Prólogo

12 de enero de 2004, 4:40 h

La sombra de la noche aún se aferraba a la mañana helada de Boston, y el silencio tan sólo quedó roto por los sonidos secos, limpios, de la guía de una pistola Glock deslizándose hacia atrás, y una bala de 9 mm salió del cargador, ajustándose en la cámara.

John Snow, de cincuenta años, profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts, genio inventor, se encontraba en un callejón entre los edificios Blake y Ellison del Hospital General de Massachusetts, que desembocaba en Francis Street. Estaba programado que se sometiera a una operación experimental de neurocirugía al cabo de una hora, una intervención que alteraría su vida de forma radical.

Miró la pistola que le apuntaba al pecho. El miedo le aceleraba el pulso, pero era un miedo distante, como el que siente un testigo del asesinato de otro hombre. Se preguntó si era porque ya se había despedido de las personas a las que quería, o había querido alguna vez.

– Eres incapaz de hacerlo -dijo con la voz temblorosa y las palabras alejándose en bocanadas de los edificios.

De nuevo, silencio. Empezó a caer una llovizna gélida. La pistola temblaba ligeramente.

– Si alguna vez quieres ser más de lo que eres, tienes que ser capaz de reinventarte.

La pistola dejó de moverse.

Oyó pasos a lo lejos. Miró el callejón; una débil esperanza animó su apesadumbrado corazón.

El cañón de la pistola tocó su pecho, justo por debajo del esternón.

Lo cogió con la mano enguantada.

El cañón presionó su cuerpo con más fuerza.

Los pasos se acercaban.

– No puedes aferrarte al pasado -logró decir con los dientes apretados.

El gatillo comenzó a moverse.

Cayó de rodillas y alzó la vista a la oscuridad; no podía hablar, su mente buscaba consuelo en las palabras que le habían alentado durante su odisea médica, palabras del Bhagavad Gita, el texto sagrado hindú que inspiró a Thoreau y a Gandhi:

Para el que nace la muerte es segura,

Y para el que muere seguro es el nacer;

Por ello ante lo inevitable no ayuda

El lamentar sobre lo que siempre fue.

La pistola se apartó unos centímetros de su pecho.

Logró esbozar una sonrisa forzada.

El gatillo empezó a moverse, de nuevo.

Sintió el dolor antes de oír la detonación, un dolor que estaba más allá de todo lo que había conocido o imaginado en su vida, un rayo que lo atravesaba, quemándole el pecho, los brazos y las piernas y las ingles y la cabeza, así que apenas vio y sin duda no notó que la sangre le empapaba la camisa y las manos y corría entre sus dedos hasta el suelo. Era un dolor que borraba todo lo que se encontraba a su paso, por lo que, al cabo de unos momentos, pareció que era demasiado intenso como para que su cuerpo pudiera soportarlo; después, demasiado intenso como para que su mente pudiera soportarlo.

Y luego fue como si ya no le perteneciera.

Y luego dejó de existir del todo.

Se había librado de él, y de todo su sufrimiento, y de todo el mundo, tal como había pretendido.

Загрузка...