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Gideon entró en el amplio vestíbulo del hotel Tai Tam de Hong Kong y se detuvo un momento mientras se abrochaba el traje y contemplaba aquella inmensidad de mármol blanco y negro y la fría opulencia de latón dorado y cristal. Su llegada había transcurrido con aparente normalidad. Había pasado el control de pasaportes sin problemas y todo había ido como la seda. Se sentía razonablemente seguro de haber logrado despistar a Nodding Crane y a cualquier posible asesino antes de salir de Estados Unidos. ¿Quién imaginaría que alguien a quien perseguía un agente chino embarcara en un avión hacia China? A menudo, lo imprevisible resultaba el camino más seguro.

Se acercó al mostrador, dio su nombre, recogió la tarjeta de su cuarto y subió en el ascensor hasta el piso veintidós. Había reservado una lujosa habitación con vistas a la bahía y gastado una considerable cantidad de dinero en ropa cara porque formaba parte de su tapadera. Los veinte mil dólares que Glinn le había dado se habían esfumado casi por completo. Solo le quedaba confiar en que recibiría otra milagrosa inyección de liquidez. De lo contrario, tendría serios problemas.

Tiró el estúpido sombrero a la basura junto con la bolsa de plástico, tomó una ducha y se puso ropa limpia que le había costado cuatro de los grandes, sin contar los zapatos de mil pavos.

– Qué poco cuesta acostumbrarse -dijo para sí en voz alta, mirándose al espejo. Se preguntó si debía cortarse el pelo, pero decidió que no. La ligera melena le daba un aire muy punto com.

Miró la hora. Las cuatro de la tarde… del día siguiente. Después de haber registrado a conciencia el que había sido el asiento de Wu en el avión y asegurarse de que el científico no se había dejado nada, había dormido lo suficiente para aguantar dos días de pie. En esos momentos, tenía trabajo por delante.

Tomó el ascensor para bajar al vestíbulo, entró en el bar Kowloon, se sentó en la barra y pidió un martini de Beefeater con una peladura de limón. La purpúrea luz del establecimiento daba a su piel un aspecto cadavérico. Apuró su bebida, pagó en metálico y salió al vestíbulo. El mostrador del conserje se encontraba a un lado. Esperó a que la gente se alejara y se acercó. Había dos conserjes, y se dirigió al más joven.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor? -preguntó el hombre, que era la perfecta encarnación de la discreción y la profesionalidad.

– Verá, estoy aquí por negocios y viajo solo -le dijo en voz baja Gideon, llevándoselo aparte.

El otro asintió levemente.

– Me gustaría disfrutar de buena compañía esta noche. ¿Es usted la persona con quien debo hablar para un asunto así?

– Hay un caballero en el hotel que se ocupa de estos asuntos -repuso el conserje en voz igualmente baja y desprovista de cualquier inflexión-. ¿Sería tan amable de acompañarme?

Gideon siguió al conserje, que cruzó el vestíbulo y lo hizo pasar a un pequeño despacho donde había otro hombre con idéntico aspecto que se levantó de la mesa.

– Por favor, siéntese.

Gideon tomó asiento mientras el conserje salía y cerraba la puerta. El caballero ocupó su lugar tras el escritorio donde había varios teléfonos y un ordenador.

– ¿Qué tipo de compañía desea?

– Bueno -repuso Gideon riendo nerviosamente y asegurándose de que los vapores del martini se esparcieran por la habitación-, un hombre que viaja solo, lejos de su familia, se siente bastante solo. ¿Sabe a qué me refiero?

– Desde luego -contestó el hombre con aire impasible y las manos entrelazadas.

– Verá… Me gustaría una rubia, caucásica, atlética, de metro ochenta. Joven pero no tan joven. Ya me entiende, veinte largos.

El otro asintió.

– También me gustaría saber si puedo contratar algo especial.

– Desde luego -dijo el hombre simplemente.

– Bien, en ese caso… -Titubeó, pero luego se lanzó y lo soltó de corrido-. Me gustan dominantes. ¿Sabe lo que es eso?

– Se puede arreglar.

– Y quiero la mejor, la más experimentada.

Otro gesto afirmativo.

– Los servicios de compañía requieren el pago por adelantado y en metálico. ¿Desea usted aprovechar nuestros servicios bancarios antes de que haga los arreglos oportunos?

– No hace falta -contestó con una risa nerviosa, dándose un golpecito en el bolsillo de la cartera y pensando que aquello iba a acabar con sus últimas reservas-. Voy bien provisto.

El hombre se levantó.

– ¿Cuándo desea que venga su acompañante?

– Lo antes posible. Me gustaría tomar una copa, cenar y estar con ella digamos que… hasta medianoche.

– Muy bien. Lo llamará a su habitación tan pronto como llegue.

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