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Gideon cruzó la playa, saltó por encima del dique, buscó cobertura al abrigo de unos árboles y se detuvo para evaluar la situación. A su izquierda se extendía un campo abierto, más allá del cual se alzaba la central eléctrica en ruinas. A su derecha, apartados de la orilla, había un conjunto de humildes construcciones bajas, con sus calles, farolas y aceras. Parecía una urbanización cualquiera del extrarradio, salvo que todo estaba destrozado: las casas ofrecían un aspecto ruinoso, con las ventanas rotas y ennegrecidas y los tejados hundidos, la vegetación y las enredaderas trepaban por doquier, y las calles estaban llenas de grietas por donde asomaban malas hierbas.

Aguardó, con los cinco sentidos en alerta. A lo lejos, desde el extremo de la isla, le llegaba el traqueteo de la retroexcavadora, que estaba abriendo una nueva fosa común. La zona central de la isla parecía desierta. Sacó del bolsillo una foto que había tomado de Google Earth y la examinó durante unos minutos. Luego, empezó a moverse cautelosamente a lo largo de una calle invadida por la vegetación hacia el ruinoso complejo de edificios que había visto antes. Una placa de arenisca clavada en la pared anunciaba la finalidad del edificio: «Sala de dinamo 1912». A través de las ventanas rotas vio máquinas grandes, poleas de hierro, un gigantesco horno remachado y una caldera enorme cubierta de plantas trepadoras que salían por un agujero del tejado.

Gideon caminó en dirección norte, hacia la zona de las fosas, ocultándose entre los matorrales y los árboles que había junto a la carretera. Se movía despacio, comprobando constantemente la imagen de Google Earth, en ocasiones tomando notas y memorizándolo todo. Parecía un paisaje posterior a un apocalipsis, toda una comunidad abandonada de la mano de Dios. No había nada tapiado ni cerrado. Era como si, cincuenta años atrás, la gente se hubiera ido de repente para no volver. Había coches aparcados, enterrados bajo la vegetación silvestre; un supermercado con las estanterías todavía llenas de comestibles caducados; casas con las puertas caídas en cuyo interior se veían aún muebles rotos y paredes con el papel pintado medio caído. Incluso vio un viejo sombrero encima de una mesa y un paraguas en un paragüero. Pasó ante una iglesia medio derruida y abierta a los cuatro vientos, una carnicería donde los cuchillos oxidados colgaban todavía de sus ganchos; y, tirada en medio de la plaza, una muñeca Barbie sin cabeza. Al final del pueblo había un viejo estadio de béisbol, con las gradas invadidas por plantas trepadoras y el césped convertido en un campo de matorrales.

Gideon bordeó los restos de un hospital para tuberculosos y una serie de dormitorios de un orfanato con el lema «Dios y Trabajo» grabado en los dinteles. Había varios pozos en el suelo, antiguos sótanos y cimientos, unos a la vista y otros cubiertos por tablones podridos. Todo estaba a punto de desmoronarse. Consultó nuevamente la imagen de Google Earth y localizó, más allá de los dormitorios, un área enorme, despejada y circular, hecha de cemento y llena de viejas trampillas de hierro circulares: los restos de una antigua base subterránea de misiles nucleares.

A medida que se acercaba al extremo norte, los edificios dieron paso a amplias extensiones de matorrales salpicadas de hitos de cemento numerados y blanqueados por el sol. El sonido de la retroexcavadora se hizo más fuerte. Gideon caminó agachado por un bosque denso que bordeaba los campos y siguió avanzando hacia el norte. Al cabo de menos de medio kilómetro, los árboles se interrumpían en otra gran extensión de matorrales. Gideon se tumbó y se arrastró por el suelo, hasta que se detuvo y contempló a través de los prismáticos la actividad que se desarrollaba un centenar de metros más allá, en una zona recién excavada del campo.

Habían descargado una hilera de ataúdes junto a una fosa muy larga, y los convictos los iban pasando a sus compañeros que estaban dentro y que a su vez los apilaban en montones de cuatro de ancho por seis de alto. Observó cómo depositaban dos cargamentos de ataúdes, cuarenta y ocho en total. Cada ataúd iba marcado en la tapa y en los laterales con un número escrito con rotulador.

Acompañado por varios guardias armados con pistolas y escopetas, un encargado que llevaba un sujetapapeles tomaba nota del trabajo. Cuando todos los ataúdes estuvieron colocados en la fosa, los convictos salieron de ella y se quedaron a un lado mientras la excavadora se ponía en marcha escupiendo una nube de humo negro y cubría los féretros con un montón de tierra y lo alisaba hasta dejarlo al nivel del suelo.

El viento, que había empezado a soplar con fuerza y agitaba las copas de los árboles, llevó hasta Gideon el olor de la tierra recién removida, mezclado con el hedor acre del formol y de la descomposición. En el extremo más alejado del campo había un cobertizo de ladrillo que albergaba una segunda excavadora.

Gideon rodeó el campo en busca de un punto de observación mejor para poder ver dónde estaban los recipientes más pequeños que contenían restos de órganos y extremidades. Encontró lo que estaba buscando en una segunda fosa, abierta en paralelo a la anterior y parcialmente cubierta de tierra, donde las cajas más recientes aguardaban al aire libre a que las enterraran. Los prismáticos le permitieron ver que eran pequeñas -del tamaño adecuado para miembros y trozos de cuerpos- y que también llevaban escrito un número. Les habían colocado encima un trozo de plancha ondulada para protegerlas de los elementos hasta que hubieran terminado el trabajo.

Gideon comprendió que necesitaba ver mejor todo aquello. La fosa era profunda y, desde su puesto de observación, no alcanzaba a ver el fondo. Iba a tener que acercarse mucho, y no había forma de conseguirlo sin que lo descubrieran.

Así pues, se levantó, metió las manos en los bolsillos y caminó como si tal cosa hacia la zona de las fosas.

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