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Gideon cogió el metro hasta el final de la línea; desde allí, el autobús en dirección a City Island, y, a mediodía, estaba en Murphy's Bait and Tackle, en City Island Avenue, rodeado de bandadas de gaviotas que lo sobrevolaban. Costaba creer que aquella tranquila aldea de pescadores formara parte de la ciudad de Nueva York.

Entró en una tienda estrecha llena de peceras, y vio a un tipo enorme en el mostrador del fondo.

– Buenos días, ¿qué puedo hacer por usted? -tronó afablemente con su acento del Bronx.

– ¿Es usted Murphy?

– El mismo que viste y calza.

– Me gustaría alquilar un bote.

Cerraron el trato rápidamente, y el propietario lo acompañó a través de la tienda hasta el embarcadero de la parte de atrás, donde había media docena de barcas de fibra de vidrio con motores fuera borda de seis caballos y sus respectivas latas de gasolina.

– Va a haber tormenta -comentó Murphy, mientras comprobaba que todo estuviera a punto-. Será mejor que esté de vuelta antes de las cuatro.

– No hay problema -contestó Gideon mientras guardaba la caña de pescar y los cebos que había comprado para disimular.

Unos minutos más tarde había zarpado, pasaba bajo el puente de City Island y se adentraba en las aguas abiertas del canal de Long Island. Hart Island se hallaba a media milla en dirección nordeste, una forma larga y difusa en la calina, dominada por una chimenea que se alzaba veinte metros hacia el cielo. Se había levantado viento y el bote cabeceaba entre las aguas rizadas, el agua golpeando contra el casco. En lo alto se amontonaban nubes grises, y las gaviotas volaban aprovechando las corrientes de aire y graznando ruidosamente.

Gideon consultó la carta marina que había comprado antes de salir e identificó las distintas referencias visuales en tierra -Execution Rocks, The Blauzes, Davids Island, High Island, Rat Island- e intentó memorizarlas; la próxima vez que volviera a pasar por allí sería oscuro.

El bote, con su diminuto motor, surcaba el agua despacio. Poco a poco, Hart Island fue tomando cuerpo a través de la bruma.

Tenía casi una milla de largo y estaba poblada por unos cuantos árboles que se alzaban entre edificios en ruinas. Cuando llegó a un centenar de metros de la orilla, Gideon giró el timón y empezó a costear, examinándola con los prismáticos. La alta chimenea se alzaba en medio de un conjunto de viejos edificios de la orilla oriental que en su día debió de ser una central eléctrica. Se veían rocas y arrecifes por todas partes. Grandes carteles debidamente espaciados avisaban a los posibles curiosos.


DEPARTAMENTO CORRECCIONAL

DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK

ZONA RESTRINGIDA

PROHIBIDO EL PASO. PROHIBIDO DESEMBARCAR. PROHIBIDO FONDEAR

LOS INFRACTORES SERÁN DENUNCIADOS


Cuando llegó al extremo norte de la isla, vio cierta actividad y puso el motor en punto muerto mientras examinaba el lugar con los prismáticos. A través de una maraña de árboles divisó un grupo de convictos, vestidos con monos de trabajo de color naranja, que trabajaban en medio de un campo. Una retroexcavadora esperaba en los alrededores. Los hombres descargaban ataúdes de pino de la plataforma de un camión y los depositaban junto a una fosa recién abierta. Varios guardias fuertemente armados los observaban mientras gritaban órdenes y gesticulaban.

Gideon paró el motor, para dejar que la corriente llevara el bote, y siguió observando, tomando notas de vez en cuando.

Cuanto estuvo satisfecho, arrancó el fuera borda y siguió bordeando la isla por su orilla occidental. Se encontraba a medio camino cuando apareció ante sus ojos una playa de arena blanca, llena de basura, restos arrojados por el mar y algún que otro casco de embarcación abandonada. La playa acababa en un dique de hormigón, tras el cual se alzaban los restos de la vieja central eléctrica, con su gran chimenea. Pintado en los muros derruidos había un cartel de aviso de al menos treinta metros de largo por diez de alto.


CENTRO PENITENCIARIO

MANTÉNGANSE ALEJADOS


Decidió dejar el bote junto al dique, cerca de un saladar, más allá de los traicioneros arrecifes.

Condujo lentamente la embarcación entre los bajíos; luego, paró el motor, saltó a la orilla y, mojándose los pies, lo arrastró hasta la playa.

Miró la hora. La una en punto.

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