Jill

– Mami, ¿de verdad tienes que trabajar toda la noche?

– No te preocupes, Bryony. Estaré bien. Me eché una siesta mientras estabas en el colegio.

– ¿Pero de verdad de verdad te tienes que ir?

– Trabajamos todos. Hay una inspección mañana, ya te lo dije, como las de tu colegio. Sabes las molestias que se toman tus profesores para que todo tenga el mejor aspecto posible. Mientras no se trate solo de guardar las apariencias, está bien, ¿qué opinas?

– Pensaba que te gustaba ayudarme con mis deberes. Me gusta cuando me enseñas palabras nuevas.

– Ya lo haremos. De verdad, cielo. No estaré fuera mucho tiempo, y sabes que no voy a estar muy lejos. ¿Cuál es el problema?

– Me gusta que me leas en la cama antes de dormir.

– ¿No lo hace también papá? Creí que solíais hacerlo.

– Todavía lo hace. ¿Tienes que trabajar porque no te da suficiente dinero?

– Bryony, no sé si eres lo bastante mayor para entenderlo…

– Lo soy. La señorita Dickens dice que soy madura para mi edad.

– Bueno, entonces trata de entender que no quiero depender de tu padre ni de nadie, no más de lo absolutamente necesario. Mientras más gane por mi cuenta, más feliz seré.

– Quiero que seas feliz.

– No necesitas que te diga que deseo lo mismo para ti, y lo serás si puedo comprar más cosas para nosotras, ¿verdad? Si me esfuerzo en mi trabajo tendré posibilidades de ascender. Así funciona.

– Ya me lo has contado.

– ¿Tienes algo que decirme antes de que venga tu padre, entonces? ¿Qué es lo que de verdad te preocupa?

– A lo mejor no puedo dormir.

– ¿Por qué no? ¿Hay alguna razón por la que no te guste dormir en casa de tu padre? Si pasa cualquier cosa debes decírmela, no debes tener miedo. ¿Pasa algo, Bryony?

– Podría tener una pesadilla.

– ¿Por qué ibas a tenerla? ¿Por qué solo allí?

– Tuve una anoche.

– ¿Te despertaste? Lo siento, Bryony. Debía de estar muy dormida para no enterarme. ¿De qué trataba, cielo?

– Papi y yo no te encontrábamos en la tienda.

– Quizá era mi día libre.

– No, era esta noche y estaba preocupada por ti porque estaba muy oscuro.

– No lo estará. La tienda está siempre iluminada, y si te acuerdas, también hay unas grandes farolas fuera.

– No podíamos ver nada. Estoy segura de que estaba oscuro. Podía oírte gritar, pero no podía llegar a ti, y luego tampoco encontraba a papi.

– Sería por la niebla, ¿no? Eso debió de ser lo que provocó la pesadilla. Espero que papi te encontrara y yo también, pero de todas formas ya estás despierta.

– No, estaba buscando a la otra mujer.

– ¿Qué otra?

– La que va vestida de cuero.

– ¿Te refieres a Connie? ¿Qué sabes sobre ella?

– La oí hablar con papi cuando estuve en la tienda para el concurso.

– ¿Y te la has encontrado en algún otro lugar?

– No, mami, solo aquella vez.

– Me pregunto por qué se te quedó tan grabada entonces -dice Jill, y el timbre parece responder con un sonido tan lacónico como una palabra de cuatro letras.

Bryony baja de un salto del chirriante sofá de mimbre y posa en el suelo sus pies descalzos.

– Voy al cuarto de baño -dice mientras corre escaleras arriba, como siempre que está a punto de irse.

Jill siente la tentación de tomarse su tiempo antes de responder a la llamada, que ha sonado más apremiante de lo que tenía derecho a sonar, pero en realidad quiere tener unas palabras con Geoff en privado. Se apresura a través del corto pasillo decorado con dibujos de niñas montadas en ponis, obra de Bryony y sus lápices de colores; ponis que Jill no para de decirle a su hija que no le gustaría poseer ni alquilar ni siquiera aunque pudieran permitírselo. Abre el pestillo, y empuja la puerta hacia sí, hasta la mitad, como si una invisible barrera la detuviera. Entonces la abre por completo, y se encuentra a Geoff agachado, cogiendo un puñado de dientes de león de una grieta del camino.

– No hace falta que hagas eso -le dice.

– Parece que está todo descuidado.

– Déjalos, a Bryony le gusta esparcir las semillas -le apremia. Las cejas de su ex se mueven lo justo para animarle a añadir-: Supongo que simpatizas con esa actividad.

– No sabía que aún te importara dónde acaban mis semillas.

– ¿Me estás diciendo que debería haberme importado cuando estábamos juntos? No me lo digas, no quiero oírlo -dice Jill, solo para alterarse al tener que arreglarlo-. A no ser que sea alguien que conozco.

– ¿Por qué piensas eso, Jill? Lo dices como si yo quisiera hacerte daño.

Sus profundos ojos marrones la miran heridos, pero ese truco ya no funciona.

– Bryony piensa que hay alguien que ambos conocemos.

– Está totalmente equivocada. No creerás que alguna vez le he presentado a… -al decirlo un pensamiento oscurece su mirada, pero trata de ocultarlo-. He hecho todo lo posible para mantenerla aparte de mi vida privada -insiste.

– No sirve de mucho si la paseas por el lugar donde trabajo mientras está allí Bryony.

– No lo sabía, ¿verdad? Quiero decir, no había pasado nada. No volveré a ir a la tienda si así lo prefieres.

– Quieres decir que han pasado cosas desde entonces, no que sea asunto mío.

– Ciertamente no lo es, pero bueno, sí.

– Me pregunto si tienes una mínima idea de las dificultades que me has podido crear. Estoy segura de que no, pero tampoco es excusa.

– No estoy seguro de entender cuál es el problema. Todos somos adultos y creo que podemos actuar como tales.

– Vas a empezar tú, ¿no? -exclama, reservando bastante rabia contenida para luego espetar-: Ojalá mis padres no estuvieran de vacaciones. Preferiría que Bryony se quedara con ellos.

Arriba, se oye la cadena del váter, como si el chorro de agua arrastrara consigo el comentario de Jill. Geoff parece estar cerca de dedicarle una mirada comprensiva, lo que la encoleriza más aún. Está tentada de prohibirle que se presente a la función navideña del colegio de Bryony, de amenazarle con dejarle allí plantado si no obedece.

– Date prisa, Bryony. Quiero encender la alarma -grita en lugar de eso.

Se avergüenza de su tono cuando Bryony aparece con su saco de dormir, de donde asoma la cabeza su osito de peluche, como intentando averiguar dónde va esta vez a cumplir la misión de calentar la cama de su dueña. Espera en el sendero con su padre mientras Jill teclea en la alarma la fecha de su ruptura con Geoff. Apenas ha cerrado Jill la puerta, Bryony deja caer el saco y corre a abrazarla, tan fuerte que parece querer permanecer allí plantada con ella como un árbol en mitad del sendero.

– Estaré bien. Será una aventura -dice Jill, acariciando la cabeza de Bryony hasta que relaja el abrazo lo bastante para soltarse-. Te veré mañana después del colegio.

Bryony se queda de pie junto al Golf mientras Geoff se sube a él y Jill arranca el Nova. Cuando Jill pone en movimiento el coche y se aparta de la acera, Bryony levanta una mano y la agita tímidamente; Jill se obliga a creer que no es un último intento de detenerla. Bryony debe de estar más afectada por la separación de sus padres de lo que creía. Una vez haya vuelto a casa y descansado, tendrá una seria conversación con ella.

Le lleva diez minutos cruzar Bury para llegar a la autopista. Ha pasado junto a varias salidas antes de decidirse a tomar una con poco tráfico. Esta le conduce a la zona elevada sobre la que le es posible avistar la extensión más allá de Fenny Meadows. Desde la niebla solo surgen ligeros haces rojos de luz, una herida alargada, los frenos de cientos de coches parados. Jill enciende la radio y sintoniza una emisora local. El Nova avanza un rato al son de una canción popular sobre el único superviviente de una batalla, luego comienza un boletín informativo:

– El cruce 11 de la M62 dirección este permanece cerrado debido a una serie de accidentes. La policía no espera abrirlo hasta dentro de unas horas. Se recomienda a los conductores buscar una ruta alternativa.

Allí está Fenny Meadows. Jill se siente tentada de usar esta circunstancia como excusa para no aparecer por Textos esta noche y quedarse con Bryony, pero no sería justo para el resto de empleados. Al llegar al siguiente cruce, tira por la carretera este de Lancashire para poder salir a la parte trasera del complejo comercial. Menos de diez minutos después, se encuentra en la autovía de dos carriles, pero se pasa el desvío de Fenny Meadows. Si había una señal indicándolo, no era demasiado evidente. Al ver un hueco, gira para meterse por la primera carretera secundaria que encuentra, iluminada solamente por una parada de autobús. Ni siquiera tiene un nombre.

No obstante, es la ruta que lleva a Fenny Meadows. Al poco tiempo, la niebla lo confirma, complicando a su vez el avance. Los altos setos cercan ambos lados de la calzada, sus picos destellan al ser alumbrados por los faros y parecen licuarse en la niebla en lugar de destacar sobre ella. De vez en cuando, un escalofrío recorre el entramado de ramitas negras, y estas exudan masas grises de niebla, como telas de araña. Debe de estar levantándose viento, pues la niebla no para de acercarse al coche, tanto por delante como por detrás. Después de conducir el coche por todas las curvas y baches de la estrecha calzada, está deseando llegar a Fenny Meadows, aunque resulte difícil de creer. Deja escapar un suspiro aliviado, que queda suspendido un instante en el aire, al vislumbrar algo más sólido que la niebla en el lado de la carretera; es uno de los muros de Frugo.

Sigue conduciendo y pasa las tiendas, algunas ya cerradas. La luz de sus ventanas luce inerte sobre la oscuridad reinante, que parece recrearse en el furioso mensaje de los grafitis pintados sobre la pared de las propiedades desocupadas. No hay ningún indicativo de la pronta llegada de la Navidad en Textos; la tienda parece anclada en octubre, el mes que empezó a levantarse esta niebla. A su espalda, los haces de sus faros se expanden en una mancha blanca que se diluye en el muro. Cierra el coche, y el tintineo de las llaves le hace caer en la cuenta de que estaba conteniendo la respiración.

¿Por qué está tan tranquilo el complejo? Parece como si la niebla hubiera succionado todo sonido, pero de repente se da cuenta de qué es lo que falta; el ruido de la autopista. Camino de la entrada a la tienda, sus pasos suenan encogidos por su soledad, y al mismo tiempo demasiado altos. Juraría que algo diminuto la persigue por el callejón; es el eco, por supuesto. Se alegra de dejar el sombrío pasadizo, hasta que ve a Connie en el escaparate. Las tres fotos de Brodie Oates yacen a sus pies. Jill no va a echar de menos el anuncio, ya obsoleto una vez que el autor ha visitado la tienda, y se impide imaginar que es su propia cara esa sobre la cual Connie está a punto de limpiarse los zapatos. Pasa por delante de Frank el guardia, que parece preocupado por la niebla.

– Puse estos en un carro para ti, Jill.

Jill considera por un momento hacerse la sorda. No esperaba que la voz de Connie tensara su cuerpo hasta sentirlo arrugado y tullido, y además trajera ese desagradable sabor a su boca.

Se da la vuelta, y encuentra a Connie señalando los libros que ha quitado del escaparate.

– Muy amable de tu parte -dice Jill con una dulzura que no le quita el mal sabor de boca.

– ¿Está bien, verdad? Puedes ponerlos junto a las copias firmadas en un estante destacado. Quizá se vendan más rápido si la gente los ve.

– Han sobrado algunos de tu acto, ¿no fue tan bien como esperabas, verdad?

Connie abre su boca de labios rosados para indicarle que se acerque. El gesto pone enferma a Jill, pero no puede resistirse y lo hace.

– No tan bien como nuestra estrella insistía en que debería haber ido. Culpa a todo el mundo salvo a la niebla y su libro. A tu anuncio también, me temo.

– Lo siento mucho. Me esforzaré más todavía en ese caso.

– No te estoy criticando, Jill. Solo transmito lo que dijo él. No creo que pudiéramos haber hecho nada más de lo que hicimos, ninguno de nosotros.

– Entonces vale -murmura Jill.

– Te has preparado para la maratón, ¿verdad? -dice Connie cuando está a punto de dirigirse camino de la sala de empleados.

– Espero estar tan preparada como cualquiera.

– Alguien estará cuidando de tu hijita, ¿cómo se llama, Bryony, verdad? Alguien estará ocupándose de ella.

– Su padre -responde, y siente estar escupiendo parte del sabor a rancio de su boca cuando añade-: Es muy bueno cuidando gente durante poco rato.

Connie no tiene respuesta a eso o no encuentra ninguna que sea aconsejable, pero el ver sus labios apretándose para ocultar su expresión induce a Jill a seguir hablando.

– ¿Puedo preguntarte de dónde has sacado el nombre de mi hija?

– ¿No te lo oí decir el día que la trajiste?

Jill no lo recuerda. Se siente derrotada por Connie. Al girarse, su boca se inunda de mal sabor y de palabrotas.

– Estarán esperándote cuando vuelvas -oye prometer a Connie.

Se refiere a los libros, los que ha pedido de más y ahora carga a Jill. Dos hombres que parecen llevar ocupando los dos sillones desde que Jill recuerda, la observan escabullirse. Le enseña la tarjeta al lector de la pared y a punto está de propinarle una patada a la puerta. Al final se abre, y sube las escaleras hacia la sala de empleados perseguida por el sonido de su propia respiración.

Ross y Mad están sentados uno a cada lado de la mesa, Agnes se sienta en medio de ambos. Tiene una expresión seria, como una reacia carabina, y no habla más que ellos. Los tres parecen alegrarse de ver a Jill, aunque puede que solo sea porque es algo diferente a lo que mirar. Al pasar su ficha por el reloj, Woody sale disparado de su guarida.

– Estás aquí. Pensé que habíamos perdido a otro miembro del equipo.

Jill no sabe si el enrojecimiento de sus ojos aumenta el efecto de su desconsiderado comentario o simplemente sugiere que está demasiado cansado para pensar. Ross se pone rígido para no torcer el gesto, y Agnes abre la boca en su lugar, mientras Mad parece estar a punto de darle unas palmaditas reconfortantes en la espalda.

– La autopista está cortada. Tuve que utilizar la antigua carretera -dice Jill para disminuir la tensión reinante.

– Ya me lo dijo Connie -dice Woody, seguramente sobre lo de la autopista, pero el nombre amarga la expresión de Jill-. ¿Queréis oír las buenas noticias?

Su sonrisa es tan fiera que atrae la atención de todos.

– Si hay alguna -musita Ross.

– Eh, ¿por qué no veo ninguna sonrisa? ¿Qué es esto, un velatorio? -Todos salvo Agnes se esfuerzan en mostrar buena voluntad-. Bueno, las buenas noticias. Ya las habéis oído. Vuestra autopista está cortada.

– ¿Eso es bueno? -rompe Mad el desconcertante silencio.

– Ahora mismo lo es. Por esta vez podemos vivir sin clientes que entren en la tienda a desordenarlo todo. Supongo que necesitamos hasta mañana para despejar el almacén. Recibimos un pedido grande esta mañana y nos falta un empleado.

– No paras de sacar ese tema -protesta Agnes-. ¿No te das cuenta de que Ross…?

– Oh, lo siento. No os lo había dicho aún. Tuvimos que deshacernos de Wilf.

– Wilf -dice Agnes, simulando un ladrido-. ¿A qué te refieres con «deshacernos»?

– Dejar ir. Echar. Despedir.

– ¿Cómo puede ser eso? En el funeral dijo… perdón, quiero decir que le dijo a Ross que trabajaría esta noche.

– Estaba aquí, antes, por eso ahora ya no está.

– Pero no puedes echar a nadie de esa manera. ¿Qué se supone que ha hecho?

– Atacar a un cliente e intentar ahogarlo. Supongo que ni siquiera tú contratarías a un tipo capaz de hacer eso.

– ¿Quién dice que Wilf ha hecho tal cosa? -interviene Mad.

– Yo lo hago. Todo el mundo presente en la firma del autor. Los vídeos de seguridad también.

– Me gustaría verlos -dice Agnes.

– Cuando tengas alguna autoridad podrás. Si no han sido borrados para. entonces.

Agnes abre la boca, y Angus hace de ventrílocuo:

– Encargado llama al trece, por favor. Encargado llama al trece.

– He ordenado las existencias en los estantes para que os pongáis directamente a trabajar. Colocad vuestros libros y luego decidiremos quién se encarga de los de Wilf -dice Woody, y vuelve a su oficina a toda mecha.

Agnes apoya los antebrazos en la mesa con un golpe sordo.

– No sé qué cree poder esperar de nosotros después de hablarnos así.

– No creo que a mí me dijera nada especialmente malo -dice Mad.

– Oh, ¿solo somos un equipo cuando nos conviene?

Mira a todos con tal fiereza que nadie se atreve a contestar.

– No veo por qué tenemos que seguir trabajando aquí si puede echarnos cuando quiera si le da la gana.

– No es tan simple, ¿no? -dice Ross-. Parecía tener una razón para hacerlo.

– Tú precisamente deberías ser la última persona en desear que perdamos a alguien más. ¿Qué decís los demás?

– Ahora estamos aquí. Dices que somos un equipo. No quieres decepcionarnos -responde Jill cuando se recupera de la sorpresa de oír lo que Agnes le acaba de decir a Ross.

Ha bajado la voz. Al principio piensa que está intentando mantener la discusión lejos de los oídos de Woody, ¿pero es probable que este escuche algo cuando no para de repetir la pregunta «¿quién es?» al teléfono? De repente tiene la sospecha de que la discusión ha atraído a un curioso al almacén; incluso cree oír un rostro apoyándose en la pared para escuchar, pero el sonido viene de tan abajo que quien sea debe de estar a cuatro patas. Da un respingo cuando alguien entra en la sala, pero es solo Ray saliendo de su oficina.

– Jill, está bien -murmura-. Hagámoslo bien esta noche y enseñémosles a los jefes que somos unos trabajadores fiables, después de esto hablaré con Woody de lo que queráis, lo prometo. Si queréis les diré algo a los jefazos mientras estén aquí.

– Es suficiente, ¿no? -dice Mad a Agnes, que la mira como si no tuviera derecho a hablar. Jill está a punto de mostrar su acuerdo con Mad, sobre todo porque siente que todos están hundidos hasta el cuello en la corriente ¿e sus emociones.

– Jill al escaparate, por favor. Jill al escaparate -suena la voz de Connie.

Eso le recuerda a Jill que no hay ventanas en el piso superior. No es de extrañar que se sienta tan asfixiada. Escapa de la sala aliviada, a pesar de ir en busca de Connie, y sigue así al menos hasta que la ve. Connie está de pie frente al escaparate, martilleando con sus uñas el borde del carro con un ritmo infantil inspirado en el Vivaldi de los altavoces.

– Pensé que ya habrías terminado -dice-. Mejor pongamos de momento estos libros en el suelo junto a la estantería. Esta noche vamos a necesitar todos los carros.

Es una pena que esperaras a que lo hiciera, está a punto de decir Jill.

– ¿Vas a querer estos? -pregunta Connie.

Señala tres versiones del libro de Brodie Oates con sus caras zapatillas deportivas multicolor.

– Te dejo decidir dónde quieres ponerlos -dice Jill con la más dulce de sus sonrisas.

Por un momento casi espera oír la voz de Woody por megafonía felicitándola por ello, pero entonces le distrae una mancha en el exterior de la ventana. Algo ha surcado el cristal más o menos a un metro de altura, bien podría ser un niño marcando su territorio como un caracol con sobrepeso dejando un rastro grisáceo descolorido. La irregular franja está marcada por huellas parecidas a besos de una boca grande, ancha y torcida. No va a llamar la atención de Connie al respecto; podría hacerle limpiarlo. Mientras Jill vacía el carro y coloca los libros de Oates al principio de un pasillo, Connie recoge del suelo las imágenes del autor y, arrugándolas con un placer visible, las mete cuidadosamente en la papelera de detrás del mostrador. Se frota las manos, bien para secárselas o bien en señal de triunfo, y el teléfono suena por toda la tienda.

Cualquiera está más cerca de ellos que Jill, quien se ocupa en ordenar libros para que Connie conteste.

– ¿Perdón? -dice Connie al auricular, y lo repite tras una pausa. Jill levanta la vista y se encuentra sus ojos. Algo parecido a un gesto divertido asoma a su rostro, sin soltar el teléfono-. ¿Es para ti, Jill?

Si es así, a Jill no le gusta su reacción. No le arrebata el aparato de las manos, pero espera hasta que Connie va camino del almacén para hablar.

– ¿Hola?

Al principio no puede oír a nadie. Está a punto de devolver el teléfono a su lugar cuando una voz parece formarse entre la emisión de ruidos.

¿Intenta decirle algo concreto? No puede distinguir los sonidos. Jill se tensa para intentar descifrar el monótono murmullo que parece abalanzarse sobre ella. Le duelen los oídos del esfuerzo por entender la frase que se repite como un ensalmo. Quizá «pequeño» o «pequeños». El sonido parece salido de una vieja grabación estropeada por el tiempo y a punto de comenzar a detenerse poco a poco. Debe de ser una broma, ¿pero de quién y para quién? Se enfada consigo misma por quedarse allí esperando una respuesta a esa pregunta, concentrándose por completo en ello como si significara algo en absoluto.

– ¿Hola? -pregunta-. ¿Quién hay ahí en realidad?

El canto parece estar desintegrándose, hundiéndose de nuevo en la electricidad estática. Las palabras suenan más suaves, medio digeridas por el ruido blanquecino.

– Si no oigo nada más ahora mismo, colgaré el teléfono -dice, como si se estuviera dirigiendo a un niño, quizás a menos que eso. Cuando su amenaza no surte ningún efecto audible, le hace señales a Angus para que se acerque al mostrador-. ¿Oyes algo?

– No lo sé -dice al principio, y tras escuchar unos segundos más, añade-: No mucho.

Recupera el auricular y encuentra poco más que un siseo que pasaría por una voz si la boca de la que proviniera se estuviera licuando.

– Me gustaría que fueras más concreto de vez en cuando -le dice a Angus colgando el teléfono.

No debería enfadarse con él. Corre hacia arriba para alcanzar a Connie, que está rodando el carro dentro del almacén; el montacargas debe de haber tardado.

– ¿Por qué me pasaste esa llamada? -trata de saber Jill.

– Ross, coge este carro ahora que está libre -le dice a Ross, y cuando este obedece, se vuelve hacia Jill-: Pensé que era un niño.

– No soy la única aquí con uno.

– A mí no me mires.

– No pensaba hacerlo. Todavía no me has dado una razón que explique por qué me has pasado la llamada.

– Se suponía que era un crío haciendo una trastada, ¿no era eso? ¿La tuya no se porta mal? Vaya angelito.

– Por supuesto que a veces se porta mal, ¿no lo hacemos todos, Connie? Eso no significa que esa llamada tuviera nada que ver con ella. No tienes ningún derecho a suponer que así era.

– De acuerdo entonces, quizá iba sobre aquellos chicos que dieron problemas en el concurso. No irás a decirme que no tuviste nada que ver.

– Y Mad, y también Wilf.

– No andaban cerca. Tú sí. ¿No pudiste lidiar con el que llamaba? No creí que tuviera que quedarme por si no podías.

– No había nada con lo que lidiar cuando me pasaste el teléfono, ni creo que tampoco antes. Ha sido solo una estúpida e inútil broma.

¿Suena eso a una acusación? Simplemente intenta convencerse a sí misma. La llamada, o la interpretación de Connie, o ambas, la han puesto nerviosa respecto a Bryony, más si cabe porque no sabe la razón. Mientras considera una manera de retirar lo dicho, oye hablar al montacargas. Suena desde más abajo del hueco correspondiente, tan distante que las palabras que le llegan son demasiado parecidas a las de antes en el teléfono. ¿Es una idea infantil? ¿No eran los balbuceos también infantiles?

– ¿Lo dejamos? -sugiere-. Estamos actuando igual que niñas de parvulario.

Los labios de Connie se tensan y se estrechan antes de hablar.

– Me comportaré como una encargada en todo momento. Quizás así recuerdes cómo debes comportarte tú.

El ascensor anuncia su apertura y cumple su palabra, dejando al descubierto un carro vacío.

– Carga todos los libros que puedas y déjalos junto a los estantes a los que pertenecen para que otro puede usar el carro -dice Connie, marchándose camino de la oficina.

Jill atrapa el carro al tiempo que el montacargas comienza a deslizar sus puertas para cerrarse. Mientras acelera hacia el almacén se imagina atropellando a Connie en lo que después de todo sería solo un desgraciado accidente, pero la estancia está desierta. Un libro cae de uno de los montones sobre los estantes, y luego el silencio se torna quedo y denso. Debe de haber sido un libro, aunque ha sonado extrañamente suave y voluminoso. No es de extrañar que sus nervios estén distorsionando sus impresiones, ya que está preocupada por Bryony. Mete libros a montones en el carro hasta llenarlo por completo, y lo empuja de nuevo en dirección al montacargas, el cual se abre tras alzar su quejumbrosa voz. Entra con el carro y aprieta el botón con el pulgar, para luego salir corriendo camino del teléfono junto a la zona de Adolescentes. Durante un momento, gracias a Dios más largo que de costumbre, un imaginario parche en su cerebro cubre el lugar donde debería de estar el número de Geoff; superado ese momento, lo marca.

– Hola. Geoff está, o quizá no está, y por eso estás escuchando esta cinta. Sea lo que sea lo que estoy haciendo, espero que estés pasándolo tan bien como yo. Cuéntame lo que quieras y no olvides decir al menos quién eres y cómo puedo ponerme en contacto contigo.

– Soy Jill. Es mami, Bryony, si estás escuchando -añade Jill, pero no obtiene respuesta-. Pensé que estaríais en casa ya, supongo que habéis ido a algún sitio a cenar, ¿verdad? No os molestéis en decirme que soy idiota por hacer una pregunta sabiendo que no voy a obtener respuesta. Solo quería decir que estoy en el trabajo y que estoy bien, Bryony, así que asegúrate de dormir por mí. Si tienes ganas de darme las buenas noches, puedes llamar a este número -está lo bastante desesperada para sugerir, leyéndolo entonces del plástico pegado a la terminal-. Deberías decir tu móvil en el mensaje, Geoff, y así podría hablar ahora con ella.

Eso último alcanza a otro destinatario. Connie ha arrastrado un cargamento de libros a la sala de ventas y espera con monolítica paciencia a que Jill repare en ella. Cuando se vuelve, una vez que ha acabado con el teléfono, Connie abre las manos.

– Encontré esto en el ascensor. ¿Ya te has cansado de trabajar?

– Por supuesto que no. Iba a ir a recoger mis libros. Solo intentaba hablar con mi hija. No me ha sido posible, quizá lo hayas oído.

– No sé qué pretendes que haga yo al respecto.

Lo sabe perfectamente, y por eso dice lo contrario.

– Tienes el móvil de Geoff, ¿verdad? Yo lo tenía, pero lo ha cambiado hace poco -le lleva a decir la ansiedad por hablar con Bryony.

– Es posible que lo tenga en alguna parte.

– Entonces podrías dármelo.

– No lo creo.

– ¿Por qué no? -su pregunta suena tan pueril como considera el comportamiento de Connie-. ¿Por qué no?

– Deberías de saber por qué.

– Porque disfrutas no haciéndolo.

– No, Jill -dice tan lapidariamente que casi convence a Jill de que está diciendo la verdad-. Porque a nadie le está permitido hacer llamadas personales salvo en caso de emergencia, y no me parece que estemos ante una, y eso sin mencionar lo que cuesta llamar a un móvil. Me sorprende que necesites que te lo diga, pero no esperarías que no lo hiciera, ¿verdad? Hace unos pocos minutos me pedías que actuara como una encargada.

– No pensé que fueras a tener en cuenta mis deseos.

– Correcto, tengo que tener en cuenta los de la tienda, y espero que eso es lo que hagamos todos.

– Eh, dejadme ver vuestras sonrisas. No hay motivo para que no tengamos que divertirnos esta noche -dice la voz de Woody desde los cielos, antes de que Jill pueda pensar en una excusa o un modo de retirar lo dicho para renovar su plegaria.

– ¿Le vas a llevar la contraria? -dice Connie exhibiendo una sonrisa que, Jill está segura, da muy bien en cámara-. Olvídate de tu hija un rato. Como dijiste antes, la están cuidando.

Le acerca el carro a Jill y se aparta de él. Las palabras se agolpan en la boca de Jill, pero se las arregla para contenerse de gritarle a Connie que algún día sabrá lo que es tener un hijo. En vez de eso, lleva su carro hasta sus estanterías.

Los libros bien podrían ser cajas sin nada útil dentro, o incluso podrían estar vacíos. Esto es lo que significan los libros para ella mientras los ordena dentro del carro y los coloca en su lugar en los estantes apropiados. ¿Cómo es que se siente así si ella ama los libros y entró a trabajar en Textos por esa circunstancia? Quizá la novela de Brodie Oates la ha enemistado con la lectura, pero tampoco ha leído mucho desde que entró a trabajar en la tienda; de hecho, no recuerda haber visto a ninguno de sus colegas haciéndolo. Ahora no tiene tiempo para pensar en ello, porque sabe qué se está interponiendo entre ella y los libros, y es su preocupación por Bryony. Al regresar de dejar el carro junto al montacargas, contempla la niebla iluminada por los focos del exterior, pesada como una capa de terciopelo podrido, una gigantesca cortina grisácea que se agita alejándose torpemente de ella cuando se acerca a la ventana. ¿Y si hubiera una emergencia? ¿Cuánto tiempo le llevaría conducir a través de esa oscuridad hasta llegar a donde esté Bryony? Tiene que convencerse de que su hija está sana y salva, no tiene razones para pensar lo contrario. Archiva y mueve libros por los estantes, y de estante en estante, causando ruiditos sordos tan tontos y repetitivos como sus pensamientos. Woody ha descargado un carro en la sección de Wilf y coloca libros con unos movimientos rápidos y bruscos que ella no puede evitar tomarse como una aparentemente ilimitada crítica a su propio ritmo. Bryony debe de estar a punto de llegar a casa, más bien a la de Geoff, y cuando oigan el mensaje de Jill, seguramente llamarán. No obstante, cuando un coche aparece entre la niebla y se detiene cerca de la entrada, espera que ellos vayan dentro.

No es un Golf. Es un Passat, y Jake se baja por el lado del pasajero. Están llegando los empleados que quedan; ahí se ve a Greg a través del empañado escaparate. Jill no está segura de si esa es una de las razones por las que Jake se agacha para darle un largo beso al hombre en el asiento del conductor.

Greg gira su torso al completo para evitar ver el espectáculo, y se encuentra al otro lado del cristal con la mirada de Jill, totalmente exenta de desaprobación. Greg avanza hasta los arcos de seguridad y se queda de pie junto a ellos, como para afianzar su estado vigilante.

– No hay excusa para un comportamiento que algunas personas pueden considerar ofensivo -dice antes siquiera de que Jake se acerque lo bastante.

– ¿Qué estás llamándome, Greg?

El ceño de Frank el guardia aparece a grandes zancadas desde la sección de Erotismo.

– Aquí estoy yo.

A Jill no le gusta ver a nadie acorralado, ni en el patio del colegio ni en ningún sitio.

– No hay nada malo en mostrar un poco de afecto -exclama para los tres, lanzando a su vez una sonrisa de la que Woody estaría orgulloso, salvo que esté demasiado metido en sus libros para verla.

– Quizá vosotros dos lo sintáis algún día -le dice Jake a Frank y Greg-. Quizá os presentéis en un bar de ambiente una noche de estas, tanto que protestáis.

Esa beligerancia les concede más importancia de la que Jill pretende mostrarles. Se limita a sonreír a Jake mientras este se dirige a la sala de empleados, no sin antes lanzar un beso y despedir al coche con la mano. Greg y Frank se hacen un gesto de disgusto con la cabeza antes de que el primero siga a Jake. Jill intenta no imaginar qué impresión da eso en este contexto, pero tiene que contener una risita. Segundos después, la diversión vuelve a dejar paso a una multitud de libros.

¿Le está entrando fiebre? O los libros son ahora más pesados, o lo son sus brazos, mientras no deja de buscar huecos para colocar un libro y otro y otro. Increíble e imposiblemente, Woody ha terminado con los suyos y va a buscar más. No sabría decir si su cuerpo está caliente, frío, o ambas cosas, debe de ser efecto de la niebla, que se cuela invisible por la puerta abierta. ¿Puede poner sus sentimientos como excusa para marcharse? ¿Está tan preocupada como para ir al piso de Geoff y quedarse esperando fuera si todavía no han llegado? ¿Qué maldita razón hay para que esté tan nerviosa, aparte de su estado mental? Lo que sabe es que cuando el teléfono suena, siente el sonido como un gancho que le tira desde el interior de su cabeza. Corre a cogerlo en Información, antes de que nadie lo coja en otro sitio.

– ¿Hola? -desea en voz alta.

– ¿Quién eres?

Quiere creer que la confusa voz pertenece a Geoff, pero no hay razón para hacerse ilusiones.

– Soy Jill -dice, y tiene tiempo para añadir-: Jill de Textos en Fenny Meadows.

– Hola, Jill -dice la voz junto a un bostezo ahogado que torna innecesario lo siguiente-: Soy Gavin.

– ¿Dónde estás? Suenas extraño.

Concretamente, su voz parece en peligro de ser tragada por la electricidad estática. De hecho, cree que ha sido así hasta que Gavin vuelve a hablar.

– No lo sé, por eso llamo.

– ¿No sabes dónde estás? Oh, Gavin. -Siempre ha sospechado que tomaba drogas, y en estos momentos se siente ferozmente maternal-. ¿Qué te has hecho?

– Nada. Es la niebla -dice su voz alejándose poco a poco, tanto que no está segura de oír lo que añade-: Es peor que la niebla.

Jill aún piensa que es cosa de drogas.

– Gavin, debes de saber al menos desde dónde llamas.

– Mi móvil.

Su resentimiento deja paso a un bostezo que debe de estar permitiendo el paso a gran cantidad de niebla dentro de su boca.

– ¿Pero cómo has llegado al lugar donde estás? -insiste.

– Cogí el autobús y bajé por la carretera de siempre, pero he andado mucho más rato que de costumbre. Debo de haberme metido sin querer en una carretera secundaria, no tengo ni idea.

– ¿Quieres que alguien vaya con el coche a ver si te encuentra?

– No es una buena idea con esta mierda de tiempo. Gracias de todos modos, me doy la vuelta a ver si doy con el camino. No sé a qué hora llegaré.

– ¿Se lo digo a Woody?

– Podrías pasarme con él.

A Jill le cuesta recordar los botones necesarios para poner en espera a Gavin y hablar por megafonía.

– Woody, llama al doce, por favor. Woody…

– Eh, soy casi tan rápido cogiendo el teléfono como tú, Jill. ¿Qué pasa? -interrumpe Woody en el auricular.

– Gavin se ha perdido y no sabe cuándo podrá llegar.

– Ya estamos viendo en quién se puede confiar, por lo que parece. ¿No se atrevió a decírmelo él mismo?

– Quiere hacerlo, está en línea.

– Vale, pásalo.

Woody parece capaz de culpar a Gavin no solo de su ausencia, sino también de ser el tercer desertor. Jill saldría en su defensa si se le ocurriera una manera de hacerlo, pero antes de que su cabeza se ponga a maquinar una, el teléfono la excluye de la conversación. Un clamor de libros en los estantes acompaña el regreso a su tarea. Prácticamente todo el mundo está colocando; las únicas personas en la tienda aparte de los empleados son dos hombres decididamente calvos sentados en los sillones que protegen sus libros infantiles como tesoros que alguien estuviera a punto de arrebatarles, aunque ninguno parece tener unas especiales ganas de leer. Al volver a colocar, Jill tiene la sensación de que forma parte de la maquinaria de la tienda, una gigantesca máquina preocupada por causar ruido sordo tras ruido sordo, de forma tan monótona que cada sonido podría estar quitándole todo contenido inteligente a los volúmenes que golpean las estanterías. Muy deprimida debe de estar para tener esos pensamientos; para ser sinceros, siente su mente gris y bloqueada. Quizá sea otro síntoma de lo que sea que juega con su temperatura corporal y no le quita la sensación de pesadez en los brazos ni siquiera cuando deja de manipular libros. De todas maneras, no está tan machacada como para no correr a Información para descolgar uno de los teléfonos cuando estos vuelven a entonar su coro.

– ¿Hola? -resuella.

– Soy yo otra vez.

– Oh, Gavin -dice tratando de ocultar su decepción-. ¿Te paso a Woody?

– Esta vez no, tú me valdrás.

Respondería con divertido resentimiento, o quizá con uno no tan divertido, si la voz de Gavin no sonara tan distante, peligrosamente a punto de ser tragada por la nada.

– ¿Para qué?

– Ya he intentado decírselo. Pero pienso que esta vez alguien debería escucharme.

– Eso hago, pero ¿adónde has ido?

– No lo sé todavía. Por eso he pensado en llamar mientras pueda. La niebla no le está haciendo ningún favor a mi batería.

– ¿No deberías ahorrar una poca por si alguien va a buscarte?

– No sé quién me va a encontrar en medio de esto -teme. Piensa que una corriente de electricidad estática se ha llevado su voz hasta que dice-: ¿Qué es eso?

Aunque supone que es una pregunta para sí mismo, le dice:

– ¿El qué, Gavin?

– Voy a ver. Escucha, mientras lo hago voy a contarte… -continúa diciendo, ahogando un bostezo y tragando niebla-. Espera.

– Eso es lo que estoy haciendo.

– Estoy casi en la tienda, o puede que sea la parada de autobús. Hay una luz, pero es rara.

– ¿Cómo de rara?

– No sé, no debería de estar haciendo eso. Bueno, lo que te decía, cuando volví a casa esta mañana me puse a ver…

– ¿Hola? ¿Gavin? ¿Hola?

Solo responde el chisporroteo. Cuando Jill aprieta el auricular contra la oreja, parece percibir un mínimo rastro de su voz, pero ya no se dirige a ella. Eso es lo que colige de su tono antes de que se hunda definitivamente en la electricidad estática, la cual imagina resurgiendo triunfal. Entonces el aparato se convierte en un amasijo de plástico muerto, que comienza a hacer descender.

– ¿Era un cliente? -aparece la voz de Woody antes de que lo haga.

– Era otra vez Gavin.

– No me extraña entonces que no estuvieras sonriendo. ¿Qué problema tiene ahora?

– Sigue intentando orientarse. -La obsesiva vigilancia de Woody la está poniendo nerviosa, pero no le impide comentar-: Me dijo que te estaba hablando sobre algo que vio esta mañana.

– Se referiría a que ordené la tienda antes de que llegarais todos.

– ¿Estás seguro de que era eso? Me dio la impresión de que era algo urgente.

– ¿Qué sugieres entonces?

– No tengo ni idea. Pensé que tú sí.

– Te acabo de decir la mía. Quizá deberías confiar en mí, ¿no? No dejes que te distraiga de tus libros a no ser que tengas algo más que decirme.

Jill se lo imagina observando cómo cuelga el teléfono. Imagina que le está sonriendo mientras mira hacia abajo, aunque en realidad debe de estar sonriendo mientras mira la pantalla; en cualquier caso, el pensamiento tensa su boca. Siente a Woody espiándola desde las alturas mientras regresa a su sección. Aporreando libros en los estantes, mira repetidamente por el cristal con la esperanza de ver llegar a Gavin, pero eso no sucede. Las furtivas aproximaciones y retiradas han de ser cosa de la niebla, no figuras entrando y saliendo de ella. Seguramente Gavin vio la parada de autobús o, si las luces se estaban moviendo, los faros de los coches de la carretera desde la que salió. Los teléfonos renuevan su invocación, y siente claramente que tiene un motivo extra para lanzarse hacia el aparato más próximo.

– Jill -le dice exhausta al auricular-. Jill en Fenny Meadows.

– Soy yo, mami.

Por supuesto, Jill se siente aliviada. No obstante, no puede evitar estar levemente decepcionada de que no sea Gavin asegurando que está sano y salvo y listo para responder a la pregunta que está deseando reformularle.

– ¿Estás en casa de tu padre, Bryony? -pregunta.

– Acabamos de llegar. Hemos tenido una cena muy agradable.

– Me alegro. ¿Qué tomasteis?

– Hamburguesas. Yo me tomé una gigante, y papi tuvo que ayudarme a terminármela.

– Espero que no te quite el sueño. Ya deberías estar en la cama para ir mañana al colegio.

– Me voy dentro de poco. Solo quería darte las buenas noches, como me has dicho. Estoy segura de que dormiré.

– Eso es lo que quería escuchar.

Jill sonríe, pero luego se le tuerce la sonrisa al pensar que Woody pueda creer que es responsable de ella.

– ¿Hay mucha gente ahí? -pregunta Bryony.

– Casi todos a los que les corresponde estar.

– Papi dijo que sería así. Entonces estaréis a salvo, todos juntos.

Apenas es una pregunta, si es que siquiera lo es. Quizá Jill siente que debe de ser una pregunta porque no quiere que su ex marido hable por ella.

– Estoy segura de que estaremos todos bien -dice-. Duerme mejor que nunca y mañana yo haré lo mismo.

– Buenas noches, aunque no lo serán para ti, ¿verdad?

– Porque mañana será un buen día, quieres decir. Mientras sea eso, y así será, y tú puedas despertarme cuando vuelvas a casa de la escuela.

– Lo haré con mucha suavidad.

– Lo sé -dice automáticamente. Se han quedado sin razones para seguir hablando. De repente, Jill tiene miedo de que Bryony le pregunte si quiere decirle algo a su padre, pues no es así-. Buenas noches, entonces. Buenas noches -dice, y corta ella la llamada antes de que repetir lo mismo de nuevo le haga sentir estúpida. Otra vez, el teléfono la interroga.

– ¿Era otra vez el niño perdido?

– Era mi hija preguntándome cómo estaba.

– ¿Por última vez esta noche, verdad?

– Eso creo. Se va ahora a la cama.

– Que se quede en ella. Que todos los que no tengan nada que ver con la tienda nos dejen tranquilos esta noche.

Jill no sabe qué responder a eso. Acalla el auricular colocándolo en su lugar y sigue la ruta habitual de vuelta a sus estantes. Los libros la esperan, los brazos ya le vuelven a pesar. Al menos sabe que Bryony está bien. Seguramente debería de aligerar su mente, pero por un momento, hasta que tiene éxito en renunciar a la poco bienvenida idea, piensa que Bryony la ha librado de su última excusa para escapar de allí.

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