27

Gideon caminaba por la Quinta Avenida y entró en Central Park por la puerta de la calle Ciento dos. Se sentía fatal. Era última hora de la tarde, y los joggers estaban por todas partes. No sabía cómo quitarse la mirada de Orchid de la cabeza. Además, con Wu muerto -lo cual significaba que su misión había fracaso estrepitosamente-, había empezado a repasar una y otra vez las palabras de Glinn, cuando este había sacado con aire fúnebre su expediente médico. «Malformación arteriovenosa.» Cuantas más vueltas le daba, menos probable le parecía que aquella dolencia pudiera acabar con su vida en menos de un año, sin previo aviso, sin que hubiera tratamiento ni síntoma alguno. Se le antojaba turbio, una vulgar manipulación psicológica. Glinn le parecía la clase de individuo capaz de contar la historia más inverosímil con tal de salirse con la suya. Caminó sin rumbo, sin saber adónde iba, cruzando los diamantes de béisbol, hacia el oeste.

«Todo esto es una locura -se dijo-. Olvídate de Orchid, del expediente y sigue adelante. Céntrate en el problema.» Pero no podía olvidarlo. Cogió el móvil que acababa de comprar, uno barato de usar y tirar, y llamó a Tom O'Brien mientras seguía caminando.

– ¿Qué pasa? -fue la áspera respuesta tras varios timbrazos.

– Soy Gideon. ¿Qué noticias tienes?

– Oye, me dijiste que tenía veinticuatro horas.

– ¿Y? ¿Qué noticias tienes?

– Bueno, la tarjeta de crédito y el pasaporte no son más que eso. No figuran datos ocultos. Con el móvil pasa lo mismo. Es de los nuevecitos, con su tarjeta SIM. Seguramente es recién comprado.

– ¡Maldita sea!

– Lo único que contiene son los contactos que tú ya has copiado y unas cuantas llamadas recientes. Eso es todo. Nada de información oculta, nada de microchips raros, nada de nada.

– ¿Y qué me dices de la serie de números que te di?

– Eso es mucho más interesante. Sigo trabajando en ellos.

Gideon giró hacia el sur. Había oscurecido, y el parque se estaba vaciando.

– ¿Interesante? ¿Por qué?

– Por lo que te dije. Tienen un montón de pautas.

– ¿Como cuáles?

– Números repetidos, series decrecientes, cosas así. Por el momento me cuesta definir lo que significan. Acabo de ponerme con ellos, pero en cualquier caso no son un código.

El Central Park Reservoir apareció ante Gideon, y se metió por el camino de los joggers. El agua estaba en calma y oscura. A lo lejos, por encima de la copa de los árboles, Gideon vio el perfil del centro de la ciudad recortándose contra el cielo del anochecer.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cualquier código como Dios manda tiene una serie de números que parecen dispuestos al azar. Naturalmente no lo están, pero todas las pruebas matemáticas de aleatoriedad demostrarán que sí. En este caso, incluso el test más sencillo dice que no son aleatorios.

– ¿Test? ¿A qué test te refieres?

– A cuadrar los dígitos. Una serie verdaderamente aleatoria tiene aproximadamente un diez por ciento de ceros, un diez por ciento de unos y así sucesivamente. En cambio, tus números tienen más ceros y más unos.

Hubo un silencio. Gideon contuvo el aliento e intentó que su voz sonara lo más natural posible.

– ¿Y las radiografías que te di?

– Ah, sí. Se las entregué a un médico de la facultad, como me pediste.

– ¿Y?

– Se suponía que tenía que llamarlo esta tarde. Lo siento, se me olvidó.

– Pues qué bien.

– Lo llamaré mañana a primera hora.

– Sí, no lo olvides -repuso Gideon, pasándose la mano por la frente. Se encontraba hecho una mierda.

De repente, lo asaltó la sensación de que lo estaban siguiendo. Miró a su alrededor. Era casi de noche y se encontraba en medio de un parque.

– ¿Hola? ¿Sigues ahí? -preguntó O'Brien, todavía al teléfono.

Gideon se dio cuenta de que no había colgado.

– Sí. Escucha, tengo que cortar. Nos vemos mañana.

– Vale, pero no antes de las doce.

Cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo. Echó a andar a paso vivo en dirección oeste, pasando junto a las pistas de tenis sin salirse del camino. No había visto nada ni a nadie… ¿o sí? Hacía tiempo que había aprendido a fiarse de sus instintos. Gracias a ellos, aquella misma mañana había salvado el pellejo.

Se dio cuenta de que al seguir el sendero de los joggers le estaba poniendo las cosas más fáciles a su perseguidor, si es que había uno. Mejor sería que se dirigiera hacia el norte, saliera del camino y atajara por la zona de árboles que rodeaba las pistas. De ese modo, su perseguidor tendría que acortar la distancia y él podría ingeniárselas para darle esquinazo y pillarlo por la espalda.

Salió del camino y se adentró entre los árboles que había más abajo de las pistas. El suelo estaba cubierto de hojas que crujían a su paso. Siguió caminando y se detuvo bruscamente, fingiendo que se le había caído algo. También oyó que el sonido de las hojas aplastadas a su espalda cesaba bruscamente.

En ese momento supo que lo seguían, y su estupidez se le hizo patente. No tenía un arma y estaba en medio de un parque desierto. ¿Cómo se había metido en semejante problema? Se había distraído pensando en Orchid, que había demostrado tener un corazón tan tierno como el de una adolescente, y en el expediente médico de Glinn, y como resultado había bajado la guardia.

Echó a andar de nuevo, caminando deprisa. No debía delatar que sabía que lo seguían, pero tenía que salir del parque lo antes posible y perderse entre la gente. Rodeó las pistas de tenis y giró bruscamente a la izquierda, siguiendo las vallas del recinto. Cuando llegó a una zona de arbustos, dio media vuelta y zigzagueó de vuelta al lago.

Con eso esperaba despistar a ese cabronazo.

– ¡Un paso más y es hombre muerto! -exclamó una voz, saliendo de la oscuridad y apuntándole con una pistola.

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