Clevenger llamó al Mass General, le pasaron con la planta de quirófanos y le informaron de que Heller aún estaba operando. Llamó a Mike Coady al móvil.
– ¿Sí? -contestó Coady.
– Soy Frank.
– ¿Ya has vuelto?
– Hace un par de horas.
– ¿Qué tal ha ido?
Le contó a Coady lo tranquilo que parecía Coroway, incluso mientras le preguntaba por el Vortek. Y le dijo que le había confirmado a Lindsey Snow sus sospechas de que su padre tenía una aventura con Grace Baxter.
– Entonces hay que pensar que la madre también lo sabía -dijo Coady.
– Seguramente. Pero aquí viene lo más importante. Acabo de ver a Lindsey Snow. Me ha dicho que encontró la supuesta nota de suicidio de Grace Baxter, la que encontraste en la escena. Me la ha repetido palabra por palabra. Esa nota no estaba escrita para George Reese, sino para John Snow. Lindsey la encontró en su maletín hará una semana.
– ¿Grace Baxter escribió la nota hace una semana?
– Y o bien se la dio a Snow, o él la encontró. Sea lo que sea lo que acabara haciendo o diciéndole, sería lo adecuado. Ella no se suicidó, al menos mientras él estaba vivo.
– Entonces, si Lindsey Snow encontró la nota, ¿cómo acabó apareciendo junto al cadáver?
– Lindsey le dijo a su hermano que se la entregara a George Reese. Es obvio que quería poner fin a la aventura, de una vez por todas.
– Un buen modo de conseguirlo -dijo Coady.
– Si dice la verdad, parece que fue Reese quien dejó la nota en la mesita de noche, después de matar a su mujer.
– Eso parece. -Coady se quedó callado unos segundos-. A no ser que tuviera miedo de que alguien pensara eso. A ver, Baxter escribió la nota. Estaba bastante mal cuando fue a verte. Puede que el marido se la encontrara muerta, le entrara el pánico y disfrazara un poco la escena.
«Estaba bastante mal…» Coady seguía queriendo representar la muerte de Grace Baxter como un suicidio. Y Clevenger tenía que preguntarse si él intentaba del mismo modo verla como un asesinato. ¿Algo nublaba la visión de Coady, o era la culpa lo que nublaba la suya?
– Supongo que es posible -dijo.
– Sólo intento pensar como lo haría su equipo de abogados defensores de cinco millones de dólares -dijo Coady-. Pero lo arreglaré para que venga a comisaría y podamos interrogarle.
– Tengo muchas ganas de hablar con él de nuevo.
– Pero tenemos que ser muy cautos con esto del Beacon Street Bank.
– ¿Cautos?
– Es un banco importante. Un empleador importante. Las acciones se vendrán abajo cuando el Globe publique que Baxter es el centro de la investigación, lo que no tardará nada en producirse, dado el número de periodistas que están cubriendo la historia. Tendré noticias del alcalde Treadwell, si no del gobernador. Querrán asegurarse de que no la cago.
– Nadie podrá decir que te has precipitado. Hay preguntas importantes que debe responder. ¿Qué hizo con la nota? ¿Qué pensaba sobre que su mujer se acostara con John Snow? ¿Dónde estaba ayer, digamos, a las cuatro y media de la mañana?
– Ya te he dicho que lo arreglaré.
– Está bien -dijo Clevenger.
– Ya tienes a Kyle Snow listo. Te espera en la cárcel del condado, cuando quieras.
– ¿Está en la cárcel?
– No le ha gustado la idea de pasarse por la comisaría para que le interrogáramos, así que le he retirado la libertad bajo fianza por dar positivo en el análisis.
Lindsey no había mencionado que su hermano estuviera detenido.
– ¿Cuándo lo has encerrado?
– Hará una hora. Quizá puedas lograr que hable ahora que está encerrado.
– Lo intentaré. Me pasaré mañana por la mañana.
– Ya me contarás cómo te va.
– Lo haré.
Frank Clevenger se marchó a casa a esperar a Billy y a Jet Heller.
Eran las nueve y veinte. Encendió el ordenador e introdujo uno de los cinco disquetes con los archivos copiados del disco duro del portátil de John Snow. Seleccionó un directorio y vio que contenía los típicos archivos del sistema operativo de Microsoft, junto con otros archivos de programas corrientes como Word y el antivirus Norton. Pero mezclados entre éstos había veinte archivos que comenzaban con las letras VTK, numerados consecutivamente, de VTK1.LNX a VTK20.LNX. Sin duda parecían archivos relacionados con el Vortek. Abrió el primero. Contenía páginas y páginas de lo que parecía un código informático. O los archivos estaban dañados, o constituían una jerga de programación que Clevenger no podía descifrar. Introdujo el siguiente disquete, y el siguiente, y obtuvo el mismo resultado. Había un total de 157 archivos con las siglas VTK, y todos y cada uno de ellos eran indescifrables.
Clevenger descolgó el teléfono y marcó el número de su amigo Vania O'Connor en Portside Technologies, en Newburyport, al norte, cerca de la frontera con New Hampshire. O'Connor era un genio informático de treinta y cinco años con una lista de clientes de Fortune 500 que seguramente nunca visitaban su despacho en un sótano sin ventanas y con las paredes repletas de centenares de textos especializados en programación y localización y corrección de fallos.
O'Connor contestó al primer tono.
– Mmm. Mmm -canturreó, con su voz de barítono característica.
– Soy Frank. Siento llamar tan tarde.
– ¿Qué hora es?
Clevenger miró el reloj.
– Las diez y cuarto. -Se preguntó por qué Billy no había vuelto aún.
– ¿De la noche, o de la mañana?
Clevenger sonrió. No dudaba de que a veces O'Connor pudiera perder totalmente la noción del tiempo, trabajando debajo de la casa donde él, su mujer y sus tres hijos tenían una existencia sorprendentemente normal. Y al pensar aquello, que O'Connor se dedicaba a su don y a su familia a la vez, Clevenger se preguntó de nuevo por qué John Snow había sido incapaz.
– De la mañana -bromeó.
– Imposible -dijo O'Connor-. Nos toca a nosotros llevar la merienda a la guardería. Nicole llevaría horas gritándome.
Nicole era la maravillosa hija de seis años de O'Connor. -Tocas demasiadas teclas.
– Lo sé -dijo O'Connor-. Déjame adivinar. Me llamas para saber por qué al abrir el Explorer mientras utilizas una hoja de cálculo de Excel no puedes acceder a la función de previsión mensual, lo que tiene gracia, porque es exactamente en lo que estoy trabajando en este preciso momento.
– Parece interesante.
– La bomba.
– ¿Cuánto tiempo llevas con eso?
– No lo sé.
– Siento mucho interrumpirte.
– Algo me dice que lo superarás. ¿Qué pasa?
– Tengo unos disquetes con todo tipo de archivos. Son del disco duro de un portátil. Algunos parecen bastante normales, pero hay ciento cincuenta y siete que comienzan con las letras VTK y acaban con LNX.
– Ciento cincuenta y siete.
– Los he abierto todos. No sé si están infectados con algún virus o escritos en clave. Sea lo que sea, para mí no tienen ningún sentido. -Oyó la llave en la cerradura de la puerta del loft y caminó hacia allí.
– No me los mandes por correo electrónico -advirtió O'Connor-. Sabe dios con qué estarán infectados.
Lo dijo como si a Clevenger le quedara un día de vida.
– ¿Qué te parece si te los llevo? Te prometo que no te atosigaré.
– Cuando quieras.
– ¿Mañana por la mañana? -preguntó Clevenger.
– Antes de las ocho y media o después de las nueve y cuarto. Ya sabes, nos toca a nosotros…
– Llevar la merienda, sí. -La puerta se abrió. Oyó a Billy y a Heller hablando.
– Arándanos -dijo O'Connor-. Es el Montessori. Fomenta la comida sana. Yo prefiero la comida energética. Esta noche ya voy por el tercer paquete de chocolatinas picantes.
Billy entró vestido con un pijama quirúrgico y una cazadora vaquera, seguido de Heller, que llevaba un pijama quirúrgico y un abrigo tres cuartos de lana negro. Calzaba sus botas de cocodrilo negras.
– Te veo hacia las ocho -le dijo Clevenger a O'Connor.
– Largo, con leche y cuatro azucarillos.
– Hecho. -Colgó-. ¿Qué tal ha ido? -le preguntó a Billy
Billy sonrió y miró a Heller, que le devolvió la sonrisa.
– Impresionante -dijo Billy-. Completa y totalmente impresionante.
– Quédate un rato -le dijo Clevenger a Heller.
– ¿Aún te apetece tomar esa copa? -le preguntó Heller-. Creo que Billy está bastante cansado.
– Destrozado -dijo Billy. Le enseñó un libro-. Leeré un poco antes de dormir.
Clevenger leyó el título: Estructura cerebral y medular, del doctor Abraham Kader. Apenas podía creer que Billy sostuviera aquel libro en la misma mano que normalmente reservaba para el paquete de Marlboro y los CD de Eminem.
– Es un clásico -dijo.
– Kader es amigo mío -dijo Heller.
«Cómo no, por supuesto», pensó Clevenger.
– Está dedicado -dijo Billy-. «De un sanador a otro.»
– Por eso se lo he regalado a Billy -dijo Heller-. Podría ser cierto de nuevo.
– Tendrías que haber venido -dijo Billy-. Cerramos y, como treinta minutos después, se despertó en recuperación y… -Volvió a mirar a Heller, quien, asintiendo con la cabeza, le dio el visto bueno para que rematara el relato-. Veía -anunció Billy con reverencia.
– Increíble -dijo Clevenger.
– Como le he dicho a Billy -dijo Heller-, nosotros no hemos tenido nada que ver. Dios le ha dado la vista a esa mujer. -Levantó las manos-. A mí, me ha dado esto. -Las dejó caer a los lados-. Y si al final resulta que Billy llega a ser neurocirujano, será porque lo llevaba dentro desde siempre, esperando a que viera la luz.
Clevenger no podía discutir la esencia del soliloquio de Heller, pero su forma de expresarla dejaba claro que aún lo dominaba esa ola maníaca que lo había arrastrado al quirófano.
– Sea cual sea tu don, debes respetarlo -le dijo Clevenger a Billy pero oyó cómo sus palabras quedaban ahogadas por el eco persistente de Heller.
– Exacto -dijo Heller.
– He ayudado a cerrar -le dijo Billy a Clevenger. -Fantástico -dijo Clevenger
– Alguien que sienta pasión por la cirugía no puede quedarse sólo mirando -dijo Heller-. Billy ha sujetado los retractores durante cuatro horas seguidas. No ha dicho ni pío. Se ha ganado el derecho a poner el último par de grapas.
– No sé por qué, pero creo que no será la última vez que quiera entrar en un quirófano -dijo Clevenger.
– No hay problema -dijo Heller-. Se ha portado como un campeón. Capaz. Respetuoso. Le ha caído bien a todos.
– Voy a empezar con esto -dijo Billy, levantando el libro. Miró a Heller-. Gracias.
– A ti.
Clevenger observó cómo se estrechaban la mano.
– Buenas noches -le dijo Billy a Clevenger, y luego se fue hacia su cuarto.
– Buenas noches, colega -le dijo-. Te quiero. -Se había acostumbrado a que Billy rara vez lo abrazara o le dijera que lo quería; el chico procedía de una familia donde lo único que obtenías por ser vulnerable era más dolor. Pero se sintió especialmente lejos de Billy con Heller ahí-. ¿Qué hay de esa copa? -le preguntó a Heller. Le apetecía mucho.
– ¿Adónde vamos?
– ¿Al Alpine? Es cutre, pero está al final de la calle.
– No es que vaya de gala precisamente -dijo Heller.
Fueron caminando al Alpine, un cuchitril en el que la barra ocupaba casi la mitad del local. Cuando beber había sido prácticamente lo único que Clevenger quería hacer, la prominencia de aquella barra le parecía adecuada, incluso relajante. Nadie iba al Alpine por el café o la decoración: paneles oscuros de madera, alfombras de interior o exterior, un techo suspendido; sino porque estaba a un tiro de piedra de los bloques de tres pisos a los que llamaban hogar y porque la cerveza costaba un dólar y el gin-tonic, dos.
Heller pidió un whisky, sin hielo.
– ¿Y tú, doctor? -le preguntó a Clevenger el barman, de cuarenta y pocos años, metro noventa de estatura y todo músculo.
Clevenger dudó. Sería tan fácil decirle que pusiera dos… tan fácil como saltar de un rascacielos. Pidió una coca-cola light.
– Te hemos echado de menos -dijo el barman.
– Yo también. Jack -dijo Clevenger.
– Pero parece que las cosas te van bien. Te han dado un caso importante. Ese profesor que se suicidó, o lo que fuera.
– Sí-dijo Clevenger.
– Dame la primicia. ¿Se suicidó o qué?
– Aún estamos investigando.
Jack le guiñó un ojo.
– No sueltas prenda. No te culpo. -Miró a Heller-. ¿Quién es éste del pijama?
– Es cirujano -dijo Clevenger-. Acaba de salir de quirófano.
– Dos médicos en este antro -dijo Jack. Sirvió las bebidas-. Yo invito.
– Gracias -dijo Heller.
– Tenlo en cuenta, por si tienen que operarme de una hernia o de apendicitis.
– Es neurocirujano -dijo Clevenger.
– Neuro… -dijo Jack-. Del cerebro. -Miró a Heller entrecerrando los ojos-. Espera… espera… espera un segundo. Eras su cirujano. El del profesor muerto.
Heller se puso tenso.
– Eso es.
– Jet Heller.
– Sí.
– Debe de haber sido duro. Toda esa publicidad preoperatoria sobre que al tipo iban a hacerle una lobotomía, y luego va y el cerebro le salta por los aires.
– Ha sido muy difícil -dijo Heller.
– Habría sido bonito colgarse esa medalla. Siento que la cosa no saliera bien -dijo Jack.
– No me preocupaba colgarme una medalla -contestó Heller.
Jack metió la mano debajo de la barra para sacar una botella de Johnnie Walker etiqueta roja.
– Sí, claro. Apuesto a que odias los titulares.
Los músculos de la mandíbula de Heller se tensaron.
Jack comenzó a servir la copa de Heller.
– Estás hablando con Jack Scardillo. Llevo once años tras esta barra. -Le acercó la bebida-. ¿Dejamos el tema?
– Mejor -dijo Heller, clavándole la mirada.
Jack llevaba tras la barra el tiempo suficiente como para saber con certeza una cosa: cuándo un cliente estaba dispuesto a saltar la barra. Esbozó una sonrisa que reveló un par de dientes inexistentes.
– He estado un poco cabrón. -Extendió la mano.
Jet Heller se la estrechó, pero su mirada seguía siendo glacial.
– No pasa nada -dijo.
– Vamos a sentarnos -le dijo Clevenger a Heller-. Todos hemos tenido un día largo.
Clevenger y Heller se sentaron a una mesa situada junto a la ventana frontal, debajo de un letrero luminoso de Budweiser.
– Siento lo que ha dicho -le dijo Clevenger.
– No he puesto suficiente distancia con la pérdida de John para bromear sobre ello -dijo Heller. Señaló con la cabeza la coca-cola light de Clevenger-. ¿No bebes?
Clevenger podía oler el whisky de Jet Heller, casi saborearlo.
– Hoy no.
– Bien hecho. ¿Te importa que yo beba? -En absoluto.
Heller bebió un trago largo de whisky. Clevenger se bebió la mitad de la coca-cola light.
– Has ganado tu batalla en el quirófano.
– Me siento genial -dijo Heller-. Porque recuerdo todas y cada una de las veces que he perdido. Me alegro de que la primera experiencia de Billy no haya sido una de ésas. -Bebió otro trago de whisky-. Y tú, ¿qué tal? ¿Superando la desagradable muerte de Grace Baxter?
– Aún estoy intentando entenderla -dijo Clevenger.
Heller se quedó mirando el contenido del vaso.
– En medicina hay pocas cosas que sean exactas -dijo.
A Clevenger le gustaba la dirección que estaba tomando Heller. Parecía que podrían volver al caso Snow.
– En psiquiatría, te refieres -dijo.
Heller levantó la vista.
– En todas las especialidades. La patología, por ejemplo. Es un campo en el que se diría que las respuestas están clarísimas. Tomas muestras de tejidos, las colocas en un portaobjetos y las miras en el microscopio. Imaginas que podrás decir «sí, no hay duda, es cáncer», o «no, no hay ninguna duda, no lo es». Pero no es así. Patólogos muy competentes pueden ofrecer lecturas distintas sobre un mismo espécimen. Tuve que mandar unas muestras de tejido a cuatro laboratorios distintos antes de tener la seguridad de que estaba ante un caso de cáncer, y no era un caso raro, sino un tumor benigno. E incluso entonces, acabé decantándome por la opinión de una persona y no por la de otra. El Mass General contra el Hopkins. El Hopkins contra el Instituto Nacional de Sanidad. Porque en realidad las enfermedades son espectros.
– Algunas -le dijo Clevenger para provocar.
– Todas. Fíjate en la diabetes. Hay casos claros, pero los hay que son dudosos, y los hay que son subclínicos. Quizá el paciente la padezca, quizá no. Le haces una glucemia, y te da una lectura equívoca, así que tienes que hacerle una en ayunas y luego ver los niveles de hemoglobina glicosilada. Quizá valga la pena tratarla, quizá no. Pasa lo mismo con la hipertensión. Hay un montón de casos claros, pero no tienen nada que ver con el arte real de la medicina. Éste entra en juego cuando la tensión de alguien habitualmente es normal, pero sube un poco con un café o con demasiado estrés; ahí es donde hay que valorar si existe o no enfermedad. -Se acabó el whisky.
– Con la epilepsia pasaría lo mismo -dijo Clevenger, notando, por una milésima de segundo, una sensación maravillosamente cálida en la garganta. Miró a Jack y señaló el vaso vacío de Heller.
Éste asintió, pero no dijo nada.
– A lo que me refiero es que habrá gente que presente una actividad cerebral anormal, pero que no llegue al nivel de la epilepsia propiamente dicha -dijo Clevenger.
– Claro -dijo Heller-. El dos o tres por ciento de las personas que hay aquí presentarían impulsos de actividad eléctrica si les hiciéramos un electroencefalograma. Clevenger sonrió.
– ¿Aquí? Yo diría que el cinco o el diez por ciento.
– Por eso espero que vayas superando el sentimiento de culpabilidad que tienes por Grace Baxter. Olvídate de la diabetes, la hipertensión y la epilepsia. Es totalmente imposible que alguien prediga con exactitud si una persona padece depresión mortal. Ni siquiera hay un microscopio para ello. Ni un electroencefalograma. Nada de nada.
Jack se acercó a la mesa con otro whisky y lo dejó delante de Heller. Le dio un golpecito en el hombro al marcharse de la mesa.
Heller no le respondió con ningún gesto.
– Déjame hacerte una pregunta -dijo Clevenger-. ¿Qué me dices de Snow? ¿De su electroencefalograma?
– ¿Qué pasa con él? Le hicimos de todo. Electroencefalogramas, resonancias magnéticas, tomografías por emisión de positrones.
– ¿Los resultados eran clarísimos, o requirieron alguna interpretación?
– Eran muy claros -dijo Heller. Levantó el vaso y bebió un trago.
– Entonces, presentaba un caso clásico de epilepsia -le guió Clevenger.
– Si es que existen casos clásicos -dijo Heller-. Tenía crisis generalizadas tónico-clónicas, pérdida de conciencia, se mordía la lengua durante los ataques, que iban acompañados de una actividad eléctrica anormal en múltiples partes del cerebro, incluidos el lóbulo temporal y el hipocampo.
Clevenger bebió un trago de coca-cola light y se aclaró la garganta.
– Y la patología, la actividad eléctrica anormal, satisfizo al Comité de Ética. Sólo les preocupaban los efectos secundarios de la operación.
– Mira, cuando tratas con el comité de un hospital, sabes tan bien como yo que te formulan todas las preguntas habidas y por haber, reales o imaginarias. En pocas palabras: era la vida de Snow. Odiaba los ataques. Quería deshacerse de ellos.
Aquello dejaba sin responder la pregunta de si uno o más miembros del Comité habían tenido dudas respecto a si la epilepsia de Snow era real o no. Clevenger decidió insistir.
– ¿Qué mostró el electroencefalograma? Tú lo has llamado «actividad eléctrica anormal». Pero, como bien has dicho, todas las enfermedades son un espectro. ¿En qué lugar del espectro estaba el caso de Snow? Si no hubiera presentado espasmos musculares tónico-clónicos tan espectaculares ni se hubiera mordido la lengua y todo eso, ¿habrías diagnosticado epilepsia basándote sólo en el electroencefalograma?
– Pero los tenía -dijo Heller. Hizo una pausa-. ¿Qué me estás preguntando realmente?
– Si yo supiera que en realidad lo de Snow eran pseudoataques, tendría que haberme preguntado por su estabilidad psicológica general -dijo Clevenger.
– Sí -dijo Heller. Sonrió, pero de un modo forzado-. Pero eso no es lo que has insinuado. Lo que quieres saber en realidad es si le habría realizado una operación neurológica experimental a John Snow simplemente para liberarle de sus relaciones, de su pasado, con o sin epilepsia. Para darle una vida nueva. ¿Me equivoco?
Clevenger no tenía en mente esa pregunta en concreto, pero estaba claro que Heller sí.
– ¿Lo habrías hecho?
– Quizá.
– ¿Aunque los ataques, o pseudoataques, fueran consecuencia del estrés?
– No seas tan concreto, Frank. Eres psiquiatra. No sé si importa que la patología exacta estuviera en su cerebro o en su psique. Iba a extirparle buena parte de los dos. Circuitos defectuosos y relaciones muy estresantes. Supongo que se habría liberado de los síntomas de cualquier forma.
– Entonces, ¿qué pasa con un paciente que no tenga ataques? -preguntó Clevenger-. ¿Qué pasa si alguien sintiera que está al final de su vida y necesitara una salida, poner el contador a cero?
– No lo sé. Una parte de mí piensa: «¿Quién soy yo para negárselo?».
Aquella respuesta cogió a Clevenger por sorpresa. Había etiquetado a Heller de purista, alguien a quien le ofendería la idea de utilizar un bisturí para algo que no fuera extirpar un tejido enfermo.
– ¿Eso no sería jugar a ser Dios? -preguntó Clevenger.
– Mejor que jugar a ser el diablo -dijo Heller. Sonrió y se acabó el segundo whisky-. Hoy ha sido increíble. De verdad. Esa mujer ha recuperado la vista. Pero John podría haber recuperado su vida. Ella era ciega. Él estaba muerto. -Se inclinó hacia delante-. Alguien le arrebató esa oportunidad, y a mí también. Lo que hizo esa persona es tan terrible como lo que hicieron John Wilkes Booth o Sirhan Sirhan. Quizá peor. Esa persona nos arrebató a todos la oportunidad de renacer, de resucitar. En cierto modo, esa persona mató al propio Jesucristo.
Quizá Jet Heller sí era un maníaco de verdad, pensó Clevenger.
– Supongo que buscarás a otro John Snow, entonces.
Heller negó con la cabeza.
– Él era uno entre un millón. Un explorador. Un Colón. Un John Glenn. No creo que haya otro hombre con su estabilidad psicológica y su inteligencia dispuesto a arriesgar la vista y el habla para empezar de cero. Y sí que presentaba una patología cerebral suficiente como para satisfacer al Comité de Ética. Apenas suficiente, pero suficiente. Para mí, era una ocasión única. Era mi oportunidad de hacer historia.
Clevenger volvió a sorprenderse por cómo Heller se tomaba la muerte de Snow como un ataque personal a su legado, por no mencionar a su Dios.
– Lo siento -fue lo único que se le ocurrió decir.
Esta vez, fue el propio Heller quien hizo un gesto a Jack para que le pusiera otro whisky. Volvió a mirar a Clevenger.
– He respondido a tus preguntas. ¿Qué tal si ahora respondes tú a las mías?
– Lo intentaré.
– Billy me ha dicho que has ido a Washington.
– Sí.
– ¿Te importa que te pregunte si el viaje estaba relacionado con el caso Snow?
– Estaba siguiendo una pista -dijo Clevenger.
Heller asintió.
– He hablado con Theresa Snow. Me ha contado sus sospechas.
– ¿Qué te ha dicho?
– Que cree que Collin Coroway mató a su marido, por el Vortek y la salida a bolsa de la empresa.
La viuda de Snow insistía mucho en su versión de la muerte de su marido.
– Bien… -dijo Clevenger.
Jack le llevó a Heller su tercer whisky y a Clevenger su segunda coca-cola light. Luego volvió a la barra, sin decir nada.
– He atado cabos -dijo Heller-. El Vortek y el viaje a Washington. ¿Has ido por casualidad a la oficina de patentes para comprobar si hay algún registro reciente a nombre de Coroway?
– No. Pero ¿por qué quieres saberlo, si no te importa que te lo pregunte? -le preguntó Clevenger.
– Cuando me dijiste que seguramente Snow no se había suicidado, empecé a pensar que podía tratarse de un crimen pasional. Grace Baxter, amante destrozada, mata a mi paciente y luego se suicida. Nadie abandona a nadie. Pero tú eres mejor en esto que yo. Y parece que estás investigando más allá de este panorama.
– No lo he descartado.
– ¿Te dice tu instinto que Collin Coroway mató a Snow?
– Mi instinto y mi experiencia me dicen que tenga en cuenta todas las posibilidades.
Heller se bebió la mitad del whisky.
– ¿Cuáles son las otras posibilidades?
– Eso es confidencial -dijo Clevenger.
– Por cortesía profesional, de médico a médico.
– Ayúdame a comprender por qué es tan importante para ti estar dentro de la investigación.
Heller pasó el dedo por el borde de su vaso.
– Ya lo comprendes. -Miró a Clevenger fijamente-. Hiciste sólo una hora de terapia con Grace Baxter, ¿verdad? Y estás esforzándote al máximo por averiguar quién la mató. Sé que no sólo es porque quieres aliviar tu conciencia. Es porque sientes que se lo debes, incluso después de tan sólo una hora. Porque era tu paciente. Es una conexión mística, inmensa. Trata de explicárselo a alguien que no sea médico, o a uno que no sea bueno de verdad, y no llegarás a ningún lado. ¿Tengo razón?
– Sí.
– Pues yo estuve trabajando con Snow durante un año. Me jugué la carrera por él. Era mucho más que su cirujano. Era su confesor. Y fui yo quien le atendió en urgencias. Fui yo quien le metió la mano en el pecho y le bombeó el corazón.
Clevenger miró a Heller fijamente para buscar algún rastro de falsedad en su mirada. Pero parecía sincero, como si hubiera perdido a un hermano, o a un hijo.
– Descubra lo que descubra al final, no lo leerás en los periódicos -le dijo-. Te lo haré saber en cuanto pueda. Te doy mi palabra.
– Confío en ti -dijo Heller-. Y, por favor, recuerda mi ofrecimiento: si necesitas más dinero para investigar con más profundidad, dímelo. Estaría dispuesto a ofrecer una recompensa, si crees que puede servir de ayuda.
– Lo tendré presente.
Se acabó lo que quedaba de whisky.
– El tercero sabe a gloria -dijo-. ¿Qué me dices? ¿Listo para marcharnos?
– ¿Estás bien para conducir? -le preguntó Clevenger.
Heller se levantó, se puso a la pata coja, primero una pierna, luego la otra. Se frotó la pantorrilla izquierda con el pie derecho, sin temblar un ápice.
– Estoy bien. Odio admitir la de noches que he tomado tres whiskys estos últimos seis meses. Vivía y respiraba el caso de John.
Heller hablaba como un alcohólico.
– El caso ha terminado -dijo Clevenger, levantándose.
– No -dijo Heller-. Encuentra al que mató a Snow. Entonces habrá terminado.
Clevenger regresó al loft poco antes de las doce. No se veía luz por debajo de la puerta de Billy. Al parecer. Estructura cerebral y medular lo había dejado frito.
Se dirigió a su ordenador, vio que el plasma aún brillaba y que la clave o el galimatías del último archivo VTK que había abierto aún estaba en pantalla. Era extraño; el salvapantallas debía saltar a los cinco minutos. Se inclinó y tocó el asiento de la silla. Estaba caliente.
Estaba enfadado y decepcionado. Billy había examinado sus archivos. Volvió a mirar hacia la puerta de su cuarto. Quizá lo indicado era sentarse en su cama y tener una charla sobre el respeto a la intimidad del otro. Quizá si lo castigaba sin salir, aprendería la lección. Pero otro sentimiento eclipsó inesperadamente los demás. Se sintió triunfante, sobre Jet Heller, Abraham Kader, la neurocirugía misma. Porque mientras Heller y él estaban en el Alpine, Billy seguramente no había estado leyendo sobre el sistema nervioso. Se había sentado al ordenador para intentar acercarse a él y a su trabajo. Y si bien Clevenger temía perderlo en la oscuridad de los casos de asesinato, no podía negar que la curiosidad que mostraba su hijo le hacía sentirse bien.
No llamó a la puerta de Billy ni le gritó que saliera. Se sentó en la silla y cerró los ojos, sabiendo que Billy había estado allí hacía tan sólo unos momentos.