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Gideon caminaba por la calle Cuarenta y nueve en dirección este, todavía mojado por sus desventuras de la noche anterior. Eran las ocho de la mañana, y las aceras estaban en pleno apogeo de la hora punta. La gente salía de sus casas y bloques de pisos y corría en busca de un taxi o del transporte público. Gideon no era propenso a los pensamientos paranoicos, pero desde que había salido del hotel tenía la incómoda sensación de que lo seguían. Aunque no podía asegurarlo. Solo era un cosquilleo y seguramente tenía algo que ver con la inquietud que le había provocado el tiroteo de la noche anterior. Lo que no podía permitir era que, fuera quien fuese, lo siguiera hasta casa de Tom O'Brien, en la Universidad de Columbia. Tom iba a convertirse en su arma secreta, y nadie, ¡nadie!, debía enterarse.

Aminoró el paso hasta que la mayoría de los peatones, presurosos neoyorquinos, empezaron a adelantarlo. De repente se detuvo como por casualidad, para mirarse en un ventanal y observar qué ocurría a su espalda. Estaba en lo cierto: unos cien metros más atrás, un individuo asiático, vestido con un chándal y con el rostro medio oculto por una gorra de béisbol, también aminoraba.

Gideon maldijo por lo bajo. Aunque tal vez fuese fruto de su imaginación, no podía correr riesgos, a pesar de que no se tratara de ese tipo en particular. No tenía más remedio que dar por hecho que lo seguían y obrar en consecuencia.

Cruzó Broadway, entró en una estación de metro y se dirigió al andén que llevaba al centro. La estación estaba abarrotada, así que le resultaba imposible ver si el tipo del chándal lo había seguido, pero no importaba. Había un modo infalible de dar esquinazo a aquel cabrón. Gideon ya lo había hecho anteriormente. Era divertido, peligroso y siempre funcionaba. Sintió que el corazón se le aceleraba.

Esperó hasta que escuchó el lejano rumor de un tren acercándose. Se asomó y vio las luces del convoy que aparecía por el túnel y que se acercaba rápidamente al andén.

Se cercioró de que no llegaban más trenes y, esperando hasta el último momento, saltó a las vías. Oyó un gratificante coro de exclamaciones, gritos y advertencias del gentío que aguardaba. Hizo caso omiso. Saltó sobre los raíles del metro que llegaba y trepó al andén del lado opuesto en el último instante. Más gritos y exclamaciones. «Qué impresionable es la gente», se dijo. La plataforma estaba abarrotada y no había forma de abrirse paso, de modo que cuando el tren se detuvo y abrió las puertas, Gideon entró, confundiéndose con la multitud.

Al arrancar el convoy, vio a través de la sucia ventanilla al asiático del chándal, de pie al otro lado de las vías, buscándolo con la mirada.

«Que te jodan», pensó, cogiéndose a un pasamanos y leyendo el New York Post por encima del hombro de la persona que tenía delante.

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