15

Gideon aparcó la larga limusina en el espacio prohibido de la cola de taxis de la Terminal 1 de llegadas. Seguía pensando en la llamada que había hecho al Departamento de Seguridad Interior desde una cabina, nada más salir de la EES. No había marcado el número que figuraba en la tarjeta sino uno general. Le contestó una operadora y él dejó caer el nombre de Glinn. En el acto le pusieron con el director en persona a través de una línea segura.

Diez sorprendentes minutos más tarde Gideon colgó mientras seguía preguntándose por qué demonios aquella gente tan enigmática lo había elegido, precisamente a él, para aquella misión poco menos que insensata. El director no había dejado de repetirle: «Tenemos una confianza absoluta en el señor Glinn. Nunca nos ha fallado».

Apartó aquellos pensamientos de su mente e intentó hacer lo mismo -aunque esta vez con menos éxito- con otros más siniestros: los relacionados con su salud, su «repentina» mala salud. Ya tendría tiempo para pensar en ella más adelante. Por el momento debía concentrarse solo en una cosa: el problema que tenía entre manos.

Era casi medianoche, pero el aeropuerto Kennedy estaba abarrotado con el bullicio de los últimos vuelos provenientes del Extremo Oriente. Mientras avanzaba lentamente a lo largo de la acera, vio que dos agentes de la TSA [2] lo observaban. Se acerca ron con expresión ceñuda en sus rostros pedantes.

Se apeó de la limusina, y les dedicó su mejor sonrisa. El traje oscuro le producía picor en aquella noche calurosa.

– ¿Se puede saber qué está haciendo? -le preguntó el primer policía, un tipo menudo, delgado y agresivo como una comadreja, sacando su libreta de multas-. La cola de las limusinas está por allí -añadió gesticulando airadamente.

El segundo policía no tardó en llegar resoplando. Era grande, corpulento y lento.

– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó con aire confundido.

Gideon se cruzó de brazos, apoyó el pie en el parachoques de la limusina y sonrió abiertamente.

– El agente Costello, ¿verdad?

– Me llamo Gorski -fue la respuesta.

– Vaya, pues me recuerda usted a Costello -contestó Gideon.

– No conozco a nadie con ese nombre -dijo Gorski.

– No hay ningún agente Costello -intervino el policía bajo y delgado-. No sabemos de qué nos habla. Se supone que no puede aparcar aquí.

– Estoy aquí para recibir una llegada VIP. Ya saben cómo funciona eso, ¿no? -Gideon guiñó un ojo, sacó un paquete de chicles y ofreció a los agentes.

El gordo cogió uno.

– Déjeme ver su permiso -dijo el flaco, rechazando el chicle y lanzando una mirada de reproche a su compañero.

Gideon le entregó el permiso que había «alquilado» -un gasto considerable- junto con el vehículo. El agente lo cogió con brusquedad, lo examinó y lo pasó a su colega. El gordo lo miró frunciendo los labios. Gideon dobló su chicle en dos, se lo metió en la boca y lo masticó con aire pensativo.

– Ya sabe que no puede detenerse aquí -dijo el poli flaco con voz chillona-. Voy a tener que multarle, y será mejor que estacione su vehículo donde debe.

Abrió la libreta y empezó a escribir.

– Por favor, agente, no me multe -rogó Gideon-. Las multas me producen urticaria.

El policía soltó un bufido.

– Supongo que no ha recibido el mensaje, ¿verdad? -dijo Gideon encogiéndose de hombros.

– ¿Qué mensaje?

– Sobre la persona a la que tengo que recibir.

– Me importa una mierda a quién tenga que recibir. No puede pararse aquí. ¡Y no hacemos excepciones! -espetó el flaco. Sin embargo, había dejado de escribir.

El agente gordo seguía mirando fijamente el permiso con una mueca de concentración.

Gideon no dijo más y esperó.

– ¿Y a quién se supone que debe recibir? -preguntó por fin el flaco.

La sonrisa de Gideon se hizo más amplia.

– Ya sabe que no puedo decírselo. -Miró su reloj-. Su avión está llegando en este momento del Extremo Oriente. Cuando se acerque a la aduana le darán el tratamiento VIP y lo dejarán pasar en un visto y no visto. Él me espera, pero dentro, no en la acera, discutiendo con un par de taru…, quiero decir con un par de agentes de seguridad.

Gorski le devolvió el permiso.

– Parece que está todo en orden -dijo, sin dirigirse a nadie en concreto.

– No tenemos noticia de ninguna llegada VIP -dijo el policía bajo en un tono menos agresivo-. Lo siento, pero las normas son las normas.

Gideon entornó los ojos.

– Estupendo, así que no saben nada. De acuerdo, pensándolo bien, será mejor que me ponga esa multa. La necesitaré para mi informe. -Meneó la cabeza y se dispuso a volver a la limusina.

El policía flaco lo miró con aire suspicaz.

– Si va a llegar un VIP tendrían que habernos avisado. ¿De quién se trata? ¿Algún político?

Gideon se detuvo ante la portezuela abierta.

– Digamos que es uno de los suyos. El jefe. Un tipo famoso por cómo se cabrea cuando alguien la jode.

Los dos policías intercambiaron una mirada.

– ¿Se refiere al comisionado?

– Yo no les he dicho nada, que conste.

– Deberíamos haber recibido un aviso -dijo Gorski, en tono quejoso.

Gideon decidió que había llegado el momento de ponerse en plan duro. Dejó que la expresión de buen humor desapareciera de su rostro y miró el reloj con ademán impaciente.

– Me parece que voy a tener que explicárselo. Es una historia sencilla, de modo que no les costará mucho entenderla. Si no recibo a ese hombre al pie de la escalera dentro de un jodido minuto, la mierda salpicará hasta Brooklyn. ¿Y saben qué? Pienso escribir en mi informe que no pude llegar porque me lo impidieron dos agentes de la TSA medio idiotas que olvidaron comprobar un aviso de llegada de VIP en su buzón de mensajes. -Sacó una libreta-. Se llama Gorski, ¿verdad? ¿Cómo se escribe eso?

– Yo… -El policía flaco miró a su compañero, sin saber qué hacer.

Gideon se volvió hacia el flaco.

– ¿Qué me dice de usted? ¿También quiere figurar en mi informe? ¿Cómo se llama, Abbott?

Los fulminó a ambos con la mirada y no tardaron en ceder.

– Está bien -dijo el flaco, nervioso, alisándose el uniforme-. Nosotros le vigilaremos la limusina. Vaya a recibirlo.

– Sí -convino Gorski-. No hay problema. Nosotros nos quedaremos aquí.

– Buena decisión. ¿Por qué no practican un poco la rutina del «quién está en primera» [3] mientras esperan?

Gideon pasó entre los dos y caminó a paso vivo hacia la entrada. La zona de recogida de equipajes era enorme, y estaba llena de gente que iba de un lado a otro con sus carritos. Un río de gente bajaba por dos grandes escaleras mecánicas. Gideon se unió al pequeño grupo de chóferes que esperaban, sosteniendo un cartel con el nombre de sus clientes.

Las escaleras siguieron descargando su riada humana. Gideon escrutó todos los rostros asiáticos a medida que iban pasando. Había memorizado las dos fotografías de Wu que Glinn le había entregado, pero siempre cabía la posibilidad de que fuera de esos que no se parecían a como salían en las fotos.

Pero no. Allí estaba: un tipo menudo, de mirada huidiza tras unas anticuadas gafas de pasta, con una frente despejada y cabello ralo, vestido con una vieja chaqueta de tweed. Bajó por la escalera encorvado y sin apenas levantar la vista, la viva imagen de la timidez y la discreción. Ni siquiera llevaba una maleta de mano o un portátil.

Wu llegó al final de la escalera, pero en lugar de dirigirse a la zona de recogida de equipajes, siguió caminando recto y a toda prisa; dejó atrás a Gideon y fue hacia la salida, a la parada de los taxis.

Pillado por sorpresa, Gideon fue tras él. No había cola en la parada. Wu pasó ágilmente por debajo de la barrera, cogió al vuelo un número del distribuidor y se metió en el primer taxi, un Ford Escape.

Gideon corrió a su limusina.

– ¡Eh! ¿Qué pasa? -gritó el poli flaco.

– ¡Me he equivocado de terminal! -repuso Gideon-. ¡Ahora sí que la he jodido, tío!

Cogió un billete de cincuenta dólares que se había guardado en el bolsillo por si acaso y lo arrojó a los policías mientras se metía en el vehículo.

Los dos corrieron tras el billete que volaba por la acera, llevado por la brisa nocturna. Gideon arrancó y corrió en pos del taxi que se desvanecía en la distancia.

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