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Medianoche. Gideon Crew caminaba por la calle, encorvado, con las manos en los bolsillos, la gorra de béisbol vuelta hacia atrás y una camisa sucia por fuera de los holgados pantalones que le colgaban a la altura de medio culo, pensando en que era una suerte que ese día fuera el de la recogida de basuras en el barrio de Brookland, en Washington.

Dobló la esquina de Kearny Street y pasó ante la casa: un destartalado chalet rodeado de césped mal cuidado y una valla de madera a medio pintar. Naturalmente, había un gran cubo rebosante de basura al final del camino de entrada. Un hedor de langostinos podridos flotaba en el aire. Gideon se detuvo ante el cubo y miró furtivamente a uno y otro lado. Acto seguido, metió la mano y la hundió en el cubo, palpando la basura a medida que bajaba. Sus dedos encontraron algo que parecían patatas fritas; las sacó para comprobarlo y vio que así era. Se disponía a tirarlas cuando percibió un movimiento fugaz.

Un gato tuerto había salido cautelosamente de detrás de uno de los setos.

– ¿Tienes hambre, colega?

El animal soltó un débil maullido y se acercó, meneando la cola. Gideon le ofreció una patata frita. La olisqueó, se la comió y volvió a maullar, un poco más alto.

Gideon le dio un puñado.

– No hay más, chico. ¿No sabes que estos ácidos grasos son muy nocivos?

El gato empezó a zamparse las patatas.

Gideon volvió a meter la mano en el cubo; agitó el contenido con el brazo y sacó un puñado de papeles viejos. Los examinó rápidamente y vio que eran los deberes de matemáticas de un niño, con buena nota, además, se dijo con una sonrisa. ¿Por qué los habrían tirado? Merecían estar en un marco.

Los devolvió al cubo y sacó un muslo de pollo, que dejó a un lado para el gato. Siguió rebuscando, esta vez con ambas manos, hundiéndolas más y más a través de diversas capas y sustancias pegajosas hasta que dio con más papeles. Los agarró, los sacó a la luz y vio que era precisamente lo que andaba buscando: facturas viejas. Entre ellas había una del teléfono, medio rota.

¡Bingo!

– ¡Eh! -gritó una voz. Gideon alzó la vista y allí estaba el propietario de la casa en persona, Lamoine Hopkins, un afroamericano menudo y delgado, señalándolo con el brazo extendido-. ¡Eh, largo de ahí!

Sin la menor prisa, agradecido por tener la oportunidad de interactuar con uno de sus objetivos, Gideon se guardó el papel en el bolsillo.

– ¿Acaso un hombre no tiene derecho a comer? -preguntó, blandiendo el muslo de pollo.

– ¡Vete a comer a otra parte! -gritó el hombre-. ¡Este es un barrio decente y esa es mi basura!

– Vamos, tío, no seas así…

El hombre sacó su móvil.

– ¿Ves esto? ¡Voy a llamar a la policía!

– Tranquilo, tío. Ya me voy.

– ¿Oiga? -dijo el sujeto, hablando en voz alta-. Hay un intruso en mi propiedad, revolviendo la basura. Sí, en el trescientos cincuenta y siete de Kearny Street.

– Disculpe -farfulló Gideon, alejándose con el muslo de pollo en la mano.

– ¡Necesito que envíen ahora mismo un coche patrulla! ¡Está intentando huir!

Gideon lanzó el muslo de pollo hacia donde se encontraba el gato y se alejó cabizbajo, pero nada más doblar la esquina aceleró el paso. Se limpió rápidamente las manos y los brazos con la gorra y la tiró. Acto seguido, dio la vuelta a su abrigo del Ejército de Salvación, convirtiéndolo en un impecable tres cuartos azul, y se lo puso. Se remetió la camisa y se pasó un peine por el pelo. Cuando se acercaba a su coche de alquiler, aparcado a unas pocas manzanas de distancia, un coche patrulla pasó en dirección contraria sin apenas dirigirle una mirada. Subió y puso en marcha el motor, dando gracias por su buena suerte. No solo había conseguido lo que buscaba, sino que había conocido al señor Lamoine Hopkins en persona y tenido una agradable conversación con él.

Le iba a ir de perlas.


***

A la mañana siguiente, Gideon empezó a llamar a los números que figuraban en la factura de teléfono de Hopkins. Después de hablar con diversos amigos de este, por fin, en la quinta llamada, encontró petróleo.

– Asistencia técnica del Heart of Virginia Mall. Al habla Kenny Roman.

«Asistencia técnica.» Gideon encendió rápidamente la grabadora digital conectada al splitter de la línea telefónica.

– ¿Señor Roman?

– Sí.

– Mi nombre es Eric y lo llamo de parte de la financiera Sutherland.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué quiere?

– Es sobre el préstamo que pidió para el Dodge Dakota del 2007.

– ¿Qué Dakota?

– Lleva sin atender tres pagos del préstamo, y me temo que la financiera Sutherland…

– ¿De qué cono está hablando? ¡Yo no tengo ningún Dakota!

– Señor Roman, comprendo que estos son momentos difíciles para todos, pero si no recibimos las cantidades adeudadas…

– ¡Oye, tío, a ver si te limpias las orejas! Te has equivocado de persona. No tengo ningún Dakota, ni siquiera una camioneta. ¡Anda y que te den!

Se oyó un clic, y la comunicación se cortó.

Gideon colgó y desconectó la grabadora. Escuchó varias veces la conversación que acababa de tener: «¡Oye, tío, a ver si te limpias las orejas! Te has equivocado de persona. No tengo ningún Dakota, ni siquiera una camioneta», y repitió las mismas palabras varias veces y en distinto orden hasta que creyó dominar las inflexiones, el tono y la manera de hablar del señor Roman.

Volvió a coger el teléfono y marcó el número del departamento de información tecnológica Fort Belvoir.

– IT -respondieron. Era la voz de Lamoine Hopkins.

– ¿Lamoine? Soy yo, Kenny -se explicó hablando en susurros.

– ¿Kenny? ¿Qué demonios pasa? -Hopkins se mostró suspicaz-. ¿A qué vienen estos susurros?

– He pillado un jodido resfriado y… lo que tengo que decirte es delicado.

– ¿Delicado? ¿Qué quieres decir?

– Tienes un problema, Lamoine.

– ¿Yo, un problema? ¿Qué me estás contando?

Gideon consultó unas notas que había escrito apresuradamente.

– Acabo de recibir una llamada de un tal Roger Winters.

– ¿Winters? ¿Te ha llamado Winters?

– Sí y me ha dicho que había un problema. Me ha preguntado cuántas veces me has llamado desde el trabajo, esa clase de mierda.

– ¡Joder!

– Sí.

– Quería saber si me habías llamado desde el ordenador de tu oficina utilizando VoIP o Skype -dijo Gideon, imitando la voz de Roman.

– ¡Por Dios, eso sería una violación de la seguridad! Yo nunca haría tal cosa.

– El tío ha dicho que lo habías hecho.

Gideon oyó cómo Lamoine jadeaba.

– Pero ¡no es verdad!

– Eso es lo que yo le he dicho. Escucha, Lamoine, aquí estamos en plena auditoría de seguridad. Te apuesto lo que quieras a que andan detrás de ti.

– ¿Qué voy a hacer? -gimió Hopkins-. No he hecho nada malo. Desde aquí no podría hacer una llamada VoIP ni aunque quisiera.

– ¿Por qué no?

– Por el cortafuegos.

– Hay muchas maneras de evitar un cortafuegos.

– ¿Bromeas? Somos una instalación secreta.

– Siempre hay una manera.

– ¡Joder, Kenny, sé que no la hay! Yo soy IT, igual que tú, ¿recuerdas? Solo hay un puerto de salida en toda la red y lo único que deja pasar son paquetes codificados con frases contraseña de nodos específicos, y son todos seguros. Además, por si fuera poco, esos paquetes únicamente pueden ir a ciertas IP externas y todos los documentos secretos de este archivo están digitalizados. Aquí están todos paranoicos con la seguridad electrónica. No hay forma de que yo haya podido llamar por Skype. ¡Si ni siquiera puedo enviar un correo electrónico!

Gideon tosió y carraspeó.

– ¿Y no sabes el número del puerto?

– Pues claro que lo sé, pero no tengo acceso a las frases contraseña semanales.

– ¿Y Winters, tu jefe? ¿Tiene acceso?

– No. Creo que únicamente lo tienen los dos o tres jefazos de arriba. El director, el subdirector y el director de seguridad. Con las frases contraseña podrías enviar desde aquí cualquiera de nuestros documentos secretos.

– Pero ¿no sois vosotros, los del IT, quienes generáis esas frases contraseña?

– ¿Estás de coña? Nos llegan directamente de los espías. Es más, las mandan en un sobre sellado que trae un agente para que no entren en ningún sistema electrónico. ¡Llegan escritas a mano en una maldita hoja de papel!

– El problema es el número del puerto -contestó Gideon-. Ese sí que está escrito.

– Está guardado en una caja fuerte, pero mucha gente sabe cuál es.

– Me da la impresión de que te están tendiendo una trampa -masculló Gideon-. Como si alguien de arriba la hubiera pifiado y estuviera buscando alguien a quien cargarle el muerto. «¿Por qué no se lo endilgamos a Lamoine?», habrá dicho.

– ¡Y una mierda!

– Ocurre todos los días, y siempre es el más débil el que paga los platos rotos. Tienes que protegerte, tío.

– ¡Ya me dirás cómo!

Gideon dejó que el silencio se prolongara.

– Tengo una idea. Puede que salga bien. ¿Cuál me has dicho que era el número del puerto?

– Seis-uno-cinco-uno, pero ¿qué tiene que ver?

– Voy a hacer unas comprobaciones y volveré a llamarte esta noche. Entretanto, no digas nada de esto a nadie. Mantén la boca cerrada y haz tu trabajo como si tal cosa. Ah, y no me llames. Seguro que rastrean tus llamadas. Hablaremos cuando llegues a casa.

– No puedo creer lo que me está pasando. Oye, Kenny, gracias por todo, de verdad.

Gideon tosió de nuevo.

– ¿Para qué están los amigos, tío?

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