– ¿No puedes conducir el resto del camino, verdad que no? -dice su madre al tiempo que se mete por el desvío de Fenny Meadows.
¿Le está diciendo que lo haga o lo contrario?
– ¿Quieres que lo haga? -replica, la rotonda venidera se rinde ante la niebla al pie de la rampa.
– Eso es cosa tuya, Angums.
Trata con tal fuerza de ocultar su mueca de disgusto ante el apodo, que espera que le deje pasar el hecho de no haber respondido cuando llegan finalmente a la rotonda. La autopista está a su espalda, exponiendo su parte inferior húmeda, grisácea y llena de baches sobre los pilares de cemento salpicados de grafitis; una vegetación demasiado primitiva para haber decidido la especie a la que pertenece.
– No está lejos -dice, sintiéndose atrapado en un juego conversacional en el que el perdedor es aquel que dice algo inadecuado; suele sentirse así con sus padres-. Bueno, puedo intentarlo.
– Te gustaría poder moverte por tu cuenta, ¿verdad? Pero no pienses ni por un instante que a tu padre y a mí nos importa traerte y recogerte. Nos pilla de camino.
– Quizá no debería arriesgarme a conducir en la niebla.
– Estoy segura de que eso es sensato si no tienes la suficiente confianza. Creo no obstante que tendrás tarde o temprano que saber lidiar con condiciones de este tipo, y dudo que haya mucho tráfico en tu aparcamiento.
Al no obtener respuesta, su madre sigue conduciendo bajo la autopista. La niebla los persigue a través del sombrío y ruinoso pasaje, separándose de los grafitis de más adelante, y enseguida parece estancarse en el complejo comercial, sustituyendo al cielo, negando el paso al sol de media mañana y reduciendo los edificios a pálidos bloques brumosos. El Vectra cruza el aparcamiento, pasando por algunas zonas de césped adornadas con árboles ralos difuminados por la niebla. Las marcas de neumático parecen bocas resplandecientes a ambos lados del árbol sobre el que chocó el coche de Mad; ya ha crecido nueva hierba sobre ellas. Más allá, Textos se alza entre la oscura niebla que empaña el escaparate y ensombrece la publicidad de Brodie Oates.
– Tu padre te recogerá esta noche, Angums -dice su madre.
– Gracias. Mañana conduciré por la autopista si puedo.
Ella levanta la cabeza dos centímetros, y sus ojos un poco más incluso.
– No estés tan ansioso por contentar a todo el mundo o no contentarás a nadie, y menos a ti mismo.
Se siente incitado a contestar; provocado por una parte de sí mismo que preferiría no reconocer, no por los que están escondidos entre la niebla. Aprieta los dientes para contener su lengua mientras ella se da unos golpecitos en la mejilla, un gesto que sugiere que le dé uno de esos besos que de pequeño no pudo evitar en la puerta de la escuela.
– Venga pues, Angums, haz que nos sintamos orgullosos -murmura.
Agarra su almuerzo y la despide agitando la mano; el coche se aleja, portando la L que es el estandarte de todas las veces que ha calado el motor, o pisado el pedal de acelerar en lugar del de freno o ha rozado los neumáticos contra el bordillo de la acera. Al menos no es tan malo en su trabajo, piensa, a medida que la niebla se traga un último atisbo del rojo de las luces traseras del Vectra. Enfila hacia Textos, y la sonora voz de Woody salta como una alarma.
– Sonríe, a nadie le gustan los cascarrabias. -Los lados de su boca se alzan ante la llamada de atención, pero se da cuenta de que no se dirigía a él, sino a Agnes, cuya expresión seria se torna en otra ceñuda-. Esa es peor. No queremos ver más eso por aquí -dice Woody en un tono más bajo, y cuando Agnes se agacha en el mostrador, tan deprisa como si la hubieran grapado al suelo, añade-: Cuando quieras unirte a nosotros, empezaremos.
Angus se alegra de que Agnes esté conteniendo su expresión de disgusto al verle apresurarse a obedecer. Los únicos clientes son dos calvos estudiosos que parecen haber marcado dos de los sofás como su territorio. Quizá pretenden comprar regalos para algún crío; cada uno de ellos hojea un libro que contiene muy pocas palabras. Sus ojos apenas parpadean cuando Angus pasa por su lado, haciendo ruido con el contenido de la caja con su almuerzo.
Realmente, todo el mundo en la sala de empleados parece estar esperándolo. Ross parece mostrarse aliviado por su aparición. Jill preparada para defenderse, seguro que no de él. Gavin abre la boca, pero lo más parecido a un saludo que sale de ella es un bostezo ahogado a la mitad.
– Aquí está el tío -dice Jake, con más entusiasmo del que le agradaría a Angus. Woody, saliendo de su despacho, le salva de tener que responder.
– Bueno, vamos a poneros en movimiento -dice igual de acelerado que por el altavoz-. Yo me encargo de esto, Nigel. Quizá parte del problema es que los británicos se encargan de los británicos.
Nigel se encoge de hombros y se adentra en el almacén sin mirar a nadie. No duda ni mira atrás cuando habla Gavin.
– Eso es un poco racista, ¿no?
– Oye, no necesitamos esa palabra aquí. No necesitamos nada que cause problemas. Si no admitimos que somos diferentes no podemos aprender de las cosas que nos unen, ¿verdad? Siéntate cuando puedas entrar por fin, Angus.
Angus está intentando fichar la entrada, pero le da la impresión de que la tarjeta no registra nada; parece que la ranura está llena de suciedad, aunque cuando se acerca a examinarla, comprueba que está limpia. Pasa la tarjeta una vez más y la deja en el montón de «entradas» antes de sentarse, al parecer, no lo bastante deprisa.
– Este es un buen ejemplo de las cosas que debemos evitar -dice Woody.
– ¿El qué? -dice Jill, y Angus siente que está transfiriendo algo de su actitud defensiva hacia él.
– Algunos no os habéis acostumbrado aún a nuestras rutinas. Mientras más cosas podáis hacer sin pensar, mejor.
– No sé si eso es una buena idea, hacer cosas sin pensar. No me imagino diciéndole eso a mi hija.
– Aquí es esencial. Dejemos esta discusión para otro momento. Necesito dejar claro algo.
– Cielos, eso suena autoritario -dice Jake.
Angus se pregunta si está exagerando deliberadamente, y espera que Woody también piense lo mismo. A Jill se le escapa una risita, sesgada un poco por la sorpresa, y Gavin emite una risa si cabe más corta y apagada.
– ¿Algo más que queráis soltar? -pregunta Woody, mirando a todos fijamente. Angus no puede evitar verse forzado a menear la cabeza y mostrar algo que no llega a sonrisa radiante pero tampoco es simplemente una mueca de compromiso, el resto se guarda sus respuestas-. Bien entonces -continúa Woody-. Me gustaría poder llevaros a todos a ver cómo hacíamos allí las cosas.
– ¿Y cómo es eso?
– Me alegro de que lo preguntes, Angus. Cuando entras en una tienda quieres sentir que los empleados están ansiosos por hacer por ti todo lo que esté en su mano, ¿verdad? Eso no lo veo en algunos de vosotros, y no me refiero solo a los que estáis presentes.
– En algunos de nosotros los británicos, quieres decir -dice Gavin.
– Eso es totalmente correcto. Quizá es cosa de la flema británica, creéis que servir es algo bajo, pero no lo es si queréis trabajar para Textos. Estoy comenzando a pensar que es una razón para que vengan pocos clientes. Tenemos que hacerles sentir que esta es la mejor librería que han pisado, lo cual es cierto dado lo que he visto de la competencia. Debemos asegurarnos de que sigan viniendo y se lo digan a todos sus amigos.
Angus no quiere sentirse portavoz, pero el silencio de los demás le hace hablar:
– ¿Cómo lo hacemos?
– Chicos, sé por qué estáis tristes, pero no queremos que los clientes lo estén. Para empezar, sonreíd cuando veáis a un cliente. Recordaos a vosotros mismos que ellos son las personas que mantienen vuestro puesto de trabajo y quizá eso ayude. Adelante, así.
Se provoca una sonrisa en la cara usando sus propios dedos, obligando a las esquinas de su boca a hacerse más grandes. Sus ojos están como platos, dispuestos a responder a cualquier pregunta, su boca medio abierta muestra algo del brillo de sus dientes. Sería una expresión agradable si sus ojos no estuvieran tan rojos. Su cara le recuerda a Angus a la de un payaso desesperado, sobre todo hasta que no se relaja cuando los demás intentan imitarla.
– Todos tenéis que trabajar en ello -sigue Woody, borrando la expresión de su cara-. Bueno, intentemos el acompañamiento. De ahora en adelante saludaremos a cada cliente. ¿Se va a sentir alguien incómodo por dar a nuestros clientes la bienvenida a Textos?
Es al propio Angus al que no le apetece la idea, por eso no dice nada. Woody parece satisfecho, o bien tiene la intención de tomarse el silencio como una respuesta negativa general; desde luego, su sonrisa lucha por resurgir.
– Supongamos que soy un cliente -dice-, ¿quién me va a dar la bienvenida?
Aunque no está mirando únicamente a Angus, este es incapaz de ignorar la urgencia que parece estar enrojeciendo los ojos de Woody por momentos. Se aclara la garganta, y empalma el sonido con la frase:
– Bienvenido a Textos.
– No te he oído.
– Bienvenido a Textos -casi grita Angus, su cara hinchándose en la zona en torno a su boca.
– Oye, estoy en la tienda, no ahí afuera entre la niebla. De todos modos es más entusiasta, al menos, ¿qué falta?
Al no ser capaz de adivinar a qué se refiere, Angus tiene la impresión de que su cerebro está atrapado entre la niebla. Los ojos de Woody se estrechan como dos puñaladas, y levanta el pulgar hacia la mandíbula para señalarse la cara. Al instante, la sonrisa regresa a ella, luciendo más dientes que nunca.
– No sirve para nada sin esto -apenas vacila al decirle a Angus.
Angus abre los ojos y la boca, y tira de las esquinas de esta tan hacia arriba que los labios le tiemblan.
– Bienvenido a Textos -dice, pero gran parte queda atrapado en la maraña de su sonrisa, parecida a la del muñeco de un ventrílocuo.
– No del todo mal. Practica a cada ocasión que tengas. Podéis ensayar siempre que no estéis en la sala de ventas -dice Woody, dirigiéndose ahora a todos-. ¿Quién quiere superarlo?
Angus se pregunta si se espera de él que mantenga su sonrisa mientras el resto compite. Cuando nadie se presenta voluntario, la deja ir, y siente la relajación de su cara.
– Oíd, no significa que no seamos un equipo. Ayudaros mutuamente a mejorar os hace ser buenos compañeros.
– Bienvenido a Textos -dice Jake, abriendo los brazos como si estuviera a punto de abrazar a Woody, y usando un tono de voz más propio para seducir o ser seducido, además de sonriendo de una forma pretendidamente tímida, apropiada para ambas cosas.
– Sería mejor bajar un tono, no ha sido tan gracioso, Gavin. Veamos la tuya.
– Bienvenido a Textos -repite sin borrar su sonrisa burlona y sin emoción alguna. Antes de que Woody pueda hacer ningún comentario, Jill dice el eslogan como si estuviera ofreciéndole un trato a un niño y brinda una sonrisa expectante dirigida a Ross. Debe de querer animarlo, pero cuando este repite la formula su sonrisa se acerca más a las lágrimas; Angus sospecha que se ha acordado de Lorraine.
– Bueno, necesita ser trabajado, sobre todo las sonrisas -tercia Woody-. Y una vez que lo hayáis pillado, tendréis que mantener esa actitud en todo momento y para todos los clientes. -Examina sus caras buscando una reacción o un motín, luego añade-: Necesito a uno de vosotros para repartir folletos por todas las tiendas del complejo. ¿Quién es el más rápido?
Gavin abre la boca, pero a Woody no debe de gustarle su rapidez.
– Tú puedes hacerlo, Angus. Ve ahora antes de que empecemos a perder gente -le apremia; se refiere al funeral. Angus coge un montoncito de hojas de la mesa de Connie, y Woody le aconseja-: Puedes dejarlas también en los coches de fuera. Bien, en marcha.
Angus coge su abrigo y lucha para meterse dentro sin soltar los panfletos. La sensación de que la sonrisa está a punto de reaparecer en el rostro de Woody le hace sentir si cabe más patoso. Suelta las hojas, se lo pone, y las vuelve a coger antes de huir camino de las escaleras. Cuando sale a la sala de ventas, Agnes habla desde el techo.
– Ayuda en mostrador, por favor. Ayuda en mostrador.
Le está dando un cupón de regalo a una mujer grande de cabeza pequeña, equilibrada por una papada que corona un grueso suéter. Un hombre con una coleta gris que cae sobre el cuello peludo de su grueso abrigo de astracán espera en Información. Cuando Angus se mete tras el mostrador, el hombre vuelve su arrugado rostro hacia él, poniéndose un dedo sobre el hoyuelo de su barbilla.
– No te culpo por llevar un abrigo aquí dentro, ¿o pensabas salir a disfrutar del buen tiempo?
– ¿Hace bueno? -dice Angus sin saber por qué.
– La niebla se ha levantado un poco. No esperes que dure. Antes de irte, soy Bob Sole. Tenéis un libro para mí, por fin.
Cuando Angus se agacha para examinar el estante de Pedidos, se da cuenta de que ha olvidado sonreírle al señor Sole, y también de darle la bienvenida. Ninguna de las etiquetas de la media docena de libros lleva el nombre del señor Sole.
– Perdone, ¿cómo se llama el libro?
– Campos y canales de Cheshire. Un tío llamado Bottomley lo escribió. Adrian, si eso sirve de ayuda.
No, no sirve.
– ¿Le avisó alguien de que estaba aquí?
– Me enviasteis una tarjeta -anuncia el señor Sole, y se la saca de un bolsillo, acompañada de unos restos de tabaco-. No te importará si lo pregunto, ¿os estáis quedando conmigo? Es la segunda vez que lo pido, y el colega al que se lo pregunté la última vez parecía pensar que era una broma.
Angus recuerda a Gavin comentando en la sala de empleados que tenían a un cliente llamado R. Sole. Espera no reírse ni dejar escapar ningún sonido. Esconde su cara lo que puede cuando se estira para coger la tarjeta que el señor Sole ha dejado en el mostrador. Coger el teléfono le ayuda a ocultar el rostro. Está a punto de pedir ayuda cuando Woody le habla desde el aparato:
– ¿Todavía no estás cumpliendo tu misión? ¿Cuál es el problema?
– Tenemos un pedido, pero no lo encuentro -explica Angus, sintiéndose de repente aterrado ante su propia reacción si Woody le pidiera el nombre del cliente. La respuesta de Woody aparta ese temor.
– Supongo que te refieres a Campos y canales de Cheshire.
– Ese es. ¿Cómo…?
– Lo tengo en mi despacho. Dile al cliente que se lo bajo ahora.
Angus está seguro ahora de poseer el control sobre sus labios.
– El encargado está de camino, con su libro -dice volviéndose hacia Sole.
Apenas ha soltado el aparato, Woody entra disparado por la puerta de la sala de empleados. El señor Sole se gira dejando un rastro de olor a astracán rancio, Woody lleva el fino libro en la mano.
– ¿Asegurándose de que no se pierde esta vez, verdad?
– Le echaba un vistazo ya que lo teníamos -sonríe Woody.
– ¿Dice mucho sobre este lugar apartado en el bosque?
– Nada destacable -dice Woody, girándose tan rápido que a Angus le cuesta distinguir si su sonrisa ha desaparecido o no-. Yo me encargo de esto, ya no deberías seguir aquí.
– Oh, bien, está bien -dice Angus atropelladamente, lo que acaba con la sonrisa empática que Agnes le tenía preparada. Coge los folletos del mostrador y los abraza sobre el pecho mientras sale de la tienda.
El sol no se ha abierto paso entre la niebla. Si hay algo nuevo, es una luz cegadora que agrava la sensación de que el resto del complejo se ha borrado del mapa. Vagas capas de esa luz pasean por el asfalto como las faldas de una bailarina con poca gracia. Esa debe de ser la razón por la que Angus siente como si estuvieran contando sus pasos cuando se pierde de la vista de Woody, que lo observaba por el escaparate. Al adentrarse en Happy Holidays, una plomiza cortina gris cae sobre Textos.
Dos chicas vestidas con polos amarillos, luciendo sendas haches en cada pecho, están jugando al tres en raya detrás del mostrador. Las dos levantan ansiosamente la cabeza, una expresión no muy lejana a la sorpresa, y la más rubia y delgada de las chicas habla:
– ¿Adonde podemos hacerle volar?
– No voy a ningún sitio de momento. Nos preguntábamos si podíais coger unos cuantos de nuestros panfletos.
– No te molestes en gastar muchos -responde, y al soltar Angus una docena en el mostrador añade-: Esos son más clientes de los que tenemos en una semana.
Al salir, Angus se despide de las chicas con una versión de la sonrisa de Woody dibujada en el rostro, pero no parece impresionarlas mucho. La niebla ha emprendido una burlona retirada, suficiente para dejar a la vista un viejo Skoda algo más allá del tronco derrumbado. Levanta el parabrisas y deja un folleto debajo.
– ¿Qué es eso que has puesto en mi coche? -oye decir a una voz cuando se disponía a adentrarse de nuevo en la niebla. Mira a su alrededor y se encuentra con una alta figura entre los dos árboles intactos. La figura se emborrona y casi desaparece en su trasiego por el trecho de césped. El hombre lleva zapatillas blancas, pantalones verdes, una chaqueta de cuero gastada con varios jirones colgando y un gorro de lana de donde asoman varios mechones de pelo blanco. Su pequeño rostro hace lo que puede para hacerse presente, rodeando a una nariz llena de marcas de viruelas; se acerca al coche encorvando su lánguida figura-. Ah, eres tú -dice en un tono más plano del ya de por sí plano acento de Lancashire-. Ibais detrás de mí.
– ¿Quienes?
– Tus colegas. Textos. No parece que haya servido de mucho.
– ¿Y por qué no? -se siente Angus provocado a preguntar.
El hombre hace una bola arrugada con el papel y lo tira al césped, donde aterriza con un ruido sordo.
– ¿Qué es un grupo de lectura?
– Umm… -Una mirada a la parte superior del folleto hace comprender a Angus-. Es, es como un sitio para leer, donde lees.
– Buen intento, hijo, pero demasiado tarde. Adelante entonces, propaga el error. Así es como la lengua que hemos construido todos estos siglos se hunde.
A Angus no se le ocurre nada que responder a eso.
– ¿Por qué dice que vamos detrás de usted?
– He escrito unos cuantos libros. Una parte de uno habla de la historia de este lugar. Quizá por eso pensasteis que merecía la pena llamarme.
La niebla se agita, y Angus siente como si el resto del mundo la siguiera.
– Creo que acabamos de vender uno de sus libros, si usted es…
– Adrian Bottomley, ese soy yo, con todo lo que conlleva. ¿No soy lo que esperabas, eh?
¿Es su actitud la razón por la que Connie rehusó invitarlo?
– ¿Por qué no quiere firmar libros en nuestra tienda?
– No tengo nada especial contra vuestra tienda, pero puedo prescindir de visitar este lugar.
– ¿Entonces qué hace aquí ahora?
– Quizá el hecho de haber vendido un libro era un evento tal que quise estar presente -se burla Bottomley, después se pone serio-. No me gustó oír lo que pasó el otro día.
– ¿El qué? -pregunta Angus, sintiéndose peor que estúpido-. Se refiere a Lorraine.
– Sí, si esa fue la chica atropellada. No me gusta imaginar a nadie muriendo aquí.
Angus mira a su alrededor y lo único que ve son dos árboles y medio sobre un poco de césped gris rodeado de asfalto.
– ¿Qué tiene esto de especial?
Bottomley agacha la cabeza y señala con las manos el montón de folletos de Angus.
– ¿No deberías estar repartiendo eso?
Angus considera llevarlos de vuelta para informar sobre el error, pero no quiere darle problemas a Connie. Ya que nadie más ha notado la falta de una letra, parece mejor no darle más importancia; ¿Acaso no pueden hacer creer que fue algo intencionado si así les conviene?
– ¿Quiere venir conmigo mientras lo hago?
– No quieres dar vueltas solo por este lugar. No puedo decir que me sorprenda, después de todo lo que ha pasado.
– Tenía la esperanza de que me lo contara.
– Alguien debería saberlo -admite Bottomley, y de repente se dirige hacia el pavimento-. Ahora que lo pienso, alguien debe saberlo -murmura.
Su tono deja a Angus sin saber cómo tomarse lo que ha dicho o siquiera si iba dirigido a él. Bottomley no vuelve a hablar de camino a Tvid, donde una mujer oronda y un hombre flaco, falto de un afeitado y con marcas de pinchazos en los brazos, se están gritando el uno al otro en un programa de la tele. Entre los ánimos y abucheos del público, uno de los dos empleados de la tienda, que estaba riéndose con el espectáculo, se percata de la presencia de Angus.
– ¿Puedo poner unos pocos de estos en el mostrador? -pregunta.
– Haz lo que quieras -dice al ver a qué se refiere-. ¿Arreglasteis el asunto de vuestra cinta sobre hooligans?
– ¿A qué te refieres?
– Unos tipos peleando en un vídeo supuestamente musical. Tu jefe parecía querer matar al que la había cagado.
Angus suelta unos pocos folletos en el mostrador.
– ¿No queréis leer lo que está dejando en vuestra tienda? -pregunta Bottomley.
El asistente charlatán coge uno y lo examina durante unos segundos antes de soltarlo de nuevo en su lugar.
– Me parece bien.
– ¿Tendrá que valer, entonces?
Bottomley podía haberse ahorrado esa última frase. Saliendo de la tienda, seguido por Angus, las televisiones le despiden con un ruido burlón, una voz inarticulada y sucia emerge de más de una docena de los descerebrados aparatos. En el exterior se vuelve hacia Angus.
– Bueno, ¿qué sabes de este lugar?
– En realidad nada, aparte de que es mi lugar de trabajo.
Angus añade la segunda mitad para darle menos razones a Bottomley a mofarse de él, pero el gesto del autor no se suaviza.
– No sacaste nada en claro de mi libro -dice.
– No tuve oportunidad de leerlo.
– Ni tú ni nadie, hijo -dice, y sin deshacerse de su amargura, añade-: Es solo que deberías querer saber algo sobre el lugar donde pasas gran parte de tu vida. ¿Sabes al menos por qué se llama como se llama?
– No lo sé, no.
La respuesta con aire de disculpa no parece ganarse al escritor. Angus no entiende por qué sacó a relucir el nombre de la tienda, pero Bottomley no dice nada más mientras continúan su ruta. En Teenstuff, un encargado está dando instrucciones a dos empleados que están cambiando los escaparates. En Baby Bunting, la pandilla de muñecas de caras idénticas del escaparate ha comenzado a coger polvo, y los dos empleados visibles están jugando a «Mi primer juego de ordenador»; en la puerta de al lado, los de Stay in Touch parecen tener dificultades para hacer funcionar sus teléfonos móviles. Bottomley posa una mirada de disgusto creciente en Angus cada vez que repite la formula:
– ¿Puedo poner unos pocos de estos en el mostrador?
Debe de pensar que cambiar la suya le hace más culto que Angus; «¿No va a leer lo que dice?», «Yo le echaría un vistazo antes» y «Léalo primero». La variedad, no obstante, no le produce ninguna satisfacción. Al volver a salir hacia la niebla, la cual parece haber ganado más sustancia gracias a la energía que le roba al invisible sol, camina en su dirección como si tuviera la intención de enfrentarse a ella o simplemente disolverla. A Angus le recuerda a un abuelo intentando perseguir a un niño malo. Tras varios pasos se trastabilla y se detiene.
– Manteniendo a distancia a las bandas, ¿no?
– Supongo que alguna hizo esto -dice Angus, señalando los grafitis que han crecido como hiedra sobre los edificios a medio construir-. Y ha habido algunos niños armando lío en la tienda. Quizá uno de ellos robó el coche e hizo eso de lo que ha oído hablar.
– Los mismos no -espeta el hombre. La impaciencia de Bottomley está exenta de simpatía-. Hablo de las bandas que se reunían aquí para pelear antes de que se levantaran los edificios. Te preguntarás qué les traía a este lugar desde zonas tan distantes, ¿verdad? O quizá no, ya que no eres de aquí.
– No puedo decir que sea tan de aquí como usted -se defiende Angus.
– Podrías haber aprendido algo de historia en el colegio, de todos modos. ¿Sabes cuántas batallas ha habido aquí? Y no me refiero a simples peleas.
Angus niega con la cabeza en lo que parece un vano intento de estrujarse los sesos para pensar. Bottomley le coloca dos dedos en la cara.
– Durante la guerra civil, y antes de eso, en la época romana -dice, y vuelve a colocar los dedos en el alzado puño-. Y entre esas dos batallas existieron aquí aldeas. En la Edad Media y un par de siglos después hubo altercados. ¿Te da eso algo en que pensar?
Angus se siente encerrado en su propia estupidez por culpa de las preguntas y de los muros que lo rodean, llenos de humedad y grafitis a su derecha, trémulos y altos a la izquierda.
– ¿Como por ejemplo…? -dice por si eso ocultara su ignorancia.
– Justo, quizá no te lo estás preguntando. Quizá ya has adivinado lo que pasó en las aldeas.
– ¿Una niebla como esta? -sugiere Angus, asemejándose a un alumno deseoso por complacer a su profesor.
– Sigue intentándolo. Hablamos antes sobre ello.
– Batallas, a eso se refiere.
– Si quieres llamarlas así -dice Bottomley, pero Angus ha agotado de algún modo su paciencia-. Hubo un montón de violencia, eso es seguro.
– Esperemos que haya acabado.
– Eres de esos, ¿no? De los que conservan la esperanza. Si echas un vistazo a cómo va el mundo verás que estamos luchando todos contra todos.
– Creí que hablábamos de este lugar.
– No me estarás diciendo que entre tus colegas no hay discusiones. No puedes creer que ya no haya bandos.
– Eso no significa que haya violencia.
– Dijiste que no eras de por aquí -declara Bottomley y tira adelante como si ya no pudiera soportarlo más. Angus le sigue, pasando la garita del guardia, donde una voz proveniente de la radio grita algo indescifrable desde la ventana, y hacia Frugo. Al tiempo que Angus aborda a la cajera más cercana, Bottomley se acerca al pasillo de los licores.
– ¿Puedo poner unos pocos de estos en el mostrador? Bueno, en todos -pregunta Angus.
– Nunca bebas con el estómago vacío -le aconseja Bottomley a cualquiera que pueda escucharle, meneando un dedo en el aire, en dirección a la cajera.
»¿No quieres echarle un vistazo a eso primero?
– ¿Qué nos estás dando? -dice comenzando a leer, pero se queda a medio camino del primer párrafo, y aparta la vista sin interés-. Va de una librería -informa a sus colegas-. Escritores y lecturas y ese tipo de cosas.
– Ponlo junto a los papeles -sugiere la chica de al lado-. La gente los lee.
En la entrada al supermercado, Bottomley se toma su tiempo para incluir a Angus en una mirada desamparada dirigida a la chica que transporta la mitad de sus folletos. Angus le sigue hasta el último local ocupado, Stack o' Steak. Cuando entra, el escritor ya está sentado en una mesa de un plástico tan rojo como el de un juguete, y saluda a Angus con un grito.
– Eh, ahí llega la cultura -le saluda. Ninguno de los dos empleados del lugar, temporalmente fuera de la cocina, y que llevan sendas camisetas naranjas con la inscripción So'S en el pecho, parece tomarse el comentario mejor que Angus. La siguiente pregunta de Bottomley tampoco los entusiasma-: ¿Puede poner unos pocos de esos en el mostrador?
Para entonces el ritual está tan asentado que Angus se siente obligado a cumplirlo.
– ¿Quiere mirarlos antes?
El hombre al que le ha preguntado acerca tanto la cabeza a los papeles que le recuerda a un caballo bebiendo de un abrevadero.
– No veo por qué no -dice al fin en un tono que bien podría haber dicho lo contrario.
Angus no está seguro de a quién va dirigido el aplauso de Bottomley hasta que el autor le pregunta:
– ¿Lo has pillado ya?
– Creo que no.
Bottomley se rinde y se dirige al segundo camarero, que es demasiado velludo para los estándares del trabajo.
– ¿Cuánto necesito comer para conseguir una botella de la casa?
– Puede tener la botella si quiere, ¿no cree? -dice el hombre; es la perfecta articulación vocal de un encogimiento de hombros.
El autor escudriña el menú de plástico que ocupa la mitad de la mesa en la que se posa.
– Te diré algo. Tomaré del blanco, y un plato de pedazos de pollo.
Angus se siente observado. Sin duda, los camareros se preguntan por qué sigue allí. No pude irse hasta que haya empezado a comprender. Camina deprisa hacia la mesa y se sienta frente a Bottomley.
– ¿Qué tenía que pillar?
– ¿Puedo tomar algo de la botella mientras espero? Solo un vaso.
No dice nada a Angus mientras espera que se cumpla su petición. Observa con una sonrisa el vaso lleno de vino y se traga de un sorbo la mitad.
– Una botella y un vaso, quería decir -masculla. Después murmura a la espalda del camarero-: Demasiados apóstrofos.
Angus se atreve a contestar.
– No son de los míos esta vez.
Bottomley lo mira atentamente.
– ¿Te piden algún requisito para trabajar en la librería?
Eso le suena tan insultante que alza la voz para que también lo escuchen los empleados del restaurante.
– Hice tres años de universidad.
– Vaya, que se saquen las trompetas. Tres más que yo entonces, hijo, y aun así no lo pillas. Vete y piensa en ello, quiero decir ahora mismo. Quizá eso ayude.
Angus siente la presión de la silla sobre su columna al empujarla hacia atrás. Por una vez, lucha para no rendirse.
– No para de negarse a contarme las cosas -protesta-. Dijo que alguien debería saberlo.
– Así es, y lo sabrán. El que haya comprado mi libro en vuestra tienda. -Incluso con más indiferencia, añade-: Eso si se molesta en leer hasta tan lejos.
Angus le observa hundirse en su amargura, y le imagina colocándosela sobre la cabeza como una manta rala. No ve más motivos para seguir hablando con el autor. Lo deja con la botella que le ha traído el camarero y sale de allí. Pasar de tanto color al monocromo paisaje de niebla y asfalto le vuelve casi ciego. Apresurándose por el pavimento, los escaparates se intercalan con los grafitis oscurecidos por la niebla. Nadie parece reparar en él, y sin embargo se siente observado; es una sensación al menos tan opresiva como la niebla. Piensa que debe de estar nervioso ante la posibilidad de encontrarse con Woody, y en ese preciso instante, Woody en persona sale de la tienda.
– ¿Tuviste bastante para todos los coches? -le pregunta.
– Para todos los que vi.
La trola le hace a Angus sentirse lo contrario a ingenioso. Mencionaría a Bottomley si pensara que ha aprendido algo digno de mención.
– ¿Qué dijiste que ponían en ese libro sobre este lugar? -pregunta en vez de eso.
Woody se le queda mirando mientras intenta comprender la pregunta o bien mientras intenta decidir la respuesta.
– Un poco de historia.
– ¿Como qué? -se fuerza Angus a seguir preguntando.
– Fue habitado en un par de ocasiones.
Angus no sabe por qué siente que Woody se las está arreglando para devolverle la trola, a no ser que se sienta culpable. No es capaz de pensar en otra pregunta.
– Mejor vuelve a colocar. Pero escucha, gracias por salir ahí afuera y gracias por quedarte esta mañana. Oye, eso es lo que necesitamos ver por aquí. Sigue con eso.
– Perdón, ¿que siga con qué?
– Con la sonrisa.
Angus siente que tira de sus labios y se contorsiona como un insecto.
– Ya casi la tienes. Trabaja en ello mientras estés en el almacén -dice Woody cuando Angus ya va en esa dirección, y añade-: Aguantemos lo que queda de mañana, luego volveremos a la normalidad.
En su camino por uno de los pasillos de Lorraine, Angus se pregunta qué es lo que Woody considera normal. Está casi seguro de oír el murmullo de Woody en la distancia, y este parece quedarse congelado en su nuca, ¿o es un suspiro de la niebla? «Sonríe», se imagina a Woody repitiéndole, o repitiéndose a sí mismo, y siente como si algo hubiera alargado un brazo al menos tan largo como la tienda entera y hubiera cerrado una garra de reptil en torno a su boca.