56

– ¿Dónde están las piernas?

Gideon raras veces perdía el control, pero esa era una de ellas. El ayudante entró corriendo.

– ¡Tranquilo, hombre!

– ¡Nadie me ha avisado de esto! ¡Nadie me ha pedido permiso!

– Oiga, deje de gritar.

– ¡Váyase a la mierda! ¡No pienso dejar de gritar!

Su voz resonó por los pasillos desnudos, y se oyó ruido de pasos corriendo.

– No puede gritar aquí dentro -le advirtió el ayudante-. Si no se tranquiliza no tendré más remedio que llamar a seguridad.

– ¡Adelante, llame a seguridad! ¡Llámelos y pregúnteles quién ha robado las piernas de mi amante! -A pesar de su indignación debía ajustarse a su personaje.

Por las puertas dobles entró otro auxiliar, seguido de un agente de seguridad. Gideon se volvió hacia ellos.

– ¡Quiero saber dónde están las piernas de Mark!

– Disculpe -dijo un hombre, abriéndose paso entre el grupo estupefacto, demostrando calma ante el pánico y aire de autoridad. Se acercó a Gideon-. Soy médico forense, y tiene usted que tranquilizarse. -Se volvió hacia uno de los ayudantes y le dijo-: Vaya a buscar el expediente del fallecido.

– ¡No necesito el expediente de Mark! -protestó Gideon-. ¡Lo que necesito son sus piernas!

– Ese expediente nos dirá qué ha sido de sus piernas -contestó el forense, apoyando una mano en el brazo de Gideon-. ¿Lo entiende? Vamos a averiguar qué les ha pasado, aunque sospecho que… -titubeó un momento antes de proseguir- que se las han amputado.

La palabra «amputado» flotó en el aire como una miasma.

– Pero… -Gideon se interrumpió y comprendió que seguramente eso era lo que había ocurrido. Las piernas de Mark Wu habían quedado destrozadas en el accidente, por lo que era imposible recuperarlas, así que habían tenido que amputárselas para salvarle la vida. Se maldijo por no haber pensado en ello nada más ver las radiografías.

El ayudante regresó acompañado de la recepcionista, que llevaba en la mano una carpeta. El forense la cogió, sacó un papel, le echó una ojeada y se lo entregó a Gideon.

El parte clínico informaba que a Wu le habían amputado ambas piernas horas después de haber ingresado en el hospital, seguramente tras hacerle las radiografías. Gideon miró la fecha. Hacía casi una semana. Ahora las había perdido para siempre. Tragó saliva. La noticia resultaba tan desconcertante que durante unos instantes se quedó sin palabras.

– Creo que la situación vuelve a normalizarse -dijo el forense, dirigiéndose al grupo, que empezó a dispersarse.

Gideon logró al fin recobrar la voz.

– ¿Qué… qué ha sido de las piernas?

El forense seguía sosteniéndolo amablemente del brazo.

– Seguro que fueron a parar al fondo de desechos médicos y habrán sido eliminadas.

– ¿Qué es eso del «fondo de desechos médicos»? ¿Se trata de un depósito de órganos o algo así?

– No. Los órganos se eliminan mediante incineración.

– Ah… -Gideon tragó saliva-. ¿Y cuánto tiempo pasa hasta que un órgano se incinera?

– Como comprenderá, poco. De verdad, lo siento, pero las piernas ya no están. Sé que debe de haber sido un golpe muy duro, pero… en fin, su amigo está muerto. -Señaló el cuerpo-. Lo que ve aquí no es más que una cáscara vacía. Su amigo se ha ido a otro lugar y seguro que allí no echará de menos las piernas. Al menos, eso es lo que yo creo, si me permite decírselo.

– Desde luego, no importa. Es solo que… -Gideon calló. Se resistía a creer que todo hubiera terminado. Había fracasado.

– Lo lamento de verdad -dijo el médico.

Gideon asintió.

– ¿Puedo ayudarlo en alguna otra cosa?

– No, gracias -contestó Gideon, en tono fatigado-. Ya he acabado con lo que tenía que hacer aquí.

Cerró la cremallera de la bolsa y se preguntó qué diría Eli Glinn de todo aquello.

Cuando se dieron la vuelta, Gideon se fijó por primera vez en una mujer afroamericana muy gorda e imponente, que estaba de pie en el umbral, vestida con una bata quirúrgica y con la mascarilla bajada.

– Soy la doctora Brown, una de las forenses -dijo, mirando a Gideon-. Lo siento, pero no he podido evitar oírlo.

El otro médico la saludó y se hizo un breve silencio hasta que la doctora Brown habló de nuevo, con gran dulzura.

– ¿Cómo ha dicho que se llamaba, señor?

– Gideon Crew.

– Bien, señor Crew, tengo cierta información que quizá le sea de algún consuelo.

Gideon se preparó para oír una nueva declaración de creencias religiosas.

– El señor Correlli, aquí presente, está en lo cierto al decir que los miembros amputados quirúrgicamente suelen ir a parar al fondo de desechos médicos; pero, en este caso, puede que no haya sido así.

– ¿Por qué no?

– Aquí, en Nueva York, tenemos un sistema particular, probablemente es único. Si el paciente no ha dejado instrucciones concretas, cuando se amputa un miembro durante una operación, tras pasar por patología, se mete en una caja y se entrega a Potter's Field para que sea enterrado.

Gideon se quedó mirándola.

– ¿Potter's Field? ¿Qué es eso?

– Es el campo de sangre donde se entierra a los indigentes. El nombre proviene de la Biblia. Así se llamaba el campo donde fue enterrado Judas.

– ¿Nueva York tiene un campo de sangre?

– Así es. Cuando una persona muere y nadie reclama sus restos o si la familia no puede darle sepultura, la ciudad los entierra en su campo de sangre. Lo mismo ocurre con los miembros de amputaciones quirúrgicas. Ahí es donde enterrarán las piernas le su amigo.

– Y… ¿dónde está ese Potter's Field?

– En Hart Island.

– ¿Hart Island? -repitió Gideon-. ¿Dónde está eso?

– Según tengo entendido, se trata de una isla deshabitada que está en el canal de Long Island.

– ¿Y las piernas de mi amigo estarán enterradas allí?

– Sin duda.

– ¿Hay alguna manera de… localizarlas?

– Sí -contestó la forense-. Después de pasar por patología, todos los cuerpos, miembros y órganos se meten en recipientes numerados y se entierran de tal manera que puedan ser exhumados si se necesitan para una investigación forense. No tiene que preocuparse. Las piernas de su amigo han recibido un entierro decente.

– Es un alivio saberlo -repuso Gideon, haciendo un esfuerzo por disimular su alegría. Aquello era una noticia increíble.

El médico le dio una palmada amistosa en el hombro.

– Bueno, espero que esto le proporcione cierto consuelo.

– Sí -repuso Gideon-. Así es, sin embargo… -Se volvió hacia la forense con ojos suplicantes-. Me gustaría tener la oportunidad de ver ese lugar. Por el duelo, ya me entiende…

A pesar de su serenidad aparente, la doctora Brown parecía desconcertada.

– Bueno, yo creía que los restos que tenemos aquí serían suficientes para eso.

– Sí, pero solo son una parte de mi amigo -contestó Gideon, con una voz que parecía a punto de quebrarse.

La forense lo pensó unos instantes.

– En algunos casos, pocos por suerte, un forense se ve obligado a exhumar restos humanos. Siempre es un engorro porque hay que rellenar un montón de papeleo y se tarda semanas; además, hace falta una orden judicial. Tiene que comprenderlo, en Hart Island no se admiten visitas de ningún tipo. Los trabajos de entierro los hacen los reclusos de Rikers Island.

– Pero cuando ustedes necesitan exhumar algo, ¿cómo saben dónde está? ¿Existe un registro?

– Me parece que los recipientes numerados se apilan por orden en fosas. Cuando una fosa está llena, ponen una señal de cemento y abren una nueva.

– ¿Cómo podría encontrar el número y la ubicación? ¿Dispone usted de esa información?

Brown cogió el expediente médico y lo examinó.

– Estos papeles tienen un número.

Gideon alargó la mano.

– ¿Puedo verlo?

Ella se lo entregó. Gideon sacó un bolígrafo y un trozo de papel y anotó: «695-998 MSH».

– Gracias, no sabe cuánto se lo agradezco.

– ¿Puedo ayudarlo en algo más? -preguntó la forense-. Si no le importa, estoy saturada de trabajo debido a una autopsia. Andamos un poco escasos de personal.

– Gracias de nuevo. Esto es todo lo que necesito, doctora. Encontraré la salida sin ayuda, no se preocupe.

– Bueno, al menos lo acompañaré hasta la sala de espera.

Gideon siguió su silueta rotunda y reconfortante a lo largo del pasillo y pasó ante la sala de autopsias, donde proseguía la actividad. Al menos había una docena de policías y agentes, mientras que el resto había salido al pasillo, donde casi bloqueaban el paso. Gideon vio que al otro lado de las puertas batientes había un grupo de periodistas que esperaban y se empujaban unos a otros.

– Ese homicidio tiene que haber sido algo serio -comentó Gideon.

– Ha sido especialmente brutal -repuso Brown secamente-. Disculpen -dijo, empujando las puertas e intentando abrirse paso entre unos cámaras particularmente agresivos.

Tan pronto corno los periodistas vieron su atuendo de forense, se abalanzaron sobre ella, con sus micrófonos y preguntas.

– Buena suerte -dijo la doctora Brown, despidiéndose de Gideon, antes de volver a entrar.

– ¡Sospechosos! -vociferó uno de los reporteros-. ¿Tienen algún sospechoso?

– ¿En qué lugar de la iglesia habían escondido el cuerpo?

Gideon intentó salir de allí mientras los periodistas seguían lanzando sus preguntas a las puertas cerradas.

– ¿Hay testigos o alguna pista?

Apartó a un individuo corpulento y se dirigió hacia la salida.

– ¿Es cierto que fue degollada, como esa víctima en Chinatown?

Gideon se detuvo bruscamente y se volvió. ¿Quién había dicho eso? Miró hacia el grupo de periodistas y agarró al reportero que tenía más cerca y que llevaba una grabadora en la mano.

– Ese asesinato… ¿alguien ha dicho que habían degollado a la víctima?

– Soy Bronwick, del Post -dijo uno de los reporteros, poniendo su micrófono bajo las narices de Gideon-. ¿Es usted uno de los testigos?

Gideon lo miró. Con sus dientes de hurón y su acento cockney tenía un aspecto chocante.

– Es posible. Pero responda primero a mi pregunta. ¿Tenía la garganta destrozada?

– En efecto. Ha sido un asesinato horrible. Encontraron el cuerpo de la chica en la iglesia de San Bartolomé, escondido entre unos bancos. Estaba casi decapitada, como ese tipo de Chinatown. Ahora dígame su nombre, señor, y su relación con el caso.

Gideon lo aferró del brazo.

– ¿Ha dicho «chica»? ¿La víctima era una mujer? ¡Dígame cómo se llamaba! -Sintió un escalofrío, y cómo una mano helada le hacía un nudo en las tripas.

– Sí, era una chica, de unos veintitantos años.

– ¿Cómo se llamaba? -Zarandeó al hombre-. ¡Necesito saber cómo se llamaba!

– Tranquilícese, hombre. Se llamaba Marilyn… -Consultó sus notas-. Marilyn Creedy. Y ahora, señor, le agradecería que me contara todo lo que sabe.

Gideon apartó al hombre de un empujón y echó a correr sin parar.

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