C036.

– ¿De qué me hablas? -preguntó Lynn Kendall, con la mirada clavada en Dave, que permanecía sentado sin decir nada en el sofá de la sala de estar-. ¿Dices que este mono es hijo tuyo?

– Bueno, no exactamente…

– ¿Qué quiere decir «no exactamente»? -La mujer se paseaba de un lado a otro de la sala-. ¿Qué cono quiere decir eso, Henry?

La tarde de aquel sábado había transcurrido de forma normal. Tracy, su hija adolescente, se encontraba en el patio trasero tomando el sol y hablando por teléfono sin dignarse a hacer los deberes. Su hermano, Jamie, chapoteaba en la piscina hinchable. Lynn se había pasado todo el día encerrada en casa tratando de acabar un trabajo urgente. Llevaba tres días pegada al ordenador, así que, al abrir la puerta, le había sorprendido que su marido entrara llevando a un chimpancé cogido de la mano.

– A ver, Henry: ¿es hijo tuyo o no?

– En cierta manera, sí.

– Ah, ya. En cierta manera. Está clarísimo, gracias por explicarlo tan bien. -Se dio la vuelta y se quedó mirando a su marido. Un pensamiento horroroso acababa de atravesar su mente-. Espera un momento, ¿me estás diciendo que te acostaste con…?

– No, no -se apresuró en responder su marido, levantando las manos-. No, cariño. No tiene nada que ver con eso. Fue un experimento.


– ¿Un experimento? ¡Por Dios! ¡Un experimento! ¿Qué clase de experimento, Henry?

El mono se hizo un ovillo en el asiento. Se sujetaba los dedos de los pies con las manos mientras observaba a los dos adultos.

– Baja la voz -le pidió Henry-. Estás asustándolo.

– ¿Yo? ¿Yo estoy asustándolo? ¡Venga! ¡No es más que un mono de mierda, Henry!

– Simio.

– Simio, mono… ¿Qué está haciendo aquí, Henry? ¿Por qué lo has traído a casa?

– Bueno… Yo no… De hecho, va a quedarse a vivir con nosotros.

– ¿Que va a quedarse a vivir con nosotros? Lo que faltaba. Resulta que hay un mono que es hijo tuyo y me paso años sin saberlo. De pronto un día lo traes a casa como si tal cosa. Estupendo. Es de lo más normal, cualquiera lo entendería. ¿Por qué no me lo habías dicho, Henry? Claro, era mejor que fuera una sorpresa. Llevabas a tu hijo en el coche pero era mejor esperar a decírmelo cuando estuvieras en la puerta. Estupendo, Henry. Me alegro mucho de que asistiéramos a todas esas sesiones de comunicación y confianza en la pareja.

– Lynn, lo siento…

– Siempre dices que lo sientes, Henry. ¿Qué piensas hacer con él? ¿Vas a llevarlo al zoo o qué?

– No me gusta el zoo -protestó Dave, dejándose oír por primera vez.

– No estaba hablando contigo -le espetó Lynn-. Mantente al margen.

De pronto, Lynn se detuvo en seco.

Se dio media vuelta.

Miró al animal de hito en hito.

– ¿Sabe hablar?

– Sí-respondió Dave-. ¿Eres mi madre?


Lynn Kendall no se murió del susto, pero se puso a temblar como un flan y las piernas acabaron por fallarle. Henry la sujetó y la ayudó a sentarse en su sillón favorito, junto al sofá, frente a la mesita auxiliar. Dave no movió ni un músculo. Los miraba con los ojos como platos. Henry entró en la cocina, sirvió un refresco para su esposa y se lo llevó a la sala.

– Tómate esto -dijo.

– Quiero un Martini.

– Cariño, eso pertenece al pasado.

Lynn era miembro de Alcohólicos Anónimos.

– Ya no sé qué pertenece al pasado y qué no. -No dejaba de mirar a Dave-. Sabe hablar. El mono sabe hablar.

– Ya te he dicho que no es un mono.

– Siento haberte hacido enfadar -se disculpó Dave.

– Se llama Dave -le explicó Henry-. A veces conjuga mal los verbos.

– A veces hazo enfadar a la gente. Se sienten mal -dijo Dave.

– Dave, cariño -empezó Lynn-, no es culpa tuya. Me pareces muy simpático. La culpa la tiene él. -Señaló a Henry con el dedo pulgar-. Es un imbécil.

– ¿Qué quiere decir imbécil?

– Seguro que no ha oído nunca ningún insulto -apuntó Henry-. Tendrás que mirar lo que dices.

– ¿Cómo se mira lo que se dice? -preguntó Dave-. Los sonidos no se ven.

– Estoy muy confusa -dijo Lynn, hundiéndose en el sillón.

– Es una expresión, Dave -le explicó Henry-, una forma de hablar.

– Ah, ya lo entiendo -aseguró Dave.

Se hizo un momento de silencio. La esposa de Henry exhaló un suspiro y él le dio unas palmaditas en el brazo.

– ¿Tenéis árboles? -preguntó Dave-. Me gusta trepar a los árboles.


En ese preciso momento, Jamie entró en casa.

– Hola, mamá. Dame una toalla… -Interrumpió la frase y se quedó mirando al chimpancé.

– Hola -lo saludó Dave.

Tras un instante de perplejidad, Jamie reaccionó.

– ¡Cómo mola! -exclamó-. Yo soy Jamie.

– Yo me llamo Dave. ¿Tienes árboles? Quiero trepar.

– ¡Claro! ¡Hay uno altísimo! ¡Ven conmigo!

Jamie se dirigió a la puerta. Dave miró a Lynn y a Henry con expresión interrogativa.

– Anda, ve con él -dijo Henry.

Dave se bajó del sofá de un salto y fue correteando hasta la puerta, detrás de Jamie.

– ¿Estás seguro de que no se escapará? -preguntó Lynn.

– No creo que lo haga.

– ¿Porque es hijo tuyo?

La puerta se cerró de golpe. Procedentes del exterior, oyeron los gritos y los chillidos de su hija preguntando:

– ¿Qué es eso?

A continuación, oyeron que Jamie le respondía:

– Es un chimpancé y vamos a trepar a los árboles.

– ¿De dónde lo has sacado, Jamie?

– Es de papá.

– ¿Muerde?

No oyeron la respuesta de Jamie. De todas formas, a través de la ventana vieron que las ramas de los árboles se movían. Del exterior les llegaron risitas y carcajadas.

– ¿Qué piensas hacer con él? -preguntó Lynn.

– No lo sé -respondió Henry.

– Aquí no puede quedarse.

– Eso ya lo sé.

– Si no he querido tener perro, menos voy a tener en casa a un simio.

– Ya lo sé.

– Además, no tenemos sitio.

– Ya lo sé.


– Menudo problema -dijo la mujer.

Henry no pronunció palabra, se limitó a asentir.

– ¿Cómo cono pasó, Henry? -preguntó.

– Es largo de explicar -respondió él.

– Soy toda oídos.

Henry le explicó que, cuando lograron descodificar el genoma humano, los científicos descubrieron que el del chimpancé era prácticamente idéntico.

– Tan solo quinientos genes diferencian a ambas especies.

Con todo, la cifra no significaba nada, puesto que los seres humanos también compartían muchos genes con los erizos de mar. De hecho, casi todas las criaturas del planeta compartían decenas de miles de genes. Una gran uniformidad subyacía en todos los seres vivos, genéticamente hablando.

El descubrimiento dio lugar a un gran interés por conocer qué causaba las diferencias entre las especies. Quinientos genes no eran muchos, sin embargo, un gran abismo parecía separar a los chimpancés de los seres humanos.

– Muchas especies son capaces de cruzarse y producir híbridos: los leopardos y los jaguares, los delfines y las ballenas, los búfalos y las vacas, las cebras y los caballos, los camellos y las llamas. Los osos pardos y los polares en estado salvaje a veces se aparean entre ellos. Los leones y los tigres producen ligres. Faltaba por saber si los chimpancés y los humanos podían dar lugar a un híbrido de ambas especies. Parece ser que no.

– ¿Alguien lo ha intentado?

– Muchas personas. La primera vez fue en 1920.

Sin embargo, a pesar de que la hibridación resultara imposible, Henry explicó que existía la posibilidad de implantar genes humanos directamente en un embrión de chimpancé para crear así un animal transgénico. Cuatro años antes, durante el período sabático en los National Institutes of Health, estaba estudiando el autismo y quería saber qué genes eran los causantes de la diferencia entre las habilidades comunicativas de las personas y las de los simios.

– Los chimpancés son capaces de comunicarse, cuentan con una variedad importante de sonidos y gestos de las manos -aseguró Henry-. También saben organizarse en partidas de caza de un modo muy efectivo para atrapar animales más pequeños. Se comunican, pero no hablan. Igual que los autistas severos. Por eso me interesaban.

– ¿Y qué hiciste? -quiso saber su esposa.

Con la ayuda de un microscopio había introducido genes humanos en un embrión de chimpancé en el laboratorio. Sus propios genes.

– ¿Incluidos los genes que regulan el habla? -preguntó Lynn.

– De hecho, los introduje todos.

– Así que le implantaste todos tus genes.

– Escucha, yo no creía que el experimento diera fruto -se disculpó-. Mi única intención era obtener un feto.

– ¿Solo un feto? ¿No un animal?

Si el feto transgénico sobrevivía durante ocho o nueve semanas antes de ser abortado de forma espontánea, la diferenciación sería lo bastante importante como para poder diseccionarlo y adquirir más conocimientos sobre el habla en los simios.

– ¿Creías que el feto moriría?

– Sí. Solo esperaba que durara lo suficiente…

– ¿Pensabas descuartizarlo?

– Sí, quería diseccionarlo.

– ¿Tus genes? ¿Tu feto? ¿Hiciste eso para luego diseccionarlo? -Lynn lo miraba como si fuera un monstruo.

– Solo era un experimento, Lynn. Todos los científicos hacen cosas… -Se interrumpió. No la convencería-. Escucha: utilicé mis genes porque los tenía a mano, no me hacía falta pedirle permiso a nadie. Fue un experimento, no tenía nada que ver conmigo personalmente.

– Pues ahora tiene mucho que ver contigo.


La pregunta a la que Henry había tratado de hallar respuesta era clave. Los chimpancés y los humanos provenían de un antepasado común; ambas especies se habían separado seis millones de años atrás. Los científicos habían descubierto hacía mucho tiempo que cuando más se parecían los chimpancés a los humanos era en estado fetal, lo cual parecía indicar que las diferencias entre los humanos y los chimpancés se debían en parte al desarrollo intrauterino. Los chimpancés eran como humanos cuyo desarrollo se detenía en cierta fase del estado fetal. Algunos científicos creían que la diferencia se debía al crecimiento del cerebro humano, que durante el primer año después del nacimiento duplicaba su tamaño. Sin embargo, el interés de Henry se centraba en el habla, y para que esta tuviera lugar era necesario que las cuerdas vocales se situaran en la garganta y estuvieran conectadas con la boca, de modo que se creara una caja de resonancia. El fenómeno tenía lugar en los humanos, pero no en los chimpancés. La secuencia de desarrollo completa resultaba extremadamente compleja.

Henry albergaba la esperanza de obtener un feto transgénico para adquirir a partir de él más conocimientos sobre los cambios que hacían posible el desarrollo del habla en los humanos. Ese era, al menos, su plan inicial.

– ¿Por qué no extirpaste el feto, tal como tenías previsto? -preguntó Lynn.

El motivo era que durante aquel verano muchos chimpancés contrajeron una encefalitis vírica y se llevaron a los animales sanos para ponerlos en cuarentena. Los trasladaron a distintos laboratorios de la costa Este.

– No volví a oír hablar del embrión al que había implantado los genes. Supuse que la hembra habría abortado en algún lugar durante la cuarentena y que el feto habría sido desechado. No podía preguntar mucho…

– Porque lo que hiciste era ilegal, ¿no?

– Bueno, «ilegal» es un término muy contundente. Di por hecho que el experimento había fracasado y ya está.


– Pero no fue así.

– Eso parece -concluyó él.

Lo que de hecho ocurrió fue que la hembra dio a luz a una cría tras la gestación completa y ambos fueron devueltos a Bethesda. La cría de chimpancé tenía un aspecto absolutamente normal. Tenía la piel algo pálida, sobre todo en la zona sin pelo que rodeaba la boca. No obstante, puesto que los chimpancés variaban mucho en cuanto a la cantidad de pigmentación, nadie le dio importancia al asunto.

A medida que la cría se hacía mayor, su apariencia resultaba cada vez más anormal. La cara, al principio achatada, sin prominencias, siguió sin desarrollarlas con la edad. Conservaba rasgos más bien infantiles. Aun así, nadie se cuestionó nada en relación con el aspecto de la cría… hasta que, durante un análisis de sangre rutinario, los resultados de la enzima Ge del ácido siálico fueron negativos. Puesto que la enzima estaba presente en todos los simios, lo lógico era pensar que se había producido algún error en la analítica y por eso la repitieron. Sin embargo, el resultado volvió a ser negativo. La cría de chimpancé no tenía esa enzima.

– La ausencia de la enzima es una cualidad humana -explicó Henry-. El ácido siálico es un tipo de azúcar. Ningún humano tiene la forma Ge del ácido siálico; los simios, en cambio, la tienen todos.

– Excepto esa cría.

– Exacto. Por eso le hicieron una prueba de ADN y se dieron cuenta de que la diferencia genética con respecto a un ser humano era inferior al 1,5 por ciento habitual. La cría mostraba tan solo diferencias menores. A partir de ahí, empezaron a atar cabos.

– Compararon el ADN del chimpancé con los de todas las personas que habían trabajado en el laboratorio, ¿no?

– Sí.

– Y llegaron a la conclusión de que se correspondía con el tuyo.

– Sí. El departamento de Bellarmino me envió una muestra hace unas semanas, supongo que con el propósito de darme un toque de atención.


– Y tú, ¿qué hiciste?

– Se la llevé a un amigo para que la analizara.

– ¿Al que trabaja en Long Beach?

– Sí.

– ¿Y Bellarmino?

– Lo único que quiere es no aparecer como responsable cuando la noticia salga a la luz. -Sacudió la cabeza-. Volvía a casa en coche y justo estaba al oeste de Chicago cuando recibí la llamada de Rovak, un empleado del laboratorio. Dicen que lo que haga con él es cosa mía, esa es la postura que han adoptado. El problema es mío, no suyo.

Lynn puso mala cara.

– ¿Por qué no se trata de un descubrimiento importante? ¿No debería darte a conocer en el mundo entero? Has creado el primer simio transgénico.

– El problema es que mi acción es censurable, podría incluso ir a la cárcel. Por una parte, no tenía permiso de ninguno de los comités que regulan la investigación con primates. Por otra, los NIH prohiben expresamente los experimentos transgénicos con cualquier animal salvo las ratas. Además, todos esos bichos raros que están en contra de la modificación genética y los chiflados de los alimentos Frankenstein pondrían el grito en el cielo. En los NIH no quieren verse implicados en nada de todo esto y se desentenderían del asunto.

– Así que no puedes contarle a nadie quién es Dave en realidad. Pues tienes un problema, Henry, porque te va a ser imposible mantenerlo en secreto.

– Ya lo sé -reconoció él con abatimiento.

– Ahora mismo Tracy está hablando por teléfono y les está contando a todas sus amigas que en el patio de su casa hay un simio encantador.

– Sí…

– Seguro que dentro de nada las tienes a todas aquí. ¿Cómo piensas explicarles lo de Dave? Y detrás de las chicas acudirán los periodistas. -Lynn miró el reloj-. Calculo que dentro de una hora o dos como máximo. ¿Qué piensas decirles?

– No lo sé. Tal vez les cuente que el experimento se llevó a cabo en el extranjero, en China o en Corea del Sur, y que luego enviaron aquí a Dave.

– ¿Qué dirá Dave cuando los periodistas le pregunten?

– Le pediré que no hable con ellos.

– Los periodistas no se darán por satisfechos, Henry. Se instalarán en tiendas de campaña delante de casa y nos observarán con los prismáticos, o desde un helicóptero. Cogerán los primeros aviones rumbo a China y a Corea del Sur para hablar con el responsable del experimento. ¿Qué pasará cuando no lo encuentren?

Lynn se lo quedó mirando fijamente. Luego se volvió hacia la puerta y echó un vistazo al patio. Dave se encontraba jugando con Jamie. Ambos gritaban y se balanceaban colgados de las ramas de los árboles. La mujer guardó silencio un momento. Al final volvió a hablar.

– La verdad es que tiene la piel muy pálida.

– Ya lo sé.

– Y la cara casi tan estilizada como la de un humano. ¿Qué aspecto tendría si le cortaran el pelo?

Así nació el síndrome de GandlerKreukheím, una extraña mutación genética que causaba estatura baja, excesivo crecimiento del vello y una deformación de las facciones que conferían a quien la sufría aspecto de simio. El síndrome era muy raro, solo se habían hecho cuatro referencias a él durante el último siglo. La primera vez se había dado en una familia de aristócratas húngaros de Budapest, en 1923. Dos de los hijos nacieron con el síndrome, que el doctor austríaco Emil Kreukheim describió en publicaciones médicas. El segundo en sufrirlo fue un niño esquimal nacido en Alaska en 1944. El tercer caso fue el de una niña nacida en Sao Paulo en 1957 y que murió debido a una infección a las pocas semanas de nacer. El cuarto caso tuvo lugar en Brujas, Bélgica, en 1988; al principio los medios lo difundieron, pero pronto cayó en el olvido. El paradero del chico era a la sazón desconocido.

– Me gusta -dijo Lynn. Estaba tecleando en su ordenador portátil-. ¿Cómo dices que se llama ese síndrome? El de la excesiva vellosidad congénita.

– Hipertricosis -respondió Henry.

– Hiper… -siguió tecleando-. Así que el síndrome de GandlerKreukheim y la hipertricosis están relacionados. De hecho, es una hipertricosis lanuginosa congénita. Solo se han recogido cincuenta casos en los últimos cuatrocientos años.

– ¿Lo estás escribiendo o leyendo?

– Las dos cosas. -Lynn se recostó en el asiento-. Vale, de momento ya tengo bastante. Ve a decírselo a Dave.

– ¿El qué?

– Que es humano. De todas formas, seguro que es lo que él cree.

– Muy bien. -De camino a la puerta, Henry le preguntó a Lynn-: ¿De verdad crees que va a funcionar?

– Estoy segura -contestó Lynn-. En California existen leyes que impiden invadir la intimidad de los niños con problemas. La mayoría sufren deformidades importantes y ya tienen bastante con aprender a crecer con ello y asistir a la escuela como para encima tener que soportar la presión de los medios de comunicación. Las multas son de ordago. No se arriesgarán.

– Puede que tengas razón.

– Es todo cuanto podemos hacer por ahora -dijo Lynn. Volvía a teclear.

Henry se detuvo junto a la puerta.

– Si Dave es humano, no podemos mandarlo a un circo -observó.

– Claro que no -dijo Lynn-. No, no. Dave vivirá con nosotros. Gracias a ti, ahora forma parte de la familia. No nos queda más remedio que aceptarlo.

Henry salió al patio. Tracy y sus amigas se encontraban de pie junto a los árboles y señalaban hacia las ramas.

– ¡Mirad el mono! ¡Miradlo!


– No -las corrigió Henry-. No es un mono. No lo molestéis, por favor. Dave tiene una extraña enfermedad genética… -Y les explicó toda la historia mientras ellas lo escuchaban embelesadas.

Jamie disponía de una cama nido que utilizaba siempre que algún amigo se quedaba a dormir. Lynn extrajo la cama sobrante y la preparó para que Dave pudiera dormir allí, al lado de Jamie.

– Es muy mullida -fueron las últimas palabras que pronunció Dave antes de quedarse dormido casi de inmediato mientras Lynn le acariciaba el pelo.

– Qué guay, mamá. Es como tener un hermanito.

– Sí -reconoció su madre.

La mujer apagó la luz y cerró la puerta. Cuando más tarde volvió para echar un vistazo, descubrió que Dave había retorcido las sábanas y las había situado en medio de la cama formando una especie de nido circular.

– ¡No! No puede quedarse a vivir en casa -exclamó Tracy, plantada en medio de la cocina con los brazos en jarras-. ¿Cómo has podido hacerme una cosa así, papá?

– ¿Qué te he hecho?

– Ya sabes lo que dirán los niños. Es un mono que se parece a una persona, papá. Dirán que es igual que tú pero en chato. -Estaba a punto de echarse a llorar-. Es pariente tuyo, ¿verdad? Tiene tus genes.

– Oye, Tracy…

– Me da mucha vergüenza. -La niña empezó a sollozar-. Justo ahora que tenía la oportunidad de entrar en el equipo de animadoras.

– Tracy, estoy seguro de que…

– Las cosas me estaban yendo muy bien este curso, papá.

– Y seguirán yéndote bien.

– ¡No! ¡Con ese mono en casa, no!


Fue a buscar una CocaCola a la nevera; cuando regresó, todavía se sorbía la nariz. En ese momento entró su madre.

– No es un mono -aseguró Lynn-. Es un niño que tiene la desgracia de padecer una enfermedad horrible.

– Venga, mamá.

– Búscalo tú misma. Míralo en internet.

– Ahora mismo.

Tracy se dirigió al ordenador sin dejar de sorberse la nariz. Henry se quedó mirando a su esposa y luego se acercó a ver qué encontraba su hija.

Variante de la hipertricosis descubierta en 1923.


(Hungría).

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Síndrome de GandlerKreukheim. Bélgica.


– No tenía ni idea -confesó Tracy, sin dejar de mirar la pantalla-. Solo han existido cuatro o cinco casos en toda la historia. ¡Pobre niño!

– Es una persona muy especial -dijo Henry-. Espero que ahora estés dispuesta a tratarlo mejor. -Apoyó la mano en el hombro de Tracy y se volvió a mirar a su esposa-. Sí que te cunden un par de horas.

– He tenido que correr -confesó.

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