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Orchid salió de la cafetería de la calle Cincuenta y uno y caminó a paso vivo por la acera en dirección a Park Avenue mientras abría el paquete de cigarrillos que acababa de comprar y tiraba el celofán a una papelera. En lugar de volver a su casa, deambulaba por las calles, con la mente hecha un torbellino. Estaba furiosa y al mismo tiempo decidida. Gideon era un canalla, un verdadero cabrón, pero al mismo tiempo tenía problemas serios. Al fin lo había comprendido. Estaba claro que necesitaba ayuda, y ella se la prestaría. Lo ayudaría a escapar de lo que lo atormentaba y lo empujaba a comportarse de un modo tan extraño.

Pero ¿cómo, cómo podía ayudarlo?

Dobló la esquina y enfiló a grandes zancadas por Park Avenue. El portero uniformado del Waldorf le abrió la puerta. Entró y se detuvo un momento en el suntuoso vestíbulo, respirando hondo. Cuando se hubo serenado, se acercó al mostrador de recepción y utilizó el nombre falso con el que se había registrado.

– ¿Podría decirme si el señor Tell ha vuelto? Soy su esposa.

– Llamaré a la habitación. -El recepcionista estableció comunicación, pero nadie contestó.

– Está bien, lo esperaré en el vestíbulo -dijo ella, pensando que tarde o temprano Gideon regresaría, ya que había dejado todas sus cosas allí.

Abrió el paquete de tabaco y se llevó un cigarrillo a los labios.

– Lo siento, señora Tell, pero no está permitido fumar en el vestíbulo.

– Lo sé, lo sé. Iré a fumar fuera.

Encendió el pitillo mientras caminaba hacia la salida, solo para fastidiarlos. Salió y, furiosa, se puso a caminar arriba y abajo por la calle. Cuando consumió el cigarrillo arrojó la colilla a los pies del portero, sacó otro del bolso y lo encendió. Desde donde estaba podía oír el débil sonido de la guitarra del mendigo sentado ante la iglesia de San Bartolomé. Para matar el tiempo, cruzó la calle y se acercó a escuchar.

El hombre, vestido con una vieja gabardina, seguía tocando la guitarra y cantando. Estaba sentado con las piernas cruzadas, pellizcando las cuerdas con las uñetas. Ante él tenía abierto el estuche de la guitarra, donde había unos cuantos billetes arrugados y unas monedas.


Meet me Jesus meet me

Meet me in the middle of the air

If these wings should fail me

Lord Won't you meet me with another pair

(Reúnete, Jesús, reúnete conmigo

En mitad del cielo

Y si estas alas me fallan

Tú me darás otras)


Aquel tipo era muy bueno. No podía verle el rostro porque estaba inclinado sobre su instrumento y llevaba un raído sombrero de ala ancha, pero su voz, grave, transmitía tristeza por las penurias de la vida. Orchid se identificaba con eso y se sentía triste y alegre al mismo tiempo. Obedeciendo un impulso, metió la mano en el bolso, sacó un billete de un dólar y lo tiró al estuche.

El hombre asintió sin dejar de cantar.


Jesus gonna make up

Jesus gonna make up

Jesus gonna make up my dyin' bed

(Jesús va a preparar

Jesús va a preparar

Jesús va a preparar mi lecho de muerte)


La canción acabó con aquellas palabras. El desconocido dejó la guitarra a un lado y alzó el rostro.

Orchid se sorprendió al ver que era asiático, joven y bastante atractivo. En su cara no se veían las habituales marcas de drogadicción o alcoholismo. Su mirada era clara y profunda. A pesar de sus ropas raídas, el instinto de la calle de Orchid le dijo que no estaba ante un mendigo, sino que seguramente se trataba de un músico de verdad. La gabardina y el sombrero formaban parte de la actuación.

– Es usted muy bueno, ¿lo sabía?

– Gracias.

– ¿Dónde ha aprendido a tocar así?

– Soy un discípulo del blues -respondió-. Vivo el blues.

– Sí, lo entiendo. Yo también me siento así a veces.

Él la miró fijamente hasta que Orchid se ruborizó. Luego, recogió el dinero, se lo metió en el bolsillo y guardó la guitarra.

– Ya está bien por hoy -dijo-. Voy a tomarme una taza de té en el Starbucks de la esquina. ¿Le apetece acompañarme?

«¿Le apetece acompañarme?» Aquel individuo tenía que ser un estudiante del conservatorio Juilliard que hacía aquello para ganarse unos dólares. Sí, seguro que era eso. Su manera educada de preguntar le agradó, lo mismo que su especie de disfraz. Una parte de ella seguía furiosa con Gideon. Ojalá pudiera verlos juntos. Así le daría una lección.

– Encantada -contestó.

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