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Gideon aguardó, aguzando el oído. En el almacén había alguien más y no se trataba del guardia. De eso estaba seguro. El vigilante también lo había oído y había ido a inspeccionar, había regresado y vuelto a levantarse. Después, no había reaparecido, y Gideon había oído un leve roce seguido del sonido de algo que caía al suelo.

Esperó, sin mover un músculo. Desde su posición ventajosa en el interior del coche podía ver a través de los restos el despejado pasillo central del almacén, que llegaba hasta la zona de seguridad del fondo, donde el vigilante tenía su puesto. El guardia seguía sin aparecer y llevaba demasiado rato investigando.

Oyó un golpe sordo, y algo salió rodando de entre dos filas de palés de su derecha y se detuvo en el pasillo: la cabeza decapitada del vigilante.

La mente de Gideon se puso a trabajar a toda velocidad. Comprendió al instante que se trataba de una trampa, una manera de hacerlo salir, de asustarlo o inducirlo a investigar. Había alguien más campando a sus anchas por el almacén, y Gideon se había convertido en su objetivo.

Repasó mentalmente sus opciones. Podía quedarse donde estaba y luchar, acosar a su acosador. Sin embargo, su rival tenía mejores cartas. Era evidente que sabía dónde se ocultaba y, por si fuera poco, había logrado engañar al vigilante y acabar con él tan eficientemente que no había hecho ruido alguno. El instinto le decía a Gideon que aquel tipo era bueno, muy bueno, un verdadero profesional.

¿Qué hacer? Debía salir de allí como fuera. Ya tenía el móvil y no había encontrado nada más por mucho que había buscado.

Sin embargo, naturalmente, eso era lo que su oponente -u oponentes- esperaba que hiciera.

Estaba jodido.

Reflexionó y se dio cuenta de que el o los asesinos lo habían estado siguiendo desde el principio. Seguramente en esos momentos estarían en posición, apuntando a su escondite, esperando que apareciera. No habrían arrojado la cabeza allí de no haber sabido dónde se ocultaba.

A pesar de todo, había una escapatoria. Era arriesgado, pero al menos le daba una posibilidad de salir con vida. No tenía otra opción.

Miró el reloj. Sacó el Colt Python, apuntó con cuidado a la cerradura de la puerta que llevaba al exterior del almacén y disparó un tiro que resonó como un trueno en aquel espacio cerrado. La bala rozó el teclado numérico e hizo saltar la alarma, que empezó a sonar nuevamente.

A partir de ese momento, lo único que debía hacer era esperar al asesino, porque en algún momento este tendría que salir corriendo. Gideon aprovecharía esa ocasión para huir de allí.

¿Quién podía ser? Quizá el conductor del Navigator. Sí, tenía que tratarse de él. Durante la persecución había tenido ocasión de verle la cara.

Sonó un disparo que se estrelló con un golpe metálico en el taxi destrozado, seguido por otro y otro más, proyectiles de grueso calibre que atravesaban el metal como si fuera mantequilla. Gideon comprendió con consternación que el asesino no tenía intención de salir corriendo, al menos por el momento. Para bien o para mal, lo había obligado a actuar.

Al menos, ya sabía de dónde provenían los disparos. Se tendió dentro del taxi, protegiéndose tras el bloque del motor, apuntó y esperó. El siguiente disparo llegó con un «¡bum!». Gideon vio el destello del arma y abrió fuego mientras oía el sonido de sirenas acercándose. ¿Cuánto había tardado en llegar la policía la vez anterior, cinco minutos?

Miró el reloj. Habían pasado tres.

Dos balazos más impactaron contra la carrocería, rodeándolo y rociándolo con partículas de pintura. Devolvió los disparos. Las sirenas sonaban cada vez más cerca. No tardó en oír un chirrido de neumáticos dando un frenazo.

Vio una sombra que se movía tras los palés. Por fin el asesino había decidido huir. Se arrastró fuera del destrozado asiento trasero del taxi y se levantó de un salto, listo para correr hacia la puerta, pero dos balas más pasaron silbando junto a él. Mientras se lanzaba hacia la salida comprendió que aquel cabrón únicamente había hecho un amago de huir para obligarlo a abandonar su refugio. Rodó por el suelo sin dejar de disparar y vio que la figura de negro desaparecía en la oscuridad del rincón. Evidentemente tenía su propio camino para entrar y salir.

De repente se oyeron golpes en la puerta principal del almacén. Seguía cerrada y con la alarma aullando. Perseguir al asesino por su vía de escape sería un suicidio. Tenía que encontrar otro camino. Miró a derecha e izquierda, pero la única salida posible estaba en las claraboyas de ventilación del techo. Cruzó corriendo el almacén y trepó por una de las vigas de la pared.

«¡Abran inmediatamente!», gritaban los policías. Se oyeron más golpes, seguidos del estruendo de algún tipo de ariete.

Utilizando los huecos como peldaños, se encaramó al travesaño de una de las escuadras en forma de celosía que soportaban el techo.

Mientras el ariete golpeaba una y otra vez contra la puerta de hierro del almacén, Gideon rezaba dando gracias por la solidez de la construcción.

– ¡Roland! ¿Estás ahí? ¡Abre de una vez!

Sujetándose con las manos a los hierros superiores y avanzando agachado, alcanzó una de las aberturas. La empujó con todas sus fuerzas hasta que consiguió abrirla y se agarró del borde, con los pies colgando en el vacío.

Al cabo de un instante, antes de que la puerta de hierro del almacén se derrumbara con estrépito, se impulsó con las piernas y se encaramó al tejado. Permaneció tumbado allí unos segundos, respirando pesadamente. ¿Se les ocurriría buscar allí arriba? Desde luego. Tan pronto como encontraran el cuerpo decapitado del centinela, aquel almacén parecería la estación Grand Central en hora punta.

Se deslizó por la pendiente del tejado hasta el canalón de la parte de atrás y se asomó. Bien: la actividad parecía concentrarse todavía en la parte delantera. Oyó exclamaciones de horror e imprecaciones cuando la policía descubrió el cuerpo sin cabeza del guardia.

Menuda jodienda…

Gideon se descolgó por el canalón, se dejó caer al suelo y se encaminó hacia el lugar por donde había entrado, pero luego lo pensó mejor. El asesino parecía conocer al dedillo cuáles habían sido sus movimientos y podía estar esperándole allí, emboscado. Así pues, Gideon corrió hacia otro punto de la verja, trepó por ella e hizo una abertura en el alambre de espino tan rápidamente como pudo.

– ¡Eh, usted!

«Maldición.»

Se abrió paso como pudo, notando que las púas le desgarraban la ropa y la piel, saltó y cayó al otro lado, entre unos arbustos.

– ¡Por aquí! -gritó el policía-. ¡El sospechoso huye!

«¡Bang!» El agente le disparó mientras corría por el solar situado tras el almacén, serpenteando entre contenedores oxidados, coches quemados y neveras viejas. Se dirigió a toda prisa hacia las vías de ferrocarril que bordeaban el río, las cruzó y empujando la derruida verja llegó a la orilla. La brisa nocturna llevaba hacia tierra el hedor del río Harlem. Saltó de roca en roca y se zambulló.

Nadó bajo el agua tan lejos como pudo y, después, salió a la superficie silenciosamente. Se desprendió del lastre que representaban las tenazas y se dejó arrastrar por la corriente, flotando sin chapotear y manteniendo la cabeza lo más cerca posible del agua. Oyó gritos en la orilla y palabras ininteligibles a través de un megáfono. Un foco barrió la superficie del agua. Aunque se hallaba fuera de su alcance, se volvió para ofrecerle solo su cabello negro. Había un montón de basura flotando a su alrededor y por una vez se sintió agradecido por las costumbres poco higiénicas de los neoyorquinos, pero no pudo evitar preguntarse cuántas inyecciones tendría que administrarse tras aquella inmersión. Luego comprendió que tampoco tenía importancia porque, en cualquier caso, era hombre muerto.

Flotó, dejando que el río lo arrastrara corriente abajo, hacia la iluminada estructura del puente RFK. Con lentitud, la perezosa corriente lo empujó hacia la orilla de Manhattan, alejándolo definitivamente del alcance de los policías. Chapoteó con fuerza hasta que hizo pie y se encaramó a unas piedras, donde empezó a escurrir el agua de sus ropas. Había perdido el Colt Python en algún lugar del río, pero le dio igual. En cualquier caso habría tenido que deshacerse de él igualmente, debido a los casquillos que habían quedado en el almacén. Además, era un arma demasiado voluminosa para sus propósitos.

Metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsa hermética. Seguía cerrada, con el teléfono seco y a salvo en su interior.

Trepó por la orilla saltando de roca en roca, saltó otra verja medio caída y se encontró en medio de un depósito de sal para las calles, propiedad del departamento de Transporte. A su alrededor había diversos montones blancos que se alzaban como montañas nevadas de un paisaje sobrenatural de Nicholas Roerich.

Pensar en Roerich despertó en su mente un recuerdo interesante.

A las cuatro de la mañana, y en esa zona de la ciudad no tenía la menor posibilidad de encontrar un taxi, y aún menos mojado como estaba. Le esperaba una larga caminata hasta el hotel. Una vez allí, tendría que hacer las maletas y largarse a toda prisa para buscar un nuevo lugar donde ocultarse. Luego, ya tendría tiempo de renovar su vieja amistad con Tom O'Brien, de Columbia.

Se preguntó qué pensaría de todo aquello el bueno de Tom.

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