No se fue a la cama con Geoff por rencor hacia Jill. No fue idea suya ir a tomar algo al Oriente/Occidente después del cine, fue idea de Rhoda y de otra chica que Connie conoció en la universidad. No puso objeciones a la idea, sin embargo, y cuando vio a Geoff detrás de la barra no le importó admitirse a sí misma que había deseado que estuviera allí. Cuando llegó el momento de que Rhoda y su amiga se fueran, Connie renunció a que la llevaran a casa para seguir hablando con él; todo lo que pasó después fue decisión suya. Eso no quiere decir que perdiera el control, ni por asomo; incluso siendo una niña no podía soportar cuando otros niñas armaban escándalo, y las pocas veces que sus padres comenzaban a discutir en público, deseaba hacerse muy pequeña y desaparecer.
No hay motivo para que Jill tenga que saber de su noche con Geoff, sobre todo después de lo de Lorraine. ¿Entonces por qué fue tan dura con su escaparate? Quizá está nerviosa ante la primera visita de un autor a la tienda, pero eso no es una excusa. La controversia es publicidad, y seguramente la mejor manera de promocionar a Brodie Oates. Se promete a sí misma que le dirá todo eso a Jill cuando la vea, mientras se aleja con su coche de la acogedora y pequeña casa de dos dormitorios en Prestwich.
Cinco minutos después ya está en la autopista. Si no fuera por la niebla, en otros diez estaría en Textos. Solo con verla sobre la carretera, ya sabe que está cerca de Fenny Meadows, aunque el complejo comercial y su señalización no pueden distinguirse por ningún sitio, y lo mismo ocurre con el sol. Los campos verdes y húmedos a ambos lados de la carretera se van tornando grises y se encogen hasta convertirse en espacios vacíos cercados por la nada; siente su cerebro empequeñecerse al mismo ritmo, y al espacio llenarse de niebla al tiempo que es privado de la luz del sol. Va en segunda; cuando pasa junto a Frugo, siente los fragmentos de asfalto que la niebla ha convertido en suelo embarrado, y donde las ruedas de su coche se quedan adheridas. Aparca detrás de Textos y cruza rápidamente la oscuridad opresiva del callejón que conduce a la parte delantera de la tienda.
Ha inhalado algo de la niebla y esta parece habérsele quedado atrapada tenazmente dentro de la cabeza. Aclararse la garganta no sirve de nada, pero provoca que Gavin corte un bostezo a la mitad y se concentre en ordenar los folletos del mostrador. Todos los clientes tienen uno, hay al menos una docena de hombres y mujeres repartidos entre las estanterías. Woody estaría satisfecho, pero hoy es su día libre. Connie sube al aseo, como prefiere llamarlo, y se suena la nariz con tal fuerza que su cráneo se agita. Ese vigor debe de ser la causa de que por un momento vea una masa gris asomarse por la parte baja del espejo; tiene que tomarse la molestia de darse la vuelta para comprobar que está sola en la habitación. Cuando se ha deshecho de suficientes residuos de niebla como para ignorar los que le quedan, ficha y dedica una fugaz sonrisa a la reunión del turno de Nigel (incluyendo a Jill, pero no exclusivamente) de camino a su escritorio. Está a punto de abrir su correo electrónico, cuando la reunión se disuelve y los empleados se van cada uno por su lado; la puerta de la oficina se abre unos centímetros.
– ¿Connie? -dice Jill. Su tono es bajo y cauto, pero decidido, y su sonrisa parece temer ser descubierta.
– ¿Qué pasa, Jill? -pregunta Connie.
– ¿Cómo que «qué pasa»? -dice Jill, abriendo su bolso-. ¿Te has dado cuenta de lo que has hecho, si es que fuiste tú?
¿Ha deducido de alguna manera que ha pasado la noche con Geoff? ¿Por qué reacciona Connie como si tuviera algo que ver con Jill? Contiene el resentimiento hacia Jill por hacerla sentir culpable y ponerse a la defensiva cuando Woody abre la puerta.
– ¿Algo más va mal?
– ¿No es este tu día libre? -espeta Connie.
– ¿Por qué, quieres que lo sea?
– Solo por tu bien. Necesitas tiempo de descanso, igual que todos nosotros.
– Ya habrá tiempo para eso cuando estemos en la cumbre. Todavía sueño con un almacén sin nada esperando por ser bajado, pero eso va a dejar de ser un sueño -se justifica Woody, y hace una pausa lo bastante larga para que Connie se pregunte si sus sombríos ojos han descansado la noche anterior. Luego añade-: Te hemos interrumpido, Jill.
Ha acentuado tanto la actitud defensiva de Connie que esta está dispuesta a negar cualquier cosa que la carta del bolso de Jill contenga. Cuando Jill la desdobla, resulta ser uno de los folletos de eventos.
– Le estaba diciendo a Connie… lo siento, Connie, no creo que te hayas dado cuenta de una cosa.
Woody se asoma por el umbral para mirar el folleto.
– Eh, eso es nuevo.
Durante un momento, mientras lo lee, Connie no distingue nada obvio, pero luego relee la primera línea: «Evento's en Textos». El apóstrofo es lo bastante pequeño para confundirse con una manchita o, pensándolo mejor, no tanto.
– No me lo creo -se oye a sí misma decir, y se siente más estúpida aún-. Lo comprobé en la pantalla y también cuando lo imprimí.
– Pues me parece que estamos jodidos.
– A veces lees lo que quieres leer, ¿no es así? -opina Jill-. No lo vi a primera vista. Lo noté cuando lleve unos pocos a la escuela para dárselos a la gente, mi hija pequeña me preguntó si no había un error.
Su sonrisa juguetea otra vez con sus labios. Puede pretender ser irónica y simpática, ¿pero no se da cuenta de que está empeorando la situación de Connie?
– Quizá la gente puede pensar que está bien y es una cosa un tanto original, como tú -le dice a Connie-. Podría decir que hay eventos en Textos, ya sabes, hay un evento en Textos, aunque supongo que debería decir que hay unos eventos…
Connie está casi segura de que Jill se está burlando de ella. Quizá piensa que Connie no va a desafiarla delante de Woody, y en tal caso está a punto de saber que es una zorra presuntuosa. ¿Pensaba Connie algo de ella antes? No es capaz de recordarlo ahora. Abre la boca, solo para sentir como si Greg fuera un ventrílocuo y ella su muñeco, y para hacerla parecer más estúpida si cabe.
– Connie llama al seis, por favor. Connie llama al seis -dicen sus labios con la voz de Greg.
– Hazlo -dice Woody-. Y gracias por la publicidad, Jill, aunque no transmita la impresión que nos hubiera gustado.
Nunca le ha dicho que tuviera que transmitir ninguna impresión concreta. Connie se molestaría en dejar eso claro, pero Woody tiene los ojos clavados en el teléfono que ya debería estar usando.
– Sí, Greg -dice al descolgarlo.
– El grupo de lectura está preguntando dónde se supone que deben ir.
¿Por qué no pasa la llamada directamente? Sabe que está ansioso por ascender, pero no le gusta nada su modo de comportarse, como si ya fuera uno de los encargados.
– Ponme a quien sea -dice-, y yo hablaré con ellos.
– No están al teléfono, están aquí. Tienen previsto empezar en unos minutos.
– Lo dudo, Greg. Alguien ha perdido la noción del tiempo.
– Eso es lo que dice en tu papel.
– ¿Quién te ha dicho eso? ¿Jill? -espeta, quizá el nombre suena como una acusación más que como una petición para que le enseñe de nuevo el panfleto, pues Jill duda antes de dárselo-. No lo entiendo -dice Connie en voz alta.
– No pone eso ahí, ¿verdad? -dice Woody, pidiendo una explicación con la mirada.
– Sé que puse las seis, no las once. Te juro que lo hice.
– Jura todo lo que quieras, pero no delante de los clientes.
Su voz está tan falta de apoyo que volver a coger el teléfono es casi un alivio.
– ¿Está por ahí Wilf? -pregunta.
– De camino al almacén.
– Le alcanzaré.
Al tiempo que Connie se pone en pie, Woody alza tan rápidamente una mano abierta que parece la preparación de una bofetada.
– Antes de irte, ¿Hay algún otro fallo en lo que escribiste?
– Espero que no.
– Es mejor asegurarse, ¿no te parece?
Lo que más le repatea es que se lo está diciendo delante de Jill. La rabia la debe de estar cegando; apenas distingue las palabras que lee, y menos si hay algún error.
– ¿No lo comprobaste? -no ve ninguna razón para no preguntar-. Pensé que te gustaba meterte en todo.
– Supongo que pensé que esta vez podrías solucionarlo sola.
– Jill, ¿estás por aquí por alguna razón en particular? -es lo único cercano a una respuesta que se siente capaz de arriesgar.
Jill coge el panfleto y lo deja en la mesa.
– Quédatelo, todavía me sobran algunos. ¿Qué hago con ellos?
– Connie te dará unos pocos de los nuevos, ¿verdad, Connie? Asegurémonos de no gastar más papel. -Woody sostiene su mirada para recalcar eso último y camina hacia la sala de empleados abriendo la puerta de par en par-. Wilf, te necesitan.
– Iba a sacar mis libros y los del pasillo de Lorraine que me pediste que colocara.
– Habrá tiempo para eso luego. Ahora mismo Connie tiene una sorpresa para ti. Tu club de fans te está esperando abajo.
Wilf se contiene para no soltar una maldición.
– ¿Quién?
– Tu grupo de lectura. Ya sé que se les esperabas esta tarde, pero no podemos echarlos si creen que esta era la hora correcta.
Esto no parece alegrar a Wilf.
– ¿Te has leído el libro, verdad? -pregunta Woody expectante.
– Casi me lo terminé anoche en casa. Me dormí al final.
– ¿De cuántas páginas hablamos?
– Al menos un capítulo.
Connie nota que Wilf espera que Woody deje de contar con él.
– Eso te va a llevar… ¿cinco minutos a tu ritmo? Nosotros llevaremos las sillas abajo y tú nos sigues tan pronto como acabes. ¿Me ayudas, Connie? Jill tiene que colocar.
– Ve tú primero, Jill -dice Connie sintiéndose absurda, mientras todos van hacia la puerta, pues ha quedado demasiado claro que intenta hacer notar que todavía es una de las encargadas. Agarra cuatro sillas, y Woody siete, mientras tanto Wilf se sumerge en el último capítulo de la novela de Brodie Oates-. Hay un montón de libros nuevos, Jill, y no olvides los de Lorraine -no puede evitar decir mientras camina cargando las sillas.
– No pensaba olvidarme de ella.
Woody apoya su carga en el suelo frente al montacargas y aprieta el botón con los nudillos.
– Ocúpate de esto mientras le comunico al grupo que estamos de camino, ¿puedes? -le pide-. Te alcanzaré abajo.
El staccato de sus pasos bajando por las escaleras es interrumpido por el sonido del cerrojo de la puerta, y entonces Connie oye subir el montacargas. Entre sus crujidos se distingue otro sonido, el de la voz apagada de una mujer. El destinatario de las palabras no responde, o quizá se trata simplemente de la voz del montacargas. Si Connie pegara la oreja contra la puerta podría oír lo que dice, pero antes de que le dé tiempo a hacerlo, el aparato anuncia su apertura y las puertas se deslizan una a cada lado.
No está segura de por qué no confía en ese trasto. Coloca una entre las dos puertas, y va metiendo las demás sillas por lotes; uno de cuatro y dos de tres. Nada más aventurarse a entrar y apretar el botón, le dan ganas de salir. La máquina le dice que se está cerrando, y se supone que debe esperar unos segundos por si alguien entra. En lugar de eso, la ansiosa puerta empuja la silla contra ella, y no tiene espacio para esquivarla. Apartando la silla, es consciente de que debería haberla usado para mantener la puerta abierta. Está segura de haberse atrapado ella sola, pero sale como puede y casi se cae de cabeza cuando la puerta se cierra a su espalda.
Se queda mirando a Jill, intentando convencerla de que no se ha tropezado ni tenía intención de hacerlo. ¿Ha oído ella la pequeña pausa, similar a una risita ahogada, entre las sílabas de la segunda palabra pronunciada por el montacargas? Debe de haber sido un fallo en el mecanismo. Baja al trote las escaleras al tiempo que Woody vuelve de la sala de ventas.
– Va a ser una charla animada -dice-. No son lectores normales, es un grupo de escritores.
Connie se niega a admitir que ha escuchado una respuesta amortiguada desde dentro del montacargas. Debe de haber anunciado su apertura, porque tras una pausa que le hace chasquear la lengua como si llamara a un animal, las puertas se abren.
– Oh, creí que había alguien ahí -dice.
Supone que es una reprimenda por dejar las sillas desatendidas; la que echó a un lado se ha caído. La coloca en el montón de tres, y luego añade otras tres más, para alejarse entonces con todas agarradas entre sus brazos mientras Connie se apresura a ir a recoger las demás. Woody debe de haber pensado que quiere ir a su mismo ritmo. Sostiene la puerta lo suficiente para darle espacio para pasar.
– Aquí estamos -dice-. Por favor, siéntense.
Connie le sigue a la sección Adolescentes; la gente que antes estaba vagando por los pasillos y echando una mirada a los libros se reúne con ellos. La mayoría son lo bastante mayores para viajar gratis en el autobús, salvo por dos chicas jóvenes de aspecto tímido pero expresión intensa. Las sillas son colocadas en un círculo, y la persona más anciana del grupo, una mujer bajita y rotunda, con un peinado parecido a una tarta gris sobre su cabeza, unos holgados pantalones verdes y una rebeca de tweed de un colorido que podría ser legendario, se queda en pie.
– ¿Nos están hablando a nosotros? -se erige en portavoz.
– Nuestro voluntario está en camino, señora -la tranquiliza Woody, clavando los ojos en la puerta como si eso fuera a acelerar la aparición de Wilf.
– Encargado a mostrador, por favor. Encargado a mostrador -llama Agnes por megafonía.
Necesita a alguien para autorizar un reembolso a un adolescente con el rostro plagado de granos entre la rala pelusilla que ha devuelto el vídeo de un concierto de Single Mothers on Drugs. Al tiempo que Connie empieza a procesar el recibo, Wilf sale de su escondite.
– Aquí está nuestro campeón -anuncia Woody, algo que no parece agradar a Wilf, y se dirige a la caja en el momento en que el cliente, coronado con un casco de motocicleta, sale de la tienda-. ¿Qué ha pasado aquí? -demanda saber Woody.
– ¿Cuál dijo que era el problema, Anyes?
– No había música, y tampoco parecía un concierto.
Woody frunce el ceño, pensando que Connie debería haber hecho algunas comprobaciones antes de autorizar el reembolso, y coge la cinta.
– Voy a la tienda de vídeos a comprobar la cinta.
– Connie, ¿no crees que deberíamos ir todos al funeral? -pregunta Agnes, tan pronto como Woody sale de la librería.
– No podemos, ya lo sabes. Alguien debe quedarse aquí.
– ¿No podríamos cerrar al menos un par de horas para ir? ¿No crees que Lorraine merezca al menos eso?
– No sirve de nada que me digas eso a mí, Anyes. Es a Woody a quien debes convencer.
– Pensé que si creyeras que fuera algo importante se lo pedirías tú misma.
– Estoy segura de que tú puedes hacerlo. Pareces lo bastante capaz -dice Connie, intentando escuchar lo que sucede en la sección Adolescentes. La mujer con la masa grisácea de trenzas ha cruzado los brazos con tal fuerza que parece haberse hundido los pechos, y está señalando con el dedo a Wilf.
– ¿Cuál es su interpretación? -interroga con su tono de profesora de escuela-. Usted eligió el libro.
– No es exactamente así. La chica que lo hizo no está, no está aquí.
– Es la elección de su tienda, y usted es la tienda. Esa fue la única razón por la que lo compramos. Que levante la mano quien se lo hubiera comprado si no -desafía a sus compañeros. Aprieta los labios durante el instante que las dos chicas jóvenes hacen la tentativa de levantar sus manos-. Entonces explíqueme por qué lo eligieron si era una especie de broma gastada por no sé quién -desafía a Wilf.
– Pudo ser el propio autor, ¿no creen? Estará aquí en persona la próxima semana, por si quieren preguntárselo.
– Se lo preguntamos a usted. Su jefe dice que nadie lee como usted. ¿Qué es lo que queremos saber todos?
– ¿Qué quiere decir el final? -dice una de las jóvenes, y la otra asiente.
– El final -exclama expresivamente la portavoz, y agita las manos hacia Wilf, dándole un respiro a sus oprimidos pechos-. Todos queremos oír qué piensa de ello, ¿verdad?
Un murmullo general de conformidad se mezcla con risas totalmente exentas de júbilo. Wilf se pone al borde de su asiento y alza la vista para afrontar a su audiencia, encontrándose con la mirada de Connie al otro lado de la sala. Aparta rápidamente la vista de ella, para después guiñarle el ojo a nadie en particular.
– Quizá depende de cómo entiendan el resto del libro -murmura.
– ¿Cómo lo hace usted? -le interesa saber a la segunda mujer joven.
– Ya llegaremos a eso -impone su ley la organizadora-. Queremos saber qué se espera que entendamos del último párrafo.
– ¿Qué piensan? ¿Todos tienen ideas diferentes?
– Oigamos la suya primero. Su jefe decía que si alguien podía sacarle un sentido era usted.
Connie no se ha movido de detrás del mostrador para no avergonzarlo, no obstante necesita ocuparse de los folletos de los eventos. Se está paseando de lado a lado del mostrador cuando sus ojos vuelven a cruzarse; tiene la mirada de un animal y parece querer agarrarse a ella para protegerse.
– No puedo -dice, y se pone en pie como si un marionetista le hubiera tirado de un cordel invisible anclado a su cabeza. Se tambalea entre las sillas y parece estar a punto de huir corriendo-. ¿No podría hacer esto otra persona? -le suplica a Connie.
– ¿Qué pasa, Wilf?
– Yo… -duda, haciendo figuras en el aire con los dedos frente a su cara y pellizcando el aire como si estuviera intentando extraer algo de su cerebro-. Yo he…
– Será una migraña, ¿no? -le dice Agnes.
– No lo sé, nunca he tenido ninguna -dice, luego la mira con algo parecido a gratitud en sus ojos-. Antes -añade.
Connie se pregunta si Agnes pretende ahora adoptar el rol, no precisamente a petición de sus compañeros, de portavoz de las ideas y preocupaciones de los empleados, dejado vacante por Lorraine.
– ¿De verdad no vas a ser capaz de continuar, Wilf?
Sus ojos brillan como el asfalto envuelto en niebla de afuera.
– Lo siento, estoy decepcionando a todo el mundo.
Presumiblemente eso es un sí. Connie se encargaría del grupo de lectura, pero solo ha hojeado el libro. Levanta el teléfono más cercano y su voz resuena en el aire llamando a Jill.
– Hazle saber a tu gente que vamos a enviar a un sustituto -le dice a Wilf-. ¿Y ahora qué vas a hacer?
– No hay ningún sitio donde puedas echarte, ¿verdad que no? -dice Agnes-. Intenta sentarte con los ojos cerrados. No podrás conducir hasta casa.
– ¿Puedes continuar colocando después, Jill? -pregunta Connie para disfrazar la orden-. Al parecer, Wilf tiene una migraña y necesitamos alguien para hablar con su grupo sobre el libro de Brodie Oates.
– No sé si me gustó.
– Entonces no mientas. Hazles hablar, es tu trabajo. Están en Adolescentes. Baja directamente -dice Connie, cortando la llamada.
Wilf se ha retirado para darle a su grupo de lectura la noticia. La mujer de las trenzas le arroja su mirada y sus manos mientras Wilf se hunde en uno de los sillones cercanos a su sección, cerrando los ojos. Los abre casi instantáneamente, y mira los libros frente a él antes de cubrirse los ojos con una mano y hundirse aún más en el sillón. Connie está a punto de ofrecerle un paracetamol, pero Jill aparece con un vaso de agua y una aspirina. Una vez se la ha administrado, Wilf se vuelve a cubrir los ojos mientras Jill se dirige a Adolescentes sin mirar a Connie. Se sienta en el borde de una silla vacía y dice:
– Soy Jill. ¿A quién le gustó el libro?
Connie tiene que aguantarse y no hablar cuando Jill es recibida por un silencio. Al final, las dos jóvenes admiten que les gustó. Connie se quedaría para ver cómo Jill lidia con la mujer de las trenzas, pero eso no solucionará el tema de los folletos. Deja el mostrador a la vez que Woody entra en la tienda.
– Si ese tío devuelve algo más, házmelo saber -dice, tirando la cinta en el estante de Devoluciones-. Ha grabado encima.
– ¿El qué?
– Una de esas viejas películas históricas. Una de vuestras batallas, parecía. Ni siquiera se ve bien. No es de extrañar que no quisiera quedársela -dice Woody antes de reparar en Wilf y Jill-. ¿Qué ha pasado en mi ausencia?
– Wilf tiene una migraña -dice Agnes-. Jill se ha leído el libro.
– Dile que se siente arriba a recuperarse, por el amor de Dios -le dice Woody a Connie.
Va a dar un resentido paso adelante hacia Wilf cuando Agnes habla:
– Connie me dijo que debería preguntarte a ti lo de cerrar al mediodía para poder ir todos al funeral de Lorraine.
– Woody quiere que te sientes arriba para que no te vean los clientes -se apresura a decirle a Wilf para volver corriendo al mostrador a escuchar a Woody.
– ¿Por qué todos? Algunos de vosotros no os llevabais especialmente bien con ella, según recuerdo.
– Estoy segura de que a sus padres les gustará que vayamos todos.
– No saben cuántos empleados tenemos, ¿verdad que no? No tiene sentido cerrar cuando ya tenemos un empleado de menos. Y voy a tener que pedirles a todos los que quieran acudir al funeral sin ser su día libre que se apunten al turno de noche de la próxima semana. Espero que todo el mundo lo haga de todos modos, pues ayudarán a dejar la sección de Lorraine como a ella le hubiera gustado tenerla.
Agnes mira a Woody llena de incredulidad y Wilf se va a la sala de empleados. Connie le sigue, por si no es capaz de alinear bien la tarjeta con el lector de la pared, pero no era necesario, pues consigue hacerlo con suficiente destreza. A mitad de las escaleras, se gira para mirarla fugazmente, como si se sintiera perseguido.
– Siéntate en el escritorio de Ray para que los demás puedan descansar en la otra sala -dice Connie-. Es su día libre.
Wilf tira de los brazos de la silla de Ray y se sienta delante de la pantalla apagada. Connie enciende la suya y Wilf se coloca una mano delante de la cara. Borra el apóstrofo intruso y relee el documento; entonces descubre que la está espiando a través de sus dedos.
– ¿Hay algo más que creas que puedo hacer?
Cierra los dedos con tal fuerza que Connie teme que se pellizque los ojos.
– No -murmura.
La imagen en el monitor se mueve como la niebla. Al tiempo que la examina con atención para convencerse de que no sucede nada extraño, Angus entra en la sala de empleados y rellena su taza de café de la cafetera. Sabe que no rehusaría hacerle un favor a nadie. Está a punto de pedirle que eche un vistazo al documento, pero Agnes aparece desde el almacén.
– Angus, ¿trabajarás el turno de noche la semana que viene?
– Iba a hacerlo. He puesto mi nombre en la lista.
– No estaba diciendo que no debas hacerlo, solo que Woody dice que quien lo haga es libre de ir al funeral. Todavía pienso que deberíamos ir todos, lo conseguiríamos si pusiéramos de nuestra parte.
Ha levantado la mirada y la voz en dirección a Connie, que intenta ignorarla centrándose en la pantalla. Cuanto más se concentra, menos significado encuentra a las palabras que aparecen frente a ella, incluso cuando Agnes regresa al almacén. Connie decide imprimir una hoja por si los posibles errores se pudieran ver más claros sobre el papel, y Woody aparece corriendo desde abajo, canturreando la melodía con la que los altavoces castigaron a todo el mundo durante las semanas previas a la apertura de la tienda: «Goshwow, gee and whee, keen-o-peachy…».
– Tenemos que mantener alto el ánimo -le comenta a Angus-. Este es el hombre que necesitamos.
– Casi he terminado mi descanso -le asegura Angus, dando un gran sorbo de su taza.
– Oye, no hay necesidad de atragantarse. Voy a pedirte ayuda, pero para la semana próxima. No tuviste mucha relación con Lorraine, ¿verdad? No eras uno de su panda, si es que tenía una.
Un furioso tintineo de libros contra un carro proveniente del almacén es seguido de un silencio similar a una respiración sostenida.
– Solo la conocía del trabajo -admite Angus.
– Entonces no te importará faltar a su funeral, ¿verdad? Estarás dejando un lugar para alguien que realmente quiera ir.
– ¿No se preguntarán sus padres por qué no fui?
– ¿Los conociste?
– Aún no, pero…
– Entonces supongo que no saben que existes. Solo les alteraría si alguien le diera más importancia, y no necesitan eso ahora, ¿verdad que no? ¿Quedamos en eso, no? Puedo contar contigo.
– Así lo espero -dice Angus, y Connie siente que Woody tiene la esperanza de que eso aplaque un poco a Agnes-. Quiero decir, sí -debe añadir para tranquilidad de Woody, provocando un furioso y violento tintineo del carro del almacén. Apura su taza y la coloca sobre sus predecesoras en el estancado fregadero antes de bajar, mientras, Woody examina la pantalla de Connie.
– ¿Qué aspecto tiene ahora? -pregunta.
– No veo ningún problema, ¿y tú?
– Siempre veo alguno -dice, y echa una mirada al monitor de seguridad de su despacho-. Me temo que a los escritores no les ha gustado mucho tu amiga Jill.
– Yo no la llamaría así exactamente.
– ¿No? ¿Pasa algo entre vosotras que debería saber?
– Por lo que a mí respecta, nada en absoluto.
Solo un poco de cautela se derrama de sus ojos, que ahora contemplan a Connie.
– No tuvo mucho éxito vendiéndoles nuestro libro -dice-. La mayoría de ellos se fueron preguntándose por qué lo habíamos recomendado.
– Ah, ¿ya se han ido? ¿Cuánto tiempo llevamos aquí arriba, Wilf?
Wilf menea la cabeza sin apartar la mano de sus ojos.
– Al menos media hora, según mi reloj -dice Woody. ¿Tanto tiempo lleva delante de su pantalla?-. Me temo que tampoco se quedaron muy impresionados contigo -escucha decir a Woody a través de su propia confusión.
Comienza a sentirse del mismo modo que imagina que se siente Wilf.
– No recuerdo siquiera haber hablado con ellos.
– Me refiero al folleto. Les hice pensar que era un fallo de la imprenta, pero no me gusta tener que ocultar cosas por el bien de la tienda. ¿Tendré que hacerlo de nuevo?
– ¿No lo sabes? Estás viendo lo mismo que yo.
– Te estoy mirando a ti, Connie -dice, y baja la mirada hacia la pantalla-. Imprímelo cuando estés satisfecha del resultado, y entonces ponte a colocar unos cuantos libros de Lorraine para que la gente tenga ocasión de comprarlos.
Supone que no ve más errores de los que ella ve (es decir, ninguno), pero cuando Woody entra en su oficina se pregunta si tanto él como su propio cerebro pueden estar conspirando para hacerle una jugarreta. Al mirar la pantalla, las palabras se convierten en símbolos totalmente carentes de sentido. Al tiempo que pone en marcha la impresora en un intento de reaccionar a su desesperación, Wilf deja escapar un leve gemido que bien podría ser una reacción a la suya.
Por un momento quiere confesarlo, y entonces se lleva la mano a la boca. Solo está tensa por lo ocurrido con Lorraine, se dice a sí misma. Todos deben de estarlo, y con el tiempo se aliviará. No quiere provocar que la despidan de su trabajo.