La esposa de Henry Kendall, Lynn, se dedicaba a diseñar páginas web y por eso solía pasarse el día en casa. A las tres de la tarde recibió una extraña llamada telefónica.
– Soy el doctor Marty Roberts, del Long Beach Memorial -se identificó la voz-. ¿Está Henry?
– Ha ido a ver un partido de fútbol. ¿Quiere que le dé algún recado?
– Lo he llamado al despacho y al móvil, pero no me ha contestado. -El tono del doctor Roberts denotaba urgencia.
– He quedado con Henry dentro de una hora -respondió Lynn-. ¿Es que le ha pasado algo, doctor Roberts?
– No, no, tranquila, está bien. Está perfectamente. Dígale que me llame, por favor.
Lynn respondió que así lo haría.
Más tarde, cuando Henry llegó a casa, Lynn entró en la cocina y se lo encontró preparándole un vaso de leche con galletas a Jamie, el hijo de ocho años que ambos tenían en común.
– ¿Conoces a alguien del hospital Long Beach Memorial? -le preguntó.
Henry se quedó perplejo.
– ¿Ha llamado?
– Esta tarde. ¿Quién es?
– Un amigo del instituto. Es patólogo. ¿Qué te ha dicho?
– Nada. Quiere que lo llames.
Lynn se mordió la lengua para no preguntarle a su marido de qué iba todo aquello.
– De acuerdo -respondió él-. Gracias.
Vio que Henry se quedaba mirando el teléfono de la cocina. Al final, el hombre se dio media vuelta y se dirigió al pequeño estudio que compartían. Cerró la puerta. Lo oyó hablar en voz baja, pero no fue capaz de distinguir las palabras.
Jamie estaba merendando. Tracy, su hija de trece años, estaba escuchando música muy alta en el piso de arriba.
– ¡Haz el favor de bajar eso! -gritó Lynn por el hueco de la escalera. Tracy no la oyó, así que no tuvo más remedio que subir.
Cuando volvió a bajar, Henry caminaba de un lado a otro del estudio.
– Tengo que marcharme de viaje -le explicó.
– ¿Adonde vas?
– A Bethesda.
– ¿Alos NIH?
La organización National Institutes of Health tenía la sede en Bethesda. Henry iba allí unas cuantas veces al año, a congresos.
– Sí.
La mujer lo observó pasearse de un lado a otro.
– Henry -empezó-, ¿no piensas decirme de qué va todo esto?
– Es sobre una investigación, tengo que comprobar unos datos… Yo… No estoy seguro.
– ¿Vas a Bethesda y no sabes para qué?
– Claro que sé para qué. Es… Bueno, tiene que ver con Bellarmino.
Robert Bellarmino era el director del departamento de genética de los NIH; él y su marido no se llevaban bien.
– ¿Qué le pasa ahora?
– Tengo que… ocuparme de una cosa que ha hecho.
La mujer se dejó caer en una silla.
– Escucha, Henry. Te quiero, pero estoy confusa. ¿Por qué no me cuentas…?
– Mira -la interrumpió-, no quiero hablar de ello. Tengo que ir allí y ya está. Solo estaré fuera un día.
– ¿Estás metido en algún lío?
– Te he dicho que no quiero hablar de ello, Lynn. Tengo que marcharme.
– Muy bien. ¿Cuándo te irás?
– Mañana.
La mujer asintió despacio.
– De acuerdo. ¿Quieres que reserve…?
– Ya lo he hecho yo, lo tengo por la mano. -El hombre dejó de pasearse y se le acercó-. Escúchame, no quiero que te preocupes.
– Lo que me pides es bastante difícil, dadas las circunstancias.
– No pasa nada -la tranquilizó-. Tengo que ocuparme de una cosa y luego se habrá acabado todo.
No le dio más explicaciones.
Lynn llevaba quince años casada con Henry. Tenían dos hijos. Sabía mejor que nadie que Henry era propenso a sufrir tics nerviosos y a fantasear. La misma capacidad imaginativa que había hecho de él un investigador de primera clase también lo había vuelto un poco histérico. Siempre creía tener síntomas de alguna enfermedad terrible. Iba al médico cada par de semanas y, entre visita y visita, le hacía consultas por teléfono. Cada dos por tres padecía dolores, picores, erupciones y aprensiones repentinas que lo despertaban a media noche. De los problemas más nimios hacía un drama. Cualquier pequeño accidente parecía mortal, tal como Henry lo explicaba.
Así, aunque lo del viaje a Bethesda le resultaba extraño, Lynn optó por no darle más importancia. Miró el reloj y vio que era hora de descongelar la salsa de los espaguetis para la cena. No quería que Jamie comiera demasiadas galletas, porque luego no tendría apetito. Tracy había vuelto a subir el volumen de la música.
Al cabo de poco rato, las ocupaciones cotidianas la habían absorbido y habían apartado a Henry y aquel extraño viaje de su mente. Tenía cosas que hacer, y las hizo.