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A unos cientos de metros al norte de la terminal de la Autoridad Portuaria, cerca del río Hudson, se levanta una gran estructura de piedra de diez pisos de alto, prácticamente desprovista de ventanas, que ocupa toda una manzana. En sus orígenes había albergado la fábrica y las oficinas de la New Amsterdam Blanket & Woolen Goods Corporation. Posteriormente, cuando la empresa cerró, unos promotores urbanísticos compraron el edificio y lo reconvirtieron en un almacén que alquilaba cuartos trasteros. Cuando este negocio acabó quebrando, el edificio fue expropiado por las autoridades de la ciudad por impago de impuestos, y el ayuntamiento, con unas pocas modificaciones, convirtió los trasteros en refugios temporales para indigentes. Conocido oficialmente con el nombre de Abram S. Hewitt Transitional Housing Facility -y, extraoficialmente, como «el Hormiguero»- constituye un gran dormitorio vertical para cientos de desfavorecidos.

El trastero estudio de Nodding Crane se encontraba en la séptima planta del Hormiguero, y era idóneo para él. Cabizbajo, con su raída gabardina y el sombrero, resultaba prácticamente imposible distinguirlo del resto de los mendigos, y solo el gastado estuche de la guitarra le otorgaba cierta distinción en aquel entorno miserable y mugriento.

A las cinco menos cuarto de la mañana caminó por el estrecho pasillo del séptimo piso, frente a la hilera de cubículos cerrados con una puerta de persiana marcada con un número, con la guitarra golpeándole los muslos. Del otro lado de las puertas le llegaba el ruido de ronquidos, toses y otros sonidos inidentificables. Cuando llegó a su trastero, abrió el candado con llave, levantó la persiana, pasó por debajo, volvió a bajarla y la atrancó con una barra de hierro. Levantó la mano, tiró del cordoncillo de la bombilla desnuda y miró a su alrededor. Una ventana estrecha daba a un conducto de aire.

Sabía que nadie había entrado en el pequeño espacio. Había sustituido el candado que le habían dado por otro de mucha mejor calidad, y este no presentaba marcas. Aun así, para él, examinar el lugar era algo tan instintivo como respirar. De todas maneras, no había gran cosa que ver: un futón pulcro, una esterilla de papel de arroz, una caja llena de botellas de litro de agua mineral y unos cuantos rollos de papel de cocina. En un rincón había un reproductor de CD portátil y una colección de viejos discos de blues; en el otro, una pequeña pila de libros de bolsillo. Le gustaban Hemingway, Twain y los de artes marciales de la dinastía Tang, como Fengshen Yanyi: forajidos de las marismas.

Solo había una cosa en aquel reducido espacio que pudiera considerarse decorativa: una fotografía, desvaída y arrugada, de una desolada cordillera pardusca: la meseta del Pamir, en la región autónoma de Xinjiang. Dejó su guitarra a un lado con cuidado, colgó la gabardina y el sombrero del gancho de la pared, se sentó en la esterilla y se quedó contemplando la foto, con intensa concentración, durante cinco minutos exactos.

Había nacido en aquella meseta, a la sombra de aquellas montañas, lejos de cualquier aldea. Su padre era un pobre pastor y campesino que había muerto cuando él apenas tenía un año. Su madre había intentado sacar adelante la granja, pero un día, cuando él tenía seis años, un desconocido pasó por allí. Tenía un aspecto muy distinto de los demás hombres que Nodding Crane había visto y hablaba un mongol entrecortado y vacilante, con un acento extraño. El desconocido explicó que provenía de América y que era un misionero que viajaba de aldea en aldea. Sin embargo, a él le pareció más un mendigo que un hombre santo. A cambio de comida, el hombre propuso enseñarles la palabra de Dios y rezar por ellos.

Su madre lo invitó a compartir la cena, y él aceptó. Mientras comían, les habló de lugares lejanos y de su extraña religión. Era torpe con los palillos, se limpiaba la boca con la manga y no dejaba de dar pequeños tragos de una cantimplora que llevaba. A Nodding Crane no le gustó el modo en que miraba a su madre, con aquellos ojos vidriosos. El hombre no dejaba de cantar unas melodías quejumbrosas, distintas de cualquier otra música que Crane hubiera oído hasta entonces. Después de la cena, mientras tomaban un té, el desconocido quiso sobrepasarse con la madre de Crane, pero ella lo rechazó. El hombre la tiró al suelo, y Crane se lanzó contra él, pero este lo derribó violentamente. Cuando el hombre empezó a violarla, Crane intentó defenderla, pero el hombre lo dejó inconsciente de un golpe. Al despertarse, vio que su madre había sido estrangulada.

Unos días después, los monjes de Shaolin se lo llevaron a vivir al templo. Aparte del adiestramiento en artes marciales, la vida monástica no le aportó nada interesante y, cuando hubo aprendido todo lo que podían enseñarle, escapó, primero a Hohhot y después a Changchun, donde vivió en las calles y se convirtió en un ladrón consumado. Eso fue antes de que la policía le echara el guante; pero, al ver sus talentos, decidieron enviarlo a la Oficina 810 para que recibiera un entrenamiento especial.

Todos los días, sin excepción, Nodding Crane realizaba aquel amargo repaso de su pasado mientras contemplaba la fotografía de su lejano hogar. Era su manera de meditar. Se levantó, realizó una larga serie de ejercicios respiratorios y, a continuación, en absoluto silencio, llevó a cabo los veintinueve pasos del ritual del kata de la Guillotina Voladora. Cuando acabó, volvió a sentarse en la esterilla, respirando apenas un poco más fuerte.

Gideon Crew casi había alcanzado su objetivo. Crane estaba seguro de que no tardaría en conducirlo a lo que buscaba. A medida que se fuera acercando a su propósito, Crew se pondría nervioso y se precipitaría. Así pues, había llegado el momento de que hiciera su finta y le lanzara una estocada imprevista al costado; la chica le serviría perfectamente para su propósito.

«No des tregua a tu enemigo -había escrito Sun Tzu-. Atácale cuando no esté preparado. Aparece donde no te espere.»

Desde aquella noche, en la meseta del Pamir, muchos años atrás, Nodding Crane no había vuelto a sonreír. Sin embargo, sentía una agradable sensación de calor en su interior, por la satisfacción de la violencia empleada y por la agradable expectación de la violencia que estaba por llegar.

Metió la mano entre los pliegues del futón y sacó un pequeño maletín de duro plástico balístico, que estaba escondido en el relleno del colchón. Desarmó el artefacto explosivo que lo protegía y lo abrió. Dentro había seis teléfonos móviles; pasaportes estadounidenses, chinos, suizos y británicos; varios miles de dólares en distintas monedas, una Glock 19 con silenciador, y un pañuelo de seda bordado con una delicada filigrana.

Lo cogió con cuidado, amorosamente. Había pertenecido a su madre. Se lo puso encima de las rodillas; luego, metió la mano en el bolsillo de la gabardina y sacó su juego de uñetas, para los cuatro dedos y el pulgar. Estaban llenos de sangre y tejidos y habían perdido su brillo característico.

Cogió una de las botellas de agua, la abrió y humedeció un trozo de papel de cocina. Acto seguido, ordenó las uñetas ante él, una a una. Tiempo atrás las había bautizado con los nombres de antiguas deidades, y en ese momento, mientras las limpiaba, repasó la personalidad de cada una de ellas. La del meñique: Ao Guang, el dragón del mar de Oriente, que una vez había desatado el caos en el mundo pecador; la del anular: Fei Lian, Cortina Voladora, el dios del viento; la del corazón: Zhu Rong, dios del fuego; la del índice: Ji Yushyu Xuan, dios de la infinita negrura exterior; y la maestra de todas ellas, la del pulgar: Lei Gong, duque del trueno, encargado de castigar a todos los mortales que se apartaban del camino recto.

Solía utilizar la uñeta del pulgar para sujetar la tráquea de sus víctimas, y las otras para seccionar. La primera estaba particularmente sucia y necesitó un segundo repaso con agua para que quedara impoluta.

Por fin las uñetas volvieron a brillar, con su equilibrio nuevamente restaurado por los amorosos cuidados. Tenían que descansar y prepararse para nuevos trabajos.

Las envolvió con mucho cuidado en el pañuelo de su madre y las guardó en su pequeña caja de madera. Acto seguido, se tumbó en el futón y cayó profundamente dormido, rodeado por los inquietos sonidos del Hormiguero.

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