Capítulo 12

13 de enero de 2004

Clevenger aterrizó en el aeropuerto nacional Reagan cuando faltaban pocos minutos para las dos de la tarde. Comprobó el móvil y vio que tenía dos mensajes. Los escuchó de camino a la cola del taxi. El primero era del detective Coady que le decía que tenía noticias interesantes acerca de la autopsia de Grace Baxter. El segundo era de J. T. Heller, que le decía que había adelantado a aquella tarde la operación de la mujer ciega a quien esperaba devolver la vista. Sufría migrañas otra vez, y le preocupaba que el tumor estuviera creciendo con mucha rapidez. Se preguntaba si a Billy le gustaría presenciarla.

Clevenger marcó primero el número de la consulta de Heller; contestó Sascha, su recepcionista.

– Soy Frank Clevenger. El doctor Heller me ha llamado -dijo.

– Me ha dicho que le pasara la llamada enseguida -dijo-. Pero primero quería darle las gracias.

– ¿Por?

– Por lo que me dijo… sobre John Snow. Que a veces no puedes salvar a alguien. Que hacerle saber que te importa puede que sea todo lo que puedas hacer.

– Y muy poca gente lo hace.

– ¿Va a pasarse por aquí otra vez?

Clevenger notó que en su voz había verdadero afecto. Y una parte de él hubiera querido hacerle la pregunta siguiente: si Sascha quería verlo. Pero sabía que la respuesta no le diría demasiado. Le había ofrecido la absolución a su culpa, y seguramente eso era lo que ansiaba. El mensaje, no al mensajero.

– Seguro que me pasaré en algún momento -dijo.

– Bien, entonces, espero verlo -dijo en un tono más formal-. Espere.

– Frank -dijo Heller con voz resonante unos segundos más tarde.

Parecía que se hubiera tomado unos treinta cafés.

– He oído tu mensaje -dijo Clevenger-. Creo que sería estupendo para Billy.

– Tráelo al General, digamos… ¿a las cuatro?

– Por desgracia, estoy fuera de la ciudad -dijo Clevenger-. Pero intentaré que un amigo vaya a recogerlo al entrenamiento de boxeo y lo lleve, suponiendo que diga que sí. También puede coger el bus.

– Puedo ir a recogerlo -dijo Jet Heller-. No tengo nada hasta esta intervención. De todos modos, conducir podría irme bien para relajarme. Me pongo como loco antes de entrar en quirófano. No dejo de repasar mis movimientos, ¿sabes?

– Tus movimientos…

– Mi estrategia. Todas las operaciones son una guerra, colega. Y este tumor que se envuelve alrededor del nervio óptico de mi paciente tiene tantas ganas de vencer como yo. Es lo que desea desde que era la célula progenitora que se liberó del plan que Dios le tenía asignado y se puso a trabajar por su cuenta, plantándose donde no tenía ningún derecho a estar. Está intentando con cada rincón de su protoplasma apropiarse del plan de la Naturaleza y reconfigurarlo según su propio proyecto retorcido y mortífero. Pero ¿sabes qué?

Clevenger se preguntó si Heller habría cruzado la frontera que había entre la grandilocuencia y la manía.

– ¿Qué?

– Hoy es el día del Juicio Final.

– Para el tumor.

– Para el tumor. Para el desorden. Para la entropía. Hoy dios mediante, restableceré lo que Él en su sabiduría suprema pretendía. -Se rió de sí mismo-. ¿Qué te parece, Frank? ¿Un poco de litio para tu nuevo amigo?

Al menos Heller sabía que parecía necesitar medicación. Y quizá no fuera nada justo cuestionar su estabilidad. Quizá abrir la cabeza de una mujer y diseccionar partes de su cerebro requería la energía de un guerrero, la convicción de que estabas luchando contra el mal.

– ¿Por qué piensas que sólo necesitas un poco? -bromeó Clevenger.

– Muy buena -dijo Heller-. Bueno, ¿qué me dices? ¿Voy a recogerlo? Acabo de comprarme un Hummer. Negro. Le va a molar un montón.

Clevenger sintió la misma incomodidad que cuando se había encontrado a Billy y a Heller charlando en el loft. ¿Era porque Heller despertaba en él un instinto protector? ¿O era porque despertaba sus celos? Tuvo que admitir que seguramente sería lo segundo. Después de todo, la gente ponía su vida en las manos de Jet Heller todos los días. Y Billy podía cuidar de sí mismo, en cualquier caso.

– Le preguntaré si le parece bien -dijo Clevenger.

– Si se apunta, saldré pitando hacia Somerville dentro de cuarenta y cinco minutos.

A Clevenger le sorprendió que Heller supiera que encontraría a Billy en Somerville.

Heller debió de notar su incomodidad.

– Me lo contó todo sobre el club -dijo-. Lo de los Guantes de Oro. Es fantástico. Sin embargo, te preocuparán los traumatismos craneales. Tengo pacientes que boxearon durante cuatro o cinco años y no recuerdan qué han desayunado.

– Sí, me preocupan -dijo Clevenger. Tuvo otra vez la sensación de que Heller intentaba ser mejor padre que él-. Lleva casco protector. -Sabía que no tenía por qué dar explicaciones, pero no pudo evitarlo. Haber tenido un padre que no lo era en absoluto hacía que se preguntara si él podría llegar a ser un buen padre-. Billy ha sufrido unas cuantas conmociones, pero ninguna en el cuadrilátero.

– Yo tuve siete. Perdí el conocimiento en tres ocasiones. Todas antes de cumplir los dieciséis. Sé exactamente a qué te enfrentas. Yo estaba en el mismo punto que Billy. Con los nervios a flor de piel. Meterlo en un cuadrilátero ha sido una idea genial.

¿Qué más podían tener en común dos personas? ¿Y por qué le molestaba tanto oír todo eso?

– Tan sólo espero que todo le vaya tan bien como a ti.

– Siempre que creas que ganarse la vida abriendo cabezas es un buen resultado -dijo-. ¿Cuándo regresas a la ciudad, por cierto?

– Con suerte, a última hora.

– No creo que salgamos de la operación hasta las nueve más o menos. Quizá podríamos tomarnos una cerveza cuando deje a Billy en casa.

Ahora llevar a Billy a casa también formaba parte del plan.

– Claro. -No quería colgar dejando que Heller diera por sentado que Billy abandonaría su entrenamiento de boxeo para deleitarse siendo su sombra-. Te llamo dentro de una hora a más tardar para decirte si acepta tu oferta o no.

– Perfecto.

– Gracias.

– Y, Frank… -dijo Heller.

– ¿Sí?

– Espero que no pienses que soy raro o prepotente por ofrecerme a enseñarle a Billy lo que hago. Es que me veo reflejado en él. Seguramente a ti te pasa lo mismo. Y creo que en el fondo es buen chaval. Pero si prefieres que me distancie…

En aquel instante, Clevenger se dio cuenta de que Heller tenía una capacidad admirable para deshacer la resistencia de otra persona expresándola él mismo. Oírle exponer tus objeciones hacía que te opusieras menos. ¿Era eso manipular? ¿O era su forma de ser franco?

– No tienes por qué distanciarte -contestó Clevenger-. Creo que presenciar la intervención será estupendo para él.

– Sólo quería aclarar las cosas.

– Todo aclarado. Te volveré a llamar.

Clevenger colgó. Cogió un taxi al centro y por el camino llamó a Billy al móvil, imaginando que tendría que dejarle un mensaje. Las clases en el instituto aún no habían acabado.

Billy contestó.

– ¿Qué tal? ¿Ya estás en Washington?

– Acabo de llegar. ¿Dónde estás?

– De camino a Somerville. Han cancelado la última clase. El profesor se ha puesto enfermo. Han dejado que nos fuéramos.

– Me ha llamado J. T. Heller. Va a operar hoy a esa mujer, la que cree que podría recuperar la vista. Quiere saber si te gustaría presenciarlo.

– Cogeré el bus. Puedo saltarme el boxeo.

– No hace falta -dijo Clevenger-. El doctor Heller dice que pasará a buscarte por el club. Puedes entrenarte una hora y luego ir hacia el General con él.

– Genial.

Hacía mucho, mucho tiempo que Clevenger no oía ese tipo de entusiasmo en la voz de Billy.

– Te veo en casa cuando acabéis.

– Claro -dijo Billy-. Guay. -Parecía tan emocionado como Heller-. Gracias.

Que le diera las gracias también era nuevo.

– De nada -dijo Clevenger.

Volvió a llamar a Heller, le dio luz verde para que llevara a Billy al hospital y lo dejara después en casa. Luego llamó a la jefatura de la policía de Boston y pidió que le pasaran con Coady.

– ¿Qué noticias hay? -le preguntó.

– Ha llamado Jeremiah Wolfe. Está realizando la anatomía microscópica a Baxter.

– ¿Y?

– No cree que el cuchillo de tapicero sea el arma que le causó las laceraciones de las muñecas -dijo Coady.

– ¿Por qué?

– Dice que los cortes se hicieron con algo que tenía el filo más fino. Que no hay daños importantes en los bordes, o algo así. Cree que es más probable que fueran hechos con una hoja de afeitar.

– Que no tenemos.

– Hay hojas de afeitar en el cuarto de baño, pero ninguna tiene restos de sangre.

– ¿Y Wolfe cree que las heridas del cuello sí se corresponden con un cuchillo de tapicero?

– Sí -dijo Coady-. No creo que haya mucha gente que se suicide utilizando dos cuchillas distintas. Pero tampoco creo que muchos asesinos cambien de arma.

– A menos que la hoja de afeitar no sirviera -dijo Clevenger-. Digamos que, borracha, se desmayó. Alguien que quisiera que pareciera un suicidio pudo comenzar usando la hoja de afeitar en las muñecas, esperando que Grace no se despertaría, que moriría mientras dormía. De ese modo, se libraría con facilidad. Pero quizá no estaba tan inconsciente como creyó. Se resistió. Él quería que se estuviera quieta. Quizá tenía el cuchillo de tapicero a mano, por si acaso.

– Quizá -dijo Coady-. ¿Y desechó la hoja de afeitar?

– O la limpió.

– Mandaré al laboratorio que analice todos los trozos de metal afilados de ese cuarto de baño. A ver si dan con restos de sangre en esas cuchillas. También haré que desmonten las tuberías. Para ver si se ha quedado algo atascado.

– Parece lo más acertado.

– Deja que te haga una pregunta -dijo Coady.

– Dispara.

– ¿Qué te parece este escenario? Comienza a cortarse las venas…

¿Cómo habían vuelto otra vez a la teoría del suicidio?

– Ya sabes que no creo que se… -le interrumpió Clevenger.

– Escúchame.

Clevenger notó que se le aceleraba el pulso. Su mandíbula se tensó.

– Está bien.

– Comienza a cortarse las venas en el cuarto de baño. Está borracha. La sangre sale a borbotones. Se tambalea. Piensa en que Snow está muerto, su aventura ha acabado. O quizá está asustada porque lo ha matado.

Que Coady prosiguiera con la idea del asesinato y suicidio sólo hizo que Clevenger apretara aún más los dientes.

– Quizá se odia a sí misma por lo que ha hecho -continuó Coady-. Y mira la sangre que sigue brotando. Se echa a llorar y grita al ver que su vida ha terminado. O muere ahora o en la cárcel. En cualquier caso, ha perdido a Snow. Ve el cúter, seguramente lo dejó ahí uno de los trabajadores al ir al baño. Lo coge y…

– Se corta el cuello y se mata a ella y al bebé -dijo Clevenger-. Creía que ya lo habíamos descartado. ¿Recuerdas las vitaminas prenatales? Materna se llamaban, ¿verdad?

– Sí. Lo habíamos descartado. Pero seguí pensando. Y pensé: ¿y si el niño era suyo? De Snow.

Clevenger no se había parado a pensar de quién sería el bebé que esperaba Grace. Y ese ángulo muerto hizo que se preguntara si realmente había un enfoque del caso que no quería ver. ¿Era posible que se sintiera tan culpable por no haber internado a Grace cuando fue a verlo, que se estuviera cerrando en banda? En el fondo, ¿creía que había causado dos muertes: la de Grace y la del bebé nonato?

– Pongamos que el bebé era de Snow -dijo, había enfado en su voz.

– Entonces me pongo a pensar que quizá pudo hacer lo que quizá hizo. Es decir, puedo imaginar que se tomara la vitamina una hora antes de suicidarse. Es su rutina. Intenta que las cosas vuelvan a la normalidad, superar lo que ha perdido en ese callejón, o lo que ha hecho en ese callejón. Luego, incluso completamente borracha, empieza a darse cuenta. Lleva dentro al hijo de Snow. Ha matado al padre de su bebé. Está viviendo una pesadilla. Y no va a acabar nunca. Baja la mirada, no puede creer que se haya cortado las venas. ¿Cómo puede ser madre? Su cólera, su dolor y su sentimiento de culpabilidad se fusionan…

– Y sólo quiere que acabe.

– No ver más sangre. Quiere que termine.

– El cuchillo de tapicero -dijo Clevenger. El taxi paró delante del Hyatt.

El portero le abrió la puerta.

– Bienvenido, señor. ¿Lleva equipaje?

Clevenger le hizo que no con la mano. Pagó al taxista, se bajó y cerró la puerta. No notó el aire frío en la cara.

– Lo único que digo es que puede que valga la pena considerar esa teoría -dijo Coady-. No sé si encaja desde el punto de vista psicológico.

Eso era una pregunta.

– Podría encajar -dijo Clevenger-. Creo que sí.

– No estamos asegurando ni descartando nada -dijo Coady visiblemente envalentonado-. Aún pensamos interrogar a George Reese, y a cualquier otro sospechoso.

– Bien.

– ¿Tienes lo que necesitabas de los Snow?

– No he podido hablar con el hijo, Kyle -logró decir Clevenger-. No estaba en casa. Al menos eso es lo que me ha dicho Theresa Snow. Creo que es posible que intente mantenerlo alejado de mí.

– ¿Por qué?

– No lo sé.

– Puedo sacarlo de la calle ahora mismo -dijo Coady.

– ¿Cómo?

– El análisis de orina para la condicional de hoy ha dado positivo. Por opiáceos. Es una infracción. ¿Quieres pasarte luego a interrogarle?

– Acabo de llegar a Washington -dijo Clevenger.

– ¿A Washington? ¿Qué hay ahí?

– Collin Coroway llegó ayer.

– ¿Quién lo ha investigado?

– ¿Qué importa eso?

– ¿Tenías pensado informarme?

– Como te he dicho, acabo de llegar. He tomado la decisión en el último momento. -Sabía que eso no respondía a la pregunta de Coady-. Tendría que habértelo dicho.

– Es mi caso.

– Es tu caso.

Coady guardó silencio durante unos segundos.

– ¿No querrás dejarlo? -dijo. Un par de segundos más-. Te necesito en esto más que nunca. Puede que tenga una teoría sobre lo que pasó, pero aún estoy a años luz de poder probarla. Y podría estar muy equivocado. Lo sé.

– Yo no dejo ningún caso -dijo Clevenger, consciente del esfuerzo que hacía para sonar convincente.

– Convocaré a Kyle Snow mañana a primera hora. ¿Qué tal a las nueve?

– Ahí estaré.

– Plasta mañana.

Clevenger colgó y entró en el vestíbulo del Hyatt. Intentó concentrarse en encontrar a Collin Coroway, pero su mente no dejaba de reproducir lo que acababa de escuchar. El escenario que Coady acababa de pintar no era en absoluto descabellado. Si Grace Baxter estaba embarazada de John Snow, su odio hacia él por abandonarla a ella y al niño ofrecía un móvil creíble para cometer un asesinato. Y la desesperación que habría sentido tras su muerte pudo conducirla a una implosión psicológica total.

Recordó haberle dicho a Coady por qué no encajaba con un suicidio que Baxter se hubiera cortado el cuello. Eran los hombres los que escogían los métodos más violentos, excepto en los casos en que una persona, hombre o mujer, tenía alucinaciones. Le había puesto un ejemplo: una mujer que creía que la sangre del diablo corría por sus venas. Pero ¿y si aquello que Grace odiaba y de lo que tenía que deshacerse no era un demonio, sino la nueva vida que crecía en su interior? ¿Y si la muerte de Snow hizo que viera al bebé como un intruso, que la sangre de éste era la de aquél, mezclándose con la suya, envenenándola? Habría querido morir desangrada.

Todavía estaba recuperándose de ese pensamiento cuando llegó al mostrador de recepción.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -le preguntó un hombre indio de aspecto amable y unos treinta años.

– ¿Le importaría llamar a la habitación de Collin Coroway y decirle que estoy aquí?

El hombre consultó en el ordenador.

– ¿Quién le digo que pregunta por él?

– El doctor Clevenger. Frank Clevenger.

– Un momento. -Descolgó el teléfono, llamó a la habitación, escuchó. Transcurrieron diez segundos, quince. Negó con la cabeza.

– Parece que no está.

Clevenger imaginó que saldría ganando si le sonsacaba información a un empleado para realizar el máximo trabajo de campo posible. Levantaría menos alarma que pasearse por el hotel.

– ¿Le importaría preguntarle al conserje si el señor Coroway ha contratado un servicio de coches con chófer? Quizá aún pueda alcanzarle.

– Lo comprobaré. -Llamó al conserje y preguntó si sabía si Coroway había salido del hotel. Obtuvo la respuesta y colgó-. Ha tenido suerte. Cogió un coche en dirección al 1.300 de Pennsylvania Avenue. Al edificio Reagan. ¿Quiere que le pida uno?

Qué servicio tan estupendo tenían en el Hyatt.

– Por favor -dijo Clevenger-. De la misma compañía, si no le importa.

Por primera vez, el hombre lo miró con cierto recelo.

– Para la cuenta de gastos -dijo Clevenger, guiñándole el ojo.

– Por supuesto. Ningún problema, señor.


* * *

Quince minutos después Clevenger iba camino del 1.300 de Pennsylvania Avenue en un Lincoln Town Car de Limusinas Capitol.

– ¿De dónde es? -le preguntó un hombre corpulento de unos sesenta años con voz de barítono.

– De Boston -dijo Clevenger-. ¿Y usted?

– De Los Ángeles. -Se rió-. No soportaba el clima.

Clevenger supo que el chiste era una invitación a preguntarle el verdadero motivo de su marcha. Le habría gustado no hacerle caso, centrarse por completo en Snow y Baxter. Pero nunca había opuesto ninguna resistencia a las historias de los demás.

– Hacía demasiado calor para usted -dijo.

– En cierto modo.

Otra puerta abierta.

– O sea que no fue por el clima, quiere decir.

El conductor negó con la cabeza.

– Por una mujer.

– ¿La cosa acabó mal?

– Peor.

El ritmo de la historia iba subiendo.

– ¿Y eso? -preguntó Clevenger, recostándose para escuchar.

– Tenía dos hijos cuando la conocí. Pero me sentí atraído por ella desde el primer momento. ¿Sabe qué quiero decir? Así que salí con ella un año y poco. Todo iba bien. Me quería, y yo a ella. Los niños empezaron a llamarme papá, algo que quizá debí considerar un problema, puesto que su verdadero padre estaba en la cárcel. -Levantó un dedo para remarcar su siguiente afirmación-. Por atraco a mano armada, pensaba yo.

– Atraco a mano armada -dijo Clevenger.

Otra vez el dedo.

– Me casé con ella. La niña pequeña tenía once años. De repente, la madre me acusa de adularla.

– Querrá decir acariciarla. No hizo caso a la corrección.

– No hice nada. Se lo juro por mis padres. Nada. Le llevé una toalla después de que se duchara. Abrí la puerta del baño cinco centímetros, volví la cabeza para respetar su intimidad. Su madre estaba en el pasillo. Lo vio y se puso a gritar. Como una loca. En resumidas cuentas, que me detuvieron.

– ¿Por?

– Por abusos deshonestos y malos tratos. Mi mujer dijo que forcé la puerta. Y la niña, a quien resulta que acababa de reprender por sacar tres suficientes y dos suspensos, dice que la toqué. -Se puso la mano en el pecho-. No pasó. -Miró por el retrovisor, seguramente para comprobar si Clevenger le creía o no. Pareció satisfecho-. Contraté a un abogado, le di treinta de los grandes para que demostrara que era inocente, y lo logró. Pero en un caso así, no hace falta que haya pruebas, sólo la palabra de la víctima. Lo retiró todo en el estrado. -Asintió para sí-. Le doy tres oportunidades para adivinar por qué estaba en la cárcel el padre.

– Abusos deshonestos y malos tratos a la niña.

Miró por el retrovisor.

– Es usted bueno. Verá, cargué yo con las culpas por él. El tipo hizo algo inapropiado, así que la niña y la madre se adelantaron a los acontecimientos e imaginaron que yo era igual.

– Si es que él hizo algo inapropiado -dijo Clevenger.

– ¿Qué quiere decir?

– Quizá el primer marido tocó a la niña, o quizá no. Quizá el padre de su mujer la tocó a ella cuando tenía diez u once años. Quizá sucedió en el baño de la casa en la que se crió. Y usted abrió la puerta del baño unos centímetros, y ella vio que la historia se repetía, esta vez, con su hija.

– Nunca se me había ocurrido.

– Se marchó -dijo Clevenger.

– Allí el caso salió en todos los periódicos. Hubo grandes titulares cuando me detuvieron. Y ninguno cuando me declararon inocente. Además, sufrí mucho en el divorcio. Y, tome nota…

– Pensión de manutención para los niños. -El hombre se volvió para mirar a Clevenger.

Por primera vez, vio que tenía los ojos verdes claros y muy dulces. Le miró la mano que sujetaba el volante y vio que llevaba una alianza.

– Así que me marché arruinado -prosiguió- y con mi nombre por los suelos.

– ¿Ha vuelto a casarse? -le preguntó Clevenger.

– No.

– Lleva alianza.

Se encogió de hombros.

– Es una locura, ya lo sé. Nunca me la he quitado. Ni cuando me llevaron a juicio. Ni cuando me declararon inocente. Ni cuando obtuve los papeles del divorcio.

– ¿Por qué? -preguntó Clevenger.

– Aún la quiero. -Meneó la cabeza con incredulidad-. Aún quiero a los niños. Algunas cosas no se superan nunca.

«No, algunas cosas no se superan nunca», pensó Clevenger. Se esforzó por apartar de su mente otro recuerdo de Whitney McCormick. «Pero sigues adelante.» Si el conductor decía la verdad, y eso parecía, había perdido a la mujer que amaba y a dos hijastros que le importaban mucho, había perdido su reputación, gastado todo su dinero en un abogado para hacer frente a la acusación de abusos sexuales, y luego se había ido a la otra punta del país para comenzar de cero. ¿Por qué John Snow no podía hacer lo mismo? Aunque su matrimonio estuviera tocando a su fin, aunque su relación con sus hijos fuera tensa hasta el punto de romperse, ¿por qué no podía comenzar de nuevo? ¿Fueron sus sentimientos por Grace Baxter demasiado difíciles de manejar al final, demasiado amenazantes? ¿Quería someterse a la operación para eliminarla de su cerebro a ella tanto como a los demás?

– ¿Ha pensado alguna vez en ponerse en contacto con ellos otra vez? -preguntó Clevenger.

– Les mando una carta todos los meses, les cuento lo que hago -dijo-. Les digo que los perdono. Ya llevo veintiuna cartas. Casi dos años.

– ¿Le han contestado alguna vez?

– Aún no. Pero no me las devuelven. Las están recibiendo.

– Supongo que ya es algo.

– Para mí lo es. -Se detuvo delante del edificio Reagan, un complejo enorme de granito de 278.000 metros cuadrados en cuatro hectáreas y media-. El 1.300 de Pennsylvania Avenue. -Se giró-. Son veinte pavos. Gracias por escucharme el rollo.

Clevenger le dio un billete de cien.

– Quizá pueda ayudarme con un asunto -le dijo.

– Lo intentaré.

– Un hombre llamado Collin Coroway ha cogido una limusina Capitol para venir del Hyatt hasta aquí. ¿Hay algún modo de averiguar si aún sigue en el edificio?

– ¿Es usted una especie de detective? -le preguntó el conductor, examinando a Clevenger con más atención-. Se le da muy bien escuchar, era como si supiera adónde iba yo antes de llegar.

– Soy psiquiatra -dijo Clevenger.

– Y de los buenos. -Su gran sonrisa decía que no se lo tragaba ni por un segundo-. No es asunto mío. Olvide la pregunta. -Cogió el móvil y marcó. Contestó una mujer-. Katie, soy Al. Collin Coroway, el servicio del Hyatt al 1.300 de Penn. ¿Algún regreso? -Se quedó escuchando-. Tómate tu tiempo. Esperaré.

Pasó medio minuto antes de que Katie se pusiera otra vez al aparato. Le dio un número de teléfono.

El conductor cogió un bolígrafo y lo anotó.

– Te debo una -le dijo. Colgó y marcó el número. Cuando contestaron, colgó. Se volvió hacia Clevenger-. Aún está aquí. Y nuestro número de contacto para cualquier problema que pueda surgir en el trayecto de regreso conecta con la secretaria de una cosa que se llama Interstate Commerce.

– Ha ido todo como la seda.

– Es un regalo que le hago -dijo, guiñándole el ojo-. De un sabueso a otro.

– ¿Es usted detective privado?

– Con licencia en California. Pero de algo hay que vivir, ¿no? -Sí.

– Cuídese, amigo. -Le entregó a Clevenger su tarjeta. Leyó el nombre: Al French. -Cuídese usted también, Al.

Se bajó del coche, entró en el edificio Reagan y encontró Interstate Commerce en el directorio del vestíbulo. La décima planta. El ático. Cogió el ascensor.

Interstate ocupaba uno de los dos únicos locales que había en la planta. Cada uno debía de tener mil quinientos o dos mil metros cuadrados. Clevenger se dirigió a la entrada de Interstate, unas puertas enormes de cristal esmerilado que tenían una I de metro y medio grabada en una puerta y la S a juego grabada en la otra. Llamó al timbre.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó una mujer.

– Vengo por Collin Coroway.

La puerta hizo clic. Clevenger la abrió y entró.

El área de recepción era ultramoderna, con paredes de acero inoxidable y gigantescos monitores de televisión planos que colgaban de sólidas columnas de hormigón. En uno estaban puestas las noticias de la CNN. El otro mostraba un mapamundi, con un centenar de esferas azul cobalto, cada una grabada con las letras IS, que relucían como una tormenta de pelotas de ping-pong sobre los seis continentes. Entre los dos monitores, una hermosa mujer negra que llevaba unos auriculares estaba sentada tras un mostrador de cristal azul cobalto, con una sonrisa falsa.

Clevenger se acercó a ella.

– Soy Frank Clevenger -dijo.

– No creo que el señor Coroway haya solicitado ya un coche.

Confundido con el paciente de un neurólogo por una recepcionista, y con un chófer por otra.

– No soy del servicio de coches de alquiler. ¿Podría decirle que estoy aquí?

– ¿Sabrá quién es usted?

– Trabajo con la policía en la investigación de la muerte de su socio, John Snow. Ninguna reacción. -Entonces, ¿lo está esperando? -Querrá verme. Una sonrisa aún más sintética.

– Espere aquí, por favor. -Desapareció tras una pared de plástico azul ondulada y translúcida que separaba el vestíbulo del resto del espacio.

Clevenger vio un fajo de folletos de InterState en el mostrador. Cogió uno. La portada era un collage de fotos: un caza, un petrolero, una central nuclear, un soldado de camuflaje hablando por un walkie-talkie. Abrió la primera página y leyó la declaración de objetivos de la empresa:

InterState se dedica a forjar sociedades responsables entre corporaciones y agencias gubernamentales, en una gran variedad de industrias, que incluyen la construcción, el transporte, la industria farmacéutica y empresas de servicio público.

Y la industria armamentista, pensó Clevenger para sí. Pasó una página tras otra de testimonios de presidentes de grandes corporaciones superpuestas en fotos sugerentes de olas, atardeceres y rayos. Al lado de cada foto había una explicación del papel que InterState había jugado para casar una necesidad del Gobierno con un producto en particular. La petrolera Getty era el proveedor de la marina de Estados Unidos. Los antibióticos de Merck curaban a la gente buena y derrotada de Irak. Los satélites de Viacom transmitían la Voz de América.

– Lo recibirá ahora -dijo la recepcionista, saliendo de detrás de la pared de plástico.

Clevenger la siguió por un pasillo ancho y largo con despachos de pared de cristal en un lado y docenas de fotografías enmarcadas de líderes mundiales en el otro. En cada fotografía, un político o militar estrechaba la mano a un hombre alto con la cabeza rapada, que siempre llevaba el mismo traje. Contaría unos setenta años, pero tenía una forma física estupenda. Y le resultaba familiar.

– ¿Es el presidente? -preguntó Clevenger, señalando al hombre al pasar por delante de una de las fotos.

– Sí, es el señor Fitzpatrick -dijo.

Esa información ayudó a Clevenger a situarlo. Byron Fitzpatrick había sido secretario de Estado durante el último año de mandato de Gerald Ford. Era obvio que había aprovechado al máximo sus conexiones.

A Clevenger le sonó el móvil. Miró la pantalla. Era North Anderson. Contestó.

– Estoy a punto de reunirme con Collin Coroway -dijo en voz baja.

– Fue al aeropuerto en su coche -dijo Anderson-. No hay manchas de sangre en el vehículo, por lo que he podido ver, pero la calandra estaba hundida.

– La sala de reuniones está al doblar la esquina -dijo la recepcionista, evidentemente molesta por el hecho de que Clevenger hubiera cogido la llamada.

– Tengo diez segundos -le dijo a Anderson.

– Coady ha comprobado los partes de accidentes. AyerCoroway se saltó un semáforo y chocó con una furgoneta de reparto del Boston Globe. Adivina dónde y cuándo.

– Tres segundos.

– En Storrow Drive, a cincuenta metros del Mass General, a las 4:47.

– Eso lo sitúa en la escena.

– Hemos llegado -dijo la recepcionista, deteniéndose delante de otras puertas de cristal esmerilado.

– Ten cuidado -dijo Anderson.

– Lo tendré -dijo Clevenger, y colgó.

La mujer empujó una de las dos puertas y la sujetó para que Clevenger entrara.

– Señor Coroway, Frank Clevenger.

Coroway se levantó de su asiento al otro extremo de una larga mesa negra de reuniones. Era un hombre de aspecto elegante, de unos cincuenta y cinco años, metro ochenta de estatura, pelo cano bien peinado, hombros anchos y cintura delgada. Llevaba un traje gris oscuro de raya diplomática, camisa blanca con puños franceses y corbata.

– Pase, por favor -le dijo.

Clevenger entró.

– Gracias, Angela -dijo Coroway con una voz tan suave como la seda de la corbata.

La recepcionista se marchó.

Coroway se acercó a Clevenger y extendió la mano.

– Collin Coroway.

Clevenger le estrechó la mano y advirtió la confianza que había en su apretón y que llevaba un gran anillo académico de oro con un zafiro en el centro y la inscripción «Annapolis, 70» en los lados. La academia militar.

– Frank Clevenger.

– Su reputación lo precede. Me alegro de que esté aquí. El equipo parece muchísimo más fuerte con usted en él.

Coroway se comportaba como si le hubiera pedido a Clevenger que se reunieran en Washington. Ni siquiera parecía un poco alterado.

– ¿A qué equipo se refiere? -le preguntó Clevenger.

Coroway frunció los labios y asintió para sí.

– Sé que el detective Coady está investigando la muerte de John Snow. La oficina del senador Blaine tuvo la amabilidad de averiguarlo a petición mía. No hay duda de que es un hombre competente. Pero tiene varios casos abiertos.

– Éste es prioritario -dijo Clevenger.

– Esperemos que sea cierto. -Se dirigió a la mesa de reuniones, rodeada por sillones giratorios negros de piel-. Por favor. -Ocupó el suyo.

Clevenger se sentó a medio camino entre Coroway y la puerta.

– Gracias por recibirme sin avisarle -dijo.

– No me las dé. Le dije a John Zack, de la oficina del senador, dónde podrían encontrarme. Me sorprendía que nadie se hubiera puesto en contacto conmigo antes. Ésa es una de las razones por las que tengo dudas respecto al detective Coady. En cualquier lista de sospechosos, yo debería figurar en un lugar bastante alto. -Se inclinó hacia delante, y dejó al descubierto unos gemelos dorados con forma de reactor de caza-. No pretendo que suene a palabrería o a crítica. Pero John era mucho más que un socio para mí. Era como un hermano.

– Hábleme de él.

– Era el hombre más creativo, inteligente y bueno que he conocido o esperado conocer nunca. Era mi mejor amigo.

Entonces, ¿por qué Coroway no estaba visiblemente afectado por su muerte? ¿Por qué no había regresado a Boston?

– ¿Era una persona complicada? -preguntó Clevenger.

– Todo lo contrario. Era un tipo sencillo. Le encantaba inventar. Le encantaba ser capaz de imaginar algo y ver cómo se hacía realidad.

– Pero no todo lo que imaginaba -dijo Clevenger.

Coroway se recostó en el sillón.

– Ha hablado con la mujer de Snow.

– Sí.

– Le habló del Vortek.

– Me contó que usted y John no estaban de acuerdo en si comercializarlo o enterrarlo.

– Y ahora tengo carta blanca, con la muerte de John. Puedo fabricar el Vortek, llamar a Merrill Lynch y anunciar una oferta pública de acciones de Snow-Coroway.

– Es lo que ella interpreta.

Coroway se quedó callado unos segundos.

– ¿Le gustaría saber por qué estoy en Washington? -le preguntó Coroway al fin.

Una parte de Clevenger quería decirle que parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar a que los restos de pólvora desaparecieran de sus manos, pero se contuvo.

– Claro -dijo, y lo dejó ahí.

– InterState financió una parte importante de los costes de investigación y desarrollo del Vortek. Acabo de devolver la mitad de los veinticinco millones que invirtieron en nosotros.

– ¿Por qué? -preguntó Clevenger.

– Porque no podemos cumplir. No creo que lo que John imaginó pueda conseguirse nunca. El Vortek era una fantasía pretenciosa.

– ¿No acabó el diseño?

– Probamos dos prototipos. Los dos fracasaron estrepitosamente.

– Su esposa me contó que el trabajo estaba completado. Que simplemente no quería ceder la propiedad intelectual. Coroway asintió con una sonrisa.

– San John, defensor de los oprimidos, enemigo de todas las armas de destrucción masiva. -Se recostó en su asiento-. ¿De verdad Theresa tiene tres coches patrulla apostados delante de su casa?

– Estoy seguro de que ya conoce la respuesta.

– Theresa cree en serio que John podía conquistarlo todo con ese asombroso cerebro suyo. Yo también casi lo creí. Hasta los últimos seis meses.

– Porque no pudo hacer realidad el Vortek.

– Porque no pudo ni acercarse. No con veinticinco millones de inversión. Créame, no hay ninguna oferta pública a la vista.

– ¿Por qué iba a mentir Theresa?

– Me parece que se cree de verdad lo que John le contaba. Que había vencido al radar, creado un misil fantasma, capaz de burlar las defensas enemigas. Pero que tenía demasiado buen corazón para permitir que su invento viera la luz. -Hizo una pausa-. La verdad es que John habría sido el primero en vender las patentes del Vortek al Gobierno de Estados Unidos, si algún día hubiera conseguido idearlo. Toda esa mierda pacifista que le contaba a su mujer era su forma de salvar la cara.

– ¿Se había dado por vencido? -le preguntó Clevenger.

– No. Habría significado que no era todopoderoso. Habría significado que su mente no podía alterar las leyes de la física. -Hizo una pausa-. Así que echó la culpa a su cerebro.

– ¿Lo que significa?

– Cada vez que tenía la sensación de que estaba cerca de conseguir un gran avance en el Vortek, sufría otro ataque. Creo que por eso empezó esta odisea hacia el quirófano con Jet Heller. Creía que la operación liberaría de su cerebro el poder al que no tenía acceso por culpa de la epilepsia.

– ¿Y usted qué cree?

– ¿Sinceramente? Creo que habría sido más fácil deshacerse de Grace Baxter. Le distraía.

– John se lo contó.

– No había secretos entre nosotros.

Parecía que Snow no había mantenido en secreto su relación con Grace Baxter en absoluto. Heller lo sabía. Coroway lo sabía. Había colgado un retrato suyo en su casa.

– También estoy investigando su muerte -dijo Clevenger.

– Lo sé.

Ninguna sorpresa. Coroway parecía saberlo todo sobre la investigación.

– ¿Alguna idea?

– Creo que no podía vivir sin él.

– Cree que se suicidó.

– A menos que encuentren pruebas sólidas y fehacientes de lo contrario. Había amenazado con suicidarse.

– ¿Cuándo?

– La primera vez que John le dijo que habían terminado, hará cosa de un mes. Dijo que se cortaría el cuello.

A Clevenger se le cayó el alma a los pies.

– Y tan sólo fue la última y más sublime forma de desconcertarle -dijo Coroway.

«Dijo que se cortaría el cuello.» Las palabras resonaron en la cabeza de Clevenger. Miró a Coroway, pero vio a Grace Baxter en el cuarto de baño, con el cuchillo de tapicero en la mano.

– ¿Se encuentra bien, doctor?

Clevenger se obligó a concentrarse.

– ¿De qué otros modos le desconcertaba?

– La tenía metida en la cabeza. Es la única forma que se me ocurre para describirlo. Estaba obsesionado con ella, como un crío de quince años. -Se calmó-. Era algo totalmente nuevo para John. Tiene que entenderlo, Theresa y él vivían juntos. Tuvieron hijos juntos. Pero nunca estuvieron juntos, juntos. John amaba su cerebro. Y ella también. Era un ménage ä trois. En cuanto se enamoró de otra persona, todo se volvió confuso. De repente, se sintió un hombre en lugar de una máquina.

Algo que también podía amenazar el futuro de Snow-Coroway. Los beneficios de la empresa dependían del cerebro de Snow.

– ¿Se alegró por él? -preguntó Clevenger.

– Durante un tiempo, sí, claro. Era fantástico verlo. Todo cambió. Estaba de mejor humor. Rebosaba energía como nunca. Hasta se compraba ropa decente, por el amor de dios. Le fascinaban cosas por las que antes no había mostrado ningún interés en absoluto: el arte, la música, incluso su hijo. Despertó a la vida.

Theresa Snow no había mencionado el interés renovado de su marido por Kyle.

– Pero su trabajo…

– Su trabajo se fue al garete.

El análisis que Coroway hacía sobre Snow tenía sentido, dado lo que Clevenger conocía de él. Pero su opinión de que el Vortek no iba por buen camino no era fácil de confirmar. Por lo que sabía Clevenger, Coroway podía haber patentado el invento hacía una hora. Y no había olvidado que se había empotrado contra una furgoneta al alejarse a toda velocidad del Mass General, mientras John Snow se desangraba.

– ¿Vio a John en las últimas veinticuatro horas? -le preguntó.

Coroway volvió a inclinarse hacia delante.

– No se haga el delicado conmigo. Si no hubiera encontrado el parte del accidente a estas alturas, yo estaría tan preocupado por usted y North Anderson como lo estoy por el detective Coady.

Coroway podía ser culpable de asesinato o no, pero nadie podía acusarle de no ser directo o estar mal informado.

– De acuerdo. ¿Lo vio ayer por la mañana en el Mass General?

– No lo encontré. Le llamé al móvil. No me contestó.

– ¿Por qué lo estaba buscando?

– Quería intentar por última vez que reconsiderara operarse -dijo Coroway-. Fue un impulso de última hora. Por eso fui en mi coche al aeropuerto, en primer lugar. Había dispuesto que una limusina me recogiera a las seis menos cuarto en mi casa en Concord. Luego tuve la sensación… -Meneó la cabeza con incredulidad.

– ¿De qué? -preguntó Clevenger.

– Le pareceré un refugiado de una línea telefónica de parapsicología.

– Quedará entre nosotros.

– Tuve la sensación de que necesitaba protegerle. -Hizo una pausa-. Lo único que pude sacar en claro, de esa sensación, fue que necesitaba protegerle de él mismo, que si iba a verlo, y le decía de una vez por todas que se estaba comportando como un estúpido, entonces… -Se contuvo-. Necesitaba que le protegiera de alguien.

– ¿No cree que se suicidara?

– He oído que Coady iba a presentar esa idea -dijo Coroway-. Espero que la haya desechado. Si no, es momento de que se vaya.

Con aquello se evidenciaba la influencia que Coroway creía tener sobre la policía de Boston.

– ¿No es posible ni remotamente que se suicidara? -le preguntó Clevenger-. El arma era suya. Muy poca gente tenía acceso a ella.

– John no era de los que abandonan -dijo con rotundidad.

– La gente se pone enferma -dijo Clevenger.

– Iba a deshacerse de lo que le afligía. Al menos de lo que él creía que le afligía. Iban a abrirle el cerebro para extirparle las placas de circuito defectuosas. Iba a demostrarme a mí y a todo el mundo que el Vortek no era un producto de su imaginación, que podía hacerlo realidad.

Lo que Snow había estado a punto de demostrar en realidad era que podía abandonar a todo el mundo, Coroway incluido.

– Ustedes dos habían arreglado todo legalmente para cubrir la posibilidad de que John no fuera capaz de seguir en la empresa.

– Iban a operarle el cerebro. Podía pasar cualquier cosa.

Era momento de ser un poco más concreto.

– ¿Dónde exactamente intentó encontrarlo en el Mass General? -preguntó Clevenger.

– Bien. Vamos a dejarnos de minucias -dijo Coroway, con su indiferencia característica-. Primero, en el vestíbulo. Luego, en la cafetería. La cajera me vio; una mujer asiática, de unos cuarenta años, complexión delgada y con gafas.

Parecía que el entrenamiento que Coroway había recibido en la marina se ponía en funcionamiento.

– Llamé a la consulta de Heller -prosiguió-. No me lo cogieron. Imaginé que John había entrado antes en quirófano. Así que me dirigí al aparcamiento, donde pagué seis dólares en la cabina de salida. Un chico joven. Veinte, veintidós años, gafas gruesas. Pelo moreno rizado.

– Un viaje rápido.

– Tenía que coger un avión.

– A las seis y media -dijo Clevenger. El parte del accidente situaba a Coroway marchándose del Mass General pocos minutos antes de las cinco de la mañana. El aeropuerto de Logan estaba a unos quince minutos.

– Me había dejado algo que necesitaba en el despacho.

¿O tenía que limpiarse?

– Así que fue a Snow-Coroway.

– Después de chocar contra una furgoneta. Los agentes de seguridad de la empresa confirmarán que llegué sobre las cinco y veinte. No llegué a Logan hasta minutos antes de las seis.

– ¿Oyó algún disparo cuando estuvo en el hospital?

– No. Pero oí sirenas. En aquel momento, no sabía a qué venía tanto alboroto. -Calló, cerró los ojos y se los frotó con el pulgar y el índice.

Clevenger dejó que pasaran unos segundos.

– ¿Por qué no quería que se operara? -preguntó.

– No quería un socio ciego y mudo.

– Creía que los riesgos eran demasiado altos.

Coroway lo miró.

– ¿Para que los beneficios reales fueran nulos? Así es. El Vortek estaba acabado. Lo anoté en los libros como una pérdida total. Por eso he venido aquí en primer lugar, para devolver el dinero a InterState. No pensé ni por un segundo que la operación consiguiera lo que John creía.

– ¿Se lo dijo tan directamente?

– Cientos de veces. -Miró a Clevenger a los ojos-. Pero no se lo dije todo. No le dije lo que creía en realidad de sus ataques. Me prometí que lo haría, en el hospital ayer por la mañana.

– ¿Qué iba a decirle?

– Que no creía que fueran reales.

– ¿Los ataques?

– Lo que fueran.

– ¿Cree que fingía?

– No de forma consciente -dijo Coroway-. Creo que cuando se estresaba, cuando un problema era mayor que su capacidad para resolverlo, tenía una forma de escapar. Creo que cogió ese hábito de pequeño. Porque nunca nadie le dijo que no pasaba nada si fracasaba. Así que se convirtió en algo automático. En un reflejo.

Coroway estaba describiendo los pseudoataques, ataques que parecían crisis epilépticas, pero que de hecho eran una especie de reacción histérica al estrés. A quien los sufre se le ponen los ojos en blanco, tiene convulsiones en las extremidades, pero en realidad no tiene ningún problema en el cerebro.

– No estoy diciendo que John no sufriera ataques -prosiguió Coroway-. Creo que más bien era como cuando alguien se desmaya al recibir una mala noticia. No es porque tenga una bajada de tensión, según tengo entendido, sino un colapso emocional.

– En su historial médico del Mass General dice que se mordió la lengua en más de una ocasión durante las convulsiones. Hace falta mucha emoción para eso.

– John necesitaba convencer a todas las personas que lo rodeaban de que estaba enfermo, empezando por su familia cuando era niño. Pero lo que más necesitaba era convencerse a sí mismo. Creo que se habría arrancado la lengua a mordiscos si con ello evitaba la verdad.

– Y la verdad e ra…

– Que tenía límites.

– ¿No cree que Jet Heller confirmó si la epilepsia era real o no? ¿Cree que operaría a alguien cuyo cerebro era esencialmente normal?

– ¿Quiere mi opinión? Las pruebas eran escasas. John interpretaba cualquier anormalidad en los TAC o los electroencefalogramas como una prueba de que su sistema nervioso le estaba traicionando. Creo que Heller veía las cosas del mismo modo. Y creo que ése era el problema que el Comité de Ética del General le vio a la intervención. Tenían a un neurocirujano temerario tan ávido de titulares que le habría abierto el cerebro a John para evitar que volviera a estornudar.

– ¿Y tanto miedo le daba a John que el Vortex fuera un fracaso?

– El Vortex sólo era un símbolo -dijo Coroway-. Lo que le daba miedo era ser humano.

Aquello daba una perspectiva totalmente nueva sobre qué buscaba Snow al operarse. Pero no cambiaba los hechos.

Coroway se había alejado a toda prisa de la misma manzana de la ciudad donde su socio había recibido un disparo. Había huido del estado. Y no había vuelto. Podía volar de Washington a París, y de ahí a quién sabe dónde, si le apetecía.

– ¿Tiene pensado volver pronto a Boston? -le preguntó Clevenger.

– Mañana, seguramente -dijo Coroway-. Quizá pasado. Ojalá pudiera estar con nuestros trabajadores, pero la muerte de John me ha dejado con más trabajo que nunca. Y la mayoría está aquí, con nuestros proveedores y clientes, incluidos los tipos del Congreso. Debo tranquilizarlos y decirles que seguimos en el negocio.

– ¿Van a seguir? -preguntó Clevenger.

Coroway frunció los labios casi de forma imperceptible.

– Nadie es indispensable -dijo-. Yo he construido Snow-Coroway tanto como John. Él era un genio, pero hay personas con mucho talento trabajando por debajo de él. -No parecía creerse sus propias palabras-. Y tengo que recordarme que, a pesar de lo creativo que era, nos hizo dar palos de ciego durante meses con el Vortek. Debimos dejar el proyecto mucho antes.

Los ojos de Clevenger volvieron a fijarse en los gemelos de Coroway, los pequeños cazas dorados. Su pregunta había sido ingenua. El negocio era el negocio. El espectáculo debía continuar sin Snow.

– ¿Quién cree que lo mató? -preguntó.

– No tengo ni idea -dijo de inmediato.

Parecía que era lo único que Coroway no sabía.

– ¿No sospecha de nadie?

– Ése es su trabajo.

– Por eso se lo pregunto.

Coroway se puso en pie y caminó hacia la ventana.

– Quizá todos seamos un poco culpables.

Ese mea culpa recordaba vagamente a la peculiar confesión de Lindsey Snow.

– ¿Por?

– Todos necesitábamos a John en nuestras vidas, por razones distintas -dijo Coroway, esta vez con una voz más suave, menos segura de sí misma-. Grace, Theresa, los hijos de John. Yo. Quizá nadie tenga las manos limpias.

Clevenger quería presionar un poco más a Coroway.

– Hábleme de las suyas -le dijo.

Coroway se volvió hacia él. Estaba pálido.

– Le conté a Lindsey lo de Grace Baxter.

Clevenger imaginó los ojos fríos y vacíos de la chica.

– ¿Le contó que su padre tenía una aventura?

– No me enorgullezco de ello.

– Entonces, ¿por qué…?

– Es una chica muy convincente -dijo Coroway-. Estaba llorando, preguntándose qué había cambiado entre ella y su padre. Ella era la única persona de su vida que podía competir con el trabajo para ganarse su atención. John la adoraba. De repente, lo estaba compartiendo.

– Con Grace.

– Con Grace. Con Kyle, su hermano. Con Heller. Caray, con todo Estados Unidos, si lo piensa. De repente, su padre era famoso. Era difícil verla sufrir. -Meneó la cabeza con desaprobación. Parecía verdaderamente indignado consigo mismo-. Grace llamó a la casa para concretar la entrega de un óleo de la galería. Lindsey percibió unas vibraciones raras. Me preguntó si pasaba algo. Y se lo conté.

– Pudo mentirle.

– Debí hacerlo.

– ¿Por qué no lo hizo?

– Porque Baxter no era buena para él -dijo de inmediato. La respuesta no pareció satisfacerle a él más de lo que satisfizo a Clevenger-. Quería que volviera. Suena patético, ya lo sé. Me preocupaba el negocio. Y echaba de menos a mi amigo.

– ¿Me está diciendo que cree que Lindsey mató a su padre?

– John estaba jugando a un juego peligroso. Tenía a tres mujeres colgadas de él.

– Theresa, Grace y Lindsey.

– En cuanto a Theresa, ella quería su cerebro. No creo que le interesara demasiado lo que hiciera con el resto de su anatomía. Grace parecía más autodestructiva que otra cosa, con esas amenazas de cortarse el cuello y todo eso.

«Cortarse el cuello.» Las palabras no lo hirieron menos la segunda vez que las oyó.

– Lo que nos deja a Lindsey -logró decir.

Una mirada perdida asomó a los ojos de Coroway.

– Estaba tan furiosa… -dijo-. En cuanto se lo dije, supe… supe que jamás lo superaría.

– Se derrumbó.

– No. Eso fue lo que me preocupó. Se quedó muy callada. Muy quieta. -Volvió a centrar la mirada en Clevenger-. Entonces dijo algo que no entendí en absoluto.

– ¿El qué?

– Me dijo que no tenía ni idea de cuánto odiaba Kyle a su padre. -Meneó la cabeza con incredulidad-. No capté por qué hacía ese salto, de ella a su hermano. Pero creo que ahora quizá sí lo entienda.

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