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Caminó a paso vivo hacia el gentío, que en esos momentos alcanzaba hasta Park Avenue, bloqueando el tráfico. Resultaba asombrosa la rapidez con la que una multitud podía congregarse en Nueva York, a cualquier hora del día o de la noche. Miró a su alrededor, pero no vio a Nodding Crane por ninguna parte. No le sorprendió; ya sabía que se enfrentaba a un asesino excepcionalmente inteligente

Se mezcló con la gente y empezó a abrirse paso. Si podía llegar al otro lado lo bastante rápido, su perseguidor -suponiendo que lo hubiera- se vería obligado a hacer lo mismo. Entonces Gideon podría desaparecer.

Cuando llegó al centro de la multitud, se oyó una exclamación colectiva. Unos paramédicos habían aparecido en la puerta de la iglesia con una camilla que empujaban por la rampa de los discapacitados. Sobre ella había una bolsa que ocultaba un cadáver. Alguien acababa de morir y, dada la numerosa presencia policial, debía de tratarse de un asesinato.

La gente se abalanzó entre susurros de curiosidad morbosa. Los paramédicos llevaron la camilla por un pasillo abierto con barricadas entre la multitud y se dirigieron hacia una ambulancia que aguardaba. La situación era ideal para él. Gideon llegó hasta la barrera, saltó por encima, atravesó corriendo el pasillo, se coló por debajo de la del lado opuesto y se perdió entre la gente. Un policía le gritó algo, pero los agentes estaban demasiado ocupados con lo que tenían entre manos y dejaron que se marchara.

Abriéndose paso a codazos entre el gentío, haciendo caso omiso de las quejas y protestas, Gideon alcanzó el extremo opuesto y echó a correr por Park Avenue. Miró por encima del hombro para ver si alguien había saltado la barrera en su persecución, pero nadie parecía haberlo hecho. Giró a la derecha, cruzó la avenida con el semáforo en rojo y allí, justo en el sitio adecuado, vio un taxi del que acababan de bajarse los pasajeros. Subió a él de un salto.

– Al ciento veinte de Broadway oeste con Amsterdam -ordenó-. ¡Vamos!

El taxi arrancó, y Gideon contempló la multitud mientras se alejaba, pero no vio que nadie lo siguiera ni corriera en busca de otro taxi.

Miró la hora: casi medianoche. Cogió el móvil y marcó el número de Tom O'Brien.

– Tío, por fin llamas a una hora decente -respondió una voz sarcástica-. ¿Qué pasa?

– He descubierto el secreto que Wu llevaba consigo. Se trata de un material, una aleación especial. La llevaba incrustada en la pierna.

– ¡Qué ingenioso!

– Voy hacia tu casa con las radiografías. El tío tenía las piernas llenas de fragmentos de metal del accidente. Te necesito para que me ayudes a localizar cuál de las imágenes puede ser.

– Tendré que llamar a Epstein, ella es la física.

– Ya lo suponía.

– Y luego, ¿qué?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Qué pasará cuando localicemos ese fragmento de metal?

– Pues iré al depósito, a extraerlo.

– Fantástico. ¿Y se puede saber cómo vas a conseguirlo?

– Me he identificado como el pariente más próximo de Wu. Así que están esperando que aparezca para reclamar el cuerpo. Será pan comido.

Al otro lado de la línea sonó un silbido.

– Joder, tío, menuda pieza estás hecho.

– Tú estate preparado. No tenemos tiempo que perder.

Colgó y marcó el número de Orchid. Confiaba en que ella se alegraría de saber que casi había logrado resolver el lío en que estaba metido y que podría verla, si no al día siguiente, seguramente al otro.

El móvil de Orchid estaba desconectado.

Se repantigó en su asiento con la desagradable idea de que quizá estuviera con otro cliente.

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