Gail Bond había caído en la rutina. Pasaba la noche con Yoshi y luego volvía a casa a las seis de la mañana para despertar a Evan, darle el desayuno y despedirlo cuando se iba al colegio. Una mañana, nada más abrir la puerta supo que a Gerard le había pasado algo. La jaula estaba destapada en el pasillo y la percha, vacía. Gail soltó un taco y fue derecha al dormitorio, donde Richard todavía dormía. Lo zarandeó para despertarlo.
– Richard. ¿Dónde está Gerard?
Richard bostezó.
¿Qué?
– Gerard. Que dónde está Gerard.
– Me temo que ha ocurrido un accidente.
– ¿Qué accidente? ¿Qué has hecho?
– Estaban limpiando la jaula en la cocina y la ventana estaba abierta. Salió volando.
– Es imposible, tiene las alas recortadas.
– Ya lo sé -contestó Richard, sin poder reprimir un nuevo bostezo.
– No salió volando.
– Lo único que sé es que oí chillar a Nadezhda y que cuando llegué a la cocina estaba señalando la ventana. Me asomé y vi que el pajarraco agitaba las alas desesperado mientras caía al suelo. Por descontado, bajé corriendo a la calle, pero ya no estaba.
El hijo de puta intentaba reprimir una sonrisa.
– Richard, esto es muy serio, se trata de un animal transgénico. Si escapa podría transmitir sus genes a otros loros.
– Ya te lo he dicho, ha sido un accidente.
– ¿Dónde está Nadezhda?
– Ahora viene solo por la tarde. Pensé que así reduciríamos gastos.
– ¿Tiene móvil?
– La contrataste tú, cielo.
– No me llames cielo. No sé qué has hecho con ese loro gris, pero esto no es cosa de broma, Richard.
– Qué quieres que te diga -contestó, encogiéndose de hombros.
Por descontado, eso arruinaba todos sus planes. Tenían pensado publicar en línea el mes siguiente y eran conscientes de que investigadores de todo el mundo pondrían el grito en el cielo proclamando que mentían. Dirían que no se trataba más que de otro fenómeno de Hans el Listo, pura mímica. Y Dios sabe qué más. Todo el mundo querría ver el pájaro y el pájaro había desaparecido.
– Mataría a Richard -comentó con Maurice, el jefe del laboratorio.
– Y yo contrataré al mejor «abobado» para tu defensa -contestó él, sin sonreír-. ¿Crees que sabe dónde está el pájaro?
– Seguramente, pero no me lo va a decir. Odiaba a Gerard.
– Tienes un problema de custodia por un pájaro.
– Hablaré con Nadezhda, pero lo más probable es que le haya pagado y la haya despachado.
– ¿El pájaro sabía tu nombre o el del laboratorio? ¿Algún número de teléfono?
– No, pero memorizó los tonos de marcado de mi móvil. Solía cantarlos como una secuencia de sonidos.
– Entonces puede que te llame algún día.
Gail suspiró.
– Tal vez.