18

Gideon contempló la habitación que había reservado en el Howard Johnson Motor Lodge de la Octava Avenida. Resultaba sorprendentemente correcta y bien equipada, sin tonos anaranjados y azules chillones. Lo mejor de todo era que tenía una base para el iPod. Sacó su reproductor, sopesó el problema que tenía entre manos y seleccionó Blue in Green de Bill Evans. Las agridulces notas de «Two Lonely People» llenaron el cuarto. Apuró las últimas gotas de su quíntuple espresso y arrojó la taza a la papelera.

Permaneció sentado e inmóvil durante varios minutos en la silla del pequeño escritorio, dejando que la melancólica e introspectiva música se apoderara de él mientras se obligaba a relajar un músculo tras otro y ordenaba mentalmente los acontecimientos del día. Tan solo quince horas atrás estaba pescando truchas en el Chihuahueños, pero en esos momentos se hallaba en la habitación de un hotel de Manhattan, con veinte mil dólares en el bolsillo, una sentencia de muerte sobre su cabeza y las manos llenas de sangre de un desconocido.

Se levantó, se quitó la camisa y fue al baño a lavarse manos y brazos. Luego, salió y se puso otra limpia. Acto seguido, cubrió la cama con bolsas de plástico y extendió con cuidado la ropa de Wu que le habían quitado en urgencias y tirado a la basura. Había sudado tinta para recuperarlas. Una conmovedora historia sobre una promesa rota, un sastre de Hong Kong y un cachorro perdido lo habían logrado al fin, pero por poco.

Una vez tuvo la ropa encima de la cama, hizo lo mismo con el contenido de la cartera del científico, las monedas de sus bolsillos, el pasaporte, el bolígrafo y una antigua maquinilla de afeitar -sin hoja- en su caja de plástico: todo lo que había encontrado en sus bolsillos. No había más. Ni móvil ni Blackberry ni calculadora ni unidad de memoria flash.

Mientras se ponía a trabajar, amaneció sobre la ciudad, y las ventanas del hotel fueron cambiando de gris a amarillo mientras las calles se despertaban con el sonido de las bocinas y el tráfico.

Cuando lo tuvo todo dispuesto con geométrica precisión, contempló el conjunto con aire pensativo. Si Wu llevaba los planos de un nuevo tipo de arma, desde luego no parecía que estuvieran allí. Por otra parte, estaba claro que la lista de números que le había susurrado en la escena del accidente no podía constituir el total de los planos, porque dichos planos, incluso muy comprimidos, supondrían una cantidad de datos demasiado considerable. Tendría que haberlos almacenado digitalmente, lo cual significaba que debía buscar un microchip, un dispositivo de memoria magnético, una imagen holográfica grabada en algún formato o quizá una unidad de lectura por láser, como un CD-Rom o un DVD.

Le parecía lógico que el hombre llevara los planos con él o quizá incluso en el interior de su cuerpo. Gideon se estremeció y decidió que se ocuparía de lo segundo más tarde. Primero, examinaría cuidadosamente los efectos personales de Wu.

De una bolsa de compras que había dejado junto a la puerta sacó el dispositivo electrónico que acababa de comprar. Le resultaba sorprendente que en Manhattan se pudiera comprar cualquier cosa -desde un favor sexual hasta una bomba- a cualquier hora del día o de la noche. Se llamaba «Kit de Barrido de Contramedidas Avanzadas MAG 55W05», y era un artilugio como el que utilizaban los detectives privados y los ejecutivos paranoicos para detectar la presencia de artefactos electrónicos como micrófonos y demás. Lo ensambló siguiendo las instrucciones del manual y lo puso en marcha.

Con deliberada lentitud fue pasando la escobilla de barrido por la ropa extendida sobre la cama. Ninguna señal. La cartera y su contenido -dinero, tarjetas de presentación, fotos familiares- tampoco produjeron ningún resultado, salvo por la banda magnética de la única tarjeta de crédito. Cuando le pasó la escobilla, el MAG 55 emitió un pitido, y una serie de luces se iluminaron en la pantalla. Parecía que la banda magnética contuviera datos, pero no estaba seguro de cuál era la cantidad. Lo único que el MAG 55 le indicaba era que ocupaban menos de 64K. Iba a tener que hallar el modo de descargarlos y examinarlos.

El pasaporte chino de Wu también llevaba una banda magnética a lo largo de la cubierta, al igual que los estadounidenses. El lector integrado del aparato le permitió saber que también contenía datos y que estos tampoco excedían de 64K. Se llevó la mano a la frente, en ademán pensativo. Le parecía demasiado poco para que pudiera albergar información detallada sobre el funcionamiento de un arma secreta. Las tecnologías más avanzadas podían comprimir mucha información, pero desconocía cuánta.

Tanto el pasaporte como la tarjeta de crédito deberían ser sometidas a un examen más a fondo.

Se dejó caer en el sillón y cerró los ojos. Llevaba veinticuatro horas sin dormir. Escuchó la compleja textura armónica de «Very Early», dejando que su mente vagara por los colores y los ritmos. Su padre había sido un gran aficionado al jazz. Lo recordaba por las noches, repantigado en su mecedora, escuchando a Charlie Parker y a Fats Waller en su equipo de alta fidelidad, siguiendo el ritmo con el pie y meneando la calva. Esa era la única música que Gideon escuchaba, y la conocía muy bien…

Lo siguiente que supo fue que se había dormido. Cuando abrió los ojos, se apagaban los últimos compases de «If You Could See Me Now».

Se levantó, fue al baño, metió la cabeza bajo el grifo y abrió el agua fría. Salió secándose el pelo y con energías renovadas. Tenía el don de arreglárselas con muy pocas horas de sueño y era capaz de despertarse fresco y descansado después de una breve cabezada. Eran casi las nueve de la mañana. Oyó a las chicas de limpieza charlando en el pasillo.

Guardó el detector y empezó un minucioso examen visual de la ropa de Wu, ayudándose de una lupa de joyero y de un afilado cúter para abrir las costuras y las capas dobles. La ropa estaba rígida y empapada de sangre seca en algunas zonas, con trocitos de vidrio, plástico y metal adheridos. Los quitó todos con unas pinzas y los dejó encima de una toalla de papel para analizarlos más adelante. El pantalón, en particular, estaba muy desgarrado y manchado. Empapó las zonas más ensangrentadas con toallas húmedas y después las secó, presionándolas y recogiendo hasta los restos más minúsculos.

Cuatro horas más tarde, había acabado. Nada.

Llegó el turno de los zapatos. Había dejado para el final el escondite más obvio.

Mediodía. Casi no había comido desde el día anterior, apenas un sándwich en las montañas, y lo único que tenía en el estómago eran unos doce cafés. Se sentía como si se hubiera tragado un litro de ácido para baterías. No importaba. Llamó por teléfono y encargó al servicio de habitaciones un café cargado y muy caliente.

Sacó los zapatos de una bolsa de papel y los puso sobre la mesita auxiliar. Eran unos mocasines John Lobbs hechos en China. Ambos estaban manchados de sangre seca, pero uno de ellos estaba muy estropeado y tenía un corte profundo. Empezaban a heder por culpa del calor.

Despejó la mesa y examinó el zapato derecho con el detector. Nada. Llamaron a la puerta. Gideon se levantó y salió a buscar el café, sin apenas abrir la puerta. Dio una propina al camarero y se lo tomó de un trago.

Haciendo caso omiso de la sensación de ardor en su estómago, volvió al trabajo y empezó a desmontar el zapato metódicamente, identificando cada pieza con un rotulador. Primero quitó el tacón; luego, descosió la suela y la arrancó, colocando las grapas en una hilera perfecta. Ayudándose del cúter, descosió las piezas de cuero y las extendió. El tacón estaba hecho de láminas de cuero, de manera que separó cada una y las desplegó sobre la mesa. Un nuevo barrido con el detector siguió sin revelar nada. Cortó los distintos fragmentos de piel y les pasó nuevamente el detector, sin resultado.

Repitió el mismo procedimiento con el otro zapato, sin éxito alguno.

Gideon lo empaquetó todo en bolsas zip, las etiquetó y luego las ordenó y las apiló en una maleta Pelican que había comprado para la ocasión. Se reclinó en la silla. «¡Maldita sea!», murmuró, exasperado. Aquello estaba resultando muy pesado. Sin embargo, pensar en el dinero que Glinn le había prometido lo animó un poco.

Le quedaba el trabajo «interior». No creía que fuera a encontrar nada; no obstante, debía obrar metódicamente. Pero antes le faltaba una cosa: música para buscar en las entrañas. Algo un poco más tranquilo. Se decidió por Air, de Cecil Taylor.

Cogió el sobre marrón de la mesilla de noche: el lote completo de radiografías que le habían hecho a Wu y al que tenía derecho en su condición de «pareja estable». Retiró la pantalla de la lámpara y las fue colocando delante de la bombilla, estudiándolas lentamente con una lupa. La cabeza, la parte superior del torso y los brazos estaban limpios, pero cuando llegó a la zona media, el corazón le dio un vuelco: allí había una pequeña mancha que indicaba la presencia de algo metálico. La examinó detenidamente con la lupa y se llevó un chasco. En efecto, se trataba de un pequeño trozo de metal, pero no era más que un fragmento retorcido que se le había clavado a consecuencia del accidente. No era ningún microchip ni un diminuto contenedor metálico ni un artilugio de espías.

Tampoco encontró nada en el estómago ni en los intestinos que indicara la presencia de un balón gástrico o de algún objeto que pudiera servir para guardar algo. El recto estaba igualmente limpio.

Cuando examinó las radiografías de las piernas se le pusieron los pelos de punta. Las imágenes estaban llenas de trozos de metal que aparecían como manchas blancas junto con otras más oscuras que dedujo serían fragmentos de vidrio y plástico. Las placas habían sido tomadas desde distintos ángulos, de modo que pudo hacerse una idea aproximada de la forma de cada trozo. Ninguno de ellos se parecía ni remotamente a un chip, una microcápsula o un dispositivo de almacenaje.

Volvió a ver mentalmente al tímido científico bajando por la escalera mecánica del aeropuerto con aire asustado y serio, menudo pero valiente. Por primera vez, Gideon pensó en el riesgo que ese hombre había corrido. ¿Por qué lo había hecho? Sería un milagro si algún día conseguía volver a caminar. Eso suponiendo que sobreviviera. Wu había entrado en coma en el hospital y había sido necesario perforarle la cabeza para aliviarle la presión craneal. Gideon se dijo que no había presenciado un accidente, sino un intento de asesinato. En realidad, no. Contando al taxista y a los numerosos transeúntes muertos, había sido un asesinato múltiple.

Apartó aquellos pensamientos de su mente y guardó las radiografías en el sobre. Se levantó y fue hasta la ventana. Se había hecho tarde. El sol se ponía, iluminando con sus últimos rayos la calle Cincuenta y uno, donde los peatones proyectaban alargadas sombras.

Había llegado a un callejón sin salida. O al menos eso parecía. Y a partir de ahí ¿qué?

El gruñido de su estómago le recordó que era hora de darle algo más que café. Algo bueno. Cogió el teléfono, marcó la extensión del servicio de habitaciones y encargó una docena de ostras.

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