Connie

– No hay necesidad de parar ahí abajo -la rodea la voz de Woody desde todas las oscuros rincones de la sala de ventas-. No hay necesidad de rascarse la barriga. Veis mejor que nosotros.

Connie lo duda en su caso. No le gustaría ser una de las personas atrapadas arriba sin luz ni ventanas, pero Woody no puede echar de menos la iluminación si su monitor sigue funcionando. Espera que se concentre en abrir la puerta. Ya se siente lo suficientemente degradada por no poder abrir con su tarjeta la puerta que conduce a los fusibles, para que observe todas sus acciones y le de órdenes como si fuera una más de la troupe de marionetas. Aunque desearía no ser la única encargada en la planta de abajo, es sobradamente capaz de hacerse cargo. Solo tiene que aceptar la visión de la sala de ventas, ahora que ha sido conquistada por el resplandor de afuera. Además de haber arrebatado de todo color a las hordas de libros, la luz grisácea parece haber traído consigo algo de la niebla asentada sobre la pared trasera, donde las sombras son tan gruesas como el barro. Examina los rostros de los empleados que se han retirado hacia las ventanas buscando una mejor iluminación. Todos parecen embotados y mermados por la escasa luz. Greg se ha quedado en su sección y levanta libros tenazmente del suelo para escudriñarlos con tal fuerza que se le tuerce la boca en una sonrisa inconsciente cada vez que busca el lugar adecuado para ellos en el estante.

– No hay motivos para discutir, ¿verdad? -dice Connie dirigiéndose a todos-. Tenemos suerte de estar donde estamos.

No le importaría obtener alguna respuesta a su intento de levantar los grises espíritus, aparte de encogimientos de hombros o murmullos. Incluso Greg parece demasiado ocupado para mostrar su conformidad, a no ser que piense que su despliegue de implicación lo coloca por encima de la necesidad de responder.

– No tengáis miedo de decirme que estoy equivocada -dice Connie-. Levantad la mano si preferiríais estar arriba.

Jill tensa sus labios mientras sus ojos dan un posible indicio de sonrisa a punto de surgir, y los dedos de Mad se agitan como si estuviera considerando la idea, pero nadie más llega tan lejos.

– Bien entonces.

Connie busca un modo de mostrar algo de entusiasmo.

– Preferiría estar en la cama -murmura Ross con demasiada claridad.

– Estoy segura de ello, pero ninguno de nosotros tiene ahora la posibilidad de estar allí ahora, ¿verdad?

Connie no es inmediatamente consciente de que no debería haber dicho eso mientras miraba a Mad. Le dedica una fugaz sonrisa de disculpa, que no parece servir de mucho; parece un mero intento de esa expresión que Woody lleva cierto tiempo sin tratar de forzarles a dibujar en sus rostros, gracias a Dios.

– Veamos en qué estanterías podemos trabajar -sugiere- hasta que Ray nos devuelva algo de energía.

– No creo que tuviéramos mucha de todas formas -murmura Jake.

– Esa clase de comentario no va a arreglar nada -arguye Greg-. No hay necesidad de que hagas el papel de Agnes en su ausencia.

– Podría sonar igual que otras personas mucho peores.

– ¿Por qué tienes que sonar como una mujer entonces?

– Algunos de nosotros pensamos que no hay nada de malo en ello -intercede Mad.

Acompaña su comentario con una mirada dedicada solo a Jill, y Connie intenta dejar aparte su resentimiento cuando sugiere:

– Vamos a concentrarnos en las estanterías junto a la ventana. No creo que tengas problemas con eso, Jill.

– Estaré contenta mientras alguien me eche una mano con mi sección.

– A mí me podría venir bien una de vez en cuando -dice Mad.

Connie sospecha que Ross se pueda tomar eso como la entrada para una posible respuesta que a Mad, más que a cualquier otra persona, no le gustaría escuchar.

– ¿Podemos hacer todos un esfuerzo para llevarnos bien? -dice-. Tener que aguantar esto tendría que unirnos.

La sección de Jill consta de tantos pasillos como empleados hay ahora mismo en la sala de ventas, lo que significa que Greg no tiene excusa para quedarse en el suyo.

– En realidad, Greg, quise decir que todos nos reuniéramos aquí -le hace saber Connie.

Del libro que sostiene en alto parece surgir un rostro rudimentario y resplandeciente en la portada, luego la luz pierde el reflejo y desaparece.

– Intento ver dónde va esto -dice-. Nunca dejes un trabajo a medias.

No va a encajar el golpe. Cuando se da cuenta de que está perdiendo el tiempo intentando pensar un comentario que demuestre quién está al cargo, se retira a uno de los pasillos de Jill. Mientras coloca libros decolorados por la oscuridad, observa de reojo a Greg hasta que este se digna a unirse a sus compañeros. Ha estado tan pendiente de él que se ha perdido el comienzo de una conversación entre Jill y Mad.

– A mí tampoco me gusta -dice Jill.

Connie lo intenta pero no consigue ignorarlas.

– ¿Qué es lo que no os gusta a vosotras?

– El aspecto que tiene todo ahí afuera -dice Mad.

– Yo lo veo igual que antes, y de todos modos estamos dentro, no fuera.

– Mad estaba diciéndome que la tienda parece estar atrayendo a la niebla.

Es culpa de Connie que todo el mundo haya oído eso. Solamente Greg se controla ostentosamente para no mirar por la ventana y se asegura de que se le oiga colocar. Connie desearía que la niebla, su palidez, su dubitativo y sigiloso progreso, evidente gracias al resplandeciente rastro, no le recordara al enorme cuerpo de un caracol que avanzara desde el oscuro e invisible cielo.

– Alguien estará contigo en un momento -dice una enorme voz surgiendo entre la grisura.

Woody hace una pausa lo bastante larga para que Connie asuma que se refiere a los empleados de abajo, pero entonces nombra a Agnes, aunque no de la manera preferida por ella. Se cuestiona la pronunciación de alguna forma, y destaca lo poco americana que resulta, para luego acabar revelando que Agnes está atrapada en el montacargas. Su voz se desprende de los múltiples nidos situados en los rincones de la tienda, sin conseguir noticias del progreso de Ray en su misión de arreglar los fusibles, y Connie descuelga el teléfono de Información.

– Sí, Connie. Estoy aquí -le responde antes de darle tiempo a colocárselo en la oreja.

– ¿Estamos seguros de que Nigel será capaz de sacarla?

– Supongo, ya veremos.

Al menos Connie comprende ahora por qué antes oyó las puertas del pasillo de Pedidos chasquear dos veces. Nigel ha debido de estar intentando hacer entrar algo de luz, y no pudo mantenerlas abiertas.

– ¿Cuánto tiempo ha estado ahí dentro?

– Es de suponer que desde el apagón.

Eso es demasiado tiempo encerrada a oscuras. Por muy molesta que sea Agnes, dadas las circunstancias, los comentarios de Woody sobre su nombre han sido bastante imperdonables.

– ¿Crees que deberíamos llamar a los servicios de emergencias? Espero que se dediquen a sacar a gente de los ascensores -sugiere Connie no sin algo de esfuerzo.

– No había pensado en ellos. Haré todo lo que haga falta.

– ¿Tendrás su número, verdad? No hay necesidad de que te diga que no es el mismo de América.

– Correcto, no hay necesidad.

– Entonces te dejo con el asunto, ¿no? El de llamarlos, me refiero.

– Puedes apostar por ello. ¿Por qué no te concentras en animar a tu equipo con más fuerza? Quedará mucho tiempo para ordenar cuando las luces vuelvan.

– ¿Va a llamarlos? -dice Ross apenas ha posado el auricular en el sitio correspondiente.

– Eso he entendido.

– Es lo que ha dicho.

– Va a llamarlos.

– Mientras lo haya dicho… -se siente Mad aparentemente obligada a comentar-. Acababa de decirle eso a Anyes, ¿no? Lo de que no siempre los americanos hablan como nosotros. Podía haberse ahorrado esos comentarios mientras ella estuviera encerrada en el montacargas.

– Woody también está encerrado -interviene Greg-. Quizá piense que solo es cuestión de tener algo de aguante durante un rato.

– En absoluto es lo mismo -arguye Jill-. Preferiría estar donde él, en el mismo lugar me refiero.

¿En qué posición te gustaría estar con él en medio de la oscuridad? En lugar de preguntarle eso, pues no tiene idea de por qué se le ha pasado por la cabeza, Connie dice:

– ¿Podemos al menos asegurarnos de no parar de colocar si queremos seguir charlando? Tenemos que adelantar.

– Eso va por todos, ¿verdad? -pregunta Jake.

– Todos y cada uno, por supuesto.

Alza la barbilla y señala con su cara las estanterías de Greg, que frunce el ceño y separa un poco los labios revelando sus dientes apretados.

– Yo no dejaría la boca abierta mucho tiempo, Gregory -le aconseja Jake con deleite-. Nunca sabes lo que cualquiera estaría tentado de meter ahí dentro.

Connie tiene la sensación de que la luz mortecina no les está arrebatando solo el color, como si esta y la interminable noche los estuviera reduciendo a una cruda esencia de sí mismos.

– Creo que ya hemos tenido bastante charla -dice-. No ayuda a nuestro trabajo.

Greg se agacha furioso para coger un libro. Jake sonríe para sí antes de hacer lo mismo. Connie teme exacerbar los ánimos si añade algo más, y en lugar de eso intenta concentrarse en colocar. Tiene que sostener cada libro junto a la ventana del escaparate para aprovecharse de la esquiva luz; diría que cada repetición de ese gesto atrae un poco más la niebla hacia ellos. Greg tiene la firme determinación de dar ejemplo o bien de desafiar a todos a igualar su velocidad; hace tanto ruido con los libros que virtualmente oculta un breve alboroto en el pasillo de los fusibles. No puede significar que Ray los haya arreglado, ya que las luces continúan muertas. Connie se está preguntando si debería averiguar cómo le va cuando en ese momento Woody proclama que Ray y Nigel deberían dejar entrar a Greg y Ross.

– Ya tendrían que haber sido capaces de hacerlo -se queja Greg, pero esa parece ser la única respuesta. Aparte del repiqueteo de libros en los estantes no se oye nada más; no hay señales de actividad tras las puertas. Connie no puede juzgar cuánto tiempo pasa, pues este es tan inerte como la niebla, antes de que Woody anuncie:

– Vosotros dos no tenéis que esperar fuera, ya sabéis. Quizá si intentáis entrar lo consigáis.

Al tiempo que Greg avanza hacia la puerta detrás de la que se encuentra Ray, mira atrás para meterle prisa a Ross, que va camino de la otra. Connie no puede evitar sentirse resentida al ver como Greg pasa su tarjeta por el lector, como si esta fuera a encontrarse más dispuesta a dejarle paso a él que a ella. En realidad, no debería alegrarse secretamente de que tampoco le conceda a él permiso para cruzarla. Greg y Ross compiten dándole golpes a las puertas con los hombros, y Ross es el primero en rendirse.

– No creo… -resuella y se toma tiempo para respirar-. No creo que Nigel esté ahí.

– Ya había considerado la posibilidad de que no estuviera -dice Greg y le propina a la puerta un poderoso pero inútil golpe.

– ¿Y cómo es eso, Greg? -consigue contener su irritación lo suficiente para preguntar.

– Lo oí salir antes. Ahora estoy seguro de lo que oí. Habrá ido a avisar a los de seguridad. Debe de haber estimado que hacían falta en el montacargas.

– ¿Por qué no telefoneó en vez de hacer eso?

– No podía hacerlo desde donde estaba, ¿no? Hubiera tenido que subir otra vez a oscuras.

Connie se siente estúpida porque haga falta que le digan todo eso, especialmente teniendo en cuenta que debería saber las respuestas a todas esas preguntas. Sin duda, Greg es el más convencido de que sería un mejor encargado, sobre todo porque ella es una mujer. Intenta encontrar una forma de demostrar que su teoría sobre Nigel es incorrecta.

– Danos una explicación a lo de Ray entonces, Greg -dice Jake.

– No tengo constancia de nada que haya necesidad de explicar. Es un buen encargado.

– Salvo por que parece estar escondiéndose de ti.

– No sería yo el que… -Del enigmático rostro de Greg surge una oscuridad de la que él es el único causante, al darse cuenta de que ha permitido que se le malentienda-. Si estás preguntando por qué no ha llegado a la puerta, debe de ser porque está muy ocupado con los fusibles. Y es un trabajo lo suficientemente duro para detenerse y dejarlo a medias.

– Deberíamos oírle -dice Ross-. ¿No lo has oído?

– No con el ruido que estábamos haciendo.

– ¿Y ahora que no lo estamos haciendo?

– De momento no.

– Trata de gritarle algo -sugiere Connie-, ¿o preferirías que lo hiciese yo?

– Soy perfectamente capaz. -Greg les da la espalda a todos y se inclina sobre la puerta, donde su sombra se encoge-. ¿Ray? -grita, y las manos de su sombra se mezclan con la silueta sin rostro que es su cabeza-. Ray -grita de nuevo a través de sus manos-. Ray.

– Parecen tres hurras sin destinatario -se mofa Jake.

Connie está a punto de apresurarse hacia la puerta detrás de la que Ray seguramente se encuentra, cuando la voz de Woody aparece encima de su cabeza:

– Angus, si estás haciendo lo que oigo, trata de usar la cabeza.

– No me puedo imaginar lo que Woody no quiere que haga Angus en la oscuridad, ¿puedes tú, Greg? -exclama Jake.

– Jake, para un ratito -sugiere Jill.

– Bueno, no quería molestar a nadie.

Connie no tiene ninguna duda de que Greg se cree con el deber de responder. Está a punto de interceder para que eso no ocurra cuando Woody la interrumpe:

– Deja a Nigel y a Agnes, mira si Ray necesita ayuda. Si los fusibles se arreglan, el montacargas también, es obvio.

– No es tan obvio, ¿verdad? El montacargas podría no funcionar con los mismos fusibles. Los teléfonos no lo hacen -protesta Mad tras soltar un libro en un estante superior.

– Woody sabe perfectamente qué va con qué -dice Greg, convencido.

Woody no sabe que Ray no responde, o que Nigel ha salido en busca de ayuda. Nigel parece estar tomándose su tiempo, y mientras tanto, ¿qué se supone que ha de hacer Agnes? Connie marcha camino de la puerta en la que Greg está perdiendo el tiempo y llama con los nudillos.

– Ray, puedes al menos hacernos saber que estás ahí.

No le ha gritado. El hecho de que le griten puede hacer que se distraiga y se sienta lo bastante molesto para no dignarse a responder. Pone la oreja en la pared a tiempo para captar un inquieto e impaciente movimiento, y luego un brusco gruñido. Estará demasiado ocupado o concentrado para hablar.

– Misión cumplida, Greg -dice-. Quizás algunas cosas necesitan de un toque femenino.

– No le he oído.

– Yo sí. -Se encuentra muy cerca de perder la calma por culpa de tu manía por meterte en todo-. Y no quiere que le molestemos mientras está trasteando con los fusibles en mitad de la oscuridad.

Observa a Greg con una paciencia que le provoca una sensación de tibia pesadez en los ojos, hasta que al fin vuelve a sus estanterías. Le divierte advertir como Greg no se permite transmitir la sensación de que no quiere moverse, lo cual podría connotar falta de implicación con la tarea y con la tienda.

– ¿Alguien más piensa que es increíble que Angus esté todavía gritando y no haya ido al lugar al que se le ha dicho? Uno pensaría que no quiere que tengamos luz para trabajar -exclama Woody.

¿Es Angus otra de las distracciones que impiden que Ray responda? Connie regresa al pasillo donde estaba colocando y coge un libro en cada mano para aumentar el ritmo, pero se da cuenta de que intentar leer dos portadas en el débil hilo de luz lo aminora a la mitad. Vuelve al antiguo método, esperando furiosa que Greg no lo haya notado. Coloca varios libros, causando unos sonidos que pretenden ser triunfales pero que no transmiten otra cosa que no sea monotonía.

– ¿Soy la única que cree que estamos dando muchas cosas por sentado? -interviene Mad.

Aparentemente así es, porque Greg tiene tiempo de colocar ruidosamente un par de libros antes de que Ross participe.

– ¿Respecto a qué?

– Obviamente has oído a Ray, Connie, y entiendo por qué no dice mucho, pero ¿cómo estás tan segura de que Nigel ha ido a buscar ayuda, Greg?

– Quizá tú puedas decirme adonde más puede haber ido.

– Supón que simplemente ya no podía aguantar verse sumido en la oscuridad. Quizá no haya ninguna luz en absoluto ahí dentro.

– Por favor -se enfada Greg, y en caso de que no tenga el cerebro suficiente para entender la razón, añade-: Los encargados no actúan de esa manera.

– Yo podría hacerlo.

Al instante Connie desea no haber dicho eso, ni siquiera para sugerir que Mad tiene parte de razón, pues Greg emite un breve y bajo «ajá» que Connie considera el sonido más insultante que ha escuchado jamás.

– ¿Incluso dejando a Agnes… a Anyes, en el montacargas? -le pregunta Jill cuando está a punto de descargar toda su ira contra Greg.

– Tienes razón, no me imagino a Nigel haciendo tal cosa.

– Si fue a buscar ayuda -insiste Mad-, ¿por qué no ha vuelto? Ha tenido tiempo de ir paseando por todo Fenny Meadows desde que oímos la puerta.

– Obviamente -dice Greg, con la única intención de crear suspense en su público mientras se agacha a recoger un libro y alza su rostro gris sobre las estanterías-, los guardias no estaban en su garita y ha tenido que ir a buscarlos.

Mira a través del escaparate y de nuevo posa sus ojos en el libro. Por un instante, Connie cree distinguir actividad en la niebla, pero las inestables figuras que debe de haber imaginado no eran ni por asomo tan altas como Nigel o un guardia, por lo que aparta esa impresión de su mente.

– ¿Se me permite hablar ya? -dice Jake.

– Ya lo has hecho -dice Greg-. Intenta decir algo que merezca la pena.

Si alguien tenía que darle permiso a Jake, esa era Connie. Está a punto de decir eso cuando Jake le da la espalda teatralmente a Greg.

– ¿Ese no ha sido Angus? -pregunta.

– ¿Cuándo? -dice Mad.

– Cuando estabais discutiendo sobre Nigel.

– Nadie discutía -le informa Greg-. Estábamos sopesando la situación. Algunos de nosotros tratamos de no convertirlo todo en una riña de colegialas.

Jake mira a todos para ver si alguien se ha ofendido, lo que provoca que Connie sienta tanta antipatía por él como la que ya sentía por Greg.

– Llámalo como quieras -insiste Jake-, estabais discutiendo.

Su victoria acaba con toda conversación.

– ¿Qué crees haber oído? -pregunta Jill con visible desgana.

– Angus llamándonos, o intentando hacerlo. Sonaba un poco estridente.

La expresión de Greg sugiere que la estridencia es solo cosa de Jake.

– ¿Alguien más ha oído algo semejante?

Aunque nadie parece querer ponerse del lado de Greg, el silencio denota lo contrario.

– Bueno -dice Jake-, si no era Angus tuvo que ser Ray.

Greg se ríe con una corta risita teñida de lástima e incredulidad, pero Connie se pregunta si la insistencia de Jake es para hacer que Greg se ponga tan nervioso como lo está ella, o simplemente le falta inteligencia. Antes de que pueda decirle a Jake que se guarde sus imaginaciones, Jill dice:

– ¿Por qué nosotros no lo hemos oído?

– Me sorprendes, Jill -responde Greg, haciendo hincapié en su nombre-. Obviamente porque no había nada que oír.

– No me refiero a eso, Connie. Angus debe de haber llegado ya abajo, ¿por qué no les oímos hablar?

Connie intenta controlar su resentimiento por que alguien tenga que sugerir esa idea mientras avanza por el cada vez más oscuro pasillo hacia la salida de la sala de empleados. La iluminación de la salida no es mucho mejor que la total oscuridad. La oscuridad le empieza a recordar el aspecto de su dormitorio una noche de su niñez, en la que se despertó en mitad de la noche y encontró todas las puertas moviéndose lentamente en la oscuridad, para después detenerse por obra de lo que quiera que se escondiera tras ellas. Tiene la tentación de golpear la puerta para perderle el miedo y de paso conseguir una respuesta.

– Siento molestarte, ¿está Angus contigo, Ray?

– Oh sí.

No puede ser otra cosa que la amortiguada voz de Ray, a no ser que sea la de Angus. Cualquiera que sea el interlocutor, parece estar preocupado, pues apenas es capaz de formar las palabras.

– ¿Estáis los dos bien? -pregunta, aunque no finge sentirse deseosa de volver a oír la voz de nuevo.

– Oh sí.

Al menos ambos responden, aunque las palabras suenan incluso con menor claridad; podría pensar que sus bocas se están desprendiendo. Tiene la grotesca e innecesaria noción de que se está convenciendo a sí misma de que los reconoce, en realidad no distingue cuál es cuál. Concretamente, no ve ningún motivo por el que puedan considerar sus preguntas como algo gracioso. La impresión de que están a punto de estallar en carcajadas la conduce a preguntar:

– ¿Cómo lo lleváis?

Le gustaría creer que no han repetido la misma respuesta, aunque esta vez con unas voces tan espesas que suenan embadurnadas de alegría. Las monótonas sílabas son apenas comprensibles, pero en eso también influye la intervención de Woody.

– ¿Qué pasa contigo, Connie? Parece que no mucho.

Coge el aparato más cercano, que parece un hueso brillante. Tiene que agacharse hasta el aparato para ver cuál es el botón adecuado para amplificar su voz.

– Estoy intentando averiguar qué están haciendo Ray y Angus. Pensé que querrías saberlo.

Al momento siguiente, Woody se transfiere al auricular.

– ¿Y qué hacen?

– No estoy segura. Escucha tú mismo. -Sostener el teléfono en dirección a la puerta no ayuda a aliviar su nerviosismo, pues su sombra se alarga en forma de larva sobre los lomos de los libros-. Ray, Angus -grita no obstante-, Woody está a la escucha en el teléfono por si queréis hacerle saber lo que estáis haciendo.

Desea fervientemente que vuelvan a repetir su frase, pero llega a la conclusión de que era una simple broma infantil a su costa cuando el silencio, más burlón si cabe, es todo lo que obtiene por respuesta.

– Vamos, antes hablasteis. Woody quiere oíros ahora. -Arroja el auricular con tal fuerza contra el silencio que casi golpea la puerta con él. Una vez que el brazo comienza a dolerle de mantenerlo extendido, devuelve el aparato a su oreja-. No contestan.

– ¿Podría ser que no les guste tu tono?

Le parece algo tremendamente injusto.

– Quizá tú podrías enseñarme cómo hacerlo.

– Sonríeme y deseo concedido. -Al sacar los dientes y mostrárselos al techo, Woody reacciona-. Espero que puedas darle a tu equipo mejor ejemplo que ese. -Y lanza su voz al aire-: Ray, Angus, Connie sostiene el teléfono junto a la puerta. Habladme alguno de los dos.

Moverse entre la oscuridad le agrada a Connie menos que nunca. La puerta no se mueve ni está a punto de abrirse; simplemente es incapaz de mantener quieta la sombra del aparato.

– ¿Estás segura de que pueden oírme? -explota la voz de Woody segundos después.

– Si puedes oírme a mí -grita-, podrás oírles a ellos.

– Ray o Angus, decidme algo.

Connie tiene que observar como la puerta tiembla inquieta por unos largos momentos antes de que la voz de Woody se torne diminuta de nuevo.

– Dime que los has oído y yo no.

– Esta vez no.

– ¿Qué dijeron antes?

– Nada con sentido.

– Para ti quizá, ¿podría tratarse de eso?

– Para nadie -considera, y se da la vuelta para llamar la atención del resto de la tienda-. ¿Qué pensáis que querían decir?

Los cinco rostros grises pierden brillo y definición al volverse hacia ella. Una vez que todos han terminado de pivotar, parecen delegar en el murmullo de Jill.

– ¿Quiénes?

– Ellos -dice Connie, limitando parte de su rabia a agitar el pulgar por encima de su hombro-. La pareja cómica, Ray y Angus.

– No sé si crees que esto es gracioso, pero no los he oído.

Connie está a punto de señalar lo poco divertida que encuentra ella la situación, pero advierte que la sordera es compartida por los demás.

– Bueno, yo sí los oí -dice, y se vuelve a colocar el auricular en la cara-. Los oí, pero no decían demasiado.

– Supongo que están muy ocupados haciendo lo que les mandé hacer.

Le ha devuelto a la conclusión a la que llegó hace mucho tiempo. Tiene la impresión de que sus habilidades para pensar y comunicarse están a punto de alcanzar un estado inerte y ya están dejándose arrastrar por el tiempo.

– ¿Quieres que los deje tranquilos entonces?

– Eh, ese es un buen plan. Sigámoslo.

Baja el teléfono para no sentir la tentación de replicar, y en ese momento Jill da varios pasos rápidos por el pasillo con la palma de su mano al frente.

– Connie…

– ¿Has decidido que no me he imaginado lo que oía?

– No, me preguntaba si deberías preguntarle cuándo van a venir a por Agnes.

Connie quiere escapar de la oscuridad pero alza el aparato de nuevo.

– Me pregunto…

– Ya he oído lo que alguien se pregunta. No hace falta que hables por ellos.

– ¿Cuál es la respuesta entonces?

– No.

Tiene que tomarse su tiempo para tener la certeza de que no es cosa de su cerebro que la respuesta no tenga nada que ver con la pregunta.

– Me estás diciendo…

– ¿Por qué tenemos que llamar a nadie teniendo a Nigel?

Connie ahoga una prolongada respiración para comenzar una explicación que teme pueda dejarle sin la poca paciencia que le queda, pero entonces una idea surge de debajo del peso que oprime su mente:

– Porque podría sacarte a ti también.

– Me has pillado. Intenta llamar.

– Lo haré entonces, solo…

Agita la mano de forma generalizada hacia sus compañeros y coloca torpemente el aparato en su lugar antes de que Woody diga nada más. Quiere estar cerca de los escaparates y de los demás, sobre todo por la desagradable y seguramente irracional creencia de que alguien se ha acercado al otro lado de la puerta y tiembla de mudo divertimento. Avanzando por la sucia oscuridad del pasillo de Psicología, los hombros se le tensan por el temor de que la voz de Woody caiga sobre ella como una araña. No obstante, consigue llegar al mostrador sin que eso ocurra.

– No dejéis que os demore -dice, ya que incluso Greg se ha parado a observarla. Coge el teléfono más cercano y marca el número de emergencias, luego se queda mirando a la niebla como si su visión pudiera ayudar a conseguir una respuesta.

Solo consigue confundirla. Se imagina que puede oír las acometidas de la niebla, fingiendo estar cediendo terreno pero acercándose poco a poco realmente. Por supuesto, el ruido se limita solamente a la electricidad estática, aunque suena cada vez más densa y sólida. Corta la conexión y se inclina sobre las teclas para asegurarse de que está consiguiendo acceso a una línea exterior antes de volver a marcar. El mismo sonido sale del auricular, y un tercer intento aumenta el volumen de la estática. En lugar de dejarse arrastrar por la idea que trata de asaltar su cerebro, corta y pulsa el botón del intercomunicador para marcar la extensión de Woody.

– No puedo llamar a nadie del exterior.

– Yo mismo podría haberte dicho eso.

– ¿Y por qué no lo hiciste? -dice a través de una dentadura nada sonriente.

– Pensé que era mejor que lo intentaras tú misma, por si a alguien se le ocurría la idea de que yo trataba de evitar que llamaras.

Connie supone que tiene razón, pero le intranquiliza darse cuenta de lo desconfiados que se han vuelto. Parece intensificar la amenaza de la espeluznante y sobrenatural luz y de las sombras que cubren la mayor parte de la tienda.

– Estoy seguro de que nadie puede pensar eso de mí ahora.

– Supongo que eso merece una sonrisa.

– Eso espero.

Para cuando comprende que no se la pide a ella ya le ha dedicado una sonrisa culpable al techo.

– No tengo nada más que decir si tú tampoco -dice Woody, y es su único alivio, si es que llega siquiera a eso.

Al darse la vuelta tras soltar el teléfono encuentra a Jill observándola.

– ¿Qué idea te alegrabas tanto de que ya no pudiéramos tener? -dice al fin.

– Nada, Jill, de verdad. Sería feliz si todos tuviéramos las mismas ideas.

El súbito rostro inexpresivo de Jill le indica a Connie que no debería haber usado esas palabras.

– ¿Qué vamos a hacer respecto a Agnes? -pregunta Jill, y tiene que costarle un mundo decir únicamente eso.

– ¿Qué sugieres?

– ¿Acabamos de oír como decías que Woody tampoco podía llamar? Nigel ha tenido tiempo de sobra. Alguien más debería ir a buscar ayuda.

– ¿Te estás presentando voluntaria?

Jill mira la niebla durante un instante, y esta parece saludarla con una danza deslizante.

– Si no lo hace otra persona.

El resto de caras se giran inertes en dirección a la luz grisácea, hasta que Ross se aclara imperceptiblemente la garganta.

– Yo lo haré.

– ¿Hacer el qué? -objeta Greg.

– ¿No es mejor que intentes llegar a la garita de seguridad primero por si acaso, Ross? -sugiere Jill dándole la espalda a Greg-. Si allí no hay nadie tendrás que llamar desde Stack o' Steak. Abren toda la noche, ¿verdad?

– Nigel ya habrá pensado en eso -dice Greg.

– ¿Qué quieres que hagamos entonces, Greg? -exige saber Jill, girándose para encararlo-. ¿Cuánto tiempo más quieres que se quede Anyes dentro del montacargas a oscuras?

Eso lo acalla, aunque quizá contesta a la pregunta sin palabras.

– No hará ningún daño que alguien más vaya a buscar ayuda -interviene Connie-. Si tienes que llamar a emergencias, Ross, siempre puedes preguntar si alguien más lo ha hecho.

El golpe seco de un libro sobre un estante expresa la opinión de Greg al respecto.

– ¿No vas a tener frío, Ross? -dice Jill.

La mano de Ross va a parar al desabotonado cuello de su camisa, que parece empapada bajo esta luz mortecina.

– Iré corriendo.

– ¿Estarás bien tú solo? -dice Jake.

Greg murmura algo que Connie ignoraría si no fuera por Mad.

– ¿Qué te ha inspirado esa idea, Greg?

– Culpa mía. Esto no es un barco.

Su comentario tenía algo que ver con ratas y naves hundidas.

– Gracias de todas formas, Jake -dice Ross-. Seré más rápido yo solo.

– Depende de quién vaya detrás de ti, ¿qué me dices, Greg?

El rostro de Greg se pone tan furioso que queda claro que sus pensamientos iban por ese camino.

– Si estás listo vete, Ross -dice Connie y lo acompaña a la salida. Alarga la mano hacia el teclado para abrirla, pero sus dedos se quedan a unos centímetros de su destino. No recuerda ni un solo dígito del código.

El cansancio debe de haberlo borrado o escondido en lo más profundo de su cerebro, pero mientras más se esfuerza en recordarlo, mayor es la sensación de que su cabeza se llena de parte de la niebla que repta sin forma detrás del cristal. Se limita a agitar los dedos en el aire, frente al teclado, por si su mano consiguiera recordarlo, del mismo modo que reconoce inconscientemente la disposición del teclado de un ordenador.

– Jesús, ¿estoy viendo menos trabajo? -sale disparada la voz de Woody de todos las recónditos y oscuros rincones de la tienda.

– Solo en mi cerebro -dice usando el teléfono más cercano en el mostrador para aprovecharse de la situación.

– Ajá.

No le importaría una respuesta que sonara menos como una descuidada conformidad, pero al menos no la oye toda la tienda.

– No consigo recordar el código de la salida -le dice.

– Bien.

Seguramente no se refiere a que todo está bien.

– ¿Me lo recuerdas?

– ¿Para qué lo quieres ahora? No me parece que haya luz del día ahí afuera, y queda un montón de trabajo por hacer.

– Lo haremos más deprisa si Anyes nos ayuda, y además, tenemos que sacarla. No sabemos cuánto oxígeno quedará ahí dentro.

– ¿En un montacargas con una sola persona dentro? Mucho, diría yo.

Está consternada por no haberse centrado en insistir en la idea de liberar a Agnes para que trabaje.

– Está también a oscuras -casi suplica Connie-. ¿Cómo vamos a dejarla así?

– Nigel no la ha dejado, ¿verdad que no?

La perspectiva de tener que explicarle todas las teorías sobre Nigel le llena la cabeza de algo más que mero atolondramiento.

– No parece que haya tenido mucho éxito.

– No es el único -responde, y antes de que pueda decidir si eso iba por ella, añade-: Entonces es Ross al que consideras prescindible.

– Se ofreció voluntario.

– Podrías preguntarte por qué está tan ansioso por desertar.

– No creo eso en absoluto.

– Me diría lo mismo si se lo preguntara, ¿no crees?

– Estoy segura de ello.

– Entonces no me molestaré. El que quiere irse es al que menos necesitamos. Adelante si esa es tu decisión.

La electricidad estática sustituye al silencio de Woody, y teme que haya olvidado lo que le ha pedido.

– Ibas a recordarme el código.

– ¿Cuál de ellos? ¿El numérico o el de comportamiento? -La estática parece una respiración sobre su hombro-. Vale, veamos de qué te sirve todo esto -dice, y seguidamente le farfulla los dígitos.

¿Cuánto de burla hay en su voz? Seguramente no va a darle un código incorrecto, ¿pero acaso cree que el correcto no va a funcionar? Regresa a la salida y usa un único dedo para asegurarse de que pulsa solo los números que le ha ayudado a recordar. Cierra la mano sobre el picaporte, que parece niebla helada y solidificada, y tira.

La puerta tropieza con algo que no ve y luego gira hacia dentro sobre su eje acompañada del crujido del cristal. Parece una invitación a la humedad y al estancado olor de la niebla. Aunque Ross no ha oído los comentarios de Woody, Connie se siente con la obligación de darle ánimos, pero no se le ocurre ninguna manera de hacerlo.

– No cojas frío y no te pierdas -intenta decir, y añade-: Era broma. Anyes estará agradecida. Todos lo estaremos. No tardes.

Ya ha salido de la tienda antes de que haya acabado de hablar. Connie lo sigue con la intención de observar cómo se aleja. Al pasar junto al escaparate, casi corriendo, mira a Mad de reojo. No ha llegado al final del edificio cuando la niebla comienza a deshilachar su contorno y a emborronar su figura. Finalmente lo rodea y amortigua el sonido de sus pasos hasta que estos suenan como si el pavimento se estuviera reblandeciendo. Los oye empequeñecerse y se pregunta si debería llamarlo para quedarse tranquila por última vez.

– ¿También hemos perdido a Connie? -pregunta Woody.

Imagina a toda la tienda llena de bocas por las que le habla. Da un paso atrás y vuelve a entrar para menear la cabeza delante de cualquiera que sea la cámara que la esté enfocando. El interior de Textos se parece a la noche de afuera más de lo que le gustaría; la mortecina y descolorida iluminación, el reinante e insidioso frío, incluso la manera en la que la parte opuesta de la sala parece retroceder hasta una grisura sombría de mayor solidez que el aire. Cierra la puerta deprisa y acopla su dedo al teclado, pero tiene dudas. ¿Por qué está dejando a Ross solo afuera? ¿Y si no es capaz de volver a dejarle entrar? No tiene ganas de una disputa con Woody sobre el tema. Pone los dedos sobre las teclas sin pulsarlas, y luego mira a las cámaras mientras regresa al ritual de la colocación de libros en sus estantes.

– Ahora la has conseguido, Connie -declara Woody-. Mirad todos los demás. Eso es lo que yo llamo una sonrisa.

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