Ray

¿Qué les pasa a todos? ¿Se comportan así siempre que no duermen suficiente? Ni siquiera es la una de la mañana, aunque no lo parezca. Dios sabe cómo estarán cuando salga el sol, si se puede decir que eso sucede por aquí. Al menos él tiene una razón para estar nervioso, después de haberse pasado también en vela la mayor parte de la noche anterior. Cada vez que mecía al bebé para que se durmiera, los dientes nuevos hacían que volviera a despertarse. Quería darle a Sandra ocasión de descansar, porque si no se iba a quedar despierta toda la noche, pero entonces ella intentó relevarlo y dejarle descansar un rato. A las cuatro discutieron sobre eso, y cuando Sheryl se quedó por fin tranquila, se besaron y se reconciliaron; algo poco probable que ocurra esta noche en Textos. Ahora Sandra ni siquiera puede ponerse en contacto para charlar un rato si se siente sola, porque sabe que los teléfonos de la tienda no son para llamadas personales y Agnes se ha cargado el suyo. Eso no era excusa para que perdiera los nervios, aunque alguna gente pensara que Greg necesitaba algo así. Todos los empleados tienen el derecho a esperar que los encargados los traten bien. Aunque Ray no considera que lo que dijo era exactamente injusto, le ha dejado un sabor a rancio en la boca. Se está preguntando si debería buscar una oportunidad para disculparse con Greg cuando la voz de Woody deja en segundo plano el estruendo de libros en los estantes.

– ¿Podéis subir un par de vosotros a echar un poco de músculo por aquí? Algo pasa con mi puerta.

Debe de tener la boca pegada contra el auricular, su voz suena vaga. Un libro cae en su lugar como una tapadera cerrándose en un frasco.

– Yo voy -se ofrece Greg.

Su iniciativa podría pasar por poco más que ansias de agradar si no fuera por la mirada desafiante o de advertencia que su ceño le dedica a Jake.

– Quédate colocando, Greg -comienza Ray a decirle, y no encuentra razón para no terminar-. Deja a los encargados hacer su trabajo por una vez.

Ha permitido que Greg vuelva a provocarlo. Parece mejor apartarse de la situación, pero cuando va camino de la puerta de salida de la sala de empleados, Mad se interpone. Lleva en la mano, entre el índice y el pulgar, un libro de dibujos.

– ¿Qué pasa esta vez? -le tiene que preguntar.

– Puedes comprobarlo tú mismo.

– Voy contigo arriba, Nigel -exclama Ray desde el otro lado de la tienda.

– No sabía que iba de camino.

– Woody quiere a dos de nosotros.

Nigel se acerca a la puerta y pasa su tarjeta por el lector, y a Ray estas acciones le parecen el primer paso hacia una discusión.

– Maldita cosa -gruñe, y vuelve a golpear la tarjeta contra el lector.

– Parece que aquí hay género dañado para ti -apunta Ray.

¿Piensa Mad que se refiere a ella? Ciertamente, su mirada es displicente. Abre el libro y las páginas descoloridas caen como hojas de otoño entre una niebla. Los dibujos informes recuerdan a las manchas que usan los psiquiatras en sus tests, aunque no se molesta en imaginarse a qué se parecen.

– Dios santo -se queja Nigel-. ¿Cómo ha podido pasar?

– Estaban así en el estante -dice Mad, más que a la defensiva.

– Ese tono no es necesario, ¿verdad? Lleva el libro y yo me encargaré.

– Son todos estos. Creo que la estantería entera.

– ¿Cómo no lo has notado antes? -pregunta Nigel. Manosea los libros que Mad ha apilado en el suelo, y luego saca los demás del estante. Respira furiosamente por la nariz y echa el aire por la boca mientras chasquea la lengua. Una vez que se ha quedado sin formas de expresar su disgusto y que la estantería está vacía, pasa la mano sobre ella y por el fondo.

– No hay ninguna gotera -declara.

– No dije que la hubiera -apunta Mad.

– Entonces lo que sea que haya pasado debió de ser hace tiempo, ¿no? Deberías haberlo notado ya que estás tan preocupada por tu sección.

– No se vio hasta que los libros no estuvieron muy apretados.

– Entonces admites que eres responsable.

Su rostro se tensa, y sus labios se tornan incluso más finos de lo que ya estaban.

– ¿Estás segura de que es solo esta estantería? -pregunta Ray mirando furtivamente a Agnes.

Nigel arruga la frente como si ahora la culpa fuera de Ray.

– Deja los otros -le dice a Mad-. Ya te preocuparás de ello si tienes tiempo más tarde, o mejor deberías esperar hasta después de la visita. No hay necesidad de que tu sección tenga mal aspecto si el problema no es detectable a primera vista.

Ray está a punto de sugerir que sería peor si los visitantes descubren algo ocultado a propósito cuando la voz de Woody escapa desde las alturas con un crujido amplificado de plástico.

– No veo a nadie de camino, ¿dónde está la partida de rescate?

Ray se señala a sí mismo y agita el pulgar en dirección a Nigel.

– Dos tíos fuertes -dice Woody-. Vale, me podéis valer. ¿Qué os parecería ahora mismo?

Mientras Nigel recoge los libros estropeados, Ray pasa la tarjeta por el lector y no puede evitar celebrarlo como una victoria cuando funciona a la primera. Deja la puerta abierta para Nigel, pero no pretende que suba corriendo las escaleras y gane a Ray la carrera hacia la oficina.

– Aquí llega la canallería… quiero decir la caballería -grita Nigel.

– ¿Por qué habéis tardado? -responde la voz amortiguada de Woody.

Nigel se dirige al almacén para soltar los libros. Ray mira su reloj de camino a la puerta de Woody pero es incapaz de discernir cuánto tiempo ha pasado desde que, dejándose llevar por la tentación, miró la última vez.

– Hemos venido directamente, ¿no?

– Te estoy preguntando cuál es el problema abajo.

– No lo sabemos a ciencia cierta. De alguna manera ha calado agua en los libros infantiles. Será mejor que lo veas tú mismo.

– Puedes apostar a que lo haré. ¿Por qué tardas tanto? Dale un empujón a la maldita puerta.

Al coger el picaporte, el tacto es de humedad u óxido. Lo gira hasta ponerlo casi en posición vertical y tira con fuerza. Incluso apoyando todo su peso contra la puerta, no se mueve un ápice. Se agarra la mano del picaporte con la que tiene libre y se echa sobre la puerta abriendo las piernas lo máximo posible y empujando con el hombro, pero no consigue nada.

– ¿Qué ocurrió, lo sabes? -se siente estúpido por preguntar.

– Tú me dirás. Cuando intenté salir estaba atascada.

Ray se está magullando los dedos con el picaporte y el hombro contra la puerta; Nigel aparece desde el almacén.

– ¿Esforzándote? -dice-. No temas, aquí llega la solución.

– Estoy ansioso por ver como los de Liverpool usan su cabeza.

Nigel se agacha con tal rapidez que Ray se pregunta por un momento si va a abalanzarse contra él. Iba a encontrarse la frente de Ray esperándole si lo hiciera; Ray aprendió ese truco en el colegio. ¿En qué está pensando? Nigel solo está intentando fingir que no ha oído el comentario, y eso le convierte en un debilucho, no en un luchador. Ray le observa girar el picaporte casi noventa grados e inclinar su cuerpo hacia atrás para lanzarse contra la puerta. Tras fallar tres veces, se detiene para secarse el sudor de la frente con tal fuerza que podría borrársela.

– Ya he intentado eso -le dice Ray.

– No sirvió de mucho, ¿verdad? -Nigel se echa atrás y alza la voz-. ¿Woody?

– ¿Sabes una cosa? No me he ido a ninguna parte.

– La obstrucción debe de estar en tu lado. ¿Puedes verla?

– ¿No crees que lo hubiera arreglado por mí mismo si fuera así? -A Ray le divierte que Nigel atraiga la irritación de Woody, que añade-: ¿Lo estáis intentando ambos a la vez? No os he hecho subir para que compitáis.

Nigel agarra el picaporte como si temiera que fueran a arrebatárselo y lanza otra acometida, esta vez en dirección a la puerta.

– Cuando estés preparado… -le dice a Ray.

– Eso es siempre -le asegura Ray antes de correr hacia la puerta.

Su hombro la asalta, al igual que el de Ray, pero no demasiado al unísono. Por eso parece que Ray ha movido levemente la puerta, que vibra un poco a causa del más débil golpe de Nigel.

– Inténtalo otra vez -dice Nigel.

Parece pensar que es tan culpa de Ray como de él mismo. Una oleada de calor deja a Ray casi temblando. Da un paso atrás y arremete contra la puerta, pero de nuevo el impacto de Nigel llega un momento más tarde que el suyo.

– No está funcionando, ¿verdad? -admite Nigel-. Debe de haberse atascado, es lo único que se me ocurre.

– Algo se ha atascado pero bien.

¿Por qué ha dicho eso? Prometía sonar como algo ingenioso, pero tiene tan poco significado que es peor que estúpido, y eso solo provoca que Ray se enfade por dejar que saliera de su boca.

– No lo estamos haciendo bien -se limita a decir-. Necesitamos estar juntos.

Nigel le dedica una mirada no muy diferente a las que Greg le suele regalar a Jake.

– ¿Juntos cómo?

– ¿Cómo iba a ser? Pensándolo mejor, no lo digas. Hay que golpear al mismo tiempo a la desgraciada, eso es lo que digo.

– No hay nada más simple. A la de tres entonces. Uno, dos, tres.

Ray todavía está corriendo hacia la puerta cuando Nigel ya le ha dado con el hombro lo que Ray describiría como un empellón. A Ray se le acelera el corazón al volver atrás por efecto de la inercia, y otra oleada de calor pegajoso invade su ser.

– ¿Estáis ocupados? -pregunta Woody mientras Ray mira a la puerta y a Nigel.

– ¿Es que no lo ves? -brama Ray.

– Eso iba por el equipo de abajo. ¿Estoy viendo a alguien que ha terminado de colocar, Agnes?

Ray se siente más estúpido y furioso que nunca por no entender que la amplificada voz de Woody iba dirigida a la sala de ventas. Presumiblemente Agnes responde de alguna manera, ya que Woody dice:

– ¿Por qué no te premias con un carro entero de los de Gavin? -Un suspiro, que suena débil a causa de los dientes que obstaculizan su camino, se abre paso por las esquinas manchadas de oscuridad del techo, y luego añade-: No oigo nada ahí afuera. ¿Qué está retrasando al equipo de rescate?

Ray se enfurece porque Woody esté narrando la situación.

– Algunos de nosotros no sabemos aún cómo hacerlo -grita tan fuerte que espera que el teléfono lo transmita abajo. Está casi seguro de oír algo parecido a su voz imitándole más o menos a coro.

– ¿Algunos? Supongo que te refieres a ambos.

Ray se traga un amargo y estancado sabor y espera que la oleada de calor termine para encarar a Nigel.

– Cambiemos, yo me encargaré del picaporte.

– Por supuesto, si te hace feliz.

– Es lo que hay. Yo cuento también.

– No me gustaría ser el tío que te detuviera.

Tan pronto como Nigel se hace un lado, Ray atrapa el picaporte, que está más escurridizo que nunca.

– ¿Listo? -apenas pregunta.

– No menos que tú.

– Uno -anuncian Ray y su eco. Piensa que la voz vuelve a él a través de los altavoces hasta que se da cuenta de que Nigel es quien hace los coros.

– ¿A qué juegas ahora? -gruñe Ray-. Dije que iba a contar yo.

– Dijiste que tú contabas también. Pensé que querías decir que íbamos a cómo se diga, eso de los relojes, la palabra griega, o al menos que viene de por allí.

– No tengo ni idea de qué me estás hablando.

– Sincronizar -dice Nigel incluso más irritado-. Es cosa del tiempo, no de relojes. Pensé que te referías a que contáramos y nos sincronizáramos.

– Solo yo. No fue de mucha ayuda cuando lo hiciste tú, ¿verdad?

– Vale, yo solo. Tú solo, quiero decir, eso es lo que digo. Solo uno de nosotros. Venga, adelante, Ray.

Ray ahoga un suspiro, luchando por no decir nada más que los números, cuando Woody le habla a toda la tienda.

– ¿Por qué no estoy viendo movimiento? ¿Necesitáis refuerzos ahí afuera?

– Alguien más sería bienvenido -grita Nigel.

El ruido de una puerta cerrándose es seguido por el de pasos corriendo escaleras arriba hacia la oficina.

– Yo serviré, ¿no? -Agnes se asegura de que Woody la oiga.

– No te ofendas, Agnes, pero creo que esto es asunto de hombres.

A Agnes le agrada incluso menos que transmita eso a toda la tienda.

– ¿Qué decís? -dice bajando el volumen-. Deberíais saber más sobre lo que tenéis entre manos que él.

– Yo no lo discutiría -dice Nigel.

– Sin embargo, tú no eres así, ¿verdad, Ray? No me digas que nunca estás en desacuerdo con lo que se te dice.

Lo admitiría si no sintiera que Agnes tiene tanta intención de provocar una discusión como de justificar su presencia, aunque escapa a su conocimiento lo que ha provocado que esté de ese humor.

– Esta vez no -dice.

– Agnes no está aún en la partida de rescate, ¿verdad que no? No debería estarlo. Me parece que la envié a buscar libros al almacén.

Agnes se enfrenta a la enorme voz con un ceño que desciende también para incluir a Ray y Nigel.

– ¿Estáis comportándoos como encargados o solo como hombres? Cualquiera pensaría que por aquí no hay ninguna diferencia.

– Oh, sabemos distinguir perfectamente -dice Nigel, pero quizá ella no lo oye pues ha salido de la oficina.

– Bueno, esto nos ha robado tiempo y no ha llevado a ningún sitio -dice Woody, e incluso más alto añade-: Angus, ¿por qué no te unes al equipo de mi puerta? Parece que te queda poco ahí abajo.

Su llamada parece tornar los pasos descendentes de Agnes más vigorosos y descontentos. El crepitar de un carro se vuelve hueco al ser introducido dentro del montacargas.

– ¿Quieres atacar otra vez mientras esperamos? -propone Nigel.

– Yo no. Hazlo tú si quieres.

Cuando Ray no aparta las manos del picaporte, Nigel se echa atrás, solo para mirarlo como si eso fuera a hacer que lo soltara. Ray se gira para observar la puerta de la sala de empleados, pero siente la mirada pegada a su cara como una pastosa humedad. Para cuando la puerta de abajo se cierra con un chasquido, las palabras que le gustaría soltar se están estancando en su boca. Se fuerza a mirar los platos y tazas amontonados en el fregadero, en el lado más alejado de una porción de mesa junto a un tercio de silla y dos tercios de otra.

– ¿Ha llegado ya? -pregunta Woody, al tiempo que unos pasos ascendentes traen a Angus.

A Ray le desconcierta el amortiguado eco de parte de la pregunta. Por supuesto se debe a que oye a Woody a través de la puerta además de por los altavoces, aunque la otra voz suena extrañamente distinta a la de Woody y con cierto retardo.

– Ahora sí -exclama Nigel antes de que Ray pueda responder.

– Jesús, ojalá supiera lo que pasa con el tiempo por aquí. ¿Es lo que necesitáis, no?

– Debería serlo.

Ray pierde parte de la satisfacción de haber respondido antes que Nigel a la pregunta cuando oye un repiqueteo rabioso en el almacén. Agnes está tirando los libros con fuerza en un carro a modo de respuesta a lo que acaba de oír. Se pregunta si debería intervenir pasa salvar los libros, pero decide que los volúmenes dañados son cosa de Nigel.

– Quizá debería resolveros vuestro otro problema -dice Woody.

– ¿Cuál es ese?

Ray está a punto de añadir su cuestión a la de Nigel cuando Woody responde.

– Ya que no os ponéis de acuerdo en quién cuenta, ¿por qué no me lo dejáis a mí?

– O yo puedo hacerlo si queréis -se aventura a ofrecerse Angus.

– No -dice un coro de al menos tres voces.

Una sonrisa tiembla en los labios de Ray, pero trata de controlarla para que Angus no se sienta más rechazado de lo que ya parece.

– Eh, eso no significa que no necesitemos tu cuerpo, ¿tengo razón, chicos? -añade Woody.

– Claro que sí -dice Nigel, y Ray murmura algo más que un sí.

– No hay necesidad de tener esa cara, Greg. Aquí arriba no estamos haciendo nada que tú no harías. Venga, ¿estáis todos en vuestras marcas?

– Yo sí -declara Ray estirando el brazo que agarra el picaporte, y Nigel exclama que él también al tiempo que Angus hace lo propio.

– Uno -les advierte Woody, y entonces su voz pasa del aire a un lugar recóndito de la puerta-. No le haría daño a nadie recordarme qué estoy haciendo aquí.

Ray se pregunta si el intercomunicador se ha estropeado.

– Disculpa, ¿de qué hablas? -pregunta Nigel.

– Solo estoy contando para vosotros tres. Todos ahí abajo parecían estar esperando también la señal. Me oís todos, ¿verdad? Entonces hagámoslo. Uno. Dos. Tres.

Angus y Nigel se abalanzan contra la puerta. Al tiempo que Ray la empuja con el hombro, Nigel golpea a Angus y choca con parte de la pared.

– Oh, mierda. Maldita estupidez -grita.

– ¿De quién hablas? -pregunta Ray.

– De la idea. No hay espacio para todos.

– Tú pídemelo y os dejaré a los dos solos.

– No ha servido para una mierda, ¿verdad? -se queja Woody-. ¿Qué ha ido mal esta vez?

– Demasiada gente estorbándose -dice Nigel.

– ¿Cuántos forzudos tenemos? Tres no parece una mala cifra.

Un escalofrío recorre a Ray antes de que la rabia vuelva a calentarle. Siente como si sus gestos hubieran atraído a un curioso. Tiene que estar equivocado; Agnes y su carro han llegado al montacargas, que le informa de que se está cerrando. Incluso piensa que la oye dándole una mala contestación, ensordecida por la puerta cerrada.

– Vale, eso es. Ahora es cuando se abre. Asegurémonos de que suceda esta vez. ¿Estáis listos?

Ray apenas oye su propio murmullo, y es voluntariamente ajeno a los de los demás.

– No he oído nada -grita Woody-. Intentémoslo de nuevo. ¿Preparados?

Ray se imagina a Woody con una sonrisa salvaje en su rostro, como si estuviera animando a unos niños rezagados a unirse a un juego navideño.

– Sí -responde con un entusiasmo mayor del que realmente siente; no puede decir lo mismo de Angus y Nigel.

– Aquí vamos, entonces. Uno Fenny Meadows, dos Fenny Meadows, y ahora… ¡tres!

Ray asume que Woody pretende construir tensión en todos y asegurarse de que atacan la puerta con toda su fuerza, pero las pausas son tan largas que empieza a creer que detienen el tiempo, es como estar despierto en medio de la peor oscuridad. Cuando llega el último número trata al menos de mantenerse alejado de Angus mientras tira del picaporte hacia abajo y empuja la puerta. Esta vez es consciente del impacto simultáneo que le agita el cuerpo entero. Por un momento se queda totalmente ciego.

Le aterra que su esfuerzo haya amputado alguna conexión en su interior hasta que Angus se queja.

– ¿Qué hemos hecho?

– No me habéis sacado de aquí -exclama Woody-. Eso está claro.

– Me refiero a que las luces se han apagado.

– Sí, lo he notado. ¿Podéis ver algo, chicos?

– No, nada en absoluto -dice Nigel con una palpable tensión en la voz.

– Entonces supongo que es más fácil que alguien de abajo lo arregle. Connie, ¿puedes comprobar los fusibles? Están bajo las escaleras -dice Woody desde la absoluta negrura del techo.

Al menos los teléfonos no han dejado de funcionar. Ray espera que no sean asaltados por demasiados comentarios distendidos de Woody, pues no ayudan a soportar el opresivo peso de la oscuridad. Percibe que Angus está tratando de permanecer completamente quieto junto a él, quizá para no arriesgarse a rozarlo. No sabe si las oleadas de calor que no paran de chocar con el frío reunido en la oscuridad tienen algo que ver con Angus. En algún lugar cerca de Angus puede oír la respiración de Nigel, sus labios separándose en cada aliento, algunos de los cuales suena como un gemido que cada vez se esfuerza menos en contener. Ray está a punto de decirle que se controle y no moleste a los demás cuando la inmensa voz de Woody y su murmullo de acompañamiento se lo impiden.

– Sigue intentándolo, Connie. Tu tarjeta no debería haber dejado de funcionar.

Ray se la imagina pasándola a ciegas por el lector, pero luego piensa que la sala de ventas tiene alguna iluminación del exterior, una idea que parece una promesa de recuperar su visión. Asume que la infeliz y distante voz femenina es de Connie, ¿o es de Agnes desde el montacargas? ¿Ha fallado la energía también en él? Antes de que pregunte a sus compañeros si han reconocido la voz en apuros, Nigel habla:

– Tienes un móvil, ¿verdad, Ray?

– Lo tenía.

– No me estarás diciendo que te lo has dejado abajo. ¿Qué sentido tiene tenerlo si no lo llevas encima?

– Está en mi bolsillo, pero no vale para nada. Agnes lo sacó a la niebla y se lo cargó.

– ¿No has vuelto a intentar hacerlo funcionar? -La voz de Nigel suena rígida, forzada para no resultar estridente-. ¿Podrías hacerlo ahora?

– ¿A quién crees que debería llamar, Nigel? ¿A la compañía eléctrica para que venga a arreglar los fusibles?

– A nadie.

– Te diré algo entonces, Nigel, a nadie es precisamente a quien voy a llamar.

– Creo que sé lo que quiere decir Nigel -admite Angus.

– ¿Entonces quién me va a dar a conocer vuestro secretito? -pregunta Ray, inducido no solo por el cálido y húmedo aliento de Angus, demasiado cercano a su cara.

– ¿No sale luz cuando se enciende? -sugiere Nigel.

Su tono insistente hace que a Ray le den ganas de abofetearlo. Ray se siente tan estúpido por no darse cuenta de que el teléfono puede suministrarles iluminación, que al sacarlo torpemente de su bolsillo desea dejar por mentiroso a Nigel, lo cual es incluso más estúpido. En el momento que Ray toca la tecla de encendido, Woody dice a los cuatro vientos:

– Connie no puede entrar. Uno de vosotros tendrá que bajar a abrir.

Ray aprieta un botón, y el teclado se ilumina con una luz verde. Ve a Angus comenzando a sonreír al tiempo que el brillo adhiere su distorsionada sombra gris a la puerta blanca. Nigel se inclina sobre él, su expresión de pánico comienza a relajarse, alejándose de la máscara que debió de ser en la oscuridad. Un momento después, la luz parpadea y muere, y no va a revivir por mucho que aporree el teclado. Ray oye a Nigel gimiendo por lo bajo, como alguien que no puede despertar de una pesadilla, y esta vez tiene que evitar dejarse llevar por la desesperación de Nigel. Sabe que es irracional, lo cual debería salvarle de ser afectado por ella, pero incluso tras meterse de nuevo el pedazo de plástico inservible en el bolsillo, se siente aislado de Sandra y el bebé de una manera que no había experimentado nunca antes. Hasta que puede espantar de su cabeza esa idea, comienza a creer que la cegadora oscuridad significa que nunca va a volver a verlos, que la chispa de energía restante en su móvil era su última oportunidad de llegar a ellos.

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