Madeleine

– Mira todos estos libros. ¿Cuántos libros piensa Dan que hay? ¿Hay cantidad de libros?

– Cavidad.

– No cavidad, Dan, cantidad. Dan no está en una cavidad. Estos libros no están en una cavidad. La mayoría de estos libros están en estanterías. Esto de aquí son estanterías. Las estanterías son donde se ponen los libros en las tiendas. ¿Tiene Dan estanterías en casa?

¿Acaso el padre del chico no debería saberlo? Debe de pensar que los niños en edad preescolar no tienen por qué. El hombre se da paseos por Textos Diminutos junto a su hijo, hablando por encima de la música proveniente de los altavoces, que incluso Mad sabe que es obra de Händel. Ella está en la otra zona, en Textos Primera Infancia, donde algunos de los libros esparcidos por todos los estantes parecen delgados vagabundos, procedentes de otras secciones, y un ejemplar de Textos Adolescentes está colocado torpemente encima de un estante de cuentos de hadas simplificados. A veces piensa que la única T para llamar a esta sección debería ser «Traba».

– Tonterías -grita Dan, riéndose en el mismo tono elevado.

– Estanterías, Dan. ¿Buscamos ahora un libro para Dan? ¿Qué libro le gustaría a Dan?

– Estos -dice Dan, trotando hasta el fondo del pasillo y siguiendo una línea más o menos recta-. Bonitos.

Mad tiene que contener una risita; el niño se dirige directamente a la sección de Erotismo. Ross cruza una mirada con ella desde la sección de Psicología, pero no está seguro de si debe o no responder a su sonrisa, a pesar de que estuvieron de acuerdo en seguir siendo amigos. Cuando ella le responde con un guiño, Ross aparta la vista rápidamente, sin acabar de formar la sonrisa en su rostro. Se está ocupando del niño, que ha sacado Disciplina Sexual de un estante inferior, hasta que el padre llega y se lo arrebata de las manos.

– No bonito -dice, soltándolo bruscamente sobre los libros de arte erótico del estante superior, y mira a Ross, que tiene justo detrás a Mad-. Nada bonito.

Se imagina que el hombre ha notado algún rastro de su anterior relación, pero no hay nada de lo que arrepentirse. No van a correr el riesgo de sentirse extraños en el trabajo. Ella se está olvidando de la sólida y sedosa sensación de Ross en su interior, y del gel de ducha al que sabía su pene; ya se ha olvidado de su bronceado rostro cuadrado bajo la rubia cabellera cerca del suyo, a un milímetro de distancia. Le dedica una sonrisa que no pretende ser demasiado secreta y continúa cargando el carro con los libros que se encuentran fuera de su lugar correspondiente. El padre de Dan elige uno de palabras cortas y sonidos y se marcha con su hijo al son de Händel. Mad está empujando su carro a lo largo de Textos Diminutos cuando se le escapa un «oh» cercano a un «ay»; media docena de estanterías están ahora en peor estado del que se encontraban antes de empezar a ordenarlas.

Ross separa sus labios, a punto de arriesgarse a hablar, y ella recuerda vagamente el aroma mentolado de su pasta de dientes.

– Lo siento -murmura observando el desorden-. No vi cómo lo hacía. No dejaría a mi hijo hacer eso.

– Nunca mencionaste que tuvieras hijos.

– No tengo. Me conoces, soy prudente -se justifica, y un recuerdo le resta color a su bronceado cuando añade-: Quise decir si los tuviera.

– Ya lo sé, Ross -le tranquiliza; si siguieran juntos se hubiera dado cuenta de que bromeaba, pero en estos momentos se pregunta cuántas cosas deben de tener miedo a decirse-. Mejor sigo con esto -dice-. Todavía me quedan libros por bajar.

Espera que haber oído al padre de Dan no la haya vuelto monosilábica. Una vez Ross se ha retirado a su territorio, Mad ordena las estanterías de nuevo antes de echar los libros sobrantes en el carro para ordenarlos y colocarlos en su lugar. Va a toda velocidad, le gusta sentir esa sensación. Cuando se pone la identificación y sale al pasillo de cemento por donde llegan los pedidos, la puerta del montacargas detiene en seco la velocidad de movimientos de Mad.

¿Es el objeto más lento del edificio? Tiene que aporrear el botón dos veces para obligar a descender al amasijo que se esconde detrás de las puertas metálicas. Las puertas tiemblan, al tiempo que una voz femenina amortiguada, que a Mad le recuerda a la de una secretaria, anuncia: «puerta abriéndose». Dos carros han estado de paseo arriba y abajo dentro de esta jaula tan gris como la niebla, pero queda sitio para ella y el suyo. Aprieta con el pulgar el botón de subir y la voz le dice «puerta cerrándose».

– Venga vamos, buen montacarguitas.

Imagina que espera a que ella termine de hablar para comenzar a hacer temblar las puertas y arrastrarlas a su lugar. Todo vibra en el camino hacia arriba, los carros se golpean unos contra otros, asemejándose el sonido al de alguien muy joven aporreando una batería. «Puerta abriéndose», dice la voz al tiempo que la cabina se asienta en lo alto de su recorrido. Las puertas se mueven nerviosas, o puede que solo lo parezca porque Mad está mirándolas fijamente. La frustración hace que parezca que las puertas no se cerrarán nunca. La frustración hace que casi se choque con otro carro cuando al fin llega a la zona de carga. Cuando comenzó en este turno no tardaban más de una hora en cargar y descargar los libros, pero ahora están a rebosar.

Maltratarlos no los va a hacer desaparecer, mirarlos tampoco. Llegan nuevos libros cada día. Comienza a rellenar el carro tan rápido que no entiende por qué le sobreviene un temblor. Quizá el aire acondicionado le está jugando una mala pasada; no, hay alguien detrás de ella. Se gira y encuentra a Woody observándola desde la puerta de la sala de empleados, en la otra punta del pasillo de estanterías de metal. Debe de haber entrado una bocanada de aire por la puerta que el jefe ha abierto tan silenciosamente. Woody se pasa los dedos por la nuca, bajo su frondoso pelo, como si ocultara allí un interruptor que levantara sus cejas, tan negras como su cabello, y los lados de su boca.

– ¿Llevas retraso? -exclama.

– Más vale que no, tomo precauciones -le responde; si hubiera alguien delante de quien esa broma sería adecuada, desde luego no es precisamente él-. No mucho -añade.

Woody avanza pesadamente, pasando junto a los estantes de libros devueltos y dañados y asintiendo sin apartar la vista de ellos. Expresa más paciencia que reproche, pero hay un atisbo de color en su cara alargada y una arruga extra en su frente.

– El público no puede comprar lo que no ve. Nada debería permanecer aquí más de veinticuatro horas.

– Solamente han sido estos -se defiende Mad, buscando torpemente los libros en cuestión, ahora escondidos tras los del pedido de hoy.

– Si crees que necesitas ayuda, habla con el encargado de tu turno -le dice Woody a su espalda.

No la necesitaría si anoche alguien hubiera ordenado su sección durante su ausencia. Preferiría no hablar mal de sus compañeros, ella puede cargar con la culpa sola. Woody la deja descargando sus libros, pero está segura de seguir sintiendo su mirada. Deja escapar una risa nerviosa al volverse y comprobar que está sola en el almacén. Acelera el paso, aunque el carro de los libros hace tanto ruido que no podría oír nada que sucediera a su espalda. Al menos es capaz de meter a duras penas los libros en el montacargas, pulsar el botón de bajar y escapar de allí. No le atrae la idea de encerrarse en la lentitud del montacargas.

Devuelve el carro a su lugar y abre la puerta de par en par, entonces acelera con sus libros antes de que pasen treinta segundos y la alarma se dispare. Para cuando la pestaña de metal choca y la puerta se cierra, Mad ya está en la sección de Adolescentes, donde hay cantidad de libros que tienen que hacer hueco para dar entrada a otros nuevos. No ha dejado de sentirse observada, aunque Ross no la está mirando; está en una caja, y Lorraine en la terminal de información. Woody podría verla desde el monitor de su despacho si quisiera, en tal caso la vería vaciar su carro hasta menos de la mitad antes de su pausa para comer de las seis.

Aparca su carro junto a la puerta de Pedidos y corre escaleras arriba. Los carros nunca deben permanecer desatendidos en la sala de ventas, no sea que un crío, o cualquier persona, tropiece con uno, se haga daño y demande a Textos (como pasó en Cape Cod). Llena de café, de la cafetera color marfil, una taza amarilla de Textos, y se sienta a comerse su cena de Frugo; ensalada de soja y gambas. Suena delicioso, pero tiene un regusto grumoso que le recuerda a restos de comida de un picnic recogidos del suelo. Come directamente del envase sin pensar en ello, ya que al mismo tiempo selecciona preguntas de varios libros para su primer trivial para niños. Cuando Jill ficha al final de su turno, Mad le pregunta si son demasiado difíciles.

– Bryony podría responder a la mayoría -dice Jill con cierto orgullo.

– Deberías traerla, puede que ganara.

– Ese día se queda con su padre. -El alargado rostro de Jill es quizá demasiado grave para andar solo por la treintena, y las arrugas alrededor de sus ojos no son precisamente producto de un exceso de sonrisas. Se pasa una mano entre el cabello rojizo, domado solamente por lo corto del estilo de su peinado-. Le preguntaré qué prefiere hacer -dice.

Mad menciona que ella y Ross son ahora solo amigos, y casi todos los del turno de Jill lo oyen. Gavin desata un bostezo que atenaza sus pesados párpados y pronuncia su ya de por sí alargado rostro, acercando la afilada nariz hacia la puntiaguda barbilla. Agnes no parece segura de si mostrarse triste por ella o darle ánimos. Todos fingen no estar pendientes de Ross cuando lo ven subir por las escaleras. Lorraine está cerca de él, detrás, y rompe el incomodo silencio.

– ¿Puedo coger libros de tu carro de abajo, Madeleine?

Parece a punto de irrumpir en una carcajada. Mad piensa eso a veces de la risa de Lorraine, que guarda relación con los caballos que suele montar, y su acento, con ambiciones de distanciarse lo más posible de Manchester; su tono parece forzado porque sus brillantes labios son más pequeños de lo que su rostro requiere. Lorraine eleva su ceja izquierda como un arco de signo de interrogación compuesto de vello dorado, y Mad se levanta para alimentar a la papelera con lo que queda de ensalada.

– Lo estoy usando, Lorraine. Ahora voy a seguir con ello.

– No has acabado tu descanso, ¿verdad? Seguro que no quieres pasarte lo que te queda de él en el almacén.

– No, pero necesito adelantar trabajo.

– Dile a la dirección que te conceda más tiempo entonces.

Mad enjuaga la taza sobre el fregadero, que está a rebosar de otras exactamente iguales a la suya y de platos y otros utensilios. La seca con un trapo de Textos y la mete en el mueble sobre el fregadero; al volverse descubre que Lorraine sigue mirándola.

– Si alguien hubiera dejado los libros ordenados anoche y otras noches que yo no estaba, no me haría falta mucho más tiempo -se queja Mad. Lorraine levanta la vista como si arrojara al cielo una plegaria o estuviera examinándose las cejas, un gesto que provoca en Mad cierta irritación-: ¿Quién se encargaba de hacerlo anoche? ¿Tú, Lorraine?

A la destinataria de la pregunta se le abren los ojos aún más, pero no aparta la mirada de donde está hasta que Gavin dice:

– Creo que sí, le tocaba a Lorraine, ¿verdad?

– Puede ser -le confirma Lorraine, lanzándole de inmediato una mirada feroz-. Recuérdanos qué tiene esto que ver contigo, Gavin.

Su bostezo podría servir como respuesta.

– ¿No decías que los empleados deberíamos permanecer unidos, Lorraine? -comenta Ross.

– Dios mío -espeta Lorraine mientras se dirige hacia la puerta-. Si los chicos van a aliarse entre ellos, es mejor que las chicas les dejemos con sus asuntos.

Nadie quiere que parezca que la sigue, sin embargo Mad lo hace y se abre camino hacia el almacén. Se mueve ágilmente, para ser más rápida que nunca, empujando el carro hacia la sección de libros para adolescentes, pero acaba por detenerse en seco, como si alguien la hubiera agarrado por el cuello. Media docena de libros, no, más, han sido girados y colocados con el lomo hacia dentro en los estantes inferiores desde que se salió a su descanso.

¿Ha pensado alguien que sería divertido darle trabajo adicional? Mira a su alrededor buscando al villano, pero no hay nadie. Da unos pasos atrás, lentamente, desafiando a los demás libros a que estén fuera de sus lugares. Ray aparece trotando desde el mostrador de información. Su generoso y rosado rostro mofletudo ha adquirido la expresión paternal habitual de cuando se dirige a una reunión.

– ¿Has perdido algo? -le pregunta.

– La cabeza es lo que perderé si tengo que seguir aguantando esta situación.

Ray se pasa la mano por los cabellos pelirrojos, despeinándose más si cabe.

– ¿Y a qué viene eso? Estamos luchando por la liga, Mad.

Ya sabía que el fútbol es la segunda cosa más importante en la vida de Ray después de su familia, pero no comprende qué tiene que ver eso ahora.

– Mira lo que alguien ha hecho mientras estaba arriba en mi descanso.

Camina tras ella hasta el lugar del crimen y dirige su mirada hacia donde Mad le señala.

– Bueno, no he visto a nadie. ¿Y tú, Lorraine? Estuviste aquí antes -dice una vez que ha dejado de torcer la boca y tragar saliva.

Lorraine estaba vagando arriba y abajo por los pasillos. No acelera en absoluto para acercarse a la sección de Mad.

– No había nadie -dice, después de una pausa para levantar las cejas.

– No te descartes a ti misma -dice Mad.

– Nunca tocaría tus libros -dice Lorraine, como si fuera demasiado superior a ellos, o a Mad, o a ambos.

– Querrás decir que no los tocarías otra vez, como hiciste anoche.

– Señoras -murmura Ray-. ¿Podemos intentar seguir adelante? No queremos que nadie piense que nosotros los de Manchester no nos movemos al mismo son.

No hay duda de que lo que tiene en mente no es otra cosa distinta a cánticos de fútbol. Las arrugas en la frente de Lorraine evidencian cuánto odia ser asociada con el fútbol y con Manchester, algo que divertiría a Mad si el siguiente paso no fuera hacer la pregunta lógica.

– ¿Entonces qué hacías en mi sección?

– Estaba buscando un carro, como ya sabes. ¿Has terminado con este ya?

– Echa una vistazo en el montacargas a ver si hay alguno.

– ¿Todo arreglado entonces? -dice Ray esperanzado-. Supongo que antes se te pasaron esos libros, Mad. Solo te llevará un momento arreglarlo, ¿no?

Realmente le lleva bastante rato, pues resultan ser de otra estantería. Antes de terminar de cambiarlos, comienza a sentir los dedos pegajosos, aunque no encuentra una explicación para ello. Lorraine se aleja a paso lento del montacargas, pero Ray se encarga del último libro descolocado.

– Sigue colocando libros en las estanterías hasta que acabes del todo -dice-. Estoy seguro de que eso es lo que quiere el jefe.

Apreciaría la propuesta si no la hiciera sentirse culpable por el trabajo acumulado pendiente. Coloca el contenido del carro en orden y va colocando los libros delante de las estanterías donde pertenecen. Luego, regresa con el carro al pasillo y se desafía a sí misma a colocar cada libro en su lugar correspondiente antes de que cierre la tienda. Hay tan pocos clientes esta noche que pronto todos los empleados (Ray, Lorraine y Greg, rechoncho y de rubia barba) acaban participando en el proceso de colocado de libros y ya no se siente diferente. También ayuda el hecho de que Woody se haya ido a casa. En menos de treinta minutos ha mandado un carro vacío de vuelta hacia arriba y lo ha bajado al poco rato, cargado hasta los topes con los libros que quedaban en el almacén.

Mad balancea su peso de un pie a otro para espantar el frío del pasillo de Pedidos, y entonces oye varios golpes sordos provenientes de detrás de la puerta de metal. No puede evitar pensar en un mono intentando escapar de su jaula, por lo que las palabras del montacargas («puerta cerrándose») suenan como una advertencia. Desearía no estar sola en el pasillo, o al menos eso piensa hasta que la puerta se abre. Debió de cargar el carro más de la cuenta, pues se han caído media docena de libros al suelo. Abre las puertas del montacargas, empujándolas con el carro, y recoge los libros. Alguien ha dejado huellas de barro en el interior de la cabina. Tiene que limpiarse las manos al volver a coger el carro, y con el mismo pañuelo intenta borrar una marca en un libro escolar de historia. La mancha consiste en algo parecido a una huella dactilar gigante con arrugas en lugar de espirales. Aparte de eso, ninguno de los libros ha sufrido daño alguno. El montacargas se cierra a su espalda justo cuando se dirige a todo correr de vuelta hacia la planta de la tienda con el carro, para acto seguido comenzar a organizar su contenido.

Amontona libros en la moqueta verde y les va buscando espacio en los estantes. En esas continúa durante una hora; si pensara en ello se sorprendería de lo satisfactoria que es la tarea, pero el hecho de tratarse de un proceso cuadriculado es parte del encanto, y algo extraño tratándose de libros. Lo que importa es estar a la altura de su propio desafío, y solo le quedan unos pocos volúmenes que archivar cuando Ray coge el interfono para transmitir un aviso por los altavoces:

– Textos cerrará en diez minutos. Por favor, acerquen sus compras al mostrador.

Dos chicas cogen tres novelas románticas cada una, y un par de hombres, calvos por decisión propia, dejan los libros que estaban hojeando en los sillones. Apenas ha anunciado Connie que quedan cinco minutos para el cierre, Mad coloca el último libro en su sitio, permitiendo que se le escape un suspiro de triunfo. Está preparada para ayudar a repasar la tienda mientras Ray hace guardia a la salida. Se siente absurda por comprobar su propia sección dos veces, mirando por todas partes, como si esperara encontrar a alguien desordenando los estantes inferiores. Por supuesto que no hay nadie agachado en una esquina o arrastrándose por el suelo. Ella es la última en decir «despejado», y se siente más tonta todavía al hacerlo.

Ray teclea el código para cerrar las puertas, al tiempo que Connie usa el sistema de altavoces para decir:

– A limpiar. -Lo exclama a modo de invitación. Carga un carro con las bandejas de cartón de las cajas para llevarlas a la oficina, y Ray se acerca a Mad.

– ¿Queda algo por hacer? -pregunta.

– Solo el resto de la tienda -le asegura con orgullo.

Hay varios libros perdidos desperdigados por la sala. El calvo del sillón estaba ojeando una colección de cómics sobre un pene parlante; sin duda sus gruñidos se debían a la risa. Tres películas de terror, protagonizadas por insectos gigantes, han salido de sus crisálidas de plástico y se han colado en la sección de Ciencia. A Mad le supone algún tiempo localizar sus estuches. Una vez que los libros de los estantes de novedades ya han sido devueltos a su redil, la gran masa de ejemplares ha de ser ordenada. Mad desearía no seguir sintiendo la necesidad de echar un vistazo a los suyos a cada rato. Ha perdido la cuenta de las veces que lo ha hecho cuando Lorraine dice:

– ¿No deberíamos haber acabado ya?

– Vaya, tiene razón -dice Ray-. Han dado las once.

Mad consulta el fino reloj de oro que le compraron sus padres por su veintiún cumpleaños, el año pasado.

– No pasa nada por unos pocos minutos más, si la tienda los necesita -comenta Greg.

– Te diré algo, Gregory -dice Lorraine-. Si quieres te regalo mis minutos y tú sigues trabajando.

Ray blande su tarjeta de identificación en el lector junto a la puerta de la sala de empleados. Ray se echa a un lado para dejar a Mad y Lorraine fichar primero.

– Lo siento, se me olvidó avisar de la hora. El ordenador no parece querer dejarme introducir las cifras -declara Connie desde su oficina.

Posiblemente Ray se mosquea un poco ante la afirmación implícita de que mandar a los empleados a casa sea meramente una de las funciones de su trabajo.

– Espero que lo arreglemos -le dice, y precede a los demás hasta la salida-. Conducid con cuidado -aconseja a sus compañeros antes de dejarlos salir, pues hay una gran cortina de niebla a doscientos metros de la tienda, en Fenny Meadows.

El desierto de asfalto, adornado solo con los delgados rectángulos pintados bajo la gigantesca equis de «Textos», brilla ligeramente, como si estuviera embarrado. La superficie exterior de los escaparates se está tornando del color gris del hielo. El aire está cargado con el espeso y lechoso resplandor de los focos. Las luces más alejadas tienen un aspecto más difuminado; las del exterior de Stack o' Steak y Frugo podrían ser lunas atadas con una cuerda invisible al pavimento, la clase de luna borrosa que a Mad le parece un huevo gigante a punto de eclosionar y soltar una horda de arañas. Se da prisa, temblando de frío y caminando detrás de Lorraine para dar la vuelta al edificio y llegar al aparcamiento de empleados del complejo.

Allí está su pequeño Mazda verde, blanqueado por el foco sobre la equis de «Textos». Las sombras provocan que los cinco coches parezcan estar sobre o junto a charcos que han surgido de debajo del cemento. Lorraine se sube a su Shogun antes incluso de que Mad haya abierto la puerta de su vehículo. Greg está esperando dentro de su Austin, y aprieta el claxon como si les diera a sus colegas permiso para irse. Mad deja tiempo al motor para que se caliente y no se cale. Una mancha de luz repta por la pared y parece desaparecer en el cemento; es el reflejo de los faros de Lorraine alejándose.

Cuando Mad pasa conduciendo por delante de Textos, vislumbra una forma borrosa vagando entre las estanterías; Ray, presumiblemente. Sin duda está comprobando si todo está en orden. No puede evitar preguntarse durante cuánto tiempo estarán las suyas en ese estado. Sigue avanzando con su coche, saliendo de la niebla que cae sobre el complejo, y ve las luces de los faros volando como chispas por la autopista. No debería sentirse como si estuviera emergiendo desde un lugar lóbrego. Ahora va a su casa en St. Helens, a su primer pisito propio, a meterse en la cama comprada por sus padres para su estancia en la universidad; con un poco de suerte disfrutará de nueve maravillosas horas sin pensar en el trabajo.

Загрузка...