. Es un hombre, y encima es Angus, el más ansioso por agradar de todos los empleados, por poco respeto hacia sí mismo que eso le deje. Si lo único que quieren aplicarle al problema de la puerta de Woody es fuerza bruta, no hay duda de que lo hará tan bien como cualquier otro. Agnes solo desea que el intercambio no hubiera llegado a sus oídos. Si los encargados se han vuelto tan mezquinos y vengativos, no debería dejar que la afectara. Atrapa unos cuantos puñados de libros de Gavin de sus estantes, y los tira en el carro para no oír otra cosa.

No funciona.

– Quizá debería resolveros vuestro otro problema -oye decir a Woody, y el resto de la tienda también. No está segura de que no se dirija o apunte a ella hasta que no le oye ofrecerse a contar, y luego se siente estúpida por preguntárselo. Ahora está diciendo que necesita el cuerpo de alguien, y se alegra de no estar por allí ante esa idea, aunque más vale que sea consciente de que no debería atreverse a proponérsela a ella. Quizá en el fondo se alegra de que la hayan dejado sola; no puede pensar en ningún empleado cuya compañía le resultaría agradable. Si no intentan demostrar que tienen derecho a decirle a la gente lo que debe hacer, están demostrando lo inmaduros que son en otros sentidos. Quizá el mejor camino para todos sería pasar tiempo a solas.

– Uno -anuncia la innecesariamente exagerada voz de Woody, y Agnes está dispuesta a proponerle que no use la megafonía para eso. Oye el comienzo de una discusión de alguna clase en la oficina, pero por muy divertido que pueda ser, no se va a permitir poner el oído. Carga los últimos pocos libros en el espacio disponible aún en el carro y lo empuja por el almacén, dejando atrás un amortiguado chillido que al principio toma por el de unos ratones. Cuando llega al montacargas y aprieta el botón correspondiente con el pulgar, se da cuenta de que los fragmentos del poliestireno están chocando entre ellos bajo la malla del contenedor.

«Ascensor abriéndose», se le anuncia al fin, como si alguien estuviera esperándola. Las puertas se hacen a un lado, dejando al descubierto el palé, que apenas deja espacio para ella y su carga. Después de maniobrar el carro para ponerlo de lado, se apretuja entre su parte delantera y la pared del montacargas con la intención de pulsar el botón de bajar. No hay necesidad de salir de nuevo, al menos no podrá oír a Woody desde aquí. El montacargas le anuncia sus intenciones y la encierra justo en el momento en el que exclama:

– ¿Qué has dicho?

Se alegra de que nadie la vea comportarse como una idiota. La cinta o lo que sea que usa el montacargas para hablar debe de estar gastándose, por prematuro que eso parezca. Por supuesto que ha dicho «ascensor cerrándose», no «falsa esperanza». Encuentra difícil rechazar la idea de que el ascensor mismo se está estropeando, que desciende más lentamente de lo habitual. Quizá se lo imagina porque se ha introducido en un espacio en el cual apenas podría darse la vuelta si tuviera que hacerlo. Lamenta tener que tomar prestada una idea de Woody, pero nadie se va a enterar.

– Uno -murmura-. Dos -añade pasado un segundo, aunque no está segura de si está cronometrando al montacargas u ocupando su mente para no sentirse a merced del tiempo que tarda en bajar-. Tres -continúa-, cu… -La palabra que iba a decir no sale de su boca, pues el montacargas se ha detenido con un balanceo, como si se hubiera quedado sin suficiente cable. Inmediatamente la oscuridad la envuelve.

Durante algo más que un momento, en el cual es incapaz de respirar, comienza a imaginar que ha sido rodeada por algo de una solidez mayor que la simple ausencia de luz, que el montacargas se ha inundado de agua negra. No hay duda de que es así como varios de los empleados masculinos esperarían que reaccionara ella o cualquiera de las mujeres, por eso no va a dejarse llevar por el pánico. Una vez que consigue completar una fase de la respiración, la concatena con otra hasta que todo vuelve a su curso natural, y entonces recorre con sus dedos la fría pared de metal a su izquierda y pone el brazo a la altura de su cabeza. En lo que seguramente no suponen más que unos pocos segundos, su dedo índice localiza la puerta del compartimento que alberga el teléfono de emergencia. Debe funcionar aunque no haya suministro eléctrico, ¿si no qué sentido tendría? Abre la puertecilla, mete la mano en el compartimento, y encuentra el auricular colgando de la pared. Al sacarlo, un gusano tan frío como la niebla de medianoche repta por su desnudo antebrazo. Es solo el cordel del teléfono, pero aparta el brazo y está a punto de dejar caer el aparato. Lo agarra ayudándose también de la otra mano y lo acerca con cuidado a su oreja.

– Hola -dice una voz desde el aparato.

Suena demasiado alegre dadas las circunstancias, y no muy diferente a la voz que anuncia las subidas y bajadas. Ambas fueron seguramente elegidas por su capacidad para tranquilizar, por supuesto.

– Hola -Agnes se siente inclinada a responder.

– Hola.

Su tono es aún más cordial; Agnes incluso pensaría que algo burlón. Está a punto de entrar de nuevo en el bucle saludando de nuevo, pero comprende lo estúpido que sería.

– Estoy atrapada en un ascensor -dice en su lugar.

– Lo sabemos.

¿Esperaba Agnes que contestaran al teléfono desde la tienda misma? No sabe si pensar que lo contrario tiene más o menos sentido.

– El montacargas de la librería Textos -aclara-. ¿Dónde está usted?

– No muy lejos.

– ¿Puede sacarme?

– No se tardará mucho.

¿No es la voz innecesariamente extraña? A Agnes le recuerda a una cinta a menos velocidad de lo normal. En cierto modo, el tono va cayendo, como si mantenerlo alto supusiera demasiado esfuerzo. Trata de ignorar la transformación de la voz, sobre todo porque está a solas con ella en la oscuridad.

– ¿Qué vais a hacer? -pregunta.

– Ya lo hacemos.

No puede ser la misma voz. La operadora o quien fuera que cogió la llamada debe de haberla transferido a un técnico. Si bien Agnes está segura de que una mujer podría realizar esa función igual de correctamente, eso ahora no le parece tan importante como debería.

– ¿No tendrían que estar aquí para hacer algo? -protesta.

– ¿Tú qué crees?

– No tengo modo de saberlo, ¿no? No puedo hacer vuestro trabajo.

– Me quieres allí.

No va a fingir que se siente tentada. O bien la persona al otro lado tiene una rana en la garganta, en tal caso tiene que tratarse de un espécimen especialmente monstruoso, o cree que mientras más bajo sea su tono más masculina suena su voz.

– Lo que haga falta -es lo más que se aventura a decir.

– Hecho.

Debe de estar diciendo que algo está hecho, aunque parece haber sonado como si hubieran llegado a una especie de acuerdo.

– ¿El qué? -se siente con claro derecho a preguntar.

– Espera.

– No hay mucho más que pueda hacer, ¿verdad? Quizá no se da cuenta de que estoy atrapada aquí en la oscuridad.

– Oh, sí.

No quiere creer que haya percibido deleite en esa contestación.

– Quiero que me diga lo que está haciendo -dice-. Todavía no sé con quién estoy hablando. Ni siquiera sé su nombre.

Por un momento imagina que el auricular se ha cubierto de barro, porque la lenta y espesa risa suena como burbujas en medio de esa sustancia. Aparentemente se ha quedado sin palabras, pero eso no significa que Agnes esté falta de ellas. Suena como un adulto sádico tratando de asustar a un crío en la oscuridad, y de repente tiene la certeza de que está en la tienda. Al igual que la mujer que respondió a la llamada, lo que significa que al menos dos de sus supuestos colegas sienten la suficiente aversión por Agnes para vengarse sin paliativos. Si se permitiera pensar en ello, podría culpar a cualquiera.

– Sabes -dice al tiempo que el aparato se torna ansiosamente silencioso-. No sé quién eres tú o tu amiga, pero si sois igual que sonáis, me alegro de que esté oscuro.

Ha permitido que la provoquen hasta el punto de hablar más de lo debido. La mitad de esas palabras habrían logrado transmitir la idea. Aleja el aparato de su cara, y hace que se reencuentre con la pared del ascensor con un sonido que espera que implique algo de agonía para la persona que está al otro lado. Se alegra de hacer ruido en el proceso de colocar el auricular dentro del compartimento y hacerlo encajar. Al cerrar la puertecilla de golpe, se promete a sí misma encontrar al responsable de la broma una vez consiga salir del montacargas. Se echa sobre la puerta y se pone las manos ahuecadas en la boca.

– ¿Me oye alguien? -grita-. ¿Angus? ¿Nigel? ¿Ray? Estoy en el montacargas.

Gran parte de su voz queda atrapada en las puertas. La siente vibrar, o quizá es su respiración revoloteando como un insecto entre sus manos.

– ¿Alguien? -dice, mientras se echa para atrás, y luego apoya la oreja sobre la puerta, que parece agitarse nerviosa por lo repentino del movimiento.

– Agnes, ¿eres tú? -oye exclamar a Ray.

La forma en la que ni se molesta en pronunciar bien su nombre agrava la sensación de sentirse aislada y de no gustarle a nadie. Si no respondiera se sentiría peor que estúpida, pero hacerlo le supone un esfuerzo.

– Estoy en el montacargas. Se ha quedado parado.

Ray permanece en silencio por tanto tiempo, que empieza a preguntarse si no la ha oído o no le importa.

– Irá alguien en un momento, Agnes -grita de nuevo.

No debe empezar a imaginarse que Ray siente la necesidad de alejarse de ella cada vez que le habla. Se ha desplazado a otro lugar para ocuparse de alguna tarea; por eso suena cada vez más lejos. Ahora ha vuelto el silencio, pero por mucho que dure no va a dejar que nadie piense que se está dejando llevar por el pánico volviendo a llamarle. Una vez ha conseguido recordarse que está rodeada del equivalente a un montacargas entero de oxígeno, por muy diminuto que sea el espacio en el que se apretuja, es capaz de respirar lenta y profundamente al tiempo que intenta convertir a la negrura adherida a sus ojos en parte de la calma que lucha por conseguir. Después de todo, está en medio de la absoluta quietud, ¿o es acaso sigilo? ¿Está descendiendo el montacargas tan gradualmente que bien podría estar simplemente imaginándose el subrepticio movimiento? Se está obligando a mantenerse inmóvil, incluso a la hora de respirar, en un intento de discernir si la cabina se está moviendo como una araña gigante, cuando la enorme pero amortiguada voz de Woody declara:

– No hay necesidad de parar ahí abajo. No hay necesidad de rascarse la barriga. Veis mejor que nosotros.

¿Tan poca idea de la situación tiene para decirle eso a Agnes? Por supuesto, debe de significar que las luces han fallado en el resto del edificio, lo cual es la razón por la que nadie ha llegado aún hasta ella, no porque piensen que no merece la pena. La seguridad que le ofrece saberlo se ve minada por la certeza casi total de que Woody se refería en parte a ella con lo que ha dicho. Hurga en el hueco entre las puertas y consigue separarlas un par de centímetros, por los que solo entran oscuridad y una gélida humedad, junto a un tenue hedor a algo rancio. Trata de deslizar los dedos por la apertura, pero es incapaz de mantenerla abierta con una única mano el tiempo suficiente como para tocar la pared exterior del hueco y juzgar si se está moviendo o no. Tiene miedo de atraparse la mano, y la retira. Las puertas se cierran con un ruido sordo.

– Agnes, soy Nigel, ¿te encuentras bien? -dice una voz desde arriba.

Si también está sumido en la oscuridad, tiene cosas más importantes en las que concentrarse que en la pronunciación de su nombre. Respira profundamente para que su grito no se quede a la mitad.

– No sé dónde estoy.

– Estás debajo de mí, en alguna parte. Estoy en las puertas de arriba. Voy a bajar. Por las escaleras, claro.

La imagen de Nigel bajando por el cable revive la incertidumbre de si el peso del montacargas y su contenido la están conduciendo cada vez más abajo.

– ¿Puedes ver dónde estoy? -suplica, en parte con la esperanza de averiguar si hay luz cerca.

– Para ser honesto, no veo nada. Ray ha ido a comprobar los fusibles.

No deberían tardar mucho en poder ver algo, entonces, e igualmente el montacargas volverá a funcionar.

– ¿Serás capaz de llegar? -exclama, dándole a Nigel la opción de quedarse exactamente donde está.

– No lo dudes. Voy inmediatamente -se enreda con las últimas palabras antes de añadir-: Ahora voy.

Le ha hecho perder la confianza. Eso lo convierte en más humano, pero no la ayuda a sentirse más segura. Un amortiguado sonido metálico en las alturas es seguido por un negro silencio que reafirma la sensación de que el montacargas no para de descender, aunque a velocidad de tortuga. Alternativamente, intenta respirar con calma y aguantar la respiración para tratar de notar algún movimiento en el aparato.

– Ya estoy en las escaleras, Agnes. No tardaré mucho -le anuncia Nigel.

– No tardes -responde, porque suena más lejos que cerca. Por supuesto, ahora hay un muro entre ellos. Cierra los ojos por si eso le ayuda a detectar sus progresos, pero eso simplemente intensifica su impresión de que el montacargas no está tan quieto como quiere hacerle creer. Los montacargas no pueden hacer creer nada pero ¿quién si no? Se está recordando a sí misma que está sola en la oscuridad excepto por la lejana voz de Nigel, cuando un indefinido ruido sordo la hace dudar.

– Soy yo. Soy Nigel -trata de tranquilizarla-, ya estoy aquí.

Le disgusta tener que hacer la pregunta.

– ¿Dónde?

– Muy cerca.

No suena ni mucho menos cerca. ¿Cómo puede estar encima de ella si está junto a la puerta? Es imposible que haya un lugar más abajo donde el montacargas pueda llegar. O quizá sí, no es una experta en el funcionamiento de los ascensores. Si el hueco se extiende más allá del nivel de la planta inferior, no tendría mucho sentido que alcanzara una mayor profundidad. Un vago rumor de actividad indica que Nigel se está esforzando en intentar abrir las puertas que conducen al hueco. No está segura de si se le están escapando los sonidos, pero lo claro es que no está consiguiendo ningún resultado. ¿Hay alguna forma en la que podría ayudar? Se aferra a la ranura entre las dos puertas usando sus manos como garras, pero al poco tiempo las fuerzas comienzan a flaquearle, tal y como algunos de sus colegas esperarían de ella; esta vez no se abre lo suficiente para permitir a sus dedos pasar a través de ella, pero sí para volver a dejar paso al vago hedor a rancio. La mayor parte del esfuerzo consiste en estirar el cuello a un lado, sobre el carro, para intentar mirar por la abertura. Aún está arqueando todo el cuerpo para intentarlo cuando el carro le presiona fuertemente en sus caderas y Nigel la llama:

– Espera. -Tiene las pocas luces de erguirse agradecida antes de darse cuenta de que es imposible que Nigel tuviera ni idea de lo que ella pretendía hacer-. He visto algo que puedo hacer -explica-, ahora vuelvo.

Eso debe suponer una esperanza. Quiere creer que significa que ve algo. Aguanta la respiración por si eso le ayuda a adivinar lo que está haciendo Nigel. Tras unos pocos segundos, oye un chasquido que le indica que ha abierto la puerta de Pedidos. La luz de afuera no depende de los fusibles de la tienda. Si es así, ¿por qué Nigel ha caído en el silencio? ¿Por qué no lo oye junto a las puertas del montacargas? Obviamente porque está asegurando las puertas del pasillo de Pedidos para que no se cierren, se dice justo en el momento en el que se cierran con otro sonoro chasquido.

Se contiene para no lanzar un grito dirigido a Nigel, pero está a punto de hacerlo cuando un sonido sordo y amortiguado pone fin al silencio. Después de una pausa suena otro, y entonces comprende que Nigel está intentando abrir las puertas del pasillo de Pedidos a golpes de hombro, lo que significa que de algún modo se las ha arreglado para quedarse atrapado en el exterior del edificio. O se ha cansado o, lo que es peor, hace menos ruido porque la va a dejar en la profundidad de esa negrura.

De lo único que puede sentirse aliviada es de la certeza de que sus padres no están enterados de la situación. Ya se habrán ido a la cama, y espera que estén dormidos. Si hubiera usado la negativa de Woody a que contactara con ellos como excusa para irse, ahora no estaría atrapada, pero no va a permitir que ese pensamiento la afecte. No está paralizada, y todavía puede hacerse oír. Si se necesita más de una persona para abrir las puertas del montacargas, hay un montón en la sala de ventas.

Se desplaza con esfuerzo desde la esquina del carro hasta la parte frontal de este. El borde de un estante se le clava en los riñones y los cantos de varios libros lo hacen en su columna. Al poner cada una de sus manos sobre una de las puertas se siente como atornillada al metal. No respira muy profundamente para que su tórax ocupe el menor espacio posible, en caso contrario el metal le aplastaría los pechos. Se tiene que recordar más de una vez que no se está asfixiando, antes de introducir los dedos de su pie derecho entre las puertas. Acaba metiéndolos todos y empuja para abrirlas lo bastante para que el pie entero acabe dentro del hueco.

Se está tomando unos pocos segundos para descansar y prepararse para una nueva tentativa de ampliar la abertura y pedir ayuda, cuando el olor a rancio vuelve a colarse en la cabina. Asciende de algún lugar bajo el montacargas, y se ha convertido en algo tan insoportable, que no tiene ninguna duda de que su origen se esté acercando o ya lo haya hecho. Se obliga a alargar una mano a través de la oscura grieta. Espera que a pesar de todas sus impresiones se encuentre con las puertas que conducen al pasillo, pero las puntas de sus dedos solo topan con unos cuantos ladrillos resbaladizos.

Tiene miedo de subir más la mano, pero lo hace. Ascendiendo todo lo que puede lo único que es capaz de encontrar son ladrillos y más ladrillos. Poniéndose de puntillas, llega con sus dedos al espacio entre el borde superior de la cabina y la pared de ladrillos. Solo un poco de la parte inferior de las puertas que dan al pasillo está al alcance de las puntas de sus dedos, puede rozar el borde, pero por mucho que extienda los dedos no puede llegar bien y se le resbalan por los ladrillos.

No va a dejarse llevar por el pánico. ¿No tienen todos los ascensores una compuerta de emergencia en el techo? Aunque no recuerda haber visto ninguna, tiene que haberla. Podrá llegar hasta ella aupándose en el carro, pero preferiría no hacerlo mientras siga estando tan sola. Respira profundamente y casi tiene que escupir por el sabor a rancio que inunda su ser. Pero en lugar de eso, grita con todas sus fuerzas, con las manos alrededor de la boca y la cabeza hacia atrás.

– ¿Puede venir alguien? Estoy en el montacargas. Se ha quedado parado.

Está a punto de utilizar el resto de su aliento cuando algo la interrumpe. No quiere pensar que es alguna clase de respuesta; al principio ni siquiera está segura de estar oyendo al montacargas. «Ascensor abriéndose» dice, o quizá «cerrándose», aunque se le ocurre que la lenta, grave y profunda voz ha dicho «ascensor hundiéndose».

La cinta con la grabación debe de estar gastada y bajo mínimos, o el mecanismo se está quedando sin energía, pero no puede espantar la idea de que la voz ha vuelto a su verdadera naturaleza, y que su versión femenina era una mera pretensión. Además, le recuerda demasiado a la voz o voces que le atendieron en el teléfono de emergencia, una creencia que es considerablemente peor que un sinsentido en medio de la nada. Se lleva las manos a la boca y a parte de la nariz para protegerse un poco del olor mientras vuelve a respirar profundamente. Alza el rostro para volver a gritar, pero todo lo que emerge de su boca es un resuello. Algo repta por su zapato y le rodea el tobillo. Es demasiado frío y viscoso para ser algo vivo.

Durante un momento consigue recuperar algo de confianza pensando que debe de ser agua o barro. Entonces también alcanza su otro pie e igualmente rodea el otro tobillo, por lo que se ve obligada a sacar el pie que mantiene abierta la apertura y deja pasar el vertido. Las puertas se reencuentran con un golpe sordo que no suena ni mucho menos tranquilizador, y Agnes vuelve a su rincón, donde al menos tiene una mayor capacidad de maniobra. Siente el filo del estante superior del carro magullando la zona de los riñones, unos centímetros por debajo del incesante pinchazo de libros en la columna vertebral, y sus pies no dejan de perder agarre en el húmedo piso metálico. Tan pronto como alarga la mano izquierda para buscar los controles de la pared e identifica el botón de subir, comienza a aporrearlo. Seguramente esa no es la razón por la que advierte un movimiento de la puerta, como si un intruso se hubiera colado a través de ella. Se libera de la presión del carro y se yergue, como si ponerse muy derecha fuera a inyectarle coraje. Durante unos segundos no cesa de golpear el botón con el dedo. No está deteniendo el descenso del ascensor, que ya no parece estar bajando sino más bien siendo arrastrado hacia abajo. Aunque tiene miedo de apartarse de los controles y de la puerta, no tiene otra alternativa. Se coloca detrás del carro y se queda de pie entre los dos brazos metálicos del palé. Se agarra a ambos lados del carro, preparándose para auparse a la invisible compuerta, cuando una sustancia demasiado sólida para ser agua y demasiado líquida para ser tierra le inunda los pies y le sube por las espinillas.

No grita. Necesita ahorrar aire para poder respirar, y para convencerse de que no está a punto de ahogarse. Sube un pie al estante inferior del carro para evitar la creciente inundación. El pie se le resbala del centímetro de estante no ocupado por libros. El chapoteo le salpica hasta encima de las rodillas y casi le hace gritar. Coge montones de libros del carro y los echa a un lado, sumiéndolos en la oscuridad, en la cual golpean inertes contra las paredes de la cabina del montacargas. Para cuando ha despejado los otros dos estantes de la mayor parte de su contenido, el fluido gélido y viscoso casi le llega a las rodillas, y oye como los libros rebotan en la pared y caen en él, provocando un chapoteo tras otro. Pone los pies en el estante inferior y se impulsa al de en medio. Apenas ha posado los pies en este, el carro se derrumba.

Se trastabilla a ciegas en las profundidades del montacargas hasta que su espalda golpea contra el asidero del palé. Una ola de la altura de su rodilla la sigue, arrastrando libros y unos pringosos y empapados pedazos de algo inexplicable que hociquea en sus piernas exigiendo su atención hasta que los aparta de una patada. Se da la vuelta, avivando el dolor en su columna, y agarra el asidero. Es demasiado corto y ciertamente demasiado inestable para usarlo para escalar. Es entonces cuando oye el carro golpear contra la pared del montacargas, restañándola por arriba y por abajo. Si el carro flota, ¿podría subirse en él para llegar a la compuerta de escape? No hay otro camino, pues no sabe nadar, y aunque supiera no podría hacerlo en el lodazal que ya sobrepasa sus rodillas. Trata de mantenerse en pie, a pesar de la sustancia y de la oscuridad mientras sus dedos apartan una masa de libros empapados. Sus nudillos van a dar contra una obstrucción más sólida; la parte inferior del carro flota por un lado. Se lanza hacia ella sintiendo una especie de penoso triunfo, y su mano izquierda se cierra sobre un objeto asentado encima del carro.

Tiene rostro, pero no por mucho tiempo. Antes de que su mano se aparte de los apelotonados rasgos, o pueda distinguir más de un único ojo indolente y parpadeante del doble del tamaño de su compañero, el rostro se hunde en el frío y gelatinoso bulto que es la cabeza. No sabe qué sonido sale de su garganta mientras lucha por echarse hacia atrás; solo sabe que se siente desesperada por alejarse del carro y de su horrible contenido tanto como le permita la cabina del montacargas.

A su alrededor y a su espalda la rodean libros empapados, obstaculizando su progreso, ya que le llegan a los muslos. El carro se precipita contra su cintura, y tiene que usar toda su fuerza para apartarlo. Golpea la puerta con tal violencia que toda la cabina tiembla. Quizá no sea ese el único resultado, porque a los pocos segundos la ansiosa corriente de agua ya lame sus costillas. Tiene los brazos en alto para no hundirlos, si bien quizá solo lo hace porque no se le ocurre darles otra utilidad. El carro le sacude el pecho. Apenas tiene tiempo de comenzar a rezar para que ya no haya nada en él cuando la reminiscencia de un rostro se moldea justo delante de sus ojos.

Sus rasgos son tan difusos como los del lomo de una babosa, salvo por una sonrisa tan ancha y abierta que bordea la idiotez. Alarga una mano en forma de garra hacia la temblorosa masa sin cuello y la aparta de ella, provocando solo que unas extremidades repten por su nuca y se unan en su cuello. ¿Cómo pueden ser imposibles de separar teniendo tan pocos huesos y músculos que sus dedos ni siquiera los notan, cuando ni siquiera parecen estar seguras de su propia forma? Su presión va atrayéndola más y más en dirección a la cabeza y a lo que sea que tenga ahora por cara, tan cerca que casi se alegra de que la negrura que invade primero su boca y su nariz, y después sus ojos y su cerebro, sea más sólida que cualquier otra oscuridad.

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