Clevenger casi había llegado a su coche cuando una mujer gritó su nombre. Se volvió y vio a Lindsey Snow corriendo hacia él.
Se le acercó caminando. No se había puesto chaqueta y se abrazaba para darse calor.
– ¿Tiene un minuto? -Claro.
– ¿Vio a mi padre? -le preguntó en voz baja-. Quiero decir… después.
Clevenger no esperaba que la hija de Snow le entregara de repente el peso de su dolor. Sintió que su respiración y los latidos de su corazón se ralentizaban y se preguntó de nuevo por qué compartir el dolor de los demás le tranquilizaba.
– Sí-dijo Clevenger-. Vi a tu padre.
– Sé que no ha hecho más que comenzar a imaginar qué pasó. -Se abrazó con más fuerza. Se le humedecieron los ojos.
– Hace frío. Entremos en tu casa a hablar.
Negó con la cabeza.
– Mi madre no quiere que hable con usted de ningún modo.
– ¿Por qué?
– Vayamos a algún sitio en el coche.
Clevenger no estaba dispuesto a irse en coche con una adolescente que acababa de conocer.
– Podemos hablar en la camioneta -le dijo.
– De acuerdo.
Caminó con ella hasta el coche y abrió la puerta del copiloto. Lindsey subió. Clevenger se sentó en el lado del conductor, puso en marcha el motor y encendió la calefacción.
Lindsey se quedó mirando al frente, igual que a veces hacía Billy cuando estaba disgustado por algo.
– Supongo que lo que le pido, aunque seguramente aún no pueda decirlo, o no quiera decírmelo… -Tragó saliva, cerró los ojos-. Quiero saber si mi padre se suicidó. -Lo miró y apartó deprisa la vista-. Necesito saberlo. -Recogió las piernas, las pegó al cuerpo y apoyó la cabeza en las rodillas.
Por primera vez, parecía más una chica con problemas que una mujer.
– ¿Es la pregunta que más te duele? -le preguntó Clevenger.
Las lágrimas resbalaron por su mejilla.
– ¿Es porque crees que sabes la respuesta?
Lindsey asintió con la cabeza, y las lágrimas comenzaron a manar de verdad.
– Me siento tan sola -logró decir.
Clevenger sintió el impulso de abrazarla y consolarla, como haría un padre. Pero ese gesto borraría los límites profesionales que necesitaba mantener en su lugar. Si comenzaba a pensar en Lindsey como alguien a quien proteger, era posible que jamás consiguiera ver la dinámica de la familia Snow tal como era en realidad.
Se preguntó por qué Lindsey parecía tan cómoda sentada en su camioneta, abriéndose a un completo desconocido. ¿Por qué había sugerido que se marcharan con el coche? ¿Intentaba atraerle?
– No tienes que decirme lo que estás pensando -le dijo, para ver si alejándose conseguía acercarla.
Funcionó al instante.
– Tengo que contárselo a alguien -dijo. Abrazándose todavía las rodillas, volvió la cara hacia Clevenger.
Ese movimiento sencillo hizo que el pelo brillante le cayera sobre la mejilla y el cuello, y enmarcó sus llorosos ojos marrón oscuro y sus labios carnosos, transformándola de nuevo de niña en mujer.
– Yo lo maté -dijo.
Clevenger la miró a los ojos y vio un vacío parecido al que había visto en la mirada de los asesinos. Y de repente sintió otro tipo de peligro en el hecho de estar sentado en la camioneta a solas con Lindsey Snow. Presionó la pierna contra la puerta para asegurarse de que no había olvidado sujetarse la pistola a la espinilla antes de salir de Chelsea. Al hacerlo, vio que los ojos de Lindsey se llenaban de desesperación y vulnerabilidad, y que se transformaba de nuevo de mujer en niña, de asesina en víctima.
– ¿Me estás diciendo que le pegaste un tiro a tu padre? -le preguntó.
Ella volvió a mirar al frente.
– Hice que se lo pegara -contestó.
– ¿Lo hiciste?
– Yo… -Parecía que le resultaba tremendamente doloroso pronunciar las palabras-. Hice que sintiera que debía estar muerto.
– ¿Cómo lo hiciste?
– Le dije que ojalá lo estuviera.
– ¿Y crees que decirle eso bastaría para que pusiera fin a su vida?
Sus ojos se volvieron fríos y vacíos de nuevo.
– Sí.
Era obvio que Lindsey Snow creía ejercer un poder extremo sobre su padre: el poder de socavar su voluntad de vivir, lo cual seguramente significaba que Snow había hecho que se sintiera totalmente responsable de su felicidad.
– ¿Por qué querías que tu padre muriera? -le preguntó Clevenger.
Lindsey se hizo una bola aún más pequeña que antes, y dejó que el pelo le cayera sobre la cara.
– Me mintió -susurró.
– ¿Sobre…?
– Sobre todo -dijo, con un dejo de ira en la voz.
¿Conocía Lindsey la aventura de Snow y Grace Baxter? ¿O sabía que su padre estaba dispuesto a dejar a todo el mundo, ella incluida? ¿Ya quién podría habérselo contado? ¿A su madre? ¿A su hermano?
– ¿Qué mentira hizo que te enfadaras más? -preguntó Clevenger.
Lindsey negó con la cabeza.
– Puedes contármelo.
Alargó la mano a la manija de su puerta.
– Espera, Lindsey.
La chica abrió la puerta, se bajó de un salto y echó a correr hacia la casa.
Clevenger vio que ralentizaba el paso y se ponía a caminar al acercarse a los coches patrulla apostados delante de la casa. Cuando pasaba por delante de ellos, su madre salió por la puerta principal. Y verlas un momento a las dos juntas hizo que Clevenger se diera cuenta de que eran opuestas en muchos sentidos: una era reservada, y la otra, muy emotiva; una era hermosa, y la otra, mucho menos; una era muy indulgente con las flaquezas de John Snow, y a la otra la enfurecían.
Lindsey bajó la cabeza, pasó por delante de su madre y desapareció en el interior de la casa. Su madre la siguió. La puerta se cerró.
Clevenger puso en marcha el coche e inició el trayecto de veinte minutos que lo llevaría de regreso a su consulta de Chelsea. Volvió a pensar en la cautela de Mike Coady respecto a que la lista de sospechosos viables en un caso como el del Snow podía ser larga, aunque en realidad Snow se hubiera suicidado. Se preguntó si North Anderson habría dado con algo que descartase a Collin Coroway. Le llamó.
– Hola, Frank -contestó Anderson.
– ¿Tienes algo sobre Coroway?
– Mucho. Cogió el puente aéreo a Washington a las seis y media de la mañana de ayer -dijo Anderson-. No tenía reserva, llegó al mostrador de venta de billetes a las seis menos diez. Y no ha cogido el vuelo de regreso.
– Justo cuando llevaban a Snow al depósito de cadáveres, él volaba a otro estado -dijo Clevenger.
– Y no volvió corriendo para consolar a la esposa de Snow o cohesionar las tropas en Snow-Coroway. Aún está registrado en el Hyatt.
– Tiene móvil. He descubierto que Coroway heredará el control de toda la propiedad intelectual de la empresa. Antes necesitaba la firma de Snow para mover ficha. Tenían en proyecto un invento nuevo que Snow quería enterrar y que Coroway quería vender a los militares. Era clave para que Coroway pudiera sacar a bolsa la empresa.
– Pues a quien van a enterrar es a Snow -dijo Anderson-. Pero si estamos pensando en un doble homicidio, no es nuestro hombre. Aún estaba en Washington cuando murió Grace Baxter.
– A menos que nos enfrentemos a dos asesinos -dijo Clevenger, automáticamente. No le gustó demasiado oír sus propias palabras.
– Es menos probable -dijo Anderson-. Snow y Baxter eran amantes. En general, sigue gustándome la idea de que George Reese cometiera los dos asesinatos. Un marido celoso es un asunto peligroso.
– De todos modos -dijo Clevenger-, quizá me vaya a Washington y así cojo a Coroway un poco fuera de juego.
– Buena suerte. He oído decir que tiene una sangre fría brutal.
– ¿Fue en limusina al aeropuerto?
– No lo sé -dijo Anderson-. ¿Piensas que el chófer podría decirnos si estaba raro?
– O dejarnos comprobar si hay sangre en el asiento de atrás.
– Si cogió una limusina, lo averiguaré. Si dejó su coche en el aparcamiento del aeropuerto, me pasaré por ahí. Estoy seguro de que Coady podrá expedir una orden de registro si hay algo que valga la pena examinar.
– Acabo de hablar con Theresa y Lindsey Snow -dijo Clevenger.
– ¿Algo que deba saber?
– Snow las tenía a las dos absortas, de distinta forma. Lo adoraban. La idea de perderlo pudo hacer que sintieran que lo estaban perdiendo todo.
– ¿La idea de perderlo por culpa de otra mujer o en una operación de neurocirugía? -preguntó Anderson.
– Las dos cosas. -Clevenger recordó el retrato que había sobre la chimenea-. Snow tenía un cuadro de Grace Baxter en la pared de su salón.
– ¿Qué?
– De un artista llamado Kullaway. No sabría decir si su mujer sabía o no que era Baxter. No soltó prenda sobre si se olía que tenían una aventura.
– ¿Un retrato de tu amante a plena vista de tu mujer y tus hijos? Un poco enfermizo. ¿De qué va todo esto?
– No estoy seguro. Si tuviera que lanzar una suposición, diría que va de la incapacidad de John Snow para relacionarse con su familia como personas reales.
– ¿Qué quieres decir?
– Esperaba que fueran perfectos. La otra cara de la moneda es que no los veía como seres humanos, con sus virtudes y sus defectos, y sus sentimientos. Quería estar cerca de Baxter, así que se la llevó a casa. Y punto. Recogí el diario de Snow que tenía Coady. Básicamente son bocetos y cálculos, algunas reflexiones sobre la intervención. Pero también había hecho un dibujo de Baxter. Muy detallado, muy emotivo en su modo de dibujarla. Es casi como si ella poseyera la fórmula para traspasar las defensas que Snow empleaba para guardar las distancias con todos los demás. Creo que es posible que la amase de un modo muy distinto a como amaba su trabajo, a su mujer o incluso a su hija. De un modo más profundo.
– No has mencionado al hijo.
– No lo he visto -dijo Clevenger-. Su madre me ha hablado un poco de él. Tiene un trastorno de aprendizaje. Snow no sabía cómo relacionarse con él. Parece que se pasó la vida haciendo como si no existiera.
– Snow no era ningún sol. A ver, nadie se merece lo que le pasó, pero no era el tipo más majo del mundo.
– No -coincidió con él Clevenger. Volvió a pensar en Billy en lo devastador que había sido para él tener un padre que lo consideraba un inútil-. Parece que Snow se sentía mucho más cómodo con cosas previsibles y programadas que con las relaciones. Cuando de niño sufres ataques, cuando sabes que puedes perder el conocimiento en cualquier momento y acabar en el suelo con convulsiones, puedes llegar a obsesionarte con mantenerlo todo bajo control, con funcionar bien. Con un misil o un sistema de radar podía conseguirlo. Pero con un hijo o una hija, o una amante, es mucho más difícil.
– Pero tenía la capacidad emocional para estar con más de una mujer.
– Estar, sí. Pero amar, no lo sé. La verdad es que me pregunto si la única que despertó su pasión fue Baxter.
– Snow tenía cincuenta años. ¿Me estás diciendo que nadie más consiguió llegar a él?
– Es posible -dijo Clevenger.
– Pero ¿por qué Baxter? Snow era famoso. Era rico. Guapo. Tenía que atraer a muchas mujeres.
– Quizá ella era su «mapa del amor».
– ¿Su qué?
– Su mapa del amor. En la Facultad de Medicina tuve a un profesor que se llamaba Money, John Money. Entrevistó a niños de primer y segundo curso; les enseñó fotografías de niños y niñas y les preguntó quién creían que era mono, y por qué. Si una de las niñas decía que le gustaba la foto de un niño en particular. Money le preguntaba qué era lo que le gustaba. Quizá ella contestaba que era su forma de sonreír, que subía un poco más el lado izquierdo de la boca que el derecho. Así que Money introdujo todas las respuestas, todas las peculiaridades que le gustaban, en una base de datos. Las de esa niña, y la de un millar de niños más. Resulta que lo que les gustaba a los siete u ocho años, sus ideales de belleza, no habían cambiado mucho. La niña a quien le gustaba el niño de sonrisa torcida se casó con un hombre que tenía la misma sonrisa, un poco más subida en el lado izquierdo que en el derecho. Algunos niños nunca encontraron lo que buscaban y nunca fueron muy felices en sus relaciones.
– Así que realmente existe un amor perfecto para cada persona.
– Según Money, sí. Él cree que uno nace con un mapa del amor: un conjunto de características físicas codificadas en el cerebro que representan al compañero ideal. Si logras encontrar la parte física y alguien que conecte contigo psicológicamente, tienes un encaje perfecto. El amor verdadero, para siempre. Quizá sólo una persona entre un millón encaje de ese modo con otra persona. Quizá Baxter encajaba con Snow.
– ¿Crees que alguna vez encontrarás el tuyo? -preguntó Anderson.
– ¿Mi mapa del amor? -preguntó Clevenger. Se rió.
– ¿Lo crees?
Le vino a la mente la imagen de Whitney McCormick, la psiquiatra forense del FBI que había ayudado a Clevenger a resolver el caso del Asesino de la Autopista. La relación se había vuelto personal, luego complicada, y más tarde se había diluido en un segundo plano mientras Clevenger intentaba ser un padre aceptable para Billy, anteponiendo eso a todo. Hacía un año que no la veía.
– No lo sé -le dijo a Anderson-. Sería muchísimo más fácil encontrar la parte física que la psicológica. Tengo algunas curvas extrañas en mi psique que hacen que sea bastante difícil encontrar a alguien que encaje con ellas.
Anderson se rió.
– Igual que yo. Quiero a mi mujer, no me malinterpretes. Pero supongo que es posible que algún día mi mapa del amor me arrolle con un camión.
– ¿Qué crees que harías?
– No me suicidaría, eso te lo aseguro.
Clevenger sonrió.
– Llámame si averiguas algo sobre el coche de Coroway, ¿vale? Ya te informaré de lo que descubra en Washington.
Clevenger cogió el puente aéreo a Washington de las doce y media del mediodía. Había llamado a Billy al móvil para que lo esperara en el club de boxeo de Somerville hasta que llegara a casa, seguramente sobre las seis y media. Billy le contestó que no había problema. Si de él dependiera, se pasaría en el gimnasio veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
En cuanto el avión hubo despegado, Clevenger abrió el diario de John Snow y comenzó a leer la siguiente entrada:
¿Tiene un hombre el derecho de comenzar de nuevo su vida? ¿Es el dueño absoluto de su existencia, o es simplemente un socio comanditario?
Un hombre nace de unos padres. Es su hijo, y las vidas de éstos se despliegan junto a las de él, mezclándose, de forma que la trama de cada una depende en parte de las otras. Le cambian los pañales, lo acompañan de la mano en su primer día de colegio. Se preocupan constantemente con y por él durante décadas, celebran sus victorias, sufren sus derrotas. Pero ¿qué ocurre si la visión que tienen de su hijo tiene muy poco que ver con la naturaleza verdadera de éste? ¿Qué ocurre si no conocen su verdadero yo? ¿Sería justo para él, su hijo, cortar el hilo de su identidad del patrón de vida familiar, encontrarse a sí mismo perdiéndolos a ellos? ¿Tiene un hombre la libertad de olvidar de dónde procede, para avanzar sin restricciones hacia el lugar adonde su alma le dice que debe ir?
Otro ejemplo. Una mujer casada desde hace veinte años, con hijos adolescentes y un marido. Un hogar. Mascotas. Álbumes de fotos y libros de recortes repletos de recuerdos. ¿Qué sucede cuando esta mujer ya no siente ninguna pasión por compartir el futuro con su marido y sus hijos? ¿Qué ocurre si se siente como si no existiera?
¿Está deprimida? ¿Necesita Zoloft? ¿Una dosis más alta? ¿Dos medicamentos? ¿O es posible que su vida la haya alejado tanto de su verdad interior que se haya convertido, a efectos prácticos, en un zombi, en un muerto viviente?
¿Tiene esa mujer derecho, moral y éticamente, a dejar su casa, a su familia y a sus amigos, abandonarlos de un modo tan absoluto que ya no tenga recuerdos de ellos? Al haber traído al mundo a sus hijos, ¿le pertenecen para el resto de sus días, o es libre de celebrar el pasado y avanzar para construirse un futuro nuevo sin ellos?
La respuesta debe ser un «sí» rotundo.
Una persona puede estar muerta espiritualmente, con la carcasa de su alma yendo a la deriva dentro de una jaula de piel y huesos que le ha sobrevivido. ¿Qué clase de madre o padre, hermano o hermana, marido o esposa antepondría su apego a un pasado común al futuro de esa persona, a su renacimiento?
El amor verdadero jamás exigiría semejante sufrimiento.
Clevenger bajó el diario. Se dio cuenta de la visión del mundo tan distinta que tenían él y John Snow. Clevenger creía que las personas podían cambiar y crecer, independientemente de las circunstancias que conspiraran para limitarlas. Con la motivación y la orientación adecuadas, y, sí, incluso a veces con el medicamento adecuado, podían reinventarse y superar el pasado. Vivir una vida satisfactoria era eso. Podía ser doloroso, a veces atroz, pero era un dolor al que había que enfrentarse. Traspasar ese sufrimiento a otras personas, eliminándose a sí mismo quirúrgicamente de un drama para poder comenzar otro, parecía verdaderamente inmoral. Puede que restableciera el volumen sanguíneo del alma de una persona, pero en muchas otras provocaría una hemorragia.
Pensó en cómo Theresa Snow había calificado a su marido de narcisista, incapaz de equilibrar las necesidades de los demás frente a las suyas. Y quizá ése era el quid de la cuestión. Pero aún quedaba por formular una pregunta: ¿qué había llevado a John Snow a creer que era un muerto dentro de un cuerpo vivo, que su historia había acabado?
Algo ya había matado a John Snow antes de recibir una bala en ese callejón.
Clevenger pasó más hojas del diario. Las siguientes diez páginas más o menos estaban llenas de cálculos y dibujos relacionados obviamente con el Vortek, el último invento de Snow, ahora en manos de Collin Coroway. Clevenger miró el misil, dibujado a mayor tamaño en algunos puntos, más pequeño en otros, a veces con alas, otras veces sin ellas. En algunos de los dibujos estaba abierto, y Snow había esbozado unas bobinas en el interior.
Clevenger pasó otra hoja y se descubrió mirando una página que era un caos de letras, números y símbolos matemáticos. Los caracteres eran incluso más diminutos de lo habitual para la letra de Snow y se apiñaban en líneas confusas aquí, curvas allí, incluso en nubes amorfas de letras y números. Sostuvo la página a cierta distancia y siguió mirándola. Y, entonces, lo que parecía un caos poco a poco comenzó a tomar forma. Pelo. Ojos. Una nariz. Labios. Miró más tiempo y con más detenimiento. Y entonces se dio cuenta, asombrado, de que estaba contemplando el rostro de Grace Baxter.