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Gideon se sentó en el taburete del restaurante que permanecía abierto toda la noche y pidió café, huevos escalfados, patatas asadas y una tostada con mermelada. La camarera, una mujer regordeta y atractiva enfundada en un uniforme estilo años cincuenta, tomó nota y vociferó el encargo a la cocina.

– Debería usted cantar ópera -comentó Gideon distraídamente.

Ella se volvió con una sonrisa radiante.

– Eso hago.

«Esto solo pasa en Nueva York», se dijo Gideon, removiendo el café y sintiéndose fuera de este mundo. Las palabras de Tom resonaban en su mente: «Espero que el tipo de las radiografías no sea amigo tuyo». Cabía la posibilidad de que el médico amigo de O'Brien estuviera equivocado. No sería la primera vez. Aun así, esa era la tercera opinión.

¿Habría sido más feliz no sabiéndolo? ¿Simplemente disfrutar de su último año en una feliz ignorancia? No. Aquello lo cambiaba todo. Sentía una extraña sensación de disociación. De repente, muy de repente, sus prioridades habían cambiado. Ya no tenía sentido conocer a alguien, plantearse formar una familia, progresar profesionalmente, dejar de fumar y preocuparse por el colesterol. De hecho, ya nada tenía sentido.

Tornó otro sorbo de café, intentando quitarse de encima la sensación de incredulidad. «Cada cosa a su tiempo.» Ya pensaría en ello más adelante. Por el momento tenía un trabajo que terminar.

Se obligó a volver mentalmente a la academia Throckmorton. Había dado en el clavo con el lema del colegio. Repasando la página web del centro, había descubierto casi por casualidad cierta información importante. Se trataba de una escuela muy exclusiva, reservada en extremo en todo lo concerniente a sus alumnos y personal docente, y particularmente especializada en el manejo de esos datos. Sin embargo, todas las organizaciones, al igual que las personas, tenían sus fallos, y el de Throckmorton estaba escrito en letras de molde: un amor propio desmedido. «Pectus est quod disertos facit.» Sí, desde luego.

La cuestión era cómo trazar un plan para aprovecharse de aquella debilidad. No eran idiotas. No podía presentarse de repente como el clásico ejecutivo financiero de éxito deseoso de encontrar un centro para su hijo. Sin duda ya conocían esa treta; la habrían visto varias veces y serían inmunes. Tampoco podía hacerse pasar por una celebridad, real o inventada. Google había acabado con eso tiempo atrás. Más bien necesitaba todo lo contrario: algo que estimulara de forma más sutil sus esperanzas, expectativas y prejuicios. Lo meditó, y una primera idea empezó a tomar forma en su mente. Por desgracia iban a ser necesarias dos personas para llevarlo a cabo. Mindy Jackson no le servía. Para empezar, estaba por ahí, siguiendo sus propias pistas y no daba el perfil. No. Tendría que hacerlo Orchid. Orchid sería perfecta. Descartó cualquier sentimiento de culpa por recurrir a ella nuevamente y se dijo que el fin justificaba los medios. Después de todo, ¿no le había dicho ella que la llamara?

Un individuo entró en el restaurante y se sentó en el taburete de al lado, dejando sobre el mostrador un ejemplar del Post. A Gideon le molestó que, con el establecimiento vacío, aquel tipo hubiera tenido que ir a sentarse justo a su lado.

La camarera llegó con su plato, se lo sirvió y se volvió hacia el recién llegado. Este pidió un café y un sándwich.

La mujer le llevó la comanda y desapareció en la cocina.

– ¿Qué, cómo va? -murmuró el desconocido, abriendo el diario.

Gideon, molesto, miró para otro lado, decidido a no hacerle ningún caso.

– Seguro que ya se ha quedado sin efectivo -continuó el hombre en voz baja, ojeando la primera página.

Gideon notó que algo le tocaba la pierna. Bajó la mirada y vio que el hombre sacaba un fajo de billetes por debajo del mostrador. Antes de que pudiera reaccionar, el desconocido se lo había deslizado en el bolsillo de la chaqueta sin dejar de leer el periódico. Gideon levantó los ojos y lo observó con detenimiento.

Garza. La mano derecha de Glinn en el EES.

Lo invadió una desagradable mezcla de sorpresa e irritación, en parte por la habilidad de Garza para pasar inadvertido.

– ¡Ya era hora! -exclamó, dándose la vuelta, molesto porque lo hubiera pillado con la guardia bajada-. Empezaba a preguntarme cuándo me enviaría Glinn a su chico de los recados.

Garza lo miró, ceñudo.

– ¿Es así como suele dar las gracias?

– ¿Las gracias? Está claro que ustedes, los del EES, sabían de este asunto mucho más de lo que me contaron. Tengo la sensación de que me han utilizado.

Garza tomó un sorbo de café, dejó el sándwich a un lado junto con un billete y se levantó.

– Por el momento lo está haciendo bastante bien. Yo, en su lugar, en vez de quejarme, perdería el culo para que ese tipo no me localizara. Si nosotros hemos podido encontrarlo, también puede hacerlo Nodding Crane.

Garza salió y se perdió en la noche, no sin antes haber dejado el diario abierto en la barra, con el titular bien a la vista:


ASESINATO EN MOTT

Vecino de Chinatown degollado


Bajo el titular había una foto de Roger Marion.

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