Capítulo 1

Sin perder un segundo, los auxiliares médicos entraron a John Snow en las urgencias del Mass General a las 4:45, inconsciente y con respiración superficial. Ya habían llamado por radio para informar de que Snow era víctima de una herida de bala en el pecho que él mismo se había infligido. El neurocirujano de Snow, J. T. Jet Heller, de treinta y nueve años, fue uno de los seis doctores y cinco enfermeras que respondieron al código rojo.

Un interno llamado Peter Stratton había oído el disparo cuando se marchaba a casa tras una noche de guardia y había llamado al 911 desde el móvil. La policía respondió y encontró a Snow desplomado en el callejón, en un charco de sangre. Tenía los brazos y las piernas pegados al pecho, en posición fetal. Una bolsa de viaje negra de piel y una pistola Glock de nueve milímetros descansaban sobre el asfalto junto a él.

Se estabilizó a Snow sobre el terreno, pero entró en urgencias con electrocardiograma plano. El equipo consiguió recuperar sus constantes vitales tres veces, pero su pulso no aguantó más de unos pocos segundos.

Fue Heller quien dio los pasos heroicos, comenzando por una pericardiocentesis. El músculo del corazón está rodeado por una resistente bolsa membranosa llamada pericardio, que lo envuelve como un guante de látex. Pero puede producirse una formación de líquido (un derrame pericárdico) entre el músculo y la membrana, lo que provoca que el pericardio se hinche como un globo de agua, presione el corazón e impida que éste bombee la sangre. Así que cuando el corazón de Snow no respondió a nada más. Heller insertó una aguja hipodérmica de quince centímetros por debajo del esternón de Snow y la guió hasta el corazón en un ángulo de treinta grados, con el objetivo de perforar el pericardio, extraer la sangre acumulada y desatascar el ventrículo izquierdo para que pudiera realizar su trabajo. Lo intentó siete veces, pero cada vez que retiraba la jeringuilla, sólo sacaba aire.

Hacía un minuto que Snow presentaba electrocardiograma plano.

– ¿Lo dejamos? -preguntó una enfermera.

Heller se apartó de la cara el pelo rubio y largo. Se quedó mirando a Snow.

– Dame una jeringuilla de epi -dijo.

La epinefrina es un estimulante cardíaco que a veces se administra por vía intravenosa a pacientes con paro cardíaco. Nadie se movió para ir a buscarla. Sabían que J. T. Heller tenía en mente algo mucho más invasivo que un intravenoso, y sabían que era inútil. Tanto si la bala había agujereado el corazón de Snow como si le había seccionado la aorta, la herida era mortal.

– Lo hemos perdido, Jet -dijo Aaron Kaplan, otro de los médicos-. Sé que es paciente tuyo, pero…

– Dame la epi -dijo Heller, con sus ojos azul zafiro clavados todavía en Snow.

Los miembros del equipo se miraron.

Heller se abrió paso entre los demás hacia el carro de emergencias, revolvió entre el material y encontró una jeringuilla con epinefrina. Volvió junto a Snow, sacó un chorrito de epi, le clavó la aguja debajo del esternón y vació los diez centilitros directamente en el ventrículo izquierdo. Miró el monitor.

– ¡Late, cabrón!

Siguió mirando cinco, diez, veinte segundos. Pero sólo había esa línea plana, ese terrible zumbido.

Entonces Heller dio el último paso. Cogió un bisturí de la bandeja y, sin dudarlo, realizó una incisión transversal de quince centímetros debajo del esternón, introdujo la mano en el pecho de Snow, agarró el corazón e inició el masaje cardíaco interno, apretando y soltando rítmicamente las gruesas paredes cardíacas del músculo, intentando arrancar manualmente el corazón.

– Por el amor de Dios, Jet -susurró otro médico-, está muerto.

Heller siguió incluso con más energía.

– No me hagas esto -mascullaba sin cesar-. No me hagas esto. -Pero no sirvió de nada. Cada vez que Heller dejaba de apretar, el electro de Snow mostraba de nuevo una línea plana.

Al final, Heller sacó la mano con el guante ensangrentado del pecho de Snow. Y al hacerlo, Snow comenzó a agarrotarse, todo su cuerpo tembló como un pez fuera del agua, le castañetearon los dientes, los ojos se le pusieron en blanco. El ataque duró sólo medio minuto. Entonces, Snow se quedó absolutamente quieto, la mirada vacía fija en el techo.

Heller se apartó de la camilla. Estaba empapado en sudor y sangre. Miró a Snow y meneó la cabeza, como aturdido.

– Cobarde -dijo-. Eres… -Miró a los demás-. Se acabó. -Echó un vistazo al reloj de la pared-. Hora de la muerte, 5:17.

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