Capítulo 7

17:20 h

Billy se quedó en casa el tiempo justo para comer algo, y luego se marchó a ver a unos amigos. Así que Clevenger se quedó solo en el loft de ciento ochenta y cinco metros cuadrados que compartían, con su pared de ventanas altas arqueadas, que enmarcaban la noche de Chelsea, dominada por el río de faros que recorrían la cubierta superior del puente Tobin, a través de cuya estructura verde de acero asomaba el vapor de una chimenea cercana de veinte pisos de altura.

Debajo del puente había cinco kilómetros cuadrados de bloques de pisos, fábricas y casas adosadas de ladrillo que recibían una oleada tras otra de inmigrantes que veían Chelsea como un segundo útero: matriculaban a sus hijos en sus escuelas, solicitaban prestaciones a la oficina de la Seguridad Social de Everett Avenue, aprendían el idioma, conseguían sus primeros empleos en gasolineras, licorerías y almacenes, y luego renacían, prosperaban y se marchaban a ciudades más acomodadas como Nahant, Marblehead y Swampscott.

Clevenger encendió el ordenador que tenía en una mesa de pino antigua frente a los ventanales. Quería realizar su propia investigación sobre John Snow, Collin Coroway y Snow-Coroway Engineering. Y quería descubrir lo que pudiera sobre Grace Baxter. Mientras esperaba a que se reiniciara, fue hacia la puerta de Billy y miró su habitación. En el centro estaban el banco y la barra de pesas. Contra una pared, había un colchón. Un par de cientos de CD y DVD se apilaban unos junto a otros. La ropa rebosaba del armario. Sonrió al ver una fotografía pegada en la puerta del armario: él y Billy el día que Billy se había trasladado al loft.

La mayoría del tiempo, hacer de padre a un adolescente problemático, incluso uno tan difícil como Billy te hacía sentir sorprendentemente bien. Estructuraba la existencia de Clevenger, del modo en que puede hacerlo ser responsable de otro ser humano. Y su formación psiquiátrica le ayudaba a enfrentarse al hecho de que vivir con Billy podía hacer que se sintiera aislado y furioso, porque le recordaba su propia adolescencia infernal, el sadismo de su propio padre.

Para lo que menos preparado estaba Clevenger era para saber que educar a un adolescente realmente significaba aislarse. Dedicabas mucho tiempo y energía a otra persona, una persona que no era tu amigo, que no tenía por qué ayudarte cuando tenías un mal día o aguantar tu mal humor.

Clevenger estaba descubriendo lo solo que podía sentirse uno estando en la misma habitación con su hijo, incluso cuando quería tanto a ese hijo como él quería a Billy. Y no podía hacer desaparecer la soledad con los fáciles métodos de antes.

Las mujeres, por ejemplo. Clevenger había tenido aventuras durante los dos últimos años, incluida una relación intermitente con Whitney McCormick, la psiquiatra forense jefe del FBI que había trabajado en el caso de Jonah Wrens con él. Pero no podía abandonarse al romance, ni siquiera con ella, a pesar de que seguía apareciendo en sus sueños. No podía entregarse a una mujer y disolver sus inquietudes en el ofuscamiento de la pasión. Dar a tu hijo la impresión de que era el principal centro de atención de tu vida significaba acostarse y despertarse solo. Significaba llevar las aventuras como si fueran trabajos de media jornada.

Y luego también estaba su aventura intermitente con el alcohol y las drogas. Le había resultado menos estresante mantenerse sobrio por sí mismo, día a día, que obligarse a estarlo porque tenía que criar a un chico sano. Porque tener un desliz de vez en cuando era al menos más concebible cuando la única persona a la que podías hacer daño eras tú. Si el dolor se hacía demasiado intenso, sabías que podías aplacarlo, aunque tuvieras que pagarlo con creces más adelante. Ahora que el futuro de Billy estaba ligado al suyo, que tomarse una copa significaría que el padre de Billy era un bebedor, Clevenger no podía tocar el alcohol. Estaba casado con la realidad, por más dolorosa que ésta se volviera.

Pensó de nuevo en lo que John Snow había programado hacer, su plan de liberarse de sus neuronas enredadas y, muy probablemente, de todos los enredos. Por un lado, la idea era embriagadora. Snow podría haber vivido la vida sin restricciones de un desconocido en una tierra lejana, sin obligaciones para con nadie, sin sentimientos de culpa por pecados pasados, sin nada que lo definiera o lo limitara. Por el otro, había que preguntarse cuánto habría costado la libertad de Snow a las personas que lo consideraban parte de sus vidas, de sus realidades. Ahora que estaba muerto, ¿podrían resolver alguna vez los dramas de los que Snow era partícipe, o llevarían siempre en sus conciencias ese peso? ¿Era algo por lo que debiera preocuparse? ¿Hay alguien que sea libre hasta el punto de ser libre de hacer borrón y cuenta nueva?

¿Cómo se sentiría Billy si Clevenger decidiera que sus vínculos emocionales, positivos y negativos, eran nulos o inexistentes, que juntos no tenían ningún futuro, ni siquiera un pasado en común? ¿Sería capaz Billy de sobrevivir a semejante abandono? ¿Sería capaz de retener todo el amor y el miedo, la confianza y el resentimiento que habían compartido? ¿O su peso lo aplastaría?

El plan de Snow de marcharse ¿era un acto de supervivencia, un acto de destrucción, o ambas cosas?

Sonó el teléfono. Clevenger volvió a su mesa y contestó.

– Frank Clevenger al habla.

– Malas noticias -dijo North Anderson.

– ¿Qué? ¿Dónde estás?

– En la oficina. Acaba de llamarme Mike Coady. La policía ha respondido a una llamada al 911 desde el 214 de Beacon Street. George Reese, el marido de Grace Baxter.

– Dios santo, no -dijo Clevenger, pensando que Grace lo había matado, o intentado matarlo. Le temblaban las piernas. Baxter le había ofrecido destellos de su desesperación, y él había tomado la decisión equivocada al dejarla marchar a casa en lugar de internarla en una unidad psiquiátrica-. ¿Es muy grave? -preguntó.

– Los auxiliares lo han intentado todo, pero no había nada que hacer. El cuerpo llevaba ahí un tiempo, seguramente un par de horas.

Clevenger se las arregló para acomodarse en su silla antes de que le fallaran las piernas.

– ¿Cómo lo ha matado?

– ¿Cómo lo ha…? -comenzó a decir Anderson, luego se detuvo-. El marido está bien, Frank.

La mente de Clevenger no podía, o no quería, dar sentido a los hechos que sugería la terrible respuesta.

– No entiendo.

– Es Grace -dijo Anderson. Se quedó callado unos segundos-. Se ha suicidado.

Clevenger cerró los ojos. Vio a Baxter dirigiéndose a su coche en el astillero, con lágrimas resbalando por su rostro. Se quedó mirando en la noche de Chelsea.

– ¿Cómo? -logró decir.

– No es una historia agradable.

– ¿Acaso lo son alguna vez?

– Pero ésta… -Cuéntame.

– Ha entrado en el baño del dormitorio y se ha cortado las venas, luego el cuello. Después se ha tambaleado hasta la cama y ha muerto desangrada.

– ¿Quién la ha encontrado?

– Su marido. Tenía que reunirse con él en el Beacon Street Bank para un cóctel. Un evento para recaudar fondos o algo así. No ha aparecido. Él ha vuelto a buscarla.

– ¿Ha dejado una nota?

– Sí. Coady no me ha dicho qué decía.

– ¿Podemos vernos allí? -le preguntó Clevenger. En parte quería ir porque Grace había sido paciente suya, aunque sólo fuera por una sesión. Pero también porque dos amantes habían muerto con pocas horas de diferencia. Una posibilidad era el asesinato con suicidio: que Grace Baxter hubiera matado a John Snow y luego se hubiera suicidado. Pero había otras posibilidades. Quería ver el lugar donde había muerto Grace, echar un vistazo a la disposición de las cosas, si había o no señales de lucha.

– Tengo que decirte que también han encontrado un papel en la mesita de noche con tu nombre y tu teléfono, y la hora de la cita de mañana. Supongo que el marido sabe que hoy vino a verte. Está buscando a un culpable.

– No tendrá que buscarme mucho. Estaré en el 214 de Beacon dentro de quince minutos.

– Te veo allí.

Clevenger le dejó una nota a Billy y luego condujo en dirección a Boston. Sabía que los psiquiatras perdían a pacientes, igual que otros médicos, que algunas enfermedades psiquiátricas eran mortales. Y sabía que había oído de la boca de Grace Baxter las palabras que la ley decía que tenía que oír, su compromiso de no hacerse daño a sí misma ni a otras personas. Pero su mente no dejaba de reproducir los cuarenta y pico minutos que habían pasado juntos, de repetir el momento en que le había preguntado si tenía intención de atacar a su marido. ¿Por qué no había insistido en el peligro real: que quisiera suicidarse? ¿Por qué no había presentido ese peligro?

Encontró sitio para aparcar en Beacon y caminó tres manzanas hasta el número 214, una casa majestuosa con miradores y ladrillos que tenían doscientos años, con anchos escalones de granito y un par de faroles negros de hierro forjado que enmarcaban una puerta esmaltada de color carmesí.

Los agentes lo reconocieron y se apartaron.

Cuando se acercaba a la puerta, ésta se abrió. Anderson salió y cerró.

Clevenger miró hacia la calle.

– No lo vi venir.

– Si tú no lo viste, no lo vio nadie.

Clevenger lo miró.

– No estoy seguro.

Ahora Anderson apartó la mirada.

– El marido está más resentido de lo que dijo Coady. Quizá lo mejor sea que lleven el cuerpo al depósito. Wolfe puede contarte lo que necesites saber.

Clevenger negó con la cabeza.

– ¿Dónde está?

– Puedo ser tus ojos ahí dentro.

Clevenger se abrió paso.

Anderson lo agarró del brazo.

– Arriba, en el dormitorio principal. Coady está ahí. El marido está en el estudio que hay aquí a la derecha.

Clevenger abrió la puerta y entró en la casa.

George Reese, el marido de Grace Baxter, se levantó de un sillón de piel color burdeos, ladeó la cabeza y miró a Clevenger con unos ojos grises oscuros inyectados en sangre.

Era increíblemente delgado, medía metro ochenta más o menos y no aparentaba tener cincuenta y dos años. La camisa blanca que llevaba estaba manchada de sangre. El pelo negro azabache, engominado hacia atrás, le caía sobre la frente.

Clevenger se acercó a él. También tenía sangre en las palmas de las manos y en una de las mejillas.

– Siento mucho lo que ha… -comenzó a decir.

Unas manchas rojas aparecieron en el cuello de Reese.

– ¿Cómo tiene la cara de poner los pies en mi casa? -dijo, esforzándose por no gritar.

Anderson se puso al lado de Clevenger.

Reese miró a Clevenger de reojo.

– Me ha dicho que le había llamado cinco veces hoy. Y no le ha devuelto las llamadas. ¿Qué era más importante que la vida de mi mujer?

Clevenger olió el alcohol en el aliento de Reese. Miró en el estudio y vio una botella de whisky abierta sobre la mesa de café.

– Llamaba para pedir hora. Se la dieron para mañana a las ocho de la mañana -dijo Clevenger. Sabía que no era una respuesta muy buena.

– Pues no ha llegado a mañana -dijo Reese indignado.

– Ojalá hubiera podido hacer más -dijo Clevenger.

Reese avanzó otro paso más. Anderson quiso interponerse entre ellos, pero Clevenger le hizo una señal para que se detuviera.

– Cinco llamadas -dijo Reese-. ¿La mayoría de sus pacientes le llaman media docena de veces en espacio de horas? -Hablaba con los dientes apretados-. ¿Conoce siquiera el historial de Grace, doctor Clevenger? ¿Se molestó en conseguir informes suyos antes de verla? ¿Habló con su último psiquiatra?

Esas preguntas trajeron a la memoria de Clevenger otro recuerdo desagradable de su sesión con Grace Baxter: el modo en que había salido de sus labios su «contrato no suicida», lo cual hizo que pensara en cuántas veces habría preocupado a sus psiquiatras con anterioridad. Pero no se lo había preguntado.

– Tres intentos de suicidio -dijo Reese-. Nueve ingresos en unidades de internamiento.

Clevenger apartó la mirada un instante y luego se obligó a mirar de nuevo a Reese.

– ¿No tenía un hueco para ella, quizá a última hora de su ocupado día? ¿Tenía que ir a algún sitio?

– Siento lo de su esposa -dijo Clevenger.

Reese se inclinó hacia delante para susurrar algo a Clevenger al oído. El aliento le olía a alcohol de ochenta grados.

– Suba a nuestro dormitorio y échele un vistazo. Vaya a ver lo que ha hecho. -Se apartó.

Clevenger pasó por delante de él, subió la amplia escalera que llevaba al segundo piso; Anderson lo seguía de cerca. Oyó la voz de Mike Coady en el pasillo y se dirigió hacia allí. Se quedó inmóvil al entrar en el dormitorio.

Anderson le puso una mano en el hombro.

– Debió de tambalearse hasta que logró llegar a la cama.

Habían apartado el edredón del cuerpo de Baxter. Estaba desnuda sobre las sábanas empapadas en sangre, que había salpicado las paredes y la moqueta. Una de las cortinas de terciopelo azul claro que colgaban sobre las ventanas yacía en una pila manchada de sangre en el suelo.

Clevenger se acercó a la cama caminando sobre un sendero de plástico que habían extendido los investigadores de la escena del crimen. Miró a Baxter. Laceraciones color rubí le cruzaban el cuello: un trabajo mediocre. En las muñecas tenía un solo corte horizontal. Aún llevaba las pulseras de diamantes y el Rolex. Estaban llenos de sangre.

Coady caminó hasta el otro lado de la cama.

– ¿Era paciente tuya?

– Me dijo que eran como esposas -dijo Clevenger.

– ¿Eh?

– Las pulseras -dijo-. El reloj.

– Unas esposas bastante elegantes.

– Sí.

– Se ha cortado las dos carótidas -dijo Coady-. El baño aún está peor.

– ¿Qué ha utilizado?

– Un cuchillo de tapicero. Estaban remodelando el tercer piso. El marido dice que debe de ser de uno de los contratistas.

Clevenger asintió.

– Le ha dejado una nota -dijo Coady. Le alargó una bolsa de plástico con un papel de carta de doce por veinte.

Clevenger cogió la bolsa. La nota estaba salpicada de sangre, pero se podía leer.

Mi amor:

No puedo seguir. Entre que me quedo dormida por las noches y me deja el sueño por las mañanas, son escasos los momentos en que me siento viva, antes de despertar del todo a lo que se ha convertido mi vida. Imagina tener sólo esos pocos instantes de felicidad en todo un día y una noche, las ilusiones de libertad más dulces y fugaces, y puede que comprendas e incluso perdones lo que he hecho.

Recuerdo cada uno de nuestros besos, cada caricia. Cuando entrabas en mí, yo entraba en ti. Huía de mi dolor y lo dejaba atrás. Sola no puedo afrontarlo.

Me equivoqué al confiarte mi felicidad. Tu vida es tuya. Pero la idea de que me dejes ensombrece mi horizonte de un modo tan absoluto que no veo ningún futuro, ni deseo realizar ningún paso más hacia él.

Por favor, perdónamelo todo.

Para siempre,

Grace

– El marido dice que habían hablado de separarse -dijo Coady-. Él había ido a ver a un abogado.

Clevenger le devolvió la bolsa.

– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?

– Sígueme.

Clevenger siguió a Coady por otro sendero de plástico hasta el baño. Las paredes eran de espejo. Dondequiera que se volviera, Clevenger se veía cubierto con la sangre expulsada por las carótidas de Baxter. Le entró un sudor frío.

Coady utilizó su mano enguantada para cerrar la puerta.

– El cuchillo de tapicero -dijo Coady, señalando el lavabo.

Clevenger miró dentro y vio la herramienta; la hoja estaba manchada de sangre.

– Era la amante de Snow -dijo sin alzar la vista.

– Pero ¿de qué me hablas?

– Grace Baxter y Snow. Tenían una aventura.

– ¿Te lo dijo ella?

– No -dijo Clevenger, y miró a Coady-. Hoy he ido a ver a J. T. Heller. Snow se lo contó.

Pareció como si la mente de Coady se pusiera a trabajar para dar con una solución sencilla a un problema complejo.

– Quizá ha sabido que su hombre se había matado, se ha deprimido y…

– Es posible -dijo Clevenger. Hizo una pausa-. ¿Por qué descartas al marido?

– ¿Qué?

– El modo más habitual que tienen las mujeres de suicidarse es mediante sobredosis -dijo Clevenger-. A veces se cortan las venas. Pero ¿cortarse el cuello y hacerse un solo corte horizontal en cada muñeca? Sería un caso para las revistas de psiquiatría. Alguien se corta las carótidas como reacción a una psicosis, porque tiene la falsa ilusión de que por sus venas corre la sangre del diablo, o cosas así. No he visto ningún indicio de psicosis en Baxter.

– Seamos sinceros -dijo Coady-. No has visto venir nada de esto.

Aquella frase le sentó a Clevenger como una patada en el estómago. Tardó unos segundos en recuperarse.

– No -dijo al fin-. No lo he visto venir. Pero eso también es importante.

– Vaya, ya lo entiendo -dijo Coady-. No es posible porque al doctor Frank Clevenger, que todo lo ve, se le ha escapado. Lo obvio no es aceptable si eso significa que es obvio que la cagaste.

– El marido va todo manchado de sangre.

– Ha entrado, ha visto a la que fue su mujer durante doce años desangrándose en la cama y ha intentado reanimarla. Cuando hemos llegado, el cuerpo aún estaba caliente. No tenía pulso, pero aún estaba caliente.

Clevenger no respondió.

– ¿Qué móvil tiene? -preguntó Coady-. ¿Los celos? La muerte de Snow ha salido en todos los periódicos. Tenía que saber que ya no competiría con él precisamente. -Pareció que sus propias palabras le disgustaban un poco.

– Estoy de acuerdo -dijo Clevenger-. Snow estaba fuera de circulación.

– Vaya, entonces ahora es culpable de doble homicidio. Tenemos a un banquero, un pilar de la comunidad, que en un arrebato homicida mata al amante de su mujer por la mañana y luego se la carga a ella por la tarde. Y no es que los pillara in fraganti, cogiera una pistola y les pegara un tiro. Aquí no hay impulso irrefrenable. Planeó liquidarlos el mismo día. -Hizo una pausa-. Eso sí que sería para las revistas de criminología.

– Quizá no lo planeó tan bien -dijo Clevenger. Hizo una pausa-. Mira, no digo que esté implicado necesariamente. Pero su mujer le engañaba. Ella y su amante están muertos. Y resulta que va todo manchado de sangre.

– De acuerdo -dijo Coady para zanjar el tema-. No le descartaré oficialmente.

– ¿Sólo extraoficialmente?

– ¿Qué tal si mi investigación la llevo yo? Sólo tenía una pregunta para ti: si John Snow era capaz psicológicamente de suicidarse. Si quieres el caso, tu trabajo se ceñirá a eso. Si establecemos que la muerte de Baxter fue o no un suicidio, no es asunto tuyo.

– Entendido -dijo Clevenger.

Coady sabía que se lo estaba quitando de encima.

– Deberías distanciarte. Tienes demasiado interés en que esto no haya sido un suicidio. Porque si lo fuera, también podría ser un caso de negligencia.

– Pues quizá sería el único modo de comenzar a obtener la verdad -dijo Clevenger. Se dio la vuelta y se fue.

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