Clevenger sabía que Whitney McCormick estaría en Boston hasta el anochecer y que luego regresaría a Washington. La llamó al móvil.
– ¿Qué tal está mi paciente favorito? -contestó Whitney.
– Aún no estoy curado.
– Bien.
– ¿Dónde estás? -le preguntó Clevenger. -Haciendo llamadas en el hotel. -¿Nos vemos para un café?
– ¿Por qué no llamo al servicio de habitaciones y ya está?
Chestnut Street estaba a un kilómetro y medio del Four Seasons.
– Estoy aquí mismo.
– Date prisa.
Llamó a su puerta diez minutos más tarde.
Whitney abrió. Llevaba unos vaqueros que estaban deshilachados en una rodilla y una camisa blanca de estilo masculino que le quedaba grande. Estaba igual de guapa que la noche anterior.
Clevenger movió la cabeza.
– ¿A ti nunca te queda mal el pelo, te sale alguna que otra imperfección, nada para dar un respiro a un tío?
– No nos vemos mucho. Para mí tener dos días buenos seguidos es algo poco corriente.
– No sé por qué, pero no me lo creo.
La atrajo hacia él. Se besaron. Clevenger le acercó los labios al cuello. Whitney empujó la puerta, la cerró y lo arrastró a la cama.
Hicieron el amor despacio, mirándose a los ojos mientras Clevenger se introducía en su cuerpo y ambos se deleitaban liberándose de sus existencias individuales, dejándose arrastrar por una fuerza mayor que la simple suma de sus energías.
Yacieron juntos, agotados, disfrutando de esos pocos minutos en los que los amantes apenas saben a quién pertenecen cada brazo y cada pierna.
Whitney giró la cabeza y lo miró, acercando los labios a su oreja.
– Este sitio me gusta. Deberíamos hacer esto más a menudo.
– Ya lo haremos.
Clevenger cerró los ojos, respiró hondo y soltó el aire. Pensó para sus adentros lo extraño que era que Whitney y él se vieran en el Four Seasons, que planearan seguir viéndose allí. Era casi como si los dos estuvieran perdidos en alguna transferencia del caso y la exteriorizaran. Clevenger abrió los ojos.
– Tengo que pedirte una vez más…
Ella sonrió.
– No tienes que pedírmelo.
– Es sobre el caso -dijo él, apoyándose en un codo.
– Bien. ¿Qué?
– Esas patentes.
Ella lo miró y de sus ojos fue desapareciendo poco a poco el cariño, invadidos por una mezcla terrible de dolor, ira y de fría resignación a la realidad de lo que hacían para ganarse la vida, a que no se habían conocido primero como amantes, a que quizá nunca fueran sólo amantes.
– ¿Qué pasa con las patentes? -preguntó.
Clevenger dudó si seguir hablando porque le pareció que salía a trompicones de un papel y se metía en otro, pero la fuerza de lo que necesitaba saber actuaba en la dirección contraria.
– Si Snow-Coroway presentó patentes para el Vortek, me gustaría estar seguro de que Collin Coroway y George Reese tenían todo lo que necesitaban de John Snow. Tenían el invento necesario para que la empresa saliera a bolsa, lo cual habría convertido a Snow en alguien prescindible.
– No puedo obtener esa información.
No podía dejarlo correr, no podía hacer oídos sordos a su profesión, a su vocación, ni siquiera por ella, a pesar del poco tiempo que había tardado en amarla desde el momento en que la vio.
– No quiero sacar a tu padre otra vez, pero como ex senador y como antiguo miembro del Subcomité de Inteligencia, aún tiene que tener contactos… -Se dio cuenta de que había ido demasiado lejos-. No pretendo insinuar de ningún modo que esto sea una especie de elección entre…
– Entonces, ¿por qué sientes la necesidad de negarlo? -Whitney se levantó y empezó a recoger su ropa-. Yo también soy psiquiatra, Frank.
Clevenger se levantó.
– Lo que quería decir…
– Sé lo que quieres.
– Mira -dijo con un suspiro-, me he equivocado sacando el tema.
– No te puedes controlar. El trabajo es tu escudo. Te sirve para esquivar todo lo demás. Siempre ha sido igual. Y siempre lo será.
– ¿Como por ejemplo…?
– Una relación de verdad, para empezar. -Whitney se puso los pantalones-. En primer lugar, ¿ni siquiera te das cuenta de por qué aceptaste este caso, Frank? ¿Es que no ves un poquito de John Snow cuando te miras al espejo? ¿El hecho de ser adicto a resolver rompecabezas, de mantener a todo el mundo a cierta distancia, de evitar intimar de verdad? ¿No te suena?
Lo único que podía hacer era escuchar.
Whitney se subió la cremallera y se puso la camiseta.
– Una cosa sobre mi padre -dijo mientras se abrochaba los botones-. Nunca me ha utilizado.
Clevenger meneó la cabeza mientras pensaba que había sido poco delicado y que Whitney le había interpretado mal, todo a la vez.
– Whitney no he hecho el amor contigo para conseguir algo -dijo.
– Pues es lo que parece.
Se calzó y cogió la chaqueta del respaldo de la silla del escritorio.
– Whitney, espera.
– ¿Para qué? -gritó.
Clevenger se dirigió a las ventanas y miró afuera. La vio cruzar la calle y desaparecer en el Public Garden mientras las ramas heladas de los árboles se mecían con el viento suave.
Cuando Clevenger cruzó la puerta del Instituto Forense de Boston, Kim Moffett levantó un montoncito de mensajes.
– John Haggerty te ha llamado tres veces para hablar de ese caso nuevo -dijo-. Lindsey Snow ha llamado dos veces y el FBI, cuatro, pero porque yo los estoy acosando por lo de mi ordenador.
– ¿Has llamado al FBI?
– Al laboratorio de pruebas de Quantico.
– Kim…
– Tienen que devolverlo. Tengo mis cosas en él.
– Estos temas requieren tiempo. Podrían quedárselo un año, incluso más.
– ¿Y qué pasa con mis derechos? ¿Qué pasa con la vida privada de una persona? ¿Se ha ido todo eso a la mierda después del 11-S?
Moffett no iba a rendirse.
– Haré todo lo que pueda.
– Gracias -dijo con una sonrisa-. North me ha pedido que te diga que viene hacia aquí. Te ha llamado al móvil dos veces.
Frank Clevenger asintió con la cabeza y se dirigió a su consulta.
– Otra cosa -dijo Moffett.
Clevenger se giró.
– Tienes una mancha de pintalabios en la chaqueta.
Bajó la vista y vio una manchita imperceptible del pintalabios rosa claro de Whitney en la chaqueta de cuero negro.
– ¿Por qué piensas que es pintalabios?
Moffett se giró y se puso a trabajar con el procesador de textos. Clevenger entró en la consulta, se quitó la chaqueta y se limpió la mancha. La lanzó a una silla, se sentó a la mesa y llamó al móvil de Lindsey Snow, que contestó.
– Soy el doctor Clevenger.
– ¿Puedo ir a verte? Es para hablar de mi padre, para hablar de su asesinato.
«Asesinato.» Eso era nuevo. La teoría de Lindsey había sido que ella había empujado a su padre al suicidio. ¿Ahora creía que lo habían asesinado?
– ¿Cuándo puedes estar aquí? -le preguntó Clevenger.
– En menos de una hora.
– Perfecto.
Quiso devolverle las llamadas a John Haggerty pero le saltó el contestador automático. «No aceptaré ningún caso hasta que se resuelva el de Snow -dijo-. Ya te llamaré cuando eso ocurra.»
Puso los pies encima de la mesa, se echó atrás en la silla y cerró los ojos. Se imaginó a Whitney McCormick desapareciendo en el Public Garden. Pensó que quizá la hubiese perdido para siempre al mezclar trabajo con placer. Entonces abrió los ojos de repente. Tenía la respuesta a una de las preguntas que había estado haciéndose: ¿por qué iba John Snow a someterse a la operación y dejar su vida si había encontrado al amor de su vida?
La respuesta era sencilla, tan sencilla que le había resultado difícil dar con ella, hasta que representó el drama con McCormick. Tanto Snow como Baxter se habían traicionado de alguna forma. Su amor ya no era aquello tan perfecto que había sido. Algo había ido muy mal.
– Hola, desaparecido -dijo Anderson desde la puerta.
Clevenger bajó los pies de la mesa y se giró hacia él.
– ¿Qué hay?
– Hoy a última hora estaré leyendo los extractos de las cuentas personales, bancarias y de corretaje de George Reese. Vania está progresando.
– ¿Sigue trabajando fuera de casa? Estoy preocupado por él.
Anderson negó con la cabeza.
– Está en mi casa. Allí nadie puede encontrarlo, a no ser que descubran las tazas de café que se amontonan en la basura. Le preparo cada dos horas. Grande, con leche…
– Cuatro azucarillos.
– Tiene enseñado a todo el mundo.
– ¿Ha pasado algo más?
– En el Mass General no he encontrado a nadie que pudiera situar a Heller en el hospital cuando asesinaron a Snow. Todavía no, de todas formas. No es que eso demuestre nada…
– No.
– ¿Qué tal está Billy, por cierto?
Clevenger miró la hora. Las dos y cuarto. Billy aún estaba, o debería estar, en el instituto.
– Ahora mismo está resolviendo un par de problemas -dijo, y lo dejó ahí.
– ¿Puedo hacer algo?
– No estoy seguro de lo que puede hacer nadie, incluyéndome a mí; pero si te necesito, te lo diré.
– Bueno, está bien.
– Lindsey Snow está de camino.
– Esto sigue.
Lindsey se sentó en la silla en la que se había sentado la última vez que había ido a la consulta de Clevenger. Llevaba una falda corta de color verde lima y un jersey de cuello alto de canalé color hueso. Cuando cruzó las piernas, Clevenger pudo ver que llevaba unas bragas diminutas de satén negro.
– Si te cuento algo -dijo-, tienes que prometerme que nunca dirás que te lo he dicho yo.
– Sé guardar un secreto -dijo Clevenger mientras la miraba deliberadamente a los ojos.
– Te lo cuento porque me siento unida a ti.
Clevenger sabía que el hecho de que se sintiera unida a él no tenía nada que ver con él, sino que se debía a la muerte de John Snow. Lindsey era como un átomo de oxígeno: era exquisitamente inestable e intentaba establecer vínculos de forma desesperada. Por un lado Clevenger quería decírselo, explicarle que la atracción que sentía por él se debía sólo a la pérdida repentina de equilibrio que había sentido al morir su padre. Pero no era paciente suya. Era una sospechosa. No le debía una relación psicoterapéutica ni ninguna otra cosa. Era libre de aprovecharse de sus necesidades, de tentarla a que se abriera. Eso es lo que podía hacer falta para destapar un caso de asesinato. Mentiras piadosas del corazón al servicio de la verdad. El asunto no olía muy bien, pero era su asunto. Bajó la mirada y se fijó en sus medias el tiempo suficiente como para que ella notara que la miraba.
– Adelante -dijo Clevenger-. Deseo escucharte. -Sabía que ella sólo oiría la primera palabra: «Deseo».
Lindsey se sonrojó y se mordió el labio inferior.
– La última semana o así antes de morir papá, estaba bastante deprimido. Era como si toda la energía que le había ido llegando lo estuviera abandonando. Dejó de hablar con todo el mundo, incluso conmigo.
Clevenger asintió con la cabeza. Se preguntaba si Lindsey seguía ciñéndose a la teoría del suicidio.
– Así que Kyle decidió coger la pistola de papá para que no se hiciera daño. Al menos eso es lo que dijo.
Clevenger intentó no mostrar ningún sentimiento, a pesar de que sentía que el caso podía estar dando un último giro en su largo y retorcido camino.
– ¿Cómo consiguió el arma?
– Papá la guardaba siempre en el mismo sitio: la balda de encima del perchero de las camisas de su armario. Los dos le hemos visto cogerla de allí cuando se iba al trabajo y volverla a poner en su sitio al llegar a casa. Las balas las guardaba en alguna otra parte.
– ¿Y tu padre no se preguntó qué había pasado con el arma?
– Kyle se lo contó. Le contó que la había cogido… y por qué.
– ¿Tu madre lo sabía?
Lindsey asintió con la cabeza.
Eso podría explicar por qué Theresa Snow había intentado impedir que Clevenger hablara con Kyle.
– ¿Y cómo explica Kyle que a su padre lo mataran con esa pistola?
– Dice que sólo la tuvo hasta la noche anterior. Me dijo que papá quería recuperarla, que le amenazó con entregarlo por infringir la libertad condicional. Así que se cabreó y se la dio. -Se le humedecieron los ojos-. Kyle dice que le dijo que adelante, que se pegara un tiro si eso era lo que quería.
– ¿Le crees? ¿Crees que devolvió el arma?
Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas de una forma que atrajo de nuevo la mirada de Clevenger.
– Yo sólo sé que jamás había visto a Kyle tan feliz como estos últimos días -dijo Lindsey-. Y dice que no puede ir al entierro de papá, que no sería «honesto».
¿Contaba Lindsey la verdad, o estaba intentando acabar con su hermano, castigarlo por desviar la adoración que sentía su padre por ella? Si Clevenger era sólo un sustituto de Snow, quizá Lindsey quisiera que encarcelara a Kyle, lo cual sería el equivalente de desterrarlo a otro estado, como había hecho Snow.
– ¿Crees que tu hermano mató a tu padre? -le preguntó Clevenger.
– No quiero creerlo, pero… -Apartó la mirada.
Clevenger dejó que pasaran unos segundos.
– Gracias por contármelo, Lindsey -dijo.
Ella volvió a mirarlo, inclinó la cabeza y el pelo sedoso le cayó como una cascada y le tapó medio rostro.
– Bueno, ¿nada más?
– Seguiré con tu hermano y veremos adonde nos lleva esto.
– ¿Adónde nos lleva lo nuestro? -preguntó Lindsey con voz quejumbrosa.
Clevenger quería evitar herirla. No formaba necesariamente parte del trabajo.
– Por muy guapa que seas, Lindsey -le dijo con toda la delicadeza que pudo-, y por mucho que quiera estar contigo fuera de la consulta, no puedo.
– ¿Nunca?
Esa pregunta dejó claro que Lindsey estaba dispuesta a esperarlo durante muchísimo tiempo. Quizá para siempre. Y eso ayudó a Clevenger a ver de nuevo que su droga no era el sexo con su padre, sino la posibilidad de tener relaciones sexuales con él. Snow la había atado a él adorándola más que a los demás, sin haberla llegado a tocar jamás en realidad. Lindsey buscaba al siguiente suministrador de esa adoración, no al siguiente amante.
– Eres demasiado guapa como para decir «nunca» -le dijo Clevenger.
Lindsey estaba radiante.
– No estás con… -Señaló con un movimiento de la cabeza en dirección a la mesa de Kim Moffett.
Él negó con la cabeza. Lindsey respiró hondo y soltó el aire.
– Genial. Así pues, ¿te doy tiempo y ya está?
– Dame tiempo.
– Ya entiendo.
Se levantó y empezó a ponerse la chaqueta. Él se levantó y la miró. Era una joven preciosa. Ni siquiera era una mentira piadosa.
– Eres extraordinaria, ya lo sabes -le dijo.
Por primera vez Lindsey parecía desconcertada.
– Y no sólo porque lo pensara tu padre, o porque lo piense yo.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir… -Se dio cuenta de que hablaba un lenguaje que ella no podía comprender. No entendería que le dijera que otros hombres no sólo la encontrarían deseable sino que obrarían en consecuencia, que serían honestos con ella en todos los sentidos. La autoestima le había venido siempre dada por cómo se veía reflejada en los ojos de John Snow-. Ahora no tiene importancia.
Pareció contenta de dejarlo ahí.
– Hasta luego.
– Cuídate.
Salió de la consulta. Kim Moffett entró a los diez segundos.
– Whitney McCormick está al teléfono -dijo.
A Clevenger sólo le bastó oír el nombre para oler su perfume, imaginar sus dedos moviéndose por su pelo. Alucinaciones de enamorado.
– Gracias. -Esperó a que Moffett se fuera y descolgó el auricular-. Whitney.
– He hablado con mi padre -dijo McCormick.
Él no dijo nada.
– Se solicitaron dos patentes para un sistema de estabilización de vuelo, registradas conjuntamente a nombre de Snow-Coroway, InterState Commerce y Lockheed Martin.
– Coroway me mintió en Washington -dijo Clevenger-. Él y Reese se hicieron con el Vortek. Snow cumplió. Ya no le necesitaban.
– Conozco ese sentimiento. Debe de ser contagioso.
– Escucha -dijo Clevenger-, antes me he equivocado al sacar el tema de la forma como lo he hecho. Yo…
– Podrías haber dicho simplemente: «Es un placer hacer negocios contigo» -dijo con frialdad.
– ¿Cuándo podré verte?
McCormick colgó.