13

Seis horas más tarde, el sol se ponía sobre el río Hudson mientras la limusina giraba por Little West con la calle Doce, en el Meatpacking de Manhattan. El barrio había cambiado espectacularmente desde la última vez que Gideon lo había visto en su época de estudiante, cuando había ido a visitarlo desde Boston. Los antiguos almacenes de ladrillo, con sus marquesinas a lo largo de las aceras y sus hileras de cadenas y ganchos para la carne, se habían convertido en tiendas de ropa y restaurantes de moda, y en elegantes apartamentos y hoteles. Las calles se veían abarrotadas de gente que estaba demasiado a la última para ser real.

La limusina traqueteó por el redescubierto pavimento original -viejos adoquines del siglo XIX- y se detuvo ante un edificio anónimo, una de las pocas construcciones que no se habían renovado.

– Hemos llegado -dijo Garza.

Se apearon. Hacía mucho más calor en Nueva York que en Nuevo México. Gideon contempló con aire suspicaz la única entrada del edificio, un par de puertas de hierro llenas de pintadas y restos de carteles viejos. El lugar era grande e imponente y tendría unos doce pisos de altura. En mitad del edificio distinguió los descoloridos restos de un rótulo donde se leía «Price & Price Pork Packing Inc.». Más arriba, el ladrillo rojo daba paso a una estructura de vidrio y acero cromado; se preguntó si se había construido un moderno ático sobre la vieja estructura.

Siguió a Garza por los peldaños de hormigón del lateral que conducía a la plataforma de carga. Cuando se acercaron, las puertas se abrieron, deslizándose silenciosamente sobre unos raíles perfectamente engrasados. Entraron en un oscuro pasillo y siguieron hasta otras dos puertas, mucho más nuevas, de acero inoxidable, con un escáner de retina y un teclado empotrados en la pared. Garza dejó su maletín en el suelo y acercó el rostro al escáner. Las puertas se abrieron sin hacer el menor ruido.

– ¿Dónde está el superagente 86? -comentó Gideon, haciéndose el gracioso.

Garza lo miró sin sonreír y no hizo comentario alguno.

Más allá se abría una enorme y vasta sala de unos cuatro pisos de altura, iluminada por cientos de bombillas halógenas. La planta, tan grande como un campo de fútbol, estaba llena de largas mesas de acero ocupadas por montones de objetos de lo más diverso: motores de reacción medio desmontados, reproducciones tridimensionales de áreas urbanas, una maqueta de lo que parecía ser una central nuclear durante un ataque terrorista con aviones… En un rincón había una mesa particularmente grande donde se reproducía un enorme corte transversal del fondo marino, con todos sus estratos geológicos. Técnicos de bata blanca iban de un lado a otro entre las mesas, tomando notas en sus PDA o conversando discretamente entre ellos.

– ¿Esto es la central de la empresa? -preguntó Gideon-. Más bien parece Industrial Light and Magic.

– Sí, supongo que podría llamársele magia -repuso Garza, precediéndolo-. Magia de la que se fabrica.

Gideon lo siguió de mesa en mesa. En una de ellas había una detallada reproducción de Puerto Príncipe antes y después del terremoto, con pequeñas banderitas señalando las zonas más devastadas; en otra, una gran maqueta de lo que parecía una estación espacial, hecha con tubos, cilindros y paneles solares.

– Creo saber qué es esto -dijo Gideon-. Se trata de la Estación Espacial Internacional.

Garza asintió.

– En efecto, con el aspecto que tenía antes de que saliera de órbita.

Gideon lo miró, atónito.

– ¿Antes de que saliera de órbita, dice?

– Sí, para asumir su papel secundario.

– ¿Su qué? Debe de estar bromeando.

Garza le lanzó una sonrisa desganada.

– De haber pensado que iba a tomarme en serio no se lo hubiera dicho.

– ¿A qué demonios se dedican aquí?

– Ingeniería y más ingeniería. Eso es todo.

Llegaron al fondo de la sala y se metieron en un ascensor antiguo que los llevó al cuarto piso. Allí cruzaron una puerta que se abría a un laberinto de pasillos blancos. Por fin llegaron a una sala de reuniones, de techo bajo y desprovista de ventanas. Era pequeña y su falta de elementos decorativos le daba un aire espartano. Una mesa de madera exótica ocupaba la mayor parte de la superficie. No había cuadros ni grabados en las paredes. Gideon intentó pensar algún comentario gracioso, pero no se le ocurrió ninguno. De todas maneras, habría sido inútil ya que Garza parecía inmune a su humor cáustico.

En la cabecera de la mesa había un hombre sentado en una silla de ruedas; seguramente se trataba del individuo más singular que Gideon había visto en su vida. El abundante cabello, muy corto, de reflejos plateados cubría una gran cabeza bajo cuya ceñuda expresión centelleaba un único ojo que lo miraba fijamente. El otro estaba oculto bajo un parche de seda negra, igual que un pirata. Una pálida cicatriz que empezaba en la raíz del cabello le zigzagueaba por el ojo tapado y seguía mejilla abajo hasta desaparecer bajo el cuello de su almidonada camisa azul. Un traje azul oscuro de raya diplomática completaba su imagen siniestra.

– Doctor Crew, gracias por venir hasta aquí -dijo la figura de la silla, esbozando una leve sonrisa que no suavizó en absoluto su rudeza-. Por favor, siéntese.

Garza se quedó en un rincón, de pie, mientras Gideon tomaba asiento.

– Vaya -suspiró-, veo que no hay ni café ni agua.

– Me llamo Eli Glinn -dijo el desconocido, haciendo caso omiso del comentario-. Bienvenido a Effective Engineering Solutions Incorporated.

– Encantado. Lamento no haber traído mi currículo, pero su amigo Garza, aquí presente, tenía cierta prisa.

– Disculpe, pero no me gusta perder el tiempo. Si tiene la bondad de escucharme, le informaré sobre su trabajo.

– ¿Tiene algo que ver con el mundo de Walt Disney de ahí abajo? Accidentes de avión, desastres naturales…, ¿llama «ingeniería» a eso?

Glinn lo miró con expresión paternalista.

– Entre otras cosas, esta empresa está especializada en el análisis de fallos.

– ¿Qué es eso?

– Comprender cómo y por qué fallan las cosas, se trate de un asesinato, de un accidente de aviación o de un ataque terrorista, constituye un elemento crucial a la hora de resolver problemas de ingeniería. El análisis de fallos es la otra cara de la ingeniería.

– No estoy seguro de entenderlo.

– La ingeniería es la ciencia que se ocupa de cómo hacer o inventar algo, pero eso representa solamente la mitad del desafío. La otra mitad es estudiar todas las variantes de fallos posibles, para conseguir evitarlos. Aquí, en EES, resolvemos problemas de ingeniería muy complejos y analizamos todo tipo de fallos. Nunca nos hemos equivocado en ninguna de ambas cosas; repito, nunca; con una sola excepción, en la que seguimos trabajando. -Hizo un gesto despectivo con la mano, como si espantara una mosca molesta-. Estas dos áreas, ingeniería y análisis de fallos, constituyen nuestra actividad principal y visible. Pero también son una tapadera, porque detrás de la fachada que mostramos al público utilizamos estas mismas instalaciones para llevar a cabo, de vez en cuando, proyectos confidenciales y sumamente inusuales para clientes especiales, muy especiales. El caso es que lo necesitamos a usted para uno de esos proyectos.

– ¿Por qué a mí?

– Enseguida llegaremos a eso. Primero, los detalles: un científico chino viene de camino a Estados Unidos. Creemos que lleva consigo los planos de una nueva arma de alta tecnología. No estamos seguros, pero tenemos razones para creer que intenta desertar.

Gideon estuvo a punto de hacer un comentario sarcástico, pero la mirada de Glinn le convenció de que era mejor que se abstuviera.

– Desde hace dos años -prosiguió el hombre-, los servicios de información tienen noticia de un misterioso proyecto que los chinos están desarrollando en unas instalaciones subterráneas de la zona de pruebas nucleares de Lop Nor, en el extremo noroeste de China. Se trata de un asunto en el que han invertido enormes cantidades de dinero y de talento científico. La CIA cree que se trata de una nueva arma, una especie de Proyecto Manhattan chino, algo que alterará radicalmente el equilibrio de poderes.

– ¿Más destructivo que la bomba de hidrógeno? -preguntó Gideon, perplejo.

– Sí. Esa es la información que tenemos. Pero ahora parece que uno de sus principales científicos ha robado los planos y se dirige a Estados Unidos. ¿Por qué?, no lo sabemos. Confiamos en que pretenda pasarse a nuestro bando con los planos de esa arma, pero no podemos estar seguros.

– ¿Y por qué iba a hacer semejante cosa?

– Según parece, fue víctima de una trampa sexual en una convención de científicos en Hong Kong.

– ¿De una qué?

– Seguro que ha oído hablar de ello. Es cuando se utiliza a una mujer atractiva para poner al objetivo en situación comprometida y tomarle fotos para después presionarlo. Solo que en este caso la trampa salió mal y provocó que a nuestro hombre le entrara el pánico y saliera de China en el primer avión.

– Entiendo. ¿Cuándo se supone que llegará ese científico?

– En estos momentos está de camino en un vuelo de las Líneas Aéreas Japonesas de Hong Kong a Nueva York. Cambió de avión en Tokio hace nueve horas y aterrizará en el JFK a las once y diez de la noche. Dentro de cuatro horas.

– Vaya por Dios…

– Su misión es sencilla: siga al hombre desde el aeropuerto y, a la primera ocasión que tenga, hágase con esos planos y tráigalos aquí.

– ¿Cómo voy a hacer tal cosa?

– Eso le corresponde a usted decidirlo.

– ¿En cuatro horas?

Glinn asintió.

– No sabemos en qué formato están esos planos ni dónde los lleva escondidos. Podrían estar codificados en su ordenador, ocultos en una imagen esteganográfica, en una memoria flash dentro de su maletín o incluso en un anticuado rollo fotográfico.

– Es una misión absurda. Nadie puede conseguirlo.

– Es cierto que muy pocos serían capaces. Por eso nos hemos puesto en contacto con usted, doctor Crew.

– Bromea, ¿verdad? Nunca he hecho nada parecido. Mi trabajo en Los Álamos se desarrolla en el campo de la alta energía. Seguro que aquí abajo tienen a un montón de gente más cualificada que yo.

– Lo cierto es que usted está particularmente dotado para la tarea, doctor Crew, y por dos razones. La primera es por su antigua profesión.

– ¿Qué profesión es esa?

– La de ladrón de museos de arte.

Se hizo un silencio glacial.

– Naturalmente -prosiguió Glinn-, no estoy hablando de los grandes museos, sino de pequeñas colecciones privadas con sistemas de seguridad menos complicados y con obras de segunda fila.

– Creo que debería tomarse su medicación -repuso Gideon en voz baja-. No soy ningún ladrón de arte y no tengo antecedentes penales.

– Lo cual demuestra lo bueno que era. Unas habilidades de ese tipo son muy útiles. Naturalmente, dejó la profesión cuando en su vida surgió un nuevo y todopoderoso interés. Y con él llegamos a la segunda razón. Ya ve, hemos seguido muy de cerca su discreta operación contra el general Chamblee S. Tucker.

Gideon intentó recobrarse de aquella segunda sorpresa y procuró adoptar una expresión de perplejidad.

– ¿Operación, dice? Tucker se volvió loco y nos atacó, a mí y a un empleado suyo, en su casa.

– Eso es lo que todo el mundo cree, pero yo estoy mejor informado. Sé que pasó los últimos diez años perfeccionándose, acabando sus estudios y doctorándose en el MIT mientras buscaba la manera de acabar con Tucker y rehabilitar el buen nombre de su padre. Sé cómo consiguió «liberar» aquel documento secreto y la forma en que lo utilizó contra Tucker. Su hombre era una persona poderosa que había sabido protegerse adecuadamente; sin embargo, al montar su operación, usted demostró tener muchos y variados talentos y una sangre fría impresionante tras el tiroteo. Orquestó el montaje a la perfección. Nadie dudó ni por un instante de su historia, ni siquiera cuando reivindicó la figura de su padre.

Gideon sintió ganas de vomitar. Así que se trataba de eso, de un simple chantaje.

– No sé de qué me está hablando.

– Vamos, vamos, no tiene de qué preocuparse. Su secreto está a salvo. También nosotros buscábamos la manera de acabar con Tucker, para uno de nuestros clientes especiales, en este caso. La verdad es que nos ahorró un montón de trabajo y así fue como nos fijamos en usted.

A Gideon no se le ocurrió nada que decir.

– Antes me ha preguntado por qué usted -prosiguió Glinn-. Lo cierto es que lo sabemos todo acerca de su persona, doctor Crew, y no me refiero únicamente a sus habilidades como ladrón ni a su enfrentamiento con Tucker. Estamos al corriente de su difícil infancia y de su trabajo en Los Álamos. Sabemos que es aficionado a la buena cocina y a los jerséis de cachemir. Conocemos sus gustos musicales y de jazz, y también su debilidad por la bebida y, cuando se encuentra bajo su influencia, por las mujeres. Lo único que no hemos logrado averiguar es cómo perdió la última falange del dedo anular derecho -concluyó arqueando la ceja de su único ojo.

Gideon se sonrojó de furia y respiró hondo para mantener el control, pero no dijo nada.

– Está bien, si no quiere responder, quizá quiera contestar a otra cosa: ¿tenía planeado desde el principio convencer a Dajkovic?

Gideon siguió mudo. Todo aquello era imposible, increíble.

– Tiene mi palabra de que nada de lo que diga saldrá de aquí. Como puede imaginar, somos bastante buenos cuando se trata de guardar secretos.

Gideon vaciló. Lo cierto era que Glinn lo tenía agarrado por donde más dolía; aun así, intuía que bajo aquel rostro inexpresivo el hombre le decía la verdad.

– De acuerdo, lo planeé todo hasta el más mínimo detalle -reconoció finalmente-. Preparé la emboscada porque sabía que Tucker no tendría agallas para hacer el trabajo personalmente; era un cobarde. Analicé su empresa y a la gente que trabajaba para él y acabé deduciendo de que enviaría a Dajkovic, que en el fondo era un tipo decente. Sabía que podría tenderle una emboscada y confiaba en poder convencerle. Funcionó y acabamos la operación los dos juntos.

– Lo que yo decía -convino Glinn, asintiendo-. Una obra maestra de ingeniería social en múltiples niveles. Sin embargo, cometió un error, ¿verdad?

– Sí. Olvidé registrar las botas de Dajkovic.

Glinn sonrió al fin y, por primera vez, su rostro pareció casi humano.

– Sin embargo, la operación acabó de forma poco limpia y Dajkovic recibió un disparo. ¿Qué ocurrió?

– Tucker no era idiota y se dio cuenta de que Dajkovic le mentía.

– ¿Cómo?

– Porque no quiso tomar una copa con él. Creemos que eso fue lo que alertó a Tucker.

– Entonces fue un error de Dajkovic, no de usted. Esto demuestra mi tesis. Solo cometió una equivocación en toda la operación. Nunca he visto nada parecido. Definitivamente, es usted el hombre idóneo para la misión que le he explicado.

– Dispuse de diez años para planear la forma de acabar con Tucker. Usted, en cambio, solo me da cuatro horas para esto.

– Se trata de un problema mucho más sencillo.

– ¿Y si fracaso?

– No fracasará.

Se hizo un breve silencio.

– Hay otra cosa -dijo Gideon-. ¿Qué planean hacer con esa arma de los chinos? No tengo intención de tomar parte en nada que pueda perjudicar a mi país.

– Si le digo la verdad, en este caso mi cliente son los Estados Unidos de América.

– No me venga con eso. En un caso así, el gobierno utilizaría el FBI en lugar de contratar a una empresa externa, por muy especializada que fuera.

Glinn se metió la mano en el bolsillo, sacó una tarjeta y la deslizó sobre la mesa hasta dejarla ante Gideon.

Este la examinó, fijándose en el escudo del gobierno.

– ¿El director de los servicios de inteligencia?

– Me habría llevado una decepción si hubiera creído a pies juntillas todo lo que le he dicho. Puede comprobarlo usted mismo. Llame al departamento de Seguridad Interior y pida que le pasen con este caballero. Él le confirmará que somos uno de sus clientes y que desempeñamos una labor legítima y patriótica por el bien del país.

– Nunca me pasarán la comunicación con alguien así.

– Diga que llama de mi parte y verá como sí.

Gideon no cogió la tarjeta; miró fijamente a Glinn mientras se hacía el silencio en la sala de reuniones. Cien mil dólares. El dinero resultaba tentador, pero el trabajo parecía sembrado de dificultades y peligros. Además, la confianza de Glinn en sus habilidades estaba injustificada. Meneó la cabeza.

– Señor Glinn, hace un mes, toda mi vida se hallaba en suspenso. Tenía una labor que cumplir, y todas mis energías se dirigían hacia ese único objetivo. Ahora estoy libre y hay un montón de cosas que han quedado pendientes. Quiero hacer amigos, sentar la cabeza, encontrar a alguien, casarme y tener hijos. Quiero enseñar a pescar con caña a mi hijo. Ahora tengo todo el tiempo del mundo para ello. Este trabajo que me ofrece… Bueno, me parece francamente peligroso, y ya he corrido todos los riesgos que se pueden correr en esta vida. No sé si lo comprende. Lo siento, pero su oferta no me interesa.

Un silencio aún más largo que el anterior se apoderó de la sala.

– ¿Es su última palabra? -preguntó Glinn.

– Sí.

Glinn miró a Garza y le hizo un breve gesto de asentimiento. Este abrió su maletín, sacó una carpeta y la dejó sobre la mesa. Era un expediente médico que llevaba una etiqueta roja. Glinn lo abrió; contenía un montón de radiografías, resonancias magnéticas e informes de laboratorio.

– ¿Qué es esto? -quiso saber Gideon-. ¿De quién son estas radiografías?

– Son suyas -repuso Glinn, con aire apesadumbrado.

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