Coroway se ofreció a llamar un coche para Clevenger después de la reunión, pero éste le dijo que había quedado para cenar pronto con un viejo amigo a unas manzanas tan sólo de allí. No iba a subirse a un sedán desconocido que hubiera pedido un hombre con cazas por gemelos y un socio que había aparecido muerto de un disparo en un callejón. Caminó tres manzanas, paró un taxi, se subió y le dijo al conductor que lo llevara de vuelta al Reagan National.
La primera llamada que realizó por el camino fue a su ayudante. Kim Moffett. Los medios de comunicación se habían enterado de que la policía de Boston había contratado a Clevenger para encontrar al asesino de Snow. Más de una docena de periodistas habían llamado a su consulta. Había equipos de televisión pululando por el aparcamiento. Moffett estaba tan sobrepasada por aquel caos que esperó hasta el final de la llamada para decirle a Clevenger que Lindsey Snow se había pasado por allí hacía veinte minutos.
– ¿Ha dicho qué quería? -preguntó Clevenger.
– No. Pero ha dicho que no era urgente. No estaba llorando ni parecía afligida ni nada.
Moffett se había vuelto extremadamente cautelosa después de lo sucedido con las llamadas de Grace Baxter, lo cual hacía que Clevenger aún se sintiera peor por no haberlas devuelto.
– ¿Ha dejado algún número?
– Su móvil. 617-555-8131.
– La llamaré.
– ¿Puedo comentarte algo raro sobre ella? -preguntó Moffett.
Clevenger había aprendido a que no lo confundieran la juventud de Moffett, sus rizos rubios o su voz dulce; era de lo más espabilada.
– Dispara.
– Me hablaba como si me conociera. Y hablaba de ti como si esperaras que se pasara por aquí. Como si lo hiciera todos los días. Ha podido convertirse al instante en mi mejor amiga. Así de fácil. ¿Vive en una especie de mundo de fantasía o qué le pasa?
– No lo sé -dijo Clevenger-. Viva en el mundo en que viva, mantente alejada de ella.
– Captado.
– ¿Algo más?
– North no está, pero me ha dicho que te recordara que le llamaras cuando salieras de la reunión, que debe de ser el caso, puesto que me has llamado.
– Lo haré.
Clevenger llamó a Anderson y enseguida lo puso al día sobre la reunión con Coroway. Decidieron que Anderson se pasaría por el Mass General durante el turno de once de la noche a siete de la mañana con una fotografía de Coroway sacada de internet. Valía la pena comprobar si algún trabajador recordaba haber visto a Coroway en el vestíbulo, en la cafetería o en el aparcamiento, o cerca del callejón donde encontraron a Snow.
La siguiente llamada fue a Lindsey Snow.
– ¿Diga? -contestó.
– Soy el doctor Clevenger -dijo.
– ¿Qué tal? ¿Estás en tu consulta?
Su tono era inapropiadamente informal.
– No -dijo Clevenger-. Me han dicho que te has pasado.
– ¿Cuándo vas a estar? ¿Puedo ir a verte?
Clevenger miró la hora. Las cinco y diez. Si cogía el vuelo de las seis a Boston, podía estar en la consulta a las ocho. De todas formas, Billy no llegaría a casa de la operación hasta más tarde. Sabía que iba a hablar sin la autorización de Theresa Snow con su hija de dieciocho años, pero no era algo prohibido en la investigación de un homicidio. Y seguramente podría arreglarlo para que Moffett se quedara hasta tarde, para que hubiera por ahí una tercera persona.
– Claro -dijo-. ¿Por qué no te pasas hacia las ocho?
– No estoy bien -dijo Lindsey; de repente, su voz sonó casi desesperada-. Me siento vacía.
– Has perdido a tu padre.
– Lo he perdido todo.
Parecía como si ya no pudiera aguantar más.
– Lindsey, si necesitas hablar con alguien ya -le dijo-, no debe darte vergüenza ir a urgencias. Me reuniré contigo en el Hospital de Cambridge.
– No puedo hablar con la mayoría de gente.
– ¿Me prometes que estarás bien estas dos horas?
– Estaré bien -dijo en voz muy baja.
Clevenger se sintió atrapado en una repetición de la terapia con Grace Baxter, pidiéndole otro «contrato no suicida», como si eso lo garantizara todo. Pero también sabía que Lindsey no había dicho nada que justificara que la policía la llevara a un hospital contra su voluntad.
– ¿Estás segura? -le preguntó.
– Estás preocupado por mí -dijo ella, hablando ahora entre lágrimas-. Qué majo. -Se aclaró la garganta-. No lo estés. Yo mato a los demás, ¿recuerdas?
– Lindsey… ¿Dónde estás?
– Te veo a las ocho. -Y colgó.
Clevenger volvió a llamarla, pero saltó el buzón de voz.
Lo intentó de nuevo, con el mismo resultado. Pensó en llamar al Hospital de Cambridge, para que mandaran a un psicólogo de crisis a casa de los Snow en Brattle Street. Pero no tenía derecho a hacerlo y sabía que la mayor parte de su ansiedad ni siquiera se debía a lo que pudiera pasarle a Lindsey, sino a lo que ya le había sucedido a Grace Baxter.
Cerró los ojos y recostó la cabeza en el asiento, pero lo único que consiguió fue que las palabras de Collin Coroway volvieran a su mente: «Dijo que se cortaría el cuello». Abrió los ojos y miró por la ventanilla del taxi a los árboles desnudos que pasaban a toda velocidad. El sol estaba poniéndose, y el cielo le pareció más oscuro que hacía unos minutos.
Quiso dormir en el avión, pero no pudo. Cogió el diario de John Snow y lo ojeó. La mayoría de las entradas apretujadas entre los dibujos y cálculos de Snow eran refritos de su pregunta principal: si tenía derecho o no a salir de su propia vida. Pero a mitad del diario había un pasaje garabateado con letra especialmente pequeña, escrito en diagonal en la mitad inferior de una página. Y comenzaba con la palabra «amor».
El amor es el mayor obstáculo para renacer. En el amor, uno reivindica su derecho a otro ser humano, incorporando a esa persona a la imagen que tiene de sí mismo o de sí misma. A los amantes no sólo les resulta difícil imaginar que uno exista sin el otro, sino que se convierten en una tercera entidad: la pareja. Por eso el amor es tan liberador cuando surge.
Sin embargo, ¿no se produce también en cada apareamiento una muerte lenta del individuo, una desaparición del hombre y de la mujer el uno en el otro? ¿A eso se refiere la gente cuando habla de querer a alguien a muerte?
Te quiero a muerte.
¿Se merece más sobrevivir la pareja que los dos individuos?
La tecnología nos ofrece una solución. Cuando el amor se acaba, un bisturí adecuadamente guiado puede reconstituir por completo al individuo, liberándolo limpiamente de los tentáculos del otro arraigado profundamente en su alma.
El peculiar espíritu humano puede ser liberado del peso aplastante de la emoción y la experiencia compartidas bajo las que está enterrado.
El individuo puede renacer sin sentir culpa ni tristeza, ya que no existe el recuerdo de aquellos a quienes ha dejado atrás, sólo tiene frente a él el horizonte más prometedor, el potencial infinito de una historia completamente nueva.
Clevenger dejó de leer. El miedo de Snow a ser absorbido estaba en todo lo que escribía, su preocupación porque los «tentáculos» de su amante penetraran en su interior y no lo soltaran nunca, porque el amor romántico fuera una especie de cáncer embriagador que consumía las almas que unía. ¿Era eso lo que sintió al enamorarse de Grace Baxter? ¿Había decidido al final poner fin a su relación y seguir adelante con la operación por el terror que le producía dejar de existir si se enamoraba de ella completamente? ¿Y cómo habría reaccionado si hubiera sabido que una parte de él crecía ya en el vientre de ella?
Respiró hondo y meneó la cabeza. Le embargó una profunda sensación de tristeza. Se preguntó por qué. Al principio pensó que comenzaba a compadecer a Snow de verdad, a identificarse con él, un hombre convencido de que un abrazo era siempre el preludio de la asfixia. Un hombre que se había casado para que lo dejaran en paz. Pero entonces la imagen de Whitney McCormick volvió a su mente. Sólo permaneció con él una milésima de segundo, pero bastó para darse cuenta de que no sentía pena sólo por Snow. Sentía pena por sí mismo. Porque vivir ese infierno de niño no había hecho que las cosas le fueran mucho mejor. Al final, él también estaba solo. Podía preocuparse por sus pacientes. Podía querer a su hijo. Pero no estaba seguro de si iba a permitir que algún día alguien lo amara a él.
Debido al retraso que sufrió el avión de Boston, Clevenger llegó al Instituto Forense diez minutos antes que Lindsey Snow; pasó justo por delante de tres reporteros obcecados que debían de llevar horas merodeando por fuera de la verja de alambrada.
Cary Shuman era uno de ellos, un gacetillero descarnado que, en caso de creer que existía la posibilidad de destapar una historia, habría excavado tranquilamente debajo del asfalto de las peores calles de Chelsea.
– ¿Alguna pista, doctor? -gritó mientras Clevenger caminaba hacia la entrada.
Clevenger no se detuvo.
– ¿Es cierto que Grace Baxter era paciente suya?
Eso rompió su ritmo de zancada, pero Clevenger se obligó a seguir caminando.
– Lo has conseguido -dijo Kim Moffett, saliendo de detrás de su mesa cuando Clevenger cruzó la puerta. Había accedido a quedarse hasta tarde. Llevaba una chaqueta negra de cuero, unos Levi's rotos y unas zapatillas de piel de Prada, una indumentaria bastante típica de ella.
– Gracias por quedarte -dijo Clevenger.
– No hay de qué.
– ¿Va todo bien?
– Genial. Tengo compañía de sobra si me siento sola-dijo, señalando con la cabeza a Shuman y sus amigos, que estaban fuera, en la calle.
Clevenger sonrió y se dirigió a su consulta.
– ¿Sabes? No tienes buen aspecto -le dijo Moffett-. ¿Has dormido?
– Estoy bien -contestó él. Se detuvo y se volvió hacia ella-. Gracias por preguntar. -Ya nadie lo hacía.
– ¿Quieres que te pida algo de cenar?
– Ya comeré algo de camino a casa.
– Mentiroso.
Clevenger le sonrió, se dio la vuelta y entró en la consulta. Apenas se había quitado el abrigo cuando sonó el intercomunicador.
– Lindsey Snow ha venido a verte -dijo Moffett.
– Que pase. -Clevenger le abrió la puerta.
Lindsey lo miró con timidez cuando pasó por delante de él al entrar en la consulta. Vestía los mismos vaqueros ajustados y el mismo jersey negro que llevaba en la casa, pero estaba más tranquila y se había maquillado, echado perfume y recogido el pelo.
– Me alegro de que hayas venido -dijo Clevenger. Le señaló la silla que había ocupado Grace Baxter-. Por favor.
Ella se sentó.
Clevenger se sentó en la silla de su mesa, la hizo girar para ponerse frente a ella y vio que estaba llorando.
– ¿Por qué no puedo mantenerme serena? -le preguntó.
– Quizá porque no se supone que debas hacerlo -dijo Clevenger.
Lindsey se secó las lágrimas, pero éstas no dejaron de brotar.
La dejó llorar. Observándola, vio de nuevo cómo se balanceaba entre la adolescencia y la edad adulta, con una sensualidad inexperta que tenía que colocarla en una especie de tierra de nadie: era demasiado mujer para los chicos de su edad y demasiado joven para un hombre plenamente adulto.
Al cabo de un minuto más o menos, pareció que se le agotaban las lágrimas.
– Antes no te lo he contado todo -dijo.
Clevenger esperó, recordando que al presionarla sólo había conseguido que se distanciara.
– He hecho algo horrible.
Otro anzuelo. No lo mordió.
– ¿Estás segura de que te sientes cómoda hablándome de ello? -le preguntó.
Ella sólo se encogió de hombros.
Pasaron varios segundos. Clevenger se preguntó si estaría mostrándose demasiado distante.
– No vas a asustarme.
Lindsey cerró los ojos, tragó saliva, luego los abrió y lo miró a los ojos.
– No le dije sólo que se muriera. Hice que quisiera morir. Le quité algo que hacía que quisiera vivir.
– ¿El qué?
– Una mujer. -Se sonrojó. Bajó la mirada al suelo-. Estaba con otra.
Por el resentimiento que percibió en su voz, era como si su padre le hubiera sido infiel a ella y no a su madre.
– ¿Con quién? -preguntó Clevenger.
– Se llamaba Grace Baxter. Tenía una galería de arte.
– Apretó las rodillas una contra la otra-. También se ha suicidado. Justo después que mi padre. -Dejó caer la cabeza-. Soy mala persona.
– ¿Cómo descubriste que ella y tu padre estaban juntos?
– Una vez llamó a casa -dijo Lindsey, volviéndolo a mirar-. Estuvo, no sé, rara por teléfono. Como si me conociera o algo. Y el modo en que pronunció su nombre… Me dieron náuseas. Le pregunté por ella a Collin, el socio de mi padre.
Aquello concordaba con lo que Coroway le había dicho a Clevenger.
– ¿Y qué te dijo?
– Que ella estaba…, ya sabes…, con mi padre.
– ¿Cómo te sentiste?
– Ya te lo he dicho, sentí que mi padre era un mentiroso. -Clevenger la miró fijamente. Ella le sostuvo la mirada-. Y ella, una puta.
Lindsey dirigía claramente el peso de su cólera hacia Baxter. Desde el punto de vista psicológico, tenía sentido. John Snow tenía un matrimonio sin pasión, pero una hija a la que consideraba perfecta. Ese desequilibrio pudo conducir fácilmente a Lindsey a tenerse por la mujer más importante de su vida. No había una rivalidad edípica en aquella casa. Su padre era suyo, hasta que apareció Grace Baxter.
– Una vez fui a la galería -dijo.
– ¿La encontraste?
Pareció asqueada.
– ¿Cómo podía no verla? Llevaba meses viéndola. ¿Has visto el cuadro de la chimenea del salón? ¿La mujer desnuda detrás de la ventana?
Clevenger asintió.
– Es ella. Así de retorcida era. Hizo que mi padre la llevara a la casa de su familia.
– ¿Qué sentiste al verla en la galería? -le preguntó Clevenger.
– Me dieron ganas de vomitar.
– ¿Le dijiste a tu padre que sabías lo suyo?
– No exactamente. Le dije que era un mentiroso. Le dije que ojalá se muriera.
La mentira, por supuesto, era que Snow sería de Lindsey si no fuera por su anodino matrimonio. Al ser la única mujer a la que Snow adoraba, la psique en desarrollo de ella se veía privada de poder llegar a la conclusión sana de que su padre era totalmente inalcanzable como hombre porque estaba enamorado de su madre. La aparición en escena de Grace Baxter demostraba que Snow deseaba salir de su matrimonio, ser apasionado; pero no con Lindsey. Nunca sería suyo.
– ¿Y qué te dijo él cuando le dijiste que ojalá se muriera? -preguntó Clevenger.
– Dijo… -Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Que quizá mi deseo se cumpliera.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace unos meses.
– ¿Y hablasteis después de eso?
– No de cosas importantes. Apenas hablábamos. No había nada que decir. -Luchó por reprimir las lágrimas-. Entonces encontré algo.
– ¿El qué?
– Una nota.
– ¿De tu padre?
Negó con la cabeza.
– De esa… -Se frenó-. De ella. Una nota de suicidio.
A Clevenger se le aceleró el pulso.
– ¿Dónde la encontraste?
– En su maletín.
– ¿Miraste en su maletín?
– Era donde guardaba las facturas del hotel Four Seasons -dijo con amargura-. Era donde se veían. Una vez los seguí. Quería saber si habían vuelto a verse.
– ¿Recuerdas qué decía la nota?
– Toda esa mierda de que no se sentía viva sin él. Que esperaba que le perdonara el suicidarse. Y otras cosas muy asquerosas.
No quería que Lindsey se cerrara en banda, pero necesitaba saberlo.
– ¿Como cuáles? -preguntó.
Ahora parecía asqueada de verdad.
– Decía que cuando él «entraba en ella», ella «entraba en él».
Lindsey estaba describiendo la nota de suicidio que habían encontrado en la mesita de noche de Grace.
– ¿Qué hiciste con la nota? -le preguntó.
Apartó la mirada.
Clevenger esperó.
– Debí meterla de nuevo en el maletín.
– Pero…
Había algo nuevo en su mirada: un aire de superioridad moral que no había visto antes.
– Se la di a su marido, George Reese. Hice que mi hermano se la llevara a su despacho del Beacon Street Bank.
– ¿Le contaste a Kyle lo de Grace Baxter?
– Durante los últimos tres o cuatro meses él y papá estaban muy unidos. Como si, de repente, fueran amigos del alma; a pesar de que, en el fondo, papá había pasado de él toda su vida. No quería que se emocionara y que luego descubriera que nos iba a largar por ella.
Era evidente que la conexión cada vez mayor entre Kyle y Snow habría amenazado claramente el lugar especial que Lindsey ocupaba en la vida de Snow. Al contarle a Kyle lo de Grace Baxter, no sólo dinamitaba la aventura de su padre, sino que destruía cualquier posibilidad de una relación padre-hijo significativa.
– ¿Cuándo le llevó la nota a George Reese?
– Hace una semana.
Esa información era todo lo que Coady necesitaría para interrogar a Reese en comisaría. Tenía un móvil para uno o dos asesinatos; sabía que su mujer tenía un lío, y con quién. Y sabía que no era una aventurilla. Estaba enamorada. No quería vivir sin Snow.
– Aquello puso fin a la relación que había entre ella y mi padre -prosiguió Lindsey.
– ¿Cómo puedes estar tan segura?
– Por el móvil de mi padre. Kyle entró en internet y encontró el modo de comprobar las llamadas salientes. No la llamó ni una sola vez después de aquel día.
– Supongo que conseguiste lo que buscabas.
Lindsey se encogió de hombros.
– Supongo que al final ella decidió seguir adelante -dijo, sin demasiada emoción.
Hacerle llegar la «nota de suicidio» a Reese realmente pudo haber puesto en marcha los mecanismos que al final resultaron en la muerte de John Snow, y en la de Grace Baxter. Pero Lindsey no parecía especialmente arrepentida.
– Me alegro de que me lo hayas contado -dijo Clevenger-. Se necesita mucho valor para admitir algo así.
Lindsey recogió las piernas contra el pecho, igual que en la camioneta, y apoyó la cabeza en ellas.
– Me siento tan cómoda contigo -dijo-. Podría contártelo todo. ¿Haces que todo el mundo se sienta así?
– No todo el mundo -dijo Clevenger.
– Supongo que será una cuestión de química o algo así. La terapia es una relación bastante íntima.
– Esto no es una terapia.
– ¿Y qué es?
Clevenger no respondió. No era el psiquiatra de Lindsey, pero la había invitado a su consulta. Quizá había sido un error.
– ¿A quién le cuentas tú tus cosas? -le preguntó ella.
Clevenger notó que Lindsey intentaba desdibujar aún más los límites que había entre ellos. Ahora quería ser su terapeuta, o algo más. Cuando tienes un padre que parece ofrecer la posibilidad de una unión completa, puedes acabar persiguiendo esa ilusión allá adonde vayas, con todos los padres sustitutos que puedas encontrar.
– No querría agobiarte con «mis cosas» -repuso Clevenger.
– No me importa.
– No tienes que preocuparte por mí -dijo Clevenger-. Estaré bien.
Lindsey lo miró aún con más afecto.
– Apuesto a que no puedes apoyarte en nadie. Eres un solitario. Escuchas los secretos de los demás, pero no dejas que nadie conozca los tuyos. -Se mordió el labio inferior-. ¿Tengo razón?
En aquel momento, Clevenger se dio cuenta de cómo pueden perderse a veces los psiquiatras. Porque lo que Lindsey Snow decía sobre él era en parte verdad. Era agradable oírlo, que alguien le comprendiera, aunque fuera una chica de dieciocho años. Y aunque tuviera dieciocho años, sería fácil olvidar la dinámica psicológica que le hacía decir aquello, la transferencia a su padre. Sería fácil creer que realmente tenían un vínculo especial.
– Cualquier terapeuta haría mal en hablar sobre sí mismo con un…
– Pero yo no soy tu paciente.
– No. No exactamente.
– Muy bien, pues. ¿Qué soy entonces?
– Eres la hija de un hombre que murió ayer. Y yo investigo ese hecho. Si puedo ayudarte en algo, estaré encantado, pero…
– Escúchate. Das vueltas sobre lo mismo todo el rato. Todo es lógica circular. No puedo ser tu amigo, pero no soy tu psiquiatra, pero si puedo ayudarte… Bla, bla, bla. Hablas como papá, como cuando volvía una y otra vez sobre los mismos problemas de física. Es imposible que te permitas sentir nada. Siempre es la misma rutina. -Se soltó las rodillas, se irguió lentamente en la silla. Luego se levantó, juntó las manos por encima de la cabeza y arqueó la espalda como un gato. El jersey se le subió por encima del ombligo perforado con un piercing y de las curvas de su abdomen perfecto. Acabó el estiramiento y se encogió de hombros-. Yo también estaré bien. Gracias.
– ¿Has venido en coche? ¿Quieres que te llame un taxi?
– Cuidado. No vaya a ser que empieces a preocuparte ahora por mí. -Se volvió y se fue de la consulta.
La observó salir del edificio. Se dirigió a un Range Rover azul marino, subió y se marchó. Y a Clevenger volvió a llamarle la atención la rapidez con que Lindsey parecía haber superado la tristeza y la culpa. ¿Era porque, en el fondo, quería realmente que su padre pagara con la vida su transgresión, haberla engañado, esencialmente? ¿Tanta influencia tenía su furia en su conciencia?
Entonces Clevenger pensó en algo aún más inquietante. ¿Y si la historia que le había contado sobre George Reese no era cierta? ¿Y si Lindsey había encontrado la nota de suicidio de Grace Baxter y la había guardado hasta que ella o Kyle Snow tuvieron la oportunidad de dejarla junto a la cama de Baxter, después de que uno de ellos o los dos le hubieran hecho pagar el que les robara a su padre?
– Si las miradas matasen -dijo Kim Moffett desde la puerta de Clevenger.
Se volvió hacia ella.
– No sé qué le has dicho a esa chica, pero definitivamente ya no quiere ser mi amiga. Me ha mirado como si le hubiera robado un tesoro. -Sonrió y ladeó la cabeza-. Tesoro.
– Es peligrosa. Que no se te olvide.
Se tocó la frente y le guiñó un ojo.
– Buenas noches.