20:37 h
Clevenger salió del loft para encontrarse con Whitney McCormick en el hotel Four Seasons. Subió a la camioneta y vio un papel sujeto en el limpiaparabrisas. Se bajó y lo cogió.
Era una tarjeta de felicitación en un sobre sin cerrar que llevaba su nombre escrito en tinta púrpura. Lo cogió. El anverso era una acuarela de un arco iris. La abrió y vio una nota escrita en color púrpura, firmada por Lindsey Snow:
Dr. Clevenger:
No esperaba nada de usted. No le perseguiré. Sólo quiero que sepa lo unida que me siento a usted. No creo que sea un rollo padre-hija ni nada raro por el estilo. No creo que tenga nada que ver con haber perdido a mi padre.
En el fondo de mi corazón, estoy convencida de que estamos hechos para estar cerca el uno del otro.
A veces estas cosas se saben, ¿verdad?
Un abrazo,
Lindsey
Las protestas de Lindsey acerca de que sus sentimientos por Clevenger no tenían nada que ver con sus sentimientos por su padre era una negación clásica. La conexión era tan cercana que necesitaba negarla no una, sino dos veces, ya en el primer párrafo.
Clevenger se guardó la tarjeta en el bolsillo de la chaqueta y volvió a subirse al asiento del conductor. Pensó que tenía que pasarse otra vez por casa de los Snow por la mañana para comprobar si presionando a Lindsey, Kyle y Theresa, lograba aportar alguna novedad al caso.
Puso la llave en el contacto y la giró. Oyó un chasquido hueco. Volvió a intentarlo y oyó un sonido debajo del capó parecido a un latigazo. Su instinto le decía que saliera de ahí ya. Abrió la puerta deprisa y se echó al suelo.
La camioneta estalló en llamas.
Le ardía una manga de la chaqueta. Rodó por la acera y logró apagarla. Volvió a mirar la camioneta y vio una columna de seis metros de altura. El capó y el habitáculo estaban negros y en llamas. El parabrisas había saltado por los aires.
Billy salió corriendo por la puerta del edificio, se acercó a toda prisa y se arrodilló a su lado. Parecía aterrado.
– ¿Qué coño…? ¿Estás herido?
Clevenger movió las dos piernas, los dos brazos. Se pasó los dedos por la cara, buscando sangre. No tenía.
– No, estoy bien.
– ¿Qué ha pasado? -dijo Billy.
– Alguien intenta decirme que me estoy acercando -dijo Clevenger.
– ¿Crees que ha sido alguien de la empresa de John Snow? Hacen bombas o algo así, ¿no?
De nuevo, Clevenger no pudo evitar sentir que quería a Billy lo más lejos posible de la investigación.
– No tengo ni idea de quién lo ha hecho -dijo-. Sólo me alegro de que no se le dé mejor. -Pensó en la nota que se había guardado en el bolsillo, y en Lindsey. Recordó que una de las detenciones de Kyle Snow había sido por una amenaza de bomba a su colegio de secundaria. Pero entonces le vino a la mente otro recuerdo: la peculiar afirmación de J. T. Heller acerca de que quería un hijo como Billy. ¿Había alguna posibilidad de que Heller hubiera intentado tomar un atajo y quedarse a Billy directamente? ¿O aquel pensamiento era una proyección paranoica de los propios celos y la competitividad de Clevenger?
Pero el pensamiento no desapareció, sino que generó otros. ¿Por qué Clevenger no le había preguntado a Heller exactamente dónde estaba minutos antes de que entraran a John Snow a las urgencias del Mass General? Para empezar, ¿era sólo una coincidencia que estuviera tan cerca? ¿Era una coincidencia que las labores de reanimación que le realizó a Snow destruyeran las señales anatómicas que habrían permitido a Jeremiah Wolfe dictaminar formalmente si su muerte había sido un asesinato o un suicidio?
¿Podía la fraternidad de la medicina haber conducido a Clevenger a otorgar a Heller el beneficio de la duda cuando no se lo merecía?
– ¿Crees que esto tiene que ver con que fueras a Washington a ver a Collin Coroway? -le preguntó Billy.
– Podría ser -admitió Clevenger, deseando que dejara de sondearle.
Billy lo levantó y lo sacó de la carretera.
Se quedaron mirando cómo ardía la camioneta. En la distancia, comenzaron a sonar las sirenas.
– ¿De cuándo era, del 98? -preguntó Billy.
Clevenger notó que el brazo de Billy lo cogía por la cintura, para ayudarle a mantenerse en pie. Le pasó el brazo por los hombros.
– Ahora vienen con asientos de cuero y navegador, creo -dijo Clevenger-. ¿Qué haces este fin de semana?
– ¿Comprar una camioneta con mi padre?
– Parece que ya tienes plan.
La policía de Chelsea mandó cuatro coches patrulla suyos al edificio de Clevenger, junto con un grupo de desactivación de explosivos de la policía de Boston. Dos miembros del equipo se pusieron a trabajar con la camioneta, mientras otros tres agentes examinaban el ascensor, las escaleras y los pasillos que llevaban al vestíbulo del loft.
Mientras los observaba trabajar, Clevenger llamó a Whitney McCormick desde el móvil para cambiar el plan y quedar para tomar una copa a las once en el salón Bristol del Four Seasons. Le dijo que ya le contaría.
Su primera reacción había sido cancelar la cita, pero la idea de dedicar la noche a trabajar le irritaba. Era obvio que estaba poniendo nervioso a alguien.
El siguiente paso fue llamar a Mike Coady.
– Hola, Frank -contestó Coady.
– He tenido un problemilla con la camioneta -dijo Clevenger.
– ¿Dónde estás? Mandaré una patrulla a recogerte.
– Ya han venido cuatro coches de Chelsea -dijo Clevenger-. No es una avería. Alguien la ha hecho estallar.
– Santo cielo. ¿Estás bien?
– He podido salir a tiempo. Una camioneta y una chaqueta de piel nuevas, y estaré como nuevo.
– ¿Tienes idea de quién ha sido?
– No. Había una nota de Lindsey Snow en el parabrisas, pero no creo que sepa cómo manipular un coche para que explote.
– ¿Qué dice la nota?
– Está confundida. Cree tener sentimientos hacia mí. En realidad, todo es porque estaba muy unida a su padre y lo echa de menos.
– De acuerdo… ¿Cuánto tiempo llevaba aparcado el coche?
– Tres horas, tres horas y media.
– Voy a mandarte a un agente para que te escolte -dijo Coady.
– Ya te dije que no me va eso de tener séquito -dijo Clevenger-. Pero estaría bien saber que alguien está pendiente de Billy. Ahora está aquí conmigo, pero tengo que marcharme. Se quedará en el loft.
– Pondré un coche delante de tu casa toda la noche, todas las noches, hasta que resolvamos el caso.
– Gracias.
– ¿Alguna noticia del viaje de Anderson a Washington?
– Por ahora no. -Se dio cuenta de que tenía que alertar a North Anderson sobre hasta dónde había llegado alguien para poner fin a la investigación-. Le llamaré ahora mismo.
– Si ha encontrado algo, dímelo. Voy a llamar a Kyle Snow para ver si puede dar cuenta de dónde ha estado esta tarde. No sería la primera vez que entregara algo por su hermana. También pasaré a ver a Collin Coroway y a George Reese.
– Te llamo mañana por la mañana.
– Aquí estaré.
Clevenger colgó. Llamó a Anderson, lo encontró en el móvil y descubrió que había aterrizado en Logan en el último puente aéreo y que aún no había llegado a su casa de Nahant. Le contó lo de la explosión.
– Quizá deberías tratar de pasar inadvertido unos días -dijo Anderson-. Yo puedo encargarme de todo.
– Alguien está asustado. No quiero aflojar.
– No sé si hacer que tu camioneta salte por los aires encaja en la definición de «estar asustado», pero capto la idea general.
– Cuéntame cómo te ha ido en Washington.
– He tenido una recepción muy fría en la oficina de patentes, pero aun así he conseguido algunos de los datos que necesitábamos.
– Dispara.
– Todas las patentes de Snow-Coroway están clasificadas. Tienen cincuenta y siete. Lo único que figura en el registro es la fecha en la que las solicitaron y la fecha en la que fueron concedidas. El contenido de la solicitud es secreto.
– ¿Hay alguna solicitud reciente?
– Tan reciente como que se hizo el día después de que muriera Snow -dijo Anderson-. La empresa solicitó dos patentes aquella tarde.
– ¿Para el Vortek?
– He intentado por todos los medios que conozco conseguir que la oficina de patentes me revelara la intención general de las solicitudes… Diseño de misiles, por ejemplo -dijo Anderson-. Incluso le he pedido a un abogado de patentes que conozco en Nantucket que lo intentara él, que citara el Acta de Libertad de Información. No han cedido ni un ápice.
– Si Snow dio a Collin Coroway y a George Reese lo que necesitaban, si creó el Vortek y cedió la propiedad intelectual, ya podían prescindir de él. Era el único obstáculo para sacar a bolsa Snow-Coroway. Pero ¿por qué había que matar a Grace?
– Buena pregunta.
– No parece que tengamos mucho tiempo para encontrar la respuesta.
– Eso querrá decir que ganaremos pronto.
– Me encanta tu optimismo -dijo Clevenger.
– Cuando empiece a parecer euforia, puedes ponerme en tratamiento.
– Ya te lo diré.
Clevenger cogió un taxi y llegó al Four Seasons a las once menos cinco, llamó a la operadora desde el vestíbulo y pidió que le pasaran con la habitación de Whitney McCormick.
– Hola -contestó.
– Estoy abajo.
– Dame dos minutos.
– Estaré fuera del Bristol.
Se reunió con él junto a la mesa de la jefa de salón. Llevaba una falda negra y una elegante rebeca de cachemira color crema con botones de nácar. Era evidente que se había tomado su tiempo para peinarse y maquillarse. Estaba elegante y hermosa. Nada exagerado, nada subido de tono; lo cual hacía que estuviera aún más seductora.
Clevenger sintió que una llave se introducía en la cerradura de su alma.
– Estás increíble -le dijo. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla, se detuvo un momento para susurrarle al oído-: Siempre lo estás.
– Igualmente, doctor.
– Gracias -dijo, irguiéndose-. Pero si percibes un olor a metal quemado, puedo explicarlo.
Ella sonrió.
– ¿Qué quieres decir?
– Vamos a sentarnos.
La jefa dé salón los escoltó a un par de sillones anchos y mullidos junto a la ventana, que daba al Public Garden, con sus árboles elegantes flanqueados por luces blancas. Una camarera apareció como por arte de magia. Clevenger pidió un café. McCormick, un merlot.
– Tengo una buena excusa para llegar tarde -dijo Clevenger.
– A ver. -Se inclinó hacia delante y le cogió la mano.
No esperaba que lo tocara, pero le encantó.
– Mi camioneta ha saltado por los aires. Bueno, alguien la ha hecho saltar por los aires.
– Será broma.
– ¿Quién bromearía sobre algo así?
Se quedó pálida y le soltó la mano.
– ¿Qué pasa?
– ¿Tengo que repetírtelo? -dijo ella-. Estás pisando terreno peligroso.
– Se me da mejor nadar en la parte honda -dijo él-. Saber que la única alternativa es ahogarme me ayuda a motivarme.
– Estás pisando terreno peligroso por lo que a temas de seguridad nacional se refiere -dijo con un tono de voz objetivo, profesional-. No es inteligente de tu parte, y ya te he dicho que creo que es innecesario.
– ¿Hablas por ti misma o por el FBI?
– ¿Qué diferencia hay?
Quizá ya no había ninguna.
– Hablando de lealtad laboral -dijo Clevenger-. Espero que te den un coche de la empresa. Sólo asegúrate de que el arranque sea remoto.
– Crees que todo esto tiene gracia. Yo no.
Clevenger oyó preocupación en su voz, no irritación.
– Tendré cuidado -le dijo.
– ¿Tendrás cuidado? ¡Alguien ha hecho saltar tu coche por los aires!
– ¿Qué quieres? No tengo la más mínima intención de que un asesino se libre.
– ¿Por qué no vemos si podemos pasar el caso al FBI?
Aquello sonaba a estrategia.
– Es mi caso.
– No, es de Mike Coady. Te incorporó a su equipo como asesor.
– Te estás inmiscuyendo.
– Intento ayudar. La forma de interpretar la participación del FBI es simplemente como una señal de que hay fuerzas en juego que no puedes controlar.
– Cuando dejé la bebida, aprendí una cosa: lo único que puedes controlar es a ti mismo.
– Quizá vayas por buen camino -dijo-. Quizá la razón por la que no puedas retirarte del caso sea porque eres adicto a él.
– ¿A qué sería adicto exactamente? ¿A que me saqueen el piso o a que me fracturen el cráneo?
– A la oscuridad. A alguna visión idealizada e inflexible de la verdad, que sólo tú ves. Quizá por eso no me haces caso. Porque no puedes.
– Es posible -reconoció Clevenger-. Pero te seré sincero: no voy a dejar nunca este hábito. Es a lo que me dedico. Es lo que soy
La camarera llegó con las bebidas.
Clevenger observó cómo los labios de McCormick besaban el borde de la copa.
– Puesto que soy incurable, quizá puedas ayudarme con un ansia que tengo en particular -dijo Clevenger.
– Quizá -dijo McCormick, que obviamente creyó que habían acabado de hablar de trabajo. Dejó la copa en la mesa.
– North ha ido a Washington a ver si Snow-Coroway presentó alguna patente relacionada con el Vortek. Registraron dos, el día después de que mataran a Snow. El contenido está clasificado. No sé si tienen algo que ver con el Vortek o no. Quizá puedas averiguarlo.
– No hablarás en serio. Te estoy diciendo que te retires. No te ayudaría a que te metieras más, aunque pudiera, que no puedo.
– Tu padre quizá sí pueda. -Clevenger sabía que la relación de Whitney con su padre ex senador era un tema delicado entre ellos, quizá la razón por la que su relación no había funcionado, pero tenía que pedirle aquel favor.
Ella sonrió.
– Seamos realistas, mi padre no va a utilizar sus contactos para ayudarte.
– ¿Por qué tendría que saber que me está ayudando a mí? -Porque no le miento.
Clevenger asintió. En diez minutos habían recuperado la dinámica psicológica responsable, en gran medida, de su separación: McCormick creía que tenía que escoger entre la devoción por su padre y el amor romántico.
– Lo siento -dijo Clevenger-. Olvida que te lo he pedido. No era apropiado.
Ella cerró los ojos un segundo y meneó la cabeza con incredulidad. Luego, volvió a mirar a Clevenger.
– ¿Qué te parece si olvidamos los motivos profesionales que me han traído aquí y nos centramos en los personales?
Quizá aún era posible.
– Me parece bien -dijo Clevenger.
– Te echo de menos.
¿Cómo lo hacía? Podía pasar impecablemente del trabajo al placer, seguramente era la razón por la que le había parecido tan fácil enamorarse de ella más y más cada día mientras le seguían la pista al Asesino de la Autopista. Pero, por algún motivo, cuando al final lo atraparon, su relación pasó de ardiente a cálida. ¿Era porque la violencia alimentaba su pasión? ¿Perseguir a un asesino, ver la mortalidad exquisita de ellos mismos en los rostros de las víctimas de Jonah Wrens, hacía que el amor pareciera el único antídoto a la muerte? ¿Era por eso por lo que Clevenger se sentía tan atraído por McCormick en aquel preciso instante como cuando sus ojos se fijaron en ella por primera vez?
– Yo también te echo de menos -dijo él. Y lo decía en serio.
– Coady me dijo que John Snow y Grace Baxter se encontraban aquí para hacer el amor -dijo Whitney.
– En una suite con vistas al parque. -Clevenger se recostó en el sillón-. Creía que no íbamos a hablar más de trabajo.
– Y así es. -Abrió la mano izquierda y le mostró la llave de su habitación.
Llegaron a la habitación, pero no a la cama. McCormick lo empujó contra la pared y lo besó con fuerza.
Clevenger no dejó que el ofuscamiento de la pasión se apoderara de él por completo. Quería sentir sus labios, su lengua. Le acarició los omóplatos delicados, notó su presión aún más cerca, luego bajó las manos por su espalda.
Ella le besó la oreja, el cuello.
Clevenger le subió la falda y pasó las manos por debajo de sus braguitas, atrayéndola hacia él, diciéndole sin palabras que la deseaba, que su cuerpo estaba listo para recibir el de ella. Pero había muchas cosas más en ese abrazo que quedaban por expresar: capítulos enteros de una vida dedicada a buscar la verdad, pero también el amor, pasando del sadismo de su padre al frío abandono de su madre.
Whitney le desabrochó el cinturón, le bajó la cremallera y le metió la mano en el calzoncillo.
Él soltó un suspiro.
Ella le agarró con fuerza, acariciándole con suavidad, una y otra vez.
Clevenger le puso la mano entre las piernas. Estaba cálida, mojada, para él, algo que otros hombres quizá daban por sentado, pero que él consideraba un milagro, la prueba más irrefutable de la existencia de Dios que probablemente iba a encontrar en este mundo.
Whitney lo bajó hasta la moqueta gruesa, lo guió para que se tumbara y entrara en ella. Y entonces ella se movió por los dos, su ritmo expresaba el deseo de que la soledad se pudiera olvidar, que la esperanza pudiera ser eterna, que a la muerte se la pudiera derrotar.
Yacían desnudos, debajo de una sola sábana, mirando afuera, a un sueño de árboles iluminados.
– ¿Crees que veían lo mismo que nosotros ahora? -le preguntó ella.
– Seguramente -contestó Clevenger.
– Debieron de sentirse muy seguros.
– Porque…
– Aquí se está bien, fuera hace frío, ¿sabes? Tienes que abrigarte, de una o dos formas distintas. Es la vida real. No se trata de amor. Se trata de hacer las cosas, de seguir adelante.
A Clevenger no le pasó por alto la visión ambiciosa que McCormick tenía de ella misma en el mundo exterior, o el hecho de que hubiera utilizado la palabra amor para describir lo que sentía dentro de la habitación.
– Me pregunto si estaban enamorados de verdad -dijo Clevenger-. No entiendo por qué John Snow habría seguido adelante con la operación, si eso significaba despedirse de ella.
– Es fácil creer que estás enamorado entre estas cuatro paredes. Todo es bonito y limpio. Perfecto. Quizá la realidad se metió por medio.
– ¿En la forma de George Reese?
– Posiblemente. Pero Snow no podía conocer a Grace Baxter, conocerla de verdad, encontrándose con ella en una suite lujosa una o dos veces por semana. Quizá era insuficiente en otros aspectos.
Clevenger pensó en el amor de Snow por la belleza y la perfección. Del mismo modo que había confiado en su trabajo para no implicarse en las realidades de la vida familiar, incluidas sus imperfecciones, la suite del Four Seasons, con sus cortinas finas y vistas surrealistas, pudo contribuir a ocultar a la verdadera Grace Baxter. Quizá Snow vislumbrara algo en ella que era imperfecto; o peor aún, algo realmente feo.
Pensó de nuevo en Baxter sentada en su consulta, tirando de las pulseras de diamantes. «No quiero hacer daño a nadie nunca más -le había dicho-. Soy mala persona. Una persona horrible.» ¿Había hecho daño a Snow, roto en pedazos la ilusión de que era perfecta? ¿Era ésa la razón de que hubiera creído que un bisturí era su única salida, su única verdad?
– ¿En qué piensas? -le preguntó McCormick.
No se sentía cómodo compartiendo sus pensamientos sobre el caso Snow, que le decían que aunque pudiera amar a McCormick, no confiaba del todo en ella. Se preguntó si algo así era posible.
– Pienso en si llegamos a conocer a alguien, en si se puede llegar a estar más seguro con otra persona que solo.
Whitney se acercó más a él y se acurrucó debajo de la sábana.
– Creo que casi todo el mundo se rinde antes de llegar -dijo-. Deberíamos seguir intentándolo y ya está.
Clevenger la miró y vio en sus ojos que era sincera. Quizá dos personas podían unirse para crear algo más grande que ellos dos. O quizá eso también era una fantasía. Folie á deux. Una locura compartida.
– Me gustaría -dijo. Le pasó la mano por el abdomen-. Quizá ésa sea la idea, ¿sabes?
– ¿El qué?
– Seguir intentándolo. Quizá intentarlo sea de lo que se trata. Quizá no sea más que eso. Quizá nunca se llegue del todo a ningún sitio. Y quizá así esté bien.
– ¿Sabes qué creo yo? -le preguntó, colocando su mano sobre la de él.
– ¿Qué crees?
– Creo que deberías volver a hacer terapia. -Se rió.
Clevenger movió la mano hacia abajo.
– ¿Cuándo tengo la próxima sesión?