21

En los cuatro años que Roland Blocker llevaba haciendo el turno de noche en el almacén, nunca había ocurrido nada. Absolutamente nada. Noche tras noche era la misma rutina, las mismas rondas, el mismo reconfortante desfile de viejas series y comedias de televisión en blanco y negro. A Blocker le gustaba la paz y el silencio de aquel almacén, con sus pesadas puertas de hierro, sus alarmas y sus cámaras que escrutaban incansablemente, todo rodeado por una valla de seguridad rematada con alambre de espino. Nunca lo habían molestado, no había habido ningún intento de robo. Nada. Al fin y al cabo, no había nada que robar -ni dentro ni fuera- aparte de vehículos destrozados, coches que se habían sacado del fondo del río con cadáveres en su interior, coches quemados, tiroteados o utilizados para el tráfico de drogas.

Sin embargo, en esos momentos, después de que los agentes se hubieran marchado, tenía miedo por primera vez. Era por aquella extraña voz que había oído en el exterior. Pero ¿la había oído de verdad? Los policías que habían acudido a la llamada de la alarma le habían dado a entender que quizá estaba dando una cabezada y lo había soñado. Aquello lo indignó, porque jamás se había dormido en el trabajo. Las cámaras de vigilancia nunca dejaban de funcionar y solo Dios sabía quién revisaría posteriormente las grabaciones.

Yo amo a Lucy había acabado, y el siguiente programa de la lista era Los nuevos ricos, el favorito de Blocker. Intentó relajarse mientras sonaban los primeros compases del tema principal. El sonido de los banjos y el exagerado acento de las montañas siempre le hacían sonreír. Se inclinó para subir el aire acondicionado y ajustar las salidas para que le dieran directamente en la cara.

Entonces oyó el ruido, un «clinc», como si una pieza metálica hubiera caído en el suelo de cemento del almacén. Quitó los pies de la mesa, buscó torpemente el mando a distancia y bajó el volumen para poder oír mejor.

«Clang.» El sonido se repitió. Más cerca, esta vez. El corazón empezó a latirle con fuerza. Primero la voz, y después aquello. Examinó las pantallas de los monitores, pero no le mostraron nada raro.

¿Debía hacer sonar la alarma otra vez? No, los agentes no lo dejarían tranquilo después de eso. Pensó en llamar a voces, pero se dio cuenta de que era absurdo: si había un intruso en el almacén, lo último que haría sería contestar.

Se levantó lentamente de la silla, cogió la linterna y se dirigió hacia donde había oído el segundo sonido. Se movía con cautela, con la mano derecha en la culata de la pistola.

Llegó a la zona de donde procedía el ruido y la barrió con la luz de la linterna. El lugar estaba lleno de palés repletos de viejas piezas de coche envueltas en plástico y etiquetadas: antiguas pruebas que llevaban allí años pero que, por alguna razón, no se podían tirar todavía.

Nada. Estaba nervioso, asustado por lo ocurrido antes. Eso era todo. Quizá solo fueran ratas que se habían colado en el almacén. Volvió a su pequeño despacho, se sentó y subió el sonido del televisor… más fuerte que antes. El ruido lo reconfortaba. Era el episodio en que el banquero fingía un ataque de pieles rojas contra la mansión de los Clampett, uno de sus favoritos. Abrió una lata de Diet Coke y se dispuso a pasar un buen rato.

«Clang.»

Se incorporó de golpe, apagó el televisor y escuchó atentamente.

«Clang.»

Era un ruido tan regular que parecía antinatural y deliberado. Y provenía de la misma maldita zona de antes. Los monitores de las cámaras seguían sin mostrarle nada. Una vez más rechazó la idea de hacer sonar la alarma.

Se levantó y cogió la linterna con la mano izquierda mientras quitaba el seguro de la pistolera con la derecha y acariciaba la culata con los dedos. Se acercó nuevamente al rincón de donde provenían los sonidos y se detuvo, esperando a oírlos de nuevo. Nada. Siguió avanzando, con intención de mirar detrás de los palés, para ver si algo o alguien se había escondido entre ellos y la pared.

Caminó despacio por el pasillo y se detuvo antes de llegar al último. Silencio. Qué raro.

Moviéndose cautelosamente, se acercó a la última pila, se agachó y se asomó al otro lado, iluminando la pared con la linterna.

Notó como si una masa de aire se desplazara a su espalda. Se dio la vuelta. Una sombra negra surgió de la oscuridad. Antes de que pudiera gritar vio un centelleo y notó un violento tirón en el cuello. Luego, todo empezó a dar vueltas y a volverse rojo hasta que desapareció.

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