Capítulo 4

A Clevenger aún le quedaban unas horas antes de ir a recoger a su hijo adoptivo Billy Bishop, de dieciocho años, a la clase de boxeo en el club de boxeo Somerville. Decidió acercarse al Mass General y pasar a ver a J. T. Heller.

Dejó el coche en el aparcamiento del hospital y caminó hasta el edificio Wang.

La consulta de Heller estaba en el octavo piso, en un pasillo normal y corriente que acababa en una serie de paneles empotrados de caoba y apliques incandescentes. Unas puertas correderas de cristal esmerilado en las que había grabado Departamento de neurocirugía, Director: Dr. J.T. Heller se abrían a la sala de espera.

Dentro, media docena de pacientes, algunos con la cabeza recién afeitada y cicatrices que biseccionaban su cuero cabelludo, estaban sentados en mullidos sofás de piel con reposabrazos de madera, leyendo revistas y dormitando debajo de, como mínimo, unas cincuenta fotografías enmarcadas, recortes de periódicos y artículos de revistas que relataban el ascenso a la fama de su cirujano. Había fotos de Heller con famosos de todo tipo: políticos, actores, atletas profesionales. Instantáneas en blanco y negro mostraban a Heller en actos para recaudar fondos y ceremonias de entrega de premios con actrices, modelos y debutantes con las que había salido en un momento u otro. Un artículo, de la revista Boston, estaba más ampliado que el resto y en él podía leerse el titular: «Jet Heller irá al infierno y volverá para salvarle la vida».

Clevenger se acercó a la recepcionista de Heller, una mujer delgada de pelo oscuro de unos veinticinco años que podría haber salido tranquilamente en la portada de Vogue. Lo miró como si no acabara de situarle.

– ¿Es usted un paciente nuevo? -preguntó con acento británico. Sonó el teléfono. Siguió mirando a Clevenger mientras contestaba-: Consulta del doctor Heller.

Clevenger oyó que sonaba otro teléfono. Miró la luz parpadeante del aparato. Alguien contestó la llamada y la puso en espera.

– Puedo tomar nota de su nombre y dárselo al doctor -dijo la recepcionista-. No. No puedo precisarle cuándo podrá devolverle la llamada. -Anotó «Joshua Resnek, Independent News Group», y un número de teléfono-. No, no puedo dejarle en espera hasta que esté libre.

Clevenger conocía bien a Resnek. Era el periodista más agresivo de Boston, el que le había puesto entre la espada y la pared cuando parecía que Jonah Wrens, alias el Asesino de la Autopista, seguiría dejando cuerpos por las carreteras interestatales del país para siempre.

– Muy bien -dijo la recepcionista-. Sí. Sí, por supuesto. Me aseguraré de que recibe su mensaje. -Colgó y volvió a mirar a Clevenger-. ¿De parte de qué médico viene?

Clevenger se dio cuenta de que su cabeza rapada hacía que armonizara con los pacientes que Heller había operado. Habló casi susurrando.

– No soy un paciente. Me llamo Frank Clevenger. Soy psiquiatra y trabajo con la policía en el caso John Snow. Me preguntaba si el doctor Heller podría recibirme unos minutos.

– Dios mío. Lo siento mucho -dijo. La recepcionista extendió la mano-. Sascha Monroe.

Clevenger la estrechó y advirtió los dedos largos y finos, la muñeca delgada y la confianza evidente que había en su apretón.

– No pretendía ofenderle -dijo-. Debí reconocerlo. Lo he visto en televisión tantas veces…

– No pasa nada.

– La muerte del doctor Snow ha sido una conmoción terrible.

– ¿Lo conocía bien? -le preguntó Clevenger.

– Hablábamos mientras esperaba a que el doctor Heller lo recibiera. Yo creía que teníamos una buena relación.

– ¿Y ahora lo duda?

– Jamás habría predicho que haría algo así.

Era obvio que Sascha Monroe creía que Snow se había suicidado.

– Es difícil predecir el comportamiento humano -dijo Clevenger.

– Me considero una persona bastante intuitiva, al menos eso pensaba, pero se me escaparon todas las señales. Debía de sufrir muchísimo. Estaría muy asustado. Y no lo vi. -Parecía verdaderamente decepcionada consigo misma.

– Se nota que se preocupaba por él -dijo Clevenger-. Eso significa que él también lo notaba. A veces, es lo máximo que podemos ofrecerle a alguien que lo ve todo negro.

– Gracias -dijo-. Gracias por decir eso. -Miró a Clevenger de un modo que confirmaba que lo decía en serio-. Deje que consulte con el doctor Heller. -Se levantó y desapareció entre unas columnas que soportaban un arco en la pared de mármol rosa que había detrás de su mesa.

Clevenger la observó mientras pasaba por delante de dos secretarias que trabajaban en las oficinas interiores de Heller, para luego desaparecer tras unas puertas de caoba muy altas.

Regresó a los quince segundos.

– Lo recibirá en cuanto acabe con este paciente. Dentro de cinco o diez minutos, si puede esperar.

– Puedo esperar.

La paciente de Heller, una mujer de unos cuarenta años, salió al cabo de cinco minutos, pero pasaron veinticinco antes de que Heller llamara a Monroe para que acompañara a Clevenger a su consulta. Clevenger imaginó que o bien Heller necesitaba un tiempo para revisar el historial médico de su paciente y escribir su evolución, o bien necesitaba alimentar su ego, dejar claro que no esperaba sentado a que pasaran las visitas.

Monroe acompañó a Clevenger a la puerta de Heller, que estaba abierta.

– El doctor Clevenger está aquí -dijo. Se volvió y se marchó.

Heller se levantó de la mesa.

– J. T. Heller -dijo, acercándose a Clevenger. Medía como mínimo uno noventa, tenía una sonrisa reluciente y el pelo rubio le llegaba casi a los hombros. Sus ojos eran de un azul asombroso: oscuros, aunque luminosos, como dos zafiros. Tenía la voz grave, pero sorprendentemente dulce. Por el físico y la voz parecía un vikingo fuerte y afable con unas botas de vaquero negras de piel de cocodrilo. Llevaba el nombre bordado en letras rojas grandes en el bolsillo de la bata blanca almidonada, que le llegaba por las rodillas. La llevaba abierta, mostrando un cinturón negro de piel de cocodrilo, cuya hebilla, grande y plateada, llevaba lacado en rojo un emblema de Harvard-. Siento haberle hecho esperar. Pase, por favor.

Clevenger estrechó la mano de Heller.

– Frank Clevenger.

– Como si necesitara presentarse -dijo Heller-. Seamos sinceros: es usted más famoso de lo que yo seré nunca. -Le soltó la mano-. Menudo viajecito por todo el país le organizó el Asesino de la Autopista.

– Sí -dijo Clevenger, intentando apartar de su mente la imagen de las víctimas decapitadas por Jonah Wrens-. Fue todo un viajecito.

– Pero lo atrapó.

– Lo atrapamos, después de que matara a diecisiete personas -dijo Clevenger.

– Cuando vences el cáncer, lo vences, amigo mío -dijo Heller-. Pierdes cosas por el camino. Así es la guerra.

– Eso sería la perspectiva quirúrgica -dijo Clevenger, esbozando una sonrisa forzada.

– ¿Qué otra perspectiva podría haber? -preguntó Heller, con una gran sonrisa-. Siéntese, por favor. -Se dirigió a un par de sillones negros de ante situados delante de su larga mesa de cristal.

Clevenger se sentó en uno de los sillones. Heller ocupó el otro, en lugar de sentarse en su silla. ¿Era ésa su forma de hacer que los pacientes se sintieran cómodos?, se preguntó Clevenger. ¿O era su forma de dirigir la mirada de Clevenger detrás de Heller, a una pared cubierta de títulos académicos de la Universidad de Harvard y su Facultad de Medicina, certificados de la Asociación Médica Americana y la Junta Americana de Neurocirugía, una llave de Pi Beta Kapa, una fotografía de Heller con el Presidente, el Premio de Docencia de Harvard de 2001 y 2003, el premio de la revista Boston al mejor médico de Boston en 2003 y 2004?

– Me alegro de que estés aquí, Frank -le dijo-. ¿Puedo tutearte?

– Por supuesto.

– Y, por favor, llámame Jet.

Clevenger asintió. Miró la mesa de Heller, tan despejada que rayaba en la obsesión. Los únicos objetos que había encima eran un monitor de ordenador y un teclado negros, un cartapacio de piel negro con una hoja en blanco con el membrete en el centro y un bolígrafo plateado Cartier con un pequeño reloj en el capuchón.

– Desorden obsesivo compulsivo -dijo Heller-. Tengo todos los síntomas.

– Puedo ayudarte -bromeó Clevenger.

Heller negó con la cabeza.

– Disfruto con mi patología. Es… ¿Cómo decís vosotros? Egosintónico. Me gusta que mis márgenes estén limpios.

Heller se refería a extirpar por completo un tumor, eliminando todas las células cancerígenas.

– Entonces, no se me ocurriría nunca privarte de tus síntomas. Es obvio que tus pacientes se benefician de ellos.

– Quizá. -De repente. Heller parecía agobiado-. No sé exactamente por qué has venido, Frank, pero me alegro de que lo hayas hecho. Necesito que alguien me ayude a comprender lo que le pasó a John Snow. -Parecía medio triste, medio enfadado-. No me importa confesártelo, me está costando sobrellevarlo.

– Cuéntame.

– No es la primera vez que se me muere un paciente, entiéndeme. ¿Has visto a la mujer que acaba de salir?

– Sí.

– Tiene cuarenta y un años. Tres hijos pequeños. Le doy cinco, seis semanas de vida. Siete, como mucho.

– Siento oírlo. ¿Cuál es el diagnóstico?

– Glioblastoma. -Torció un poco el gesto, como si mencionar al enemigo bastara para despertar su furia-. Hace diez días, tuvo una experiencia curiosa. No recordó el nombre de su labrador negro. A los quince, veinte segundos se acordó. Pero le pareció extraño. Empezó a preocuparse. Su madre tuvo principios de Alzheimer antes de cumplir los cincuenta. Así que fue a ver a su médico, Karen Grant, del Brigham. Karen le hizo una IRM. Bang. Tejido maligno que le había invadido el cuarenta por ciento de la corteza cerebral. Imposible de operar. No puedo hacer absolutamente nada por ella.

– Tiene que ser duro.

– Para ella lo es -dijo Heller.

– Quería decir para ti -dijo Clevenger.

– No, para mí no lo es. Verás, es ahí adonde quiero llegar. Cuando aún no he operado, no arriesgo mi corazón. No soy masoquista. Pero con John… -Se inclinó un poco hacia delante, levantó las manos como un cura bendiciendo a un feligrés-. Podría haber cambiado la vida de John Snow. Por eso me enfrenté a muerte con el Comité de Ética. Arriesgué mi carrera por él. -Sus ojos azules brillaban con intensidad-. Hoy podría haber obrado un milagro.

Ahí estaba la arrogancia por la que Heller era famoso.

– Podría haber puesto fin a sus ataques -dijo Clevenger para poner a prueba con qué facilidad podía regresar Heller a la tierra.

De repente, pareció que Heller se daba cuenta de que tenía las manos levantadas.

– De entrada -dijo, descansándolas de nuevo sobre los muslos-, la epilepsia de John estaba claramente conectada a su genio creativo. Cuando utilizaba su mente con mayor intensidad, cuando inventaba, el riesgo de sufrir un ataque aumentaba. No sé por qué, pero así era. Sin los ataques, podría haber hecho cosas con su mente que antes, literalmente, le habrían provocado un cortocircuito. Parecía eufórico ante la perspectiva. Y va y hace esto -De repente, los músculos de su mandíbula comenzaron a agitarse-. No lo entiendo.

– ¿Qué clase de persona era? -preguntó Clevenger.

Heller pensó en ello unos segundos.

– Ambicioso. -Sonrió-. Teníamos eso en común.

Clevenger se rió. Heller podía ser arrogante, pero era obvio que lo sabía, y eso lo hacía al instante más simpático.

– Era un hombre apasionado -siguió Heller-. Por su trabajo, por todo en la vida. Odiaba el hecho de que su cerebro estuviera «roto», fuera «defectuoso»; son palabra suyas, no mías. Así que dímelo tú: ¿por qué querría abandonar?

Clevenger no vio motivo alguno para ocultarle a Heller todos los aspectos de la investigación sobre la muerte de Snow.

– ¿Por qué das por sentado que abandonó? -le preguntó.

Heller se encogió de hombros.

– No te gusta la palabra. De acuerdo. Eres psiquiatra. Lo respeto. Sé que a veces la gente se quita la vida porque está deprimida. Porque pierde el trabajo, se arruina. Porque su matrimonio se rompe. Quizá algunas personas sufrieran abusos o fueran abandonadas de niños. Y sé que John tenía sus problemas. Todo su mundo se estaba viniendo abajo. -De repente parecía esforzarse por controlar su ira-. Así que quizá puedas ayudarme a comprender por qué me ha dejado tirado después de que yo…

– Lo que te preguntaba -le interrumpió Clevenger- era por qué das por sentado que se ha suicidado.

Heller pareció sorprendido.

– En contraposición a…

– A que lo hayan asesinado.

Heller se irguió, como si una ráfaga de viento le hubiera empujado contra la silla.

– Se ha pegado un tiro con su propia arma.

– Un disparo realizado con su propia arma lo ha matado -dijo Clevenger-. Pero es posible que esta madrugada hubiera alguien más con él en ese callejón.

– Alguien más -dijo Heller, confuso-. Ni siquiera se me había ocurrido… La policía ha sido muy clara conmigo esta mañana. También los auxiliares de urgencias. Han dicho que era un suicidio. Un tal detective Coady.

– Podría ser -dijo Clevenger-. Y si realmente Snow se ha suicidado, intentaré averiguar por qué.

Heller se levantó y se dirigió a la pared de ventanas de detrás de su mesa, cruzó los brazos y miró los edificios de Boston que se recortaban en el horizonte. Pasaron varios segundos en silencio. Meneó la cabeza con incredulidad.

– No estarías aquí si la policía estuviera segura de que se ha suicidado -dijo-. Me estás diciendo que existe una posibilidad real de que a mi paciente lo hayan asesinado. Puede que sí tuviera intención de seguir conmigo hasta el final.

Parecía que Heller se tomaba la causa de la muerte de Snow como un veredicto sobre si éste lo había abandonado o no.

– Aún no puedo decirlo -dijo Clevenger-. Tengo que averiguar mucho más sobre quién era, y si alguien podía desear su muerte.

– Y tendrás que ser meticuloso. Querrás disponer de toda la información posible sobre él.

– También a mí me gusta que mis márgenes estén limpios -dijo Clevenger.

– Entonces hay algo que has de saber. -Se volvió y lo miró-. Hoy John habría arriesgado mucho más que su habla o su vista en el quirófano.

– ¿Qué quieres decir?

Heller no parecía estar seguro de cuánto quería revelar.

– ¿Había un riesgo importante de muerte? -preguntó Clevenger.

– Por decirlo de algún modo -dijo Heller. Regresó a su sillón y se sentó-. Si te lo cuento, tiene que quedar entre tú y yo. Es información privilegiada entre médico y paciente. Supongo que eres como el psiquiatra de John, post mortem. Es una consulta informal. De médico a médico.

– De acuerdo -dijo Clevenger-. De médico a médico.

Heller se inclinó hacia delante, plantando los codos en los muslos.

– Las áreas del cerebro implicadas en los ataques de John-dijo- incluían el hipocampo, la circunvolución cingulada y la amígdala. Resulta que son zonas estrechamente relacionadas con el reconocimiento facial y los componentes emocionales de la memoria, al menos si te crees los estudios con animales realizados por la UCLA y la Universidad de Minnesota. Son trabajos preliminares, pero cada vez parece más que son como bancos de datos donde registramos a quién conocemos y qué sentimos por ellos. Creo que los primeros descubrimientos saldrán publicados en Neurosciences dentro de dos o tres meses.

– ¿Estás diciendo que John Snow podría haber sufrido amnesia?

– Una forma muy grave y concreta -dijo Heller-. Su memoria para los datos no habría quedado afectada. Su intelecto habría sobrevivido. Su imaginación habría florecido sin problema. Pero se habría quedado solo. Es muy probable que la intervención hubiera hecho que le resultara desconocida cualquier persona con la que tuviera una conexión emocional: su mujer, sus hijos, todo el mundo.

Ahora fue Clevenger el que se inclinó.

– Así que podría seguir siendo inventor, pero no recordaría a las personas cercanas. Una especie de amnesia interpersonal.

– Exacto -dijo Heller.

– Y aun así, ¿estaba dispuesto a someterse a la operación?

– Eso creía yo, hasta esta mañana. Estaba pasando… un momento complicado. Él y su socio, Coroway, se llevaban como el perro y el gato porque Coroway quería que sacaran a bolsa la empresa. John estaba totalmente en contra. No quería que nadie le controlara, y menos gente preocupada sólo por los beneficios. Y su matrimonio estaba en crisis. -Hizo una pausa, al parecer volvía a tener dudas sobre cuánta información revelar.

– Necesito saber -dijo Clevenger.

Heller lo miró a los ojos.

– Tenía una amante. Creo que veía la intervención como una oportunidad de renacer, una oportunidad de escapar.

– De escapar… -dijo Clevenger.

– De todos los cabos sueltos de su vida. Del desorden. De todo lo que estaba roto. Había hecho preparativos; un testamento vital, por llamarlo de algún modo. Quería dar a sus hijos la parte de la herencia que les correspondía, arreglar los temas económicos con su mujer, avanzar limpiamente.

– ¿El Comité de Ética no tenía nada que decir al respecto? -preguntó Clevenger-. ¿No es eso una amnesia voluntaria?

– No se centraron en eso -dijo Heller, recostándose.

– ¿No se centraron en eso, o no se lo contaste?

– Como ya he dicho, los datos que se tienen al respecto son muy nuevos -dijo Heller con cara de póquer-. No se centraron en eso.

Clevenger sólo podía comenzar a vislumbrar cómo la decisión de Snow de pulsar el botón de reinicializar en el software que dirigía su existencia habría afectado a la gente a quien planeaba dejar atrás: a su hijo, a su hija, a su mujer, a su socio, a su amante. Todos pasarían a ser auténticos desconocidos para él. ¿Se sentirían abandonados? ¿Furiosos?

– ¿Contempló Snow el impacto que eso tendría sobre su familia? -preguntó Clevenger-. ¿Que los dejara tan de repente? ¿De un modo tan absoluto?

– Era su vida -dijo Heller, con tono áspero-. Eso era lo que no logró entender el Comité de Ética, al principio. John quería dos cosas: liberarse de sus ataques y liberarse de su pasado. Resultó que yo estaba en situación de ayudarle a conseguir las dos. Si algo nos pertenece, es nuestro cerebro y nuestra mente. ¿No estás de acuerdo?

Clevenger no estaba preparado para responder a aquella pregunta. Algo en Heller hacía que uno quisiera estar de acuerdo con él. Era un hombre muy carismático. Su personalidad era como una corriente fuerte y fría que podría arrastrarte con ella si te dejabas llevar. Pero Clevenger no sabía qué pensar realmente del plan de Heller de utilizar un bisturí para extirpar las conexiones emocionales de su paciente con los demás. Era como jugar a ser Dios.

– Lo que yo piense no importa -dijo al final-. Lo que importa es lo que habrían pensado las personas que lo rodeaban, si una de ellas se habría sentido lo suficientemente amenazada o enfadada como para cargárselo. ¿Intentó alguno de los miembros de su familia impedir la operación?

– Su mujer Theresa le presionó para que se hiciera una evaluación psiquiátrica con la que valorar su capacidad de consentir en la operación. Creía que los riesgos eran demasiado elevados, que se estaba comportando de modo irracional. Pero por lo que yo sé, sólo conocía el tema de la pérdida de habla y vista, y también que sufriría una ligera pérdida de memoria temporal. John accedió a su petición. Pasó cinco días aquí, en el edificio Axelrod seis.

– ¿Puedes conseguirme su historial? -preguntó Clevenger.

– Déjame una dirección. Te lo mandaré lo antes posible -dijo Heller-. Si no perdió la fe, si de verdad estaba dispuesto a que lo operara, nada me gustaría más que ver al hijo de puta que le robó el futuro a Snow pasar lo que le queda del suyo entre rejas.

– ¿Crees que le contó a su mujer, o a otra persona, el alcance de la amnesia?

– Que yo sepa, sólo se lo confió a dos personas: a mí y a su abogado, Joe Balliro, hijo.

– Balliro. Snow no se andaba con tonterías.

– Tenía que preparar documentos legales muy complicados -dijo Heller-. El testamento vital, etcétera.

– Entonces, con tanto papeleo, alguien pudo averiguarlo. Una secretaria del bufete. Un empleado de la copistería. Un amigo de un amigo de la amante de Snow.

Heller asintió.

– Su amante. He aquí un factor impredecible.

– ¿Por qué?

– John intentó poner fin a la relación unas semanas antes de la operación. Pensó que sería más fácil para ella. Ella consideraba que eran almas gemelas. Lo presionaba para tener una vida en común de verdad.

– ¿Y Snow?

– Creo que tenía dificultades para querer a la gente.

– ¿Por qué lo dices?

– Le escuchaba bastante. Era un perfeccionista. Amaba las ideas y los ideales. El genio. La belleza. El amor perfecto. No había muchas cosas que cumplieran sus expectativas, ni siquiera su cerebro. Era inflexible. -Hizo una pausa-. Me dijo que ella no había reaccionado bien a la ruptura.

– ¿Tienes idea de a qué se refería con eso?

– Ella amenazó con hacerse daño, otra vez. Supongo que se había cortado las venas en el pasado, o algo así.

– Parece borderline -dijo Clevenger, refiriéndose al trastorno de personalidad borderline, un desorden cuyos síntomas son relaciones intensas e inestables, miedo extremo al abandono y amenazas reiteradas de suicidio.

– No puedo hablar de su diagnóstico -dijo Heller-. Lo que sí sé es que es muy guapa, muy rica y que tiene muchos problemas. Está casada. Dirige una galería en la ciudad.

Clevenger se quedó en silencio. Se le aceleró el pulso. De repente, tuvo el mal presentimiento de que su trabajo en el caso Snow había comenzado incluso antes de visitar el depósito de cadáveres.

– ¿Te dijo Snow cómo se llamaba? -le preguntó a Heller.

– Él la llamaba Grace -dijo Heller-. No sé si era su verdadero nombre y tampoco lo presioné al respecto. -Heller advirtió que Clevenger no tenía muy buen aspecto-. ¿Estás bien? -le preguntó.

– ¿Mencionó por casualidad a qué se dedicaba su marido? -preguntó Clevenger. Luego sólo esperó a que su día diera un giro completo, como un bumerán. Un segundo, dos, tres…

– Sé que era muy discreta al respecto. Paranoica. Decía que ya no quería vivir a la sombra de su marido. Que él fuera su dueño. Pero estoy bastante seguro de que le dijo que era banquero. Sí, seguro. Eso sí se lo dijo.

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